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Authors: P. G. Wodehouse

Tags: #Humor

Locuras de Hollywood (17 page)

BOOK: Locuras de Hollywood
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—¿Sobre
qué
?

—¿No recuerda lo de la Iglesia de Abisinia?

—Jamás he oído hablar de la Iglesia de Abisinia.

—Bien…, es una especie de iglesia que tienen vacante allá en Abisinia. Usted y Joe Davenport se pusieron a discutir acerca de sus títulos a la sucesión apostólica. Él tenía un criterio, usted otro… Usted dijo esto, él arguyó aquello… Las palabras fueron subiendo de tono. Se enardecieron las pasiones. Y usted, al cabo, le sacudió con la botella. Un golpe, un grito, y el sonriente muchacho cayó muerto.

—Pero ¿está
muerto
?

—¡Hombre, no! Sólo estoy adornando el relato.

—¡Ojalá no lo hubiera adornado! —dijo Phipps, al tiempo que se pasaba la mano por la frente cenicienta. Se derrumbó en un sillón y comenzó a suspirar apesadumbrado. Aún estaba haciéndolo cuando se abrió la puerta y entró por ella Smedley, seguido de Kay, que traía una gran fuente con emparedados. Bill recibió esta última con mirada de aprobación; se sentía muy a punto para tomar un pequeño refrigerio.

—Adela debe de estar dormida —dijo Smedley—. He estado un rato escuchando a través de la puerta de su dormitorio, pero no he podido oír nada. ¡Anda! —exclamó fijándose en Joe—. ¿Qué es esto?

—Una exageración —dijo Bill lacónicamente—. Phipps le golpeó con una botella. Estábamos hablando de ello cuando habéis entrado.

Los ojos de Kay se abrieron de par en par. El color huyó despacio de su rostro. Se paró un instante, con la vista fija en Joe y la fuente de emparedados temblando en sus manos. Bill, siempre oportuna, se apresuró a quitársela amablemente. Kay, entonces, pareció volver a la vida. Y, dejando escapar un grito, corrió a arrodillarse junto al cuerpo tendido de Joe.

—¡Oh, Joe, Joe! —gimió.

Bill se sirvió un emparedado mientras se extendía por su rostro una sonrisa de satisfacción. Siempre es grato, para una mujer cordial y deseosa de unir a los jóvenes en primavera, comprobar que ha tenido éxito. Acabó el emparedado y tomó otro. De sardina, observó con placer. Le encantaban los bocadillos de sardina.

—¿Que le golpeó con una botella? —preguntó Smedley.

—En un instante de acaloramiento —explicó Bill—. Los Phipps se acaloran notablemente en ocasiones.

—¡Santo Dios!

—Sí, un incidente muy desagradable. Ha aguado la fiesta, por decirlo de alguna manera. Pero tiene su lado bueno: ha servido para despejarle la borrachera.

—¿De veras? Entonces, escucha…

—Creo que está muerto —dijo Kay, alzando un rostro sumamente pálido.

—Oh, no creo que lo esté —dijo Smedley, descartando ese asunto colateral y volviendo en seguida al tema importante—: ¿Dices que está sobrio?

—Completamente. Podría decir «tres tristes tigres».

—Pues, entonces, es hora de que vuelva al trabajo. Basta de bobadas. ¡Phipps!

—¿Señor? —dijo el juerguista, recuperando una vez más su respetuosa actitud mayordomil.

—¡A trabajar!

—Sí, señor.

—Y no más tonterías.

—No, señor.

—La voz de su amo —murmuró Bill, atacando su tercer emparedado.

Observó complacida que Kay estaba derramando ardientes besos sobre el rostro exánime de Joe. Todo aquello, hay que recordarlo, lo había organizado para ella y era estupendo ver que funcionaba como una seda. Se sentía como un director de cine que ve que sus actores están poniendo los cinco sentidos en el trabajo y dando lo mejor de sí mismos.

—¡Oh, Joe! ¡Querido Joe! —exclamó Kay. Alzó la vista—. ¡Vive!

—¿De veras?

—Se ha movido.

—Perfecto —dijo Bill—. Son excelentes noticias. Esta vez no irá a parar a la silla eléctrica, Phipps.

—Me quita un gran peso de encima, señora.

—De momento.

—Sí, señora.

Kay lo miraba con ojos asesinos. Hasta entonces, Phipps siempre le había caído bien, pero ahora pensaba que jamás había conocido a un mayordomo más brutal.

—Pudo haberlo matado —dijo. Lo dijo con un tono acerbo y haciendo rechinar los dientes, como aquel tipo del viejo Westbury, cazador, jinete y pistolero, amigo de Bill, y habría adornado con un sonido sibilante sus palabras si hubiera habido alguna «s» en ellas.

Phipps, aunque respetuoso, se permitió disentir al respecto.

—Yo no me atrevería a decir tanto, señorita. Un simple cosque en la cabeza, como sucede tantas veces durante una discusión religiosa. Pero, si se me permite decirlo, me gustaría expresar mi arrepentimiento y contrición por haberme tomado semejante libertad. Desde el fondo de mi corazón, señorita…

Smedley irrumpió con su habitual impaciencia. No estaba de humor para retóricas.

—¡Déjese ya de discursos! Hoy no es el Cuatro de Julio.

—No, señor.

—¡Actúe, hombre, actúe!

—Sí, señor.

—Sígame.

—Sí, señor. Muy bien, señor.

La puerta se cerró tras ambos. Bill sonrió maternalmente a Kay y se reunió con ella junto a la cabecera del doliente. Observó al inválido, que ahora mostraba signos evidentes de estar saliendo de su desmayo.

—Estará funcionando de nuevo dentro de un minuto —dijo animándola—. Te apuesto diez centavos a que adivino lo que va a decir en cuanto abra los ojos: «¿Dónde estoy?».

Joe abrió los ojos.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—Dame esos diez centavos —dijo Bill.

Joe se incorporó.

—¡Cielos! —dijo.

—¡Oh, Joe! —dijo Kay.

—¡Mi cabeza! —añadió Joe.

—Dolorida, sin duda —observó Bill—. Lo que necesitas es aire. Te llevaremos al jardín. Échame una mano, Kay.

—Te mojaré la cabeza, querido —dijo Kay con ternura.

Joe parpadeó.

—¿Has dicho «querido»?

—Claro que lo he dicho.

Joe parpadeó nuevamente.

—Por cierto… ¿Fue sólo un sueño maravilloso, o realmente me besaste antes?

—Naturalmente que te besó —intervino Bill—. ¿Por qué no había de besarte? ¿No me estabas escuchando cuando te dije que te quiere? ¿Estás en condiciones de navegar?

—Creo que sí.

—Pues entonces te llevaremos fuera y bañaremos tu cabeza en la lujosa piscina de Adela.

Joe parpadeó por tercera vez. Hasta un esfuerzo muscular tan trivial como el de subir y bajar los párpados provocaba en su cabeza el efecto de una mano tenaz que estuviera clavándole en ella puntas al rojo vivo; pero su agonía, aunque aguda, quedó olvidada en la emoción del éxtasis que lo invadió de pronto. De nuevo creyó oír una suave música sonando en la salita del jardín. Los objetos familiares tenían para él una belleza nueva. Incluso los rasgos algo toscos del rostro de Bill, que le habían valido en opinión de buenos expertos ser comparada a un bóxer alemán, tenían ahora algo que la acreditaba para que su número de teléfono pudiera figurar en el librito rojo del más exigente de los hombres.

Y en cuanto a Kay…, le vino al pensamiento la idea de que, si le adosaran un par de alas, podría entrar tranquilamente en cualquier reunión de querubines y de serafines sin que nadie le hiciera preguntas. La miró con cara de pasmo.

