—¿De qué pastel se trata?
—Me refiero a los beneficios que reportan los trabajos de esos autores, que ascienden a sumas realmente enormes. Supongamos, por ejemplo, que este agente literario vende un relato de algún cliente suyo a un destacado editor por…, pongamos una cifra al azar: cuarenta mil dólares. Su tajada será de cuatro mil.
—Parece un negocio condenadamente bueno.
—Es un negocio condenadamente bueno. Cuatro mil pavos por decirle a su secretaria que meta en un sobre un fajo de hojas mecanografiadas, escriba la dirección, lo franquee y lo tire al buzón es, se mire como se mire, una bicoca. Y así sin parar.
—¿Sin parar?
—Prácticamente sin un instante de reposo. Se asombraría usted si supiera la cantidad de dinero que va a parar a las arcas de un agente literario. Clientes nuevos llamando a su puerta a cada hora del día para implorar que les permita liquidarle el diez por ciento. Pongamos un caso. Está él tranquilamente sentado en su despacho, después de un almuerzo a base de lenguas de ruiseñor regadas con un Imperial Tokay cuando, hete aquí que viene a verle alguien al que, a falta de mejor nombre, llamaremos Erle Stanley Gardner. «Buenas tardes, mi querido agente literario», le dice. «¿Querría usted hacerme el gran favor de aceptar la décima parte de mis ingresos anuales? Debo mencionar que escribo dieciséis libros al año y que, si pudiera librarme del vicio de comer, pienso que tal vez pudiera llegar a veinte. En síntesis, contándolo todo, fascículos, cine, radio, televisión y otros derechos, me atrevo a calcular que su parte, exclusivamente sobre mis emolumentos, ascenderá a unos cincuenta o sesenta mil dólares al año, como mínimo. ¿Quiere usted aceptarme como cliente suyo, mi querido agente literario?». A lo que el agente literario bosteza y responde que tratará de hacerle un hueco. «¡Gracias, muchas gracias!», exclama Erle Stanley Gardner, y se va. Y apenas se ha marchado, cuando llegan Sinclair Lewis y Somerset Maugham. «Buenas tardes, querido agente literario…». Bueno…, ya habrá captado usted la idea. Es lo que aquí, en California, llaman una bonanza.
—Una ¿qué?
—Una mina de oro, ¿sabe?
—¡Oh, en absoluto!
—Estaba segura de que lo entendería así, querido Toppy. Sabía que podía fiarme de su rápido juicio. Tiene usted la mente afilada como una navaja. Pues bien: la cuestión es que a Joe y a mí se nos ha presentado la oportunidad de adquirir un acreditado negocio de esta naturaleza, de mucha solera.
—¿Una agencia literaria?
—Como lo oye.
—Van a hacer ustedes un fortunón.
—Exactamente. Es lo que yo pensé. Tendremos que pasar el resto de nuestras vidas pensando formas de burlar a los inspectores fiscales. Y todo lo que necesitamos, para iniciar las operaciones…
—Ganarán tanto dinero que no van a saber cómo gastarlo.
—Se nos resentirán las muñecas de tanto cortar cupones. Y todo lo que necesitamos…
—Pues, entonces —dijo lord Topham—, me voy a atrever a pedirles que me presten temporalmente un centenar de dólares.
Bill se desconcertó un instante.
—¿Eh?
—Verá —siguió lord Topham—. Debido a una serie de circunstancias que no dependen de mí y que me dan dolor de cabeza cada vez que trato de comprenderlas, no puedo sacar del Reino Unido ni un penique de mi dinero; ni un solo cochino penique. Mis amigos me dicen que esto es porque tenemos allí un gobierno laborista, formado, como usted sin duda sabrá, por una espantosa panda de groseros y sinvergüenzas. Bien… El caso es que esto me hace ir muy corto de pasta. Así que, si ustedes quisieran ganar la imperecedera gratitud de un tipo que sólo dispone de un poco de calderilla para comprar un paquete de cigarrillos, aquí tienen una buena oportunidad.
