Read Los Bufones de Dios Online

Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (48 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
13.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Jean Marie consideró por unos momentos la pregunta y luego movió la cabeza.

—No juguemos a la dialéctica, señor Hennessy. Un águila puede hablarle a un canario y la conversación tener sentido para ambos, pero jamás un canario podría hablar de nada que tenga sentido para un pez dorado. Porque en este último caso viven de diversos modos en diversos elementos. Yo he sufrido una experiencia que me ha cambiado por completo; si ha sido para mejor o para peor es ya otro problema. Lo que ha ocurrido simplemente es que ahora soy diferente.

—¿Cómo? ¿Y en qué aspectos? —Hennessy, fríamente presionó a su interlocutor. —Necesito conocer al hombre a quien estoy sirviendo.

—Sólo me es posible responderle por medio de un ejemplo —dijo quietamente Jean Marie—. ¿Recuerda aquel relato del Evangelio, cuando Jesús levanta de la tumba a su amigo Lázaro?

—Sí, lo recuerdo.

—Piense acerca de los detalles de ese relato: las hermanas llorosas y apenadas, temerosas de lo que la tumba, al ser abierta, podría revelar. Iam foetet, decían. ¡Ya huele! Luego la tumba fue abierta. Jesús llamó, Lázaro apareció, envuelto aún en el sudario con que lo habían enterrado. ¿Ha pensado alguna vez cómo debe haberse sentido, de pie allí, parpadeando enceguecido por la luz del sol, mirando de nuevo a un mundo que había abandonado por completo…? Después de lo qué me sucedió en el jardín de Monte Cassino, yo me siento como Lázaro. Y nada nunca más podrá ser para mí como fue.

—Creo que puedo comprender —dijo Hennessy dubitativamente—. Pero aun si usted ha cambiado, el mundo continúa igual. Nunca lo olvide.

—¿Por qué llamó a Roberta Saracini cazadora de leones?

—Porque estoy tratando de ser educado —Hennessy se había vuelto súbitamente mordaz—. En mi país, las mujeres que se dedican a perseguir a hombres célebres son llamadas por un nombre mucho más sucio que ese. Pero no equivoque el sentido de mis palabras. Ella es una buena clienta para mí, y usted la necesita. Pero soy, sin embargo, un irlandés chapado a la antigua y detesto ver a un sacerdote uncido a los tirantes del delantal de una mujer.

—Sus modales son decididamente malos y su boca es muy sucia. —Jean Marie se había enojado y su voz se endureció. —¿Presumo que dijo todo esto a madame Saracini antes de comenzar a aceptar su dinero?

—Así lo hice —dijo Hennessy sin conmoverse—. Porque detectar y señalar los campos minados antes de poner el pie en ellos forma parte de mi trabajo. Desde que su padre está preso, Roberta se metió con la religión. Trabaja en ello así como trabaja en todo lo que hace. Eso la ayuda y me alegro por ello. Pero antes que la religión comenzara —y créame que lo sé— los combinados por la tarde en casa de Roberta incluían igualmente el desayuno en la cama… De manera que es muy fácil, monseñor, que usted sea atrapado en la corriente del pasado de nuestra anfitriona. La vigilancia grado A que se ejerce sobre usted significa que el gobierno está buscando los clavos con los que sellará su ataúd. Y si piensa que mi boca es sucia, espere a ver y oír los ejemplares de pornografía que es capaz de manejar el gobierno… Simple ejemplo. Usted ordenó flores para Roberta. Gesto natural de caballero hacia su anfitriona; nada de malo en ello. Pero, ¿qué pensaría si alguien publicara el siguiente chisme: "un dignatario católico le ha enviado flores a dama de la alta Banca cuyo padre en una ocasión estafó al Vaticano por quince millones…" Y ése es solamente uno de los riesgos que usted está corriendo.

—Le agradezco mucho su preocupación —dijo Jean Marie con suave ironía—, pero sugiero que, contra la malicia y las murmuraciones del diablo no hay defensa posible.

—No me haga sermones —contestó Hennessy que súbitamente se había dejado también invadir por la ira—. Sucede que sí, me importa y me preocupa usted. Creo lo que me ha dicho. Creo importante que la gente lo escuche. Pero no quiero que mi Iglesia sea vilipendiada en la plaza pública.

—Perdóneme —Jean Marie se disculpó humildemente—. Se lo advertí. Mi cambio no ha sido para mejor.

—Por lo menos tiene agallas de hombre —dijo Hennessy con una acida sonrisa—. La próxima vez elegiré mis palabras con gran cuidado.

El hombre del maquillaje llegó por fin. Alto, moreno, barbudo, parecía un profeta del Antiguo Testamento y tenía, como ellos, la misma perentoria elocuencia. Explicó largamente que un disfraz era nada más que un juego de ilusiones. El maquillaje complicado estaba destinado únicamente para el escenario del teatro o la pantalla de cine. Muy pocas mujeres sabían aplicárselo debidamente, aun cuando lo usaban todos los días. Rolf Levandow estaba seguro de que un anciano caballero de sesenta y cinco años era por completo incapaz de maquillarse exitosamente… De manera que… vamos viendo. Mueva la cabeza para acá, muévala para allá. Una lástima tener que cambiar ese cabello. Sería una especie de mutilación. Presumía que Jean Marie no intentaba competir en un concurso de elegancia. Por otra parte, con esas angostas espaldas, achatado abdomen y suaves manos era imposible hacerlo pasar por un trabajador. ¡Bien entonces! Un profesor retirado, un crítico literario, algo relacionado al mundo del arte… La idea general era la de crear una identidad local, de tal manera que el hombre detrás del bar, la muchacha en el puesto de diarios y el camarero de la cervecería pudieran jurar que lo conocían y que se trataba de alguien inofensivo y tranquilo. Finalmente Jean Marie se encontró mirando en el espejo a un académico que no había renunciado aún a todas las pretensiones y llevaba una boina vasca, anteojos de pinza de marco dorado y cinta de damasco y un par de engomadas patillas que le daban un aspecto de conejo. El hombre del maquillaje explicó que una revista literaria bajo el brazo ayudaría a completar el cuadro, un bastón barato podría ser opcional; también se recomendaba un cierto aire parsimonioso, algo así como contar cuidadosamente las monedas que se llevaban en una pequeña bolsa de cuero. La práctica podía ir sugiriendo algunos perfeccionamientos adicionales.

—Debía tratar de disfrutar con ello como si se tratara de un juego. Si, por algún motivo, deseaba cambiar, eso podía arreglarse. Frecuentemente sucedía que el sujeto de un disfraz se aburriera de mantener siempre la misma identidad. Le dejaría su tarjeta.

—Termínala, Rolf —dijo Hennessy—. Mi amigo y yo tenemos mucho trabajo por delante. Te acompañaré hasta la estación de taxis.

Cuando regresó, Jean Marie estaba aún contemplándose en el espejo. Hennessy se rió.

—Resulta. ¿No le parece? Le aseguré que era lo mejor en su género. Además, y por motivos que nada tienen que ver con el maquillaje, a usted le convendría mantenerse en contacto con él.

—¿Oh?

—Es un agente israelí, un miembro del Shin Beth. Este trabajo suyo representa una cobertura muy conveniente. Viaja mucho con gente de cine y trabaja regularmente para la televisión francesa. Lo reconoció inmediatamente. Dice que los israelíes están muy bien dispuestos hacia usted. Comprenden muy bien a los profetas en exilio y, ¿quién sabe? puede que él le resulte útil. Bueno, ya es hora de que me vaya.

—¿Cuándo tendré noticias suyas?

—Tan pronto como haya algo para informar. Mientras tanto, continúe trabajando en sus cartas.

—Así lo haré. ¿Puedo pedirle un pequeño servicio?

—Ciertamente.

—Déjeme caminar con usted hasta el Quai. Tengo que acostumbrarme a este nuevo personaje de anteojos de pinza y boina.

Caminar a lo largo del río era el más sencillo de los placeres, así como observar a los esperanzados pescadores y a los enamorados cogidos de la mano y a los turistas en los bateaux-mouches; así como también deleitarse en los esplendores del atardecer derramándose por las piedras grises de Notre Dame. El disfraz resultaba tan divertido como un juego de niños. Por unos pocos francos compró un desastrado ejemplar de Los Trofeos y un bastón con una empuñadura tallada en cabeza de perro. Y así protegido como por un manto de invisibilidad vagabundeó dichoso como cualquier caballero de la literatura, que, si bien podía estar un tanto resentido por los efectos de la inflación, aún estaba en condiciones de sacar mucho partido de sus años otoñales.

Durante el resto de la tarde se dejó llevar por esta agradable fantasía hasta que al final, realizó la última ceremonia, que consistió en sentarse bajo los laureles de un bar instalado en la acera, ordenar un café y pasteles y dividir su atención entre los paseantes y los lapidarios versos de José María de Heredia. Descubrió que el antiguo hombre del Parnaso había sabido envejecer y que aun él mismo podía todavía conmoverse por el último y punzante momento vivido por Antonio y Cleopatra en la víspera de la batalla de Actium.