—¿Me quieres?

—Pues naturalmente que te quiere —dijo Bill—. ¿Cuántas veces tendré que decírtelo? Te idolatra. Te adora. Se moriría por un mechón de tu pelo. Pero podréis discutir todo eso mientras ella te mete la cabeza en la piscina. Vamos, tómatelo con calma. Apostaría que te sientes como alguien que se ha peleado con Errol Flynn.

Sosteniendo entre las dos al herido, salieron por la cristalera. Y apenas se habían perdido de vista cuando se abrió la puerta de la salita y entró en ella Adela, seguida de un lord Topham cojeante y medio dormido. Adela estaba alerta y en tensión; su acompañante caminaba prácticamente en sueños. Se acercó vacilando a un sillón, se dejó caer en él y cerró los ojos.

XV

El problema de subir a la habitación de tu cuñada y aplicar el oído a su puerta para cerciorarte de que está dormida es que, si tu respiración es más bien estertórea, corres el riesgo de despertarla. Y, aunque no era consciente de ello, en su reciente visita al exterior del dormitorio de Adela, Smedley había respirado muy ruidosamente. Y es que, con la tensión de estar encubriendo el desvalijamiento de una caja de caudales y su turbación emocional debida al hecho de verse interpelado por Phipps como el viejo borrachín Smedley, había bufado y resoplado como un caballo de carreras a la conclusión de un reñido Grand National.

Había hecho crujir también las maderas del piso y, en determinado momento, al haberse inclinado más de la cuenta, tuvo que apoyar pesadamente la mano contra la hoja de la puerta. En realidad, prácticamente la única cosa que no había hecho fue sonar como la campanilla de un despertador; así que, apenas llevaba allí minuto y medio espiando, cuando Adela rebullió en la almohada, se incorporó a medias y, finalmente, al oír el trompazo en la puerta, saltó de la cama. Con el aire de una amazona ciñéndose la armadura antes de acudir a la batalla, se puso una bata y permaneció unos segundos inmóvil, escuchando.

Fuera habían cesado los sonidos. Un cauteloso vistazo momentos después le mostró que allí no había nadie. Pero lo había habido, sin duda, y se propuso investigar a fondo la cuestión. Adela Shannon Cork no era en absoluto remisa a la hora de actuar. Cualquiera de la docena de sus antiguos directores de cine mudo podía atestiguarlo, como podrían igualmente haberlo dicho sus tres difuntos maridos. Ya se ha indicado antes que no era una mujer que tolerara tonterías, y en este capítulo incluía la presencia de intrusos ilegales en su casa entre la una y las dos de la madrugada.

Pero, en ocasiones así, incluso a la más intrépida de las mujeres la complace tener un aliado; por eso, sin apenas pérdida de tiempo, fue a la habitación de lord Topham y, con bastante mayor dificultad de la que Smedley había tenido para despertarla, logró sacarlo de su sueño para inducirlo a un mínimo de actividad temporal.

Daba la impresión, sin embargo, de que ahora lord Topham había vuelto a sumirse en su sopor, y Adela tuvo que interpelarlo bruscamente.

—¡Lord Topham!

Una rítmica respiración fue la única respuesta de su huésped. Lord Topham era un hombre que, aunque no tenía ningún otro rasgo común con él, compartía con Napoleón Bonaparte la capacidad de dormirse en cuanto su cabeza tocaba la almohada… o, como en el presente caso, el respaldo de un sillón.

Adela alzó la voz:

—¡Lord Topham!

Las brumas del sueño no estaban a prueba de gritos apremiantes como aquél. El visitante de allende los mares abrió los ojos, como probablemente hubiera hecho también Napoleón en circunstancias análogas. La voz de Adela no tenía la tonante potencia de la de Bill, pero era muy penetrante cuando el enfado elevaba su tesitura.

—¿Eh?

—Despierte.

—¿Me he dormido?