Bill alzó la vista.
—Joe.
—¿Sí?
—¿Has oído lo que yo he oído?
—Lo he oído.
—Entonces…, no es una pesadilla.
Lord Topham seguía dando más explicaciones.
—Si se me ha ocurrido pedírselo es por eso que contaba usted de su extraordinaria fortuna. Aquí, por un lado —me he dicho—, está esta amable y dulce criatura nadando en dinero, y por otro estoy yo, sin poder disponer de un centavo por culpa de los siniestros tejemanejes de este maldito gobierno laborista que está siempre buscando a quién devorar. Por eso, como la cosa más natural del mundo, se me pasó por la cabeza: «¡Díselo, mecachis!». Porque, claro…, ¿qué son cien dólares para usted?
En los toscos rasgos de Bill se pintó una expresión de infinito cansancio.
—¿Tienes tú cien dólares, Joe? No, ahora recuerdo que ya no los tienes. Supongo, entonces, que no hay más remedio… Tenga usted, Toppy.
—¡Gracias! —exclamó lord Topham—. ¡Muchísimas gracias! ¡Jo! ¿Sabe usted lo que supone esto para mí? Significa que esta misma tarde puedo ir a darme un garbeo por Santa Anita, sin complejos, dispuesto a lo que sea. Phipps me dice que
Betty Hutton
está cantada para la cuarta, y… En fin, mi salvadora, para expresarlo todo en dos palabras: ¡gracias mil! Que el cielo la bendiga, mi buena multimillonaria. ¡Jo! —repitió lord Topham—. ¡En absoluto, en absoluto, jo!
Y atravesó con pies alados la puerta acristalada en dirección al jardín.
Bill respiró hondamente. Su expresión era de cansancio, como si sobre su cabeza hubieran caído todas las penas del mundo. Cuando al fin encontró palabras, éstas revelaron su desaliento.
—Así son las cosas —dijo—. Un jarro de agua fría, Joe.
—Total.
—Decepcionante.
—Tremendamente.
—Sí, decepcionante en grado sumo. ¡Parecía ir todo tan bien hasta el último momento! Hace que me sienta como si hubiera estado tratando de pescar truchas y una de ellas se hubiera vuelto de repente para pegarme un mordisco en la pierna. Si tan sólo hubiera pensado por un instante en la actual situación financiera de las Islas Británicas, me habría ahorrado esta penosa experiencia. Mis últimos cien dólares… tirados, como quien dice. ¿Y para qué? Para financiar las ilusiones de un bobalicón representante de la nobleza británica en las carreras de Santa Anita. Bueno… Supongo que todo esto la hace a una menos materialista. ¡Ah, Smedley! —dijo al ver que se abría la puerta—. ¿Qué noticias nos traes del ojo del huracán?
Smedley venía acalorado y con la mirada perdida, como el director de una sociedad de responsabilidad limitada en apuros al salir de una tormentosa reunión de accionistas. Sea lo que fuere lo ocurrido entre él y su cuñada en la sala de proyección, ciertamente no se había tratado de un encuentro amoroso.
—Está tan loca como una gallina borracha —dijo.
—¡Lástima! —exclamó Bill—. No me gusta acongojar a Adela. ¿Qué ha ocurrido?
—Dice que se lo hemos robado nosotros.
—¡Qué equivocada está! ¿Probaste a negarlo todo?
—Sí, pero no me sirvió de nada. Cuando a Adela se le mete una idea en la cabeza, no hay forma de sacársela. Ya la conoces.
—La conozco, sí.
Smedley se enjugó la frente. Su actitud hizo recordar la de aquellos tres jóvenes judíos, Sidrac, Misac y Abdénago, al salir del horno ardiente al que habían sido arrojados por orden de Nabucodonosor.
—¡Tengo los nervios hechos cisco, maldita sea! Querría beber algo.
—Phipps nos traerá unos cócteles en seguida. Mira —dijo Bill—, si no me equivoco, aquí llega nuestro pájaro.
Y, en efecto, entró Phipps cargado con una bandeja de tintineante musicalidad, que depositó sobre el escritorio con su habitual aire de plenipotenciario de alguna gran corte haciendo entrega de importantísimos documentos.
—¿En qué quedasteis? —preguntó Bill.
—¿Eh? —respondió Smedley, cuyos ojos se habían ido tras los cócteles.
—¿Cómo acabó la cosa?
—¿Con Adela? ¡Ah! Está erre que erre en que hemos abierto su caja de caudales y parece pensar que el diario lo tienes precisamente tú. Me hizo una escena y acabó diciéndome que había llamado a la policía.
—¡Qué me dices!
Un relámpago había iluminado la mirada de Bill. Su abatimiento desapareció de pronto. Era una vez más la mujer de fiar tomando firmemente las riendas de la situación.
—¿Que va a venir la policía? Pues, entonces, pienso que todo se va a arreglar. Eso es como decir que llega el Séptimo de Caballería. ¡Phipps!
—¿Señora?
—Temo muy mucho que está usted en un apuro, Phipps. ¿Ha oído lo que ha dicho míster Smedley?
—No, señora. Mi atención estaba puesta en servir los cócteles, señora.
Bill le dedicó una mirada llena de simpatía.
—Siga, siga usted con los cócteles, amigo Phipps. También usted necesitará uno dentro de un instante. Míster Smedley dice que mistress Cork ha llamado a la policía.
—¿De verdad, señora?
—Me admira su sangre fría. Yo, en su lugar, estaría temblando como una hoja.
—No comprendo lo que quiere decirme, señora.
—Pues le daré más explicaciones. Los agentes de la ley vienen de camino… ¿Y qué harán esos agentes de la ley una vez se presenten aquí? Echarán sus redes. Inspeccionarán la casa. La peinarán meticulosamente.
—Lo supongo, señora.
—Y acabarán localizando su escondrijo, el lugar secreto donde usted ha ocultado el diario. ¿Y entonces…?
El mayordomo manifestó una cortés perplejidad.
—¿Está usted sugiriendo que podrían considerarme sospechoso del robo, señora?
Bill soltó una carcajada chirriante.
—Bueno… Considerando que usted tiene un merecido lugar en la galería de los famosos como experto revientacajas, ¿de quién cree que sospecharán? Me está dando la impresión de que se le presenta un fin de semana peliagudo, Phipps.
—No soy de su mismo parecer, señora. Es muy posible, realmente, que los policías descubran el objeto en cuestión si hay algún chivatazo, pero no tendré más que decirles que, al retirarlo de la caja fuerte, actué por cuenta de míster Smedley. Que mi posición fue la de un agente al servicio de su superior.
Bill enarcó las cejas.
—No le entiendo, Phipps. ¿Está usted sugiriendo que alguien le pidió que abriera la caja? Tú no sabes nada de esto, ¿verdad que no, Smedley?
—Ni palabra.
—¿Por casualidad le pediste alguna vez a Phipps que abriera la caja fuerte?
—Naturalmente que no.
—¿Lo hiciste tú, Joe?
—¡Ni hablar!
—¿Y tú, Kay?
—No.
—Pues yo tampoco. Su problema, Phipps, es que sigue empeñado en tratar de esconder su luz bajo un celemín. Que concibe, de forma totalmente independiente y por su propia cuenta, la brillante idea de reventar la caja y mangar su contenido, pero luego se empeña en atribuir el mérito a otros. Da usted pruebas de un espíritu generoso que es muy de admirar. Y, mire, para que vea que realmente lo admiramos, nos gustaría hacer algo por usted. Déle ese objeto a míster Smedley, y él se hará cargo. No tendrá usted que preocuparse al respecto. ¿Me sigue usted?
—Sí, señora.
—Sabía que lo haría. Ande, vaya a buscarlo.
