Los cipreses creen en Dios (91 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Capítulo LXV

En efecto, quien había dado la orden de abrir la cárcel era Julio García. Desde el momento en que el triunfo del Frente Popular fue conocido oficialmente, Julio se convirtió en gigante, en una especie de virrey de la ciudad.

El Comisario de la Generalidad tenía su despacho en el primer piso; la Jefatura de Policía quedaba abajo. El Comisario recibió de Barcelona poderes muy amplios; lo primero que hizo fue llamar por teléfono a Julio. Éste se puso un inmenso abrigo con cuello de negra piel, se caló el sombrero y bajó las escaleras de su casa. Pronto se encontró ante el enorme edificio. Varios agentes, al verle, se pusieron en pie. Él entró y tomó posesión de la Jefatura.

Delicioso instante, harto tiempo esperado. Llamó a todo el personal de plantilla y, señalando algo inmóvil en un rincón, dijo: «Antes de empezar a actuar, he de presentarles a ustedes mi secretaria. Se llama Berta». Los agentes miraron en la dirección indicada y vieron la tortuga.

Julio García hubiera deseado quedar solo unas horas para saborear su triunfo midiendo el despacho y llenándolo del humo de sus cigarrillos. Pero no le dio tiempo. Parecía como si la radio hubiera dado la noticia de su reincorporación. Tanta gente acudió a verle, que de momento no advirtió que algo había cambiado en aquel despacho, en el que no había entrado desde el año 1934: el pisapapeles del escritorio. Ahora había un pisapapeles de cristal, que representaba un pueblecito nevado. Con sólo tocarle, una lluvia de copos descendía lentamente sobre un campanario y unas casas diminutas.

El Comisario le dio carta blanca a Julio, y éste la utilizó.

Su labor fue inmediatamente ímproba. Pocos días le bastaron para demostrar a su mujer que se acercaba el momento de poseer una
ínsula
y la provincia entera; que el Frente Popular no estaba dispuesto a perder tiempo.

Una de las medidas que le pareció más urgente fue la renovación de los Ayuntamientos de la provincia, que el Comisario le había ordenado. La tarea fue fácil. Muchos alcaldes habían presentado automáticamente la dimisión; en otros casos, los partidos izquierdistas le telefonearon diciendo: «Ya está arreglado».

Otra orden dada se refirió a la tenencia de armas sin permiso legal. Julio organizó unos registros, cuyo resultado fue concluyente: más de ciento cincuenta personas derechistas de la ciudad quedaron sometidas a atestados. Se citaban nombres. En el Banco Arús se hablaba de mosén Alberto.

A Julio le interesaba solucionar el problema del paro. El espectáculo de aquellos hombres que llevaban meses sin trabajo era ignominioso. Habló con el Comisario, con los Costa, con el arquitecto municipal. Recibió una comisión de tales obreros, y éstos salieron muy satisfechos. Por de pronto, se les asignaba un subsidio. ¡Ya era hora! Y antes de quince días, colocados en obras que emprendería la Diputación Provincial.

A Julio le ocurría algo singular. Había soñado en planes de venganza. Ahora que se hallaba en el poder pensaba principalmente en realizar una labor positiva e incluso metía baza en asuntos que no tenían nada que ver con sus funciones, pero que consideraba íntimamente ligados a la buena marcha de la provincia.

Entre estas acciones positivas se contaba la revisión del sistema administrativo del Hospital Provincial, del Hospicio, del Manicomio y demás establecimientos benéficos. El estado en que éstos se encontraban constituía una acusación formidable contra las autoridades salientes. Julio llamó al doctor Relken. Éste le trazó una síntesis rápida de lo que se podría hacer, en su opinión:

—En el Hospicio, menos delantales de presidiario, más comida y más gimnasia. En el Manicomio, menos calabazas, menos nabos y más material psiquiátrico. En el Hospital, más caras, más medicamentos, menos monjas y más enfermeras con título.

Otro de los problemas… era el de la enseñanza. Julio, en su período de vacaciones forzosas, había recorrido al azar los barrios extremos y había comprobado que el número de niños que no asistían a la escuela era muy crecido. Y sus informes sobre lo que ocurría en los pueblos, era desalentador. Se puso al habla con Barcelona y consiguió de la Generalidad el fulminante nombramiento de David y Olga como inspectores del Magisterio, con jurisdicción sobre todos los establecimientos docentes de la provincia, incluidos los religiosos.

Para cada tarea encontraba los nombres necesarios. Julio estaba satisfecho, y su alegría era compartida por todo el mundo; desde su fiel colaborador, el agente Antonio Sánchez, extremeño de fino olfato, hasta el Comisario y, de manera especial, los Costa.

Los Costa, en efecto, se sentían tan eufóricos con sus flamantes actas de diputado, que habían reunido a sus obreros y les habían hecho un discurso de amor y hermandad. Los obreros los habían oído con suma atención, y al final uno de los canteros les dijo a los dos industriales:

—Nos complace mucho que tengan ustedes tan buenas intenciones, pues de este modo suponemos que no surgirá ninguna dificultad.

—¿Dificultad…? ¿De qué se trata?

—¿No han recibido ustedes una nota del Sindicato?

—No hemos recibido nada.

—Bueno, no importa. Ya la recibirán.

Los Costa se habían encogido de hombros con cierta perplejidad. Pero pronto la buena armonía reinante y el recuerdo de que el local de Izquierda Republicana se hallaba abarrotado de la mañana a la noche, les devolvió el optimismo.

Las destituciones y los nuevos nombramientos cambiaron la suerte de muchas personas, y de rebote la de la ciudad. El notario Noguer se vio obligado a dimitir como alcalde y en su lugar fue nombrado, con carácter provisional, el arquitecto Massana. El arquitecto contaba con muchas simpatías. Era el gran impulsor de la Gerona moderna y se le atribuía un gigantesco proyecto de urbanización. Al tomar posesión del cargo, concedió una paga extraordinaria a todos los empleados dependientes del Municipio, y aquello le valió la adhesión unánime.

Entre las personas más eufóricas se contaban evidentemente David y Olga. Olga había vuelto a peinarse como era debido y había vuelto a ponerse su jersey de cuello alto. Les seducía la Inspección del Magisterio, de la que ahora eran responsables, y a ella dedicaron lo mejor de su tiempo.

Recabaron informes de todos los maestros de la provincia y las conclusiones a que llegaron fueron desoladoras. Por un maestro que cumpliera con su deber, veinte vivían con la rabia en el cuerpo, porque el sueldo era ínfimo o porque en el pueblo los padres preferían que sus hijos trabajaran en el campo. Muchos de ellos vivían prácticamente abandonados, no recibiendo dinero ni siquiera para comprar tiza y el edificio de la escuela se caía de puro viejo. Los maestros de la zona fronteriza se lamentaban doblemente, pues «en Francia, aldeas de cuatro casas tenían maestro, bien pagado, con escuela decente y todo cuanto le hacía falta.» David y Olga les dijeron: «Id tranquilos, esto se arreglará».

Luego les tocó el turno a los establecimientos de enseñanza religiosa.

—Es increíble —le contó David a Julio, después de la visita de inspección—. Las monjas y demás destinan hora y media a rezos, religión, etcétera… Sus libros de texto están plagados de exageraciones, imponen castigos absