Los caracoles no saben que son caracoles (11 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
8.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El director de la sucursal parece un señor razonable dispuesto a ponernos las cosas lo más sencillas posible, pero las cuentas son las que son. Lo único que se puede intentar, si a él se lo autorizan en la central del banco, es ampliar el plazo de tiempo para que las letras mensuales sean de menor cuantía. El peor momento para Luisma se produce cuando el director le pregunta por sus ingresos actuales para aportarlos al departamento de riesgos. Luisma no tiene ninguno y lo único que le promete es que en cuanto salga de allí se va a poner a buscar trabajo de electricista. El señor que está al otro lado de la mesa sonríe de una manera hiriente que deja muy tocado a Luisma, que parece hundirse en la silla.

El director concluye la reunión con algunos tópicos y nos vamos de allí con la sensación de no saber muy bien qué ha pasado pero con la certeza de que no ha servido de nada. Luisma se quita la corbata y nos vamos a tomar una cerveza a la cafetería de al lado. Nos tomamos una y luego otra y luego otra. Las dos primeras sirven para quitarnos la tristeza y las dos siguientes para olvidarnos un ratito de la preocupación. A la quinta tenemos una borrachera en toda regla a la que denominamos puntito para quitarle hierro que nos da por una risa floja incontrolable.

Decidimos ir a comer juntos a casa hasta que sea la hora de ir a buscar a los niños. Yo ya no voy a volver a la productora y Luisma está claro que no tiene nada que hacer. Al llegar a casa vamos a la nevera para abrir otras dos cervezas. Lo estamos pasando bien. Las compartimos en el mismo vaso, el único con boca ancha que queda limpio. Paramos de reírnos un instante, nos miramos serios un segundo y nos besamos. Tenemos la tentación de parar porque lo que está sucediendo no tiene ningún sentido, pero no lo hacemos. Conozco la forma de besar de Luisma, pero no me acuerdo.

No hay vuelta atrás cuando prendidos de los labios salimos de la cocina entre empujones hasta el sofá del salón, desnudándonos con una torpeza que nos sabemos perdonar. No sé si lo que estoy haciendo conviene o no; si dentro de diez minutos estaré arrepentida; si ahora es presente o pasado. No lo sé, pero me gusta. En el mismo sofá donde se desgastó durante años nuestra convivencia mirando la tele, estamos medio desnudos manteniendo una relación que es sobre todo un impulso, una necesidad, un te quiero mucho, un necesito que estés bien, un quiero que estés siempre.

Al terminar permanecemos un rato abrazados, sintiendo todo su peso encima de mí, hasta que recuperamos la respiración normal. Estamos sudando y en el salón huele a sexo. Sería importante quitarle trascendencia a lo que acaba de ocurrir, esto no puede ser el principio de nada. «Si lo sé, me pongo más veces corbata», bromea mi ex, que parece haber entendido que lo que acaba de ocurrir ha sido casi una casualidad. Se lo agradezco con una sonrisa, pero un instante después añade un «Clara, te quiero» que me da mucho miedo y que no quiero responder. Luisma se va a beber agua mientras yo me termino de vestir en el salón.

—¡Hostias, qué susto! —oigo decir a Luisma desde la cocina.

—¿Qué pasa? —digo yo inquieta mientras voy hacia allí.

—Estaba esperrando a que terminaran los señorres —contesta Sornitsa, que ha entrado con su llave mientras mi ex y yo lo hacíamos en el sofá.

Capítulo 18

C
omo si no tuviera suficiente con la de siempre, voy en el Ave camino de Barcelona a conocer a mi nueva familia. Jaime se ofreció a venir él a Madrid, pero me apetecía mucho pasar un día en Barcelona, así que esta mañana he cogido el tren de las siete y cinco y regreso por la tarde en el que no hace paradas y tarda un poco más de dos, horas y media.

Estoy hecha polvo. Ayer, con el programa, me acosté otra vez a las tantas y creo que no he dormido ni dos horas. Menos mal que antes de irme al plató dejé preparada la ropa que me iba a poner hoy para conocer a Jaime. Tres horas tardé en decidirlo, porque no sé cuál es el vestuario apropiado para conocer a un hermano pelirrojo a los treinta y cinco años. Siempre tardo mucho en decidir qué me pongo para luego ponerme lo primero que había decidido. Además, sé muy poco de Jaime porque no le he querido preguntar a mi padre. Lo único que he averiguado es que trabaja en la Caixa, porque es en su oficina central en Diagonal donde he quedado a la una y media. Si trabaja allí, supongo que irá vestido con traje y corbata, así que yo llevaré mi traje de chaqueta negro. Tengo que preguntar por él para que salga a buscarme. Se llama Jaime Doménech Cantero, que es un nombre como otro cualquiera pero muy alejado del mío: Clara García Sanz.

Me encanta quedarme dormida viendo la película que ponen en el tren. Aunque sea buena, a los cinco minutos de empezar no puedo con el sueño que me entra. Tengo una facilidad enorme para dormirme en cualquier medio de transporte y lo hago, como casi todo el mundo, con la boca abierta. Lo peor es que yo además de no cerrar la boca, tampoco cierro del todo los ojos, consiguiendo una imagen de muerta que asusta a los niños que viajan al lado. Los adultos no se asustan porque deducen que debo de estar viva por el hilillo de saliva que se me suele caer hacia el lado del hombro en el que apoyo la cabeza. La naturaleza humana tiene muchos fallos, pero el aspecto que tenemos las personas cuando dormimos sentadas es uno de los más aparatosos.

Me encanta Barcelona, aunque no he venido lo suficiente como para conocerla bien. Que una ciudad te guste depende mucho de si es bueno el recuerdo de la primera vez que estuviste allí. Cuando no te lo pasas bien la primera vez que vas a una ciudad, ya nunca podrá gustarte por muy bonita que sea.

A mí eso me pasó en Ámsterdam, que la primera vez que fui me fumé un porro que me dio diarrea, me pasé el fin de semana discutiendo con Luisma y me cancelaron el vuelo de vuelta. Mi ex se empeñó en conocer Ámsterdam por eso de ver prostitutas en los escaparates y de poder fumar canutos en los bares de manera legal. A mí los porros me sientan fatal, de costo o de maría, me dan sueño y me revuelven el estómago, y que las prostitutas estén en un escaparate me parece desolador. Mientras Luisma miraba babeante a aquellas chicas en tanga de encaje, a mí me dio por ponerme reivindicativa sobre los derechos de la mujer, la humillación que supone tratarlas como objetos de consumo, la perversión del envilecido mercado del turismo sexual y cosas por el estilo. Reconozco que un poquito pesada sí que me puse con el tema para ser un fin de semana de placer, pero algo de celos también había en mi reivindicación feminista. La verdad es que la mayoría de las chicas estaban estupendas.

Después de la discusión, Luisma y yo nos fuimos a un bar para disfrutar del otro gran atractivo turístico que para mi ex tenía la capital de Holanda: fumar porros en un bar sin que nadie te diga nada. El local era enano y estaba abarrotado, pero tuvimos suerte y encontramos dos sitios para sentarnos en una minimesa que había en una esquina. Luisma, que no sé por qué se comportaba como un experto en drogas blandas, hizo un ridículo espantoso al intentar liar el porro, que se le cayó al suelo dos veces. Una chica rubita que había al lado se ofreció a ayudarnos y lo lió en treinta segundos. Luisma se moría de vergüenza.

—Esta tía se va a pensar que yo no sé liar porros.

—Es que no sabes.

Para que no pensara que estaba en plan negativo me lo fumé a medias con él, yo que no fumo ni tabaco. No sé si sería sólo el porro o también influyó la salsa de la ensalada que habíamos cenado, pero desde ese momento hasta llegar el domingo al aeropuerto pasé más tiempo en el baño que en ningún otro lugar. Ya en el aeropuerto, lo dicho, se canceló el vuelo y tuvimos que esperar allí diez horas hasta que la madrugada del lunes por fin despegamos.

Mi primer recuerdo de Barcelona es todo lo contrario. Fuimos María y yo a ver un concierto de los Dire Straits, que era el grupo preferido de mi hermana. Debía de ser a principios de los noventa, noventa y cinco como mucho, y aquel viaje lo recuerdo como uno de los mejores fines de semana de mi vida. Se resume en dormir poco, andar mucho, bailar demasiado y reírnos sin parar. El concierto fue en la plaza de toros y parece que estoy viendo a mi hermana María saltando mientras cantaba
Sultans of Swing
con una camiseta naranja de tirantes empapada de sudor. Estaba resplandeciente, guapa, feliz.

Estoy llegando a Barcelona y este recuerdo me está haciendo llorar y el resto del vagón se está dando cuenta. No puedo parar, no me controlo. Lloro más cuando me acuerdo de que tampoco podía controlar la risa si a María y a mí nos daba el ataque. Al recordarla riendo, lloro todavía más. Tan grande es el llanto que ya tiene categoría de soponcio, con suspiros y todo. El vagón está repleto y la gente me mira perpleja. Me gustaría explicarles a todos que lloro porque me acuerdo de mi hermana. Barcelona me ha vuelto a recordar lo maravillosa que era María.

Voy sudando como un pollo con mi traje de chaqueta negro camino de la oficina de la Caixa en la Diagonal. Estamos a primeros de mayo y no es normal que haga tanto calor. Como siempre que los termómetros suben más de la cuenta antes del verano, el estilismo de la gente es de lo más desigual. En un mismo semáforo pueden estar esperando para cruzar una chica en minifalda y tirantes y un tipo con cazadora de cuero y botas camperas. No sabes cómo acertar porque el entretiempo es así de imprevisible.

«Entretiempo» es una palabra que me recuerda a mi madre, al igual que «entremeses», que es otra palabra que ya nadie utiliza ni en las bodas y que ella sigue usando para denominar al fiambre. Yo hoy, desde luego, no he acertado con la ropa porque, además del traje de chaqueta negro, llevo pantys. No podía ponerme los zapatos sin nada y no tenía medias cortas.

Me estoy obsesionando con el sudor, creo que hasta huelo un poco; es imposible, porque me he duchado esta mañana antes de salir de casa; claro, que hace un montón de horas que me duché y este desodorante no sé yo. Tengo la tentación de llevarme la axila a la nariz pero no veo el momento porque la Diagonal está repleta y me van a ver. Definitivamente, estoy nerviosa. Lo que faltaba es que oliera a sudor el día que voy a conocer a mi hermano... ¿qué hermano?, ¿cómo voy a tener yo un hermano catalán que se apellida Doménech? Yo creo que huelo a sudor. Mira, voy a olerme y salgo de dudas. Lo hago y una señora me mira con desprecio, pero me da igual porque compruebo que era una falsa alarma y que no huelo a sudor. De momento, porque con este calor y esta chaqueta no sé lo que voy a tardar. Lo que pasa es que si me quito la chaqueta será peor porque la humedad de las axilas se hará evidente. Estoy en la puerta de las oficinas en las que trabaja el hijo de mi padre y estoy muy nerviosa.

—¿Jaime Doménech Cantero, por favor?

—¿De parte de quién?

—Pues de... esto... de... su... Una amiga.

El conserje me mira con la cara de sospecha con la que siempre miran los conserjes y después de descolgar un teléfono me dice que el señor Doménech bajará en un momento. Estoy tan nerviosa que tengo que ir tomando aire a bocanadas inmensas para solucionar la electricidad que siento en el estómago y noto que la boca se me queda por momentos sin saliva. Intento tranquilizarme pensando que a lo mejor este encuentro no es tan importante. Es simple curiosidad por nuestro parentesco biológico, pero posiblemente no nos volvamos a ver nunca más. Seguramente el señor Doménech no me caiga bien y hoy mismo se acabe nuestra relación. La verdad es que en las tres o cuatro conversaciones telefónicas que hemos tenido parecía un tío bastante majo. Creo que es ese pelirrojo que viene por ahí. Qué alto es. Me voy a dar la vuelta para hacerme la despistada, como si esto no tuviera importancia. Si me pongo a silbar, todavía mejor.

—¿Clara? —me dice tocándome el hombro.

Me giro y soy incapaz de pronunciar ni una sola palabra. No me sale ni un simple «sí». Asiento con la cabeza e intento buscar saliva en algún lugar de mi boca para que salga de allí algún sonido reconocible.

—Eres tú, ¿no?

Respiro muy hondo, me humedezco los labios con la lengua y por fin lo logro.

—Sí.

—Yo soy Jaime —me dice con una sonrisa de dientes perfectos.

Nos damos un par de besos y me propone ir a comer a un restaurante que está muy cerca en el que ha reservado una mesa.

—No te lo vas a creer —me cuenta—, pero estoy muy nervioso.

—Te creo. Yo también.

—Con decirte que esta mañana me he pasado un par de horas para elegir el traje que iba a ponerme.

Jaime es muy alto, tiene pecas como todos los pelirrojos y lleva algo de barbita, un poquito más oscura que el pelo de la cabeza, que tiene muy corto.

Tiene la boca bonita y las orejas de soplillo, aunque como no son grandes le quedan bien. Parece un tipo deportista, es fuerte y tiene la espalda tan ancha que su cabeza parece más pequeña de lo normal. En la comida me cuenta que juega al voleibol, que dirige un departamento de no sé qué cosa de activos en la Caixa, hablamos de mi trabajo en la tele y del calor que hace, que para estas fechas no es muy normal.

—Tu padre me había dicho que tú y yo nos parecíamos.

—A mí también me lo dijo. ¿Tú crees que nos parecemos?

—No sé. Hay algo, ¿no?, aunque tú eres más guapa.

—Gracias.

—Siento lo de tu hermana. Cuando me enteré estaba fuera de España y no supe qué hacer.

—No te preocupes. Yo no sabía que existías.

—¿Cuándo te lo dijo tu padre?

—Cuando descubrí una foto de tu madre con él y mi hermana María.

Entonces hablamos y me contó que tú eras su hijo biológico.

—Esa foto la hice yo.

—Ya lo suponía.

—Mi madre se empeñó en tener algún recuerdo de aquel encuentro e hicimos bastantes. Yo se las envié a María por correo electrónico.

—Pues si no llego a encontrar yo una por casualidad, no me entero de que existes.

—A mí me dijeron que te lo ibas a tomar muy mal, que te lo dirían cuando fuera el momento.

—Nunca han confiado mucho en mí. Siempre me han visto como la débil de la familia.

—A mí no me pareces tan débil.

—No me conoces como para opinar.

—Es cierto. Lo siento.

—¿Tú sabes que mi padre nos contó que tu madre había muerto?

—Sí. Yo sé toda la historia. Cuando murió mi padre, mi madre me lo contó todo, desde el principio.

—No sería fácil para ti tampoco.

—Imagínate. De repente, descubres que tu padre no es tu padre y que eres hijo de un amante que tiene tu madre desde hace treinta años.

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
8.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Heartsong by James Welch
1512298433 (R) by Marquita Valentine
Tempt (Take It Off) by Hebert, Cambria
Love and Decay by Rachel Higginson
The Highwayman Came Riding by Lydia M Sheridan
Lady Killer by Michele Jaffe