"E inclinado sobre ella, el ardiente emperador

"Veía en sus ojos claros estrellados de puntas de oro

"Todo un mar inmenso donde fulguraban las galeras".

La grave y predestinada belleza de la imagen se acordaba muy bien a su propio y elegíaco estado de ánimo. En momentos como éste, pensar en la ruina de París, esta ciudad tan humana, contemplar la extinción de toda esta serena belleza, parecía una verdadera blasfemia… Y sin embargo, cuando llegara el día del Rubicón, esta sentencia sería irrevocable y todo hombre que hubiera vivido en Roma sabía cuan frágil es el tejido que sostiene a los imperios y cuan quietos se quedan los muertos en sus urnas y catacumbas.

Y entonces oyó aquella voz. Estaba muy próxima a él, a su izquierda, una saludable voz de barítono americana explicando el arte del
bouquinage
.

—…No se llega allí como si se estuviera tratando de poner patas arriba el desván de la abuelita. Se decide primero cuál es, en realidad, el grupo de grabados que se desea llevar. Y si se trata de algo tan escaso como dientes de gallina, eso no debe importar. Pero eso es nada más que el punto de partida. De esta manera se le está diciendo al hombre que uno es persona seria, que tiene dinero para gastarlo y que si se toma el trabajo de mostrar lo que tiene escondido debajo del mostrador, recibirá su recompensa. Esta es la forma en que yo trabajé la cosa en Alemania y…

Jean Marie dejó que el monólogo continuara, buscó el dinero en su cartera y, lentamente, dio vuelta la cabeza como si estuviera buscando al camarero. Recordó la sentencia de Rolf Levandow. El disfraz era un juego de ilusiones. Aun si alguien creía reconocerlo, se desconcertaría, a primera vista, por el aspecto no familiar. Era preciso capitalizar eso, obligar al otro a bajar la mirada, y si llegaba a saludar, mirarlo con desprecio.

En la mesa al lado de la suya estaba sentado Alvin Dolman, completamente absorto en una conversación con una mujer joven vestida de un alegre algodón veraniego. Cuando Jean Marie alzó su mano pidiendo la cuenta, Dolman levantó la cabeza. Sus ojos se encontraron. Jean Marie recordó que llevaba gafas y que, muy probablemente, Dolman no podía ver sus ojos. Se volvió pausadamente, luego, como si se encontrara impaciente por irse pronto, deslizó un billete de diez francos bajo la salsera, reunió su libro, y su bastón y se abrió camino hacia la calle pasando junto a la mesa de Dolman. Gracias a Dios, Dolman no había detenido su monólogo.

—… Ahora es conveniente que recuerde la clase de cosa que generalmente es la que primero aparece en las librerías. Hoy precisamente encontré a un tipo —el que estaba sentado en la mesa próxima a la nuestra— que se especializa en diseños de ballet. Esto no cae dentro de mi campo, pero…

…Pero el demonio de mediodía estaba en París y Jean Marie Barette se permitió algunas perturbadoras suposiciones sobre sus presentes actividades. Diez pasos más allá del café, dejó que su libro cayera sobre el pavimento y al agacharse para recogerlo, miró hacia atrás. Alvin Dolman continuaba intensamente concentrado en su conversación con la muchacha. Parecía haber hecho algunos progresos con ella. Porque ahora le sostenía la mano. Jean Marie Barette confió en que ella le respondería lo suficiente como para mantenerlo interesado, por lo menos hasta que él estuviera a salvo en su propio escondite.

En casa lo esperaba un mensaje. Madame llegaría tarde. El podía ordenar lo que más le gustara para la cena. Se decidió por un emparedado de pollo y una taza de café servidos en su cuarto. Luego se bañó, se puso el pijama y la bata y comenzó a trabajar en otra carta. Ahora estaba lidiando con el más litigioso de los temas: las divisiones que, en materias de fe, se producían entre hombres y mujeres de buena voluntad.

"Querido Dios:

"Si es verdad que Tú eres el principio y el fin de todo ¿por qué no nos das a todos las mismas posibilidades? En el circo, como bien lo sabes, nuestra vida depende de eso. Si el que maneja las sogas comete un error, el trapecista muere. Si el hombre de los fuegos artificiales no los usa bien, yo pierdo mis ojos.

"Parece que Tú no miras las cosas de la misma manera. Un circo viaja mucho y así nos acostumbramos a ver cómo viven los demás y yo he aprendido a entender a la gente buena, la que se ama mutuamente y ama a sus hijos y merece Tu aprobación.

"Ahora, he aquí lo que no alcanzo a comprender. Tú lo sabes todo. Tú lo hiciste todo. Pero cada hombre Te ve de manera diferente. Y sin embargo Tú has permitido que Tus hijos se maten unos a otros solamente porque cada uno de ellos tiene de Ti en la ventana de su alma, una imagen distinta… Por qué cada uno de nosotros usa formas tan diversas para significar que somos Tus hijos? Porque soy cristiano fui rociado con agua; a Louis, el domador de leones, le cortaron un pequeño trozo de su pene, porque es judío; Leila, la muchacha negra que maneja a las serpientes lleva un collar de amonitas alrededor de su cuello porque la amonita es la piedra mágica de las serpientes… Y sin embargo cuando la representación ha terminado y nos sentamos a la mesa para cenar, cansados y hambrientos, ¿notas Tú alguna diferencia entre nosotros? ¿Te importan esas diferencias? ¿Y Te sientes realmente muy impresionado cuando Louis, que es viejo y tiene miedo se desliza en el lecho de Leila en busca de compañía y tibieza y Leila, que en verdad es bastante fea, se siente dichosa por tenerlo ahí?

"Me parece recordar que Tu hijo disfrutó comiendo, bebiendo y conversando, con gente como nosotros. Amaba a los niños. Parecía comprender a las mujeres. Es una lástima que nadie se haya preocupado por anotar sus conversaciones con ellas; lo único que nos queda son unas pocas palabras que dijo a su madre, porque el resto se dirigió principalmente a unas jóvenes que ocasionalmente se cruzaban con él a su paso por los pueblos.

"Lo que estoy intentando decirte es que Tú estás liquidando al mundo sin habernos dado una verdadera oportunidad de sobreponernos al peso y a las pruebas que Tú mismo colocaste sobre nuestras espaldas… Tenía que decirte esto. Porque no sería honrado de mi parte dejar de decir lo que me parece que debo decir. En alguna parte, allá arriba, en el Polo Norte hay una anciana sentada afuera, sobre un hielo flotante. Ella no sufre. Lentamente, se va de la vida. Su familia la colocó allí para que se fuera. Ella está satisfecha porque ésta es la forma en que la muerte siempre ha llegado para los viejos de su pueblo. Tú sabes que ella está allí. Y estoy seguro de que la estás ayudando para que el paso hacia la muerte sea fácil para ella, más fácil en todo caso, que para muchos otros viejos que están muriendo en costosas clínicas. Pero nunca nos has indicado, de ninguna manera, cuál de las situaciones prefieres verdaderamente. Quiero creer que es aquélla donde hay más amor.

"Deseo contarte también —no puedo dejar de contártelo— que hoy me senté en un café. Cerca de mí había un hombre del cual puedo decir que está plenamente habitado por el espíritu del mal. Es traicionero. Es destructor. Es un asesino. ¿Cuál será Tu juicio sobre él? ¿Y cómo podremos nosotros conocer ese juicio? Porque creo que tenemos derecho a saberlo. No tengo hijos, pero si los tuviera y ellos no fueran simples juguetes sino personas, ¿no tendrían ellos también derecho a saber? Por sí misma la vida confiere derechos, por lo menos así es de acuerdo a las pequeñas y limitadas normas por las que nos guiamos. Detestaría pensar que Tus normas de vida son inferiores a las nuestras.

"Por favor, entonces —sé que te estoy presionando, pero estoy cansado y tengo miedo de ese demonio de hombre de sonrisa alegre y voz suave—, Te ruego pues que me digas cuándo y dónde Te vas a decidir a escuchar el caso del Creador versus la criatura. ¿O tal vez debería ser al revés? ¿O preferiblemente terminarás con todo eso y transformarás el juicio en una gran fiesta de amor?

"Qué raro es que nunca hasta ahora se me haya ocurrido preguntarlo. ¿Puedes Tú, Dios, cambiar de pensamiento? Si no puedes, ¿Por qué no lo puedes? Y si puedes, ¿por qué no lo has hecho antes de permitirnos caer en esta terrible confusión? Si he sido rudo, créeme que lo lamento. Y créeme que en ningún momento he intentado serlo…"

BOOK: Los Bufones de Dios
13.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Only a Monster by Vanessa Len
The Ties That Bind by Erin Kelly
Stranded by Melinda Braun
Young Men in Spats by Wodehouse, P G
The Rub Down by Gina Sheldon