—Se ha dormido, sí.

Lord Topham reflexionó un momento, recordó que momentos antes estaba bailando la rumba en Piccadilly Circus, y asintió.

—Tiene usted razón. Me había dormido. Estaba soñando con Toots.

—¿Con qué?

—Una chica de Londres que conozco. Soñaba que nos estábamos marcando una rumba en Piccadilly Circus. ¡Fíjese! ¡Nada menos que en Piccadilly Circus! —añadió lord Topham sonriendo un poco ante tan peregrina idea—. Allí… Quiero decir, precisamente en Piccadilly Circus. ¿Qué le parece?

Adela no era una psiquiatra, siempre dispuesta a oír los sueños de la gente y a interpretarlos. No hizo más comentario que un impaciente bufido. Pero luego soltó una exclamación de sorpresa. Su mirada, al errar por la salita, había ido a fijarse en la bandeja con las botellas.

—¡Mire!

Lord Topham suspiró con nostalgia.

—Quiero hablarle de Toots. La quiero a rabiar, y tuvimos una pelea antes de embarcarme yo para América. Es una chica dulce…

—¡Mire esas botellas!

—… pero susceptible.

—¿Quién ha puesto ahí todas esas botellas?

—Muy susceptible. Una joya de mujer, pero susceptible. En absoluto.

—¿Quién… ha puesto… esas botellas… ahí…? Tenía razón. Han entrado ladrones en la casa.

Lord Topham soltó otro suspiro. Le parecía que aquél era un momento tan bueno como cualquier otro para aliviar su alma de la tragedia que había estado ensombreciéndola.

—Se ofende por cualquier cosa, si me entiende lo que quiero decir, aunque es un ángel en todos los aspectos. No se lo va a creer usted, pero porque le dije que su sombrero nuevo le daba un aire a lo Boris Karloff, me propinó un guantazo en la cabeza diciendo, mientras lo hacía, que no quería volver a verme ni hablarme en este mundo ni en el otro. Y…, bueno…, uno tiene su orgullo, ¿no? Reconozco que me subí un poco a la parra, pero…

—Cállese y escuche.

La mirada de Adela había ido a fijarse en el techo. De la sala de proyección, situada encima, había llegado un ruido sordo, debido a que Smedley, presa de pronto del imperioso deseo de un tentempié, y sabedor de que los materiales al efecto estaban en el piso de abajo, se había encaminado a la puerta y tropezado con un taburete.

—Hay alguien en la sala de proyección. ¡Lord Topham!…

¡LORD TOPHAM!

Lord Topham despertó, como Abu ben Adhem, de un profundo sueño de paz. Por su mente cruzó como un relámpago el pensamiento de que estaba teniendo una noche más bien movidita.

—¿Hola?

—Suba.

—¿Adonde?

—Al piso de arriba.

—¿Por qué?

—Hay ladrones en la sala de proyección.

—¡Pues ni loco pienso subir a verlos! —replicó lord Topham—. Estaba a punto de contarle, cuando me adormilé, que anteayer envié a Toots, por avión y con sello de urgencia, una sentida carta diciéndole que toda la culpa era mía y suplicándole que nos reconciliáramos. Muy necio sería si ahora subiera allá arriba y me hiciera matar por una panda de condenados ladrones sin haber tenido tiempo de recibir respuesta. Bueno…, lo que quiero decir es que estoy esperando un cable en cualquier momento.

Mucha gente hubiera aprobado su actitud. He ahí un joven sensible y prudente, habrían dicho, con la cabeza perfectamente en su sitio. Pero Adela no compartía ese punto de vista. Soltó un bufido desdeñoso y se puso a dar vueltas por la habitación como una leona enjaulada. No tardó mucho en descubrir que la cristalera estaba abierta.

—¡Lord Topham!

—Y ahora ¿qué pasa?

—Han abierto la cristalera.

—¿La cristalera?

—La cristalera.

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