—Lo llevo encima, señora.
Sin ninguna emoción perceptible, el mayordomo sacó de su bolsillo el diario, lo colocó en una bandeja y se lo llevó a Smedley, que se arrojó sobre él como una trucha para atrapar una mosca.
—¿Desea alguna cosa más la señora?
—No, Phipps, muchas gracias. Recibirá usted la comisión acordada, por supuesto.
Smedley pegó un bote.
—¡Cómo! ¿Después de lo que ha hecho?
—Ciertamente. Debemos ser muy estrictos con la contabilidad. Y entre nosotros, los agentes, no puede haber desacuerdos. Recibirá esa comisión a su debido tiempo, Phipps.
—Gracias, señora.
—Lamento las molestias.
—No hay por qué, señora.
—Después de todo, le queda su futuro artístico.
—Así es, señora —dijo Phipps, y procedió a retirarse decorosamente.
Joe contemplaba a Bill con devoción, como el hombre que tiene delante un imponente monumento público. Lo que sentía era demasiado profundo para poder expresarlo con palabras, pero al cabo se las arregló para decirle a Bill que era maravillosa.
—¡Vaya si lo es! —dijo Kay.
—Deberían conservar ese cerebro suyo en un frasco y exhibirlo en algún museo nacional —dijo Smedley, igualmente entusiasta.
—Cuando haya acabado de usarlo.
—Cuando haya acabado de usarlo, naturalmente —asintió Smedley—. Bueno… Me voy a ver a ese jardinero de Lulabelle Mahaffys para que lo traduzca. Si sé lo que contiene, estaré en mejor posición para negociar con esos tipos de la Colossal-Exquisite.
—¿Vas a aceptar la oferta de la Colossal-Exquisite? —preguntó Bill.
—Si sigue en pie. Cincuenta mil dólares son una bonita suma.
Bill asintió.
—Muy bonita. Y redonda. Sí, acéptala. Consigue el cheque, aparta cinco mil para Phipps, danos a Joe y a mí nuestros veinte mil, y ya estará todo.
Smedley, que se había puesto a caminar rápidamente en dirección a la cristalera como un hombre para quien el tiempo es oro, se paró en el acto. Parecía perplejo.
—¿A Joe y a ti? ¿Veinte mil? No te entiendo. ¿De qué me hablas?
—Para la agencia literaria.
—¿Qué agencia literaria?
—Me dijo usted que pondría el dinero para comprarla —dijo Joe.
Smedley expresó su sorpresa.
—¿Dije que pondría dinero para comprar una agencia literaria? ¿Cuándo?
—Anteanoche. Cuando estuvimos en el Mocambo.
—Es la primera noticia.
—¡Cómo! ¡Pero si estuvimos hablando del asunto durante horas! ¿No lo recuerda?
La mirada de Bill era severa.
—Ya me temía que esto podría ocurrir, Joe. Smedley tiene menos memoria que un colador.
Smedley se picó.
—Mi memoria es excelente —dijo en tono irritado—. Pero no conservo el menor recuerdo de que se haya dicho delante de mí nada a propósito de una agencia literaria. ¿Qué agencia literaria es ésa?
—La que Bill y yo queremos comprar.
—¿E interpretó usted alguna observación mía de pasada como una promesa de que les prestaría el dinero?
—¡Qué observación de pasada ni qué cuartos! Estuvimos discutiéndolo como una hora y media. Y se pasó usted todo el rato dándome palmadas en la espalda y repitiéndome que…
Smedley meneó la cabeza.
—Un error. La cosa se cae de puro absurda. Jamás pondría dinero en una agencia literaria. Demasiados riesgos. Voy a volver a Nueva York y a meterme de nuevo en el tema de la producción. Montaré un despacho y haré correr la voz de que estoy dispuesto a considerar posibles montajes. ¡Dios bendito! Será como en los viejos tiempos. Bueno, no puedo perder más tiempo charlando —dijo Smedley—. Luego os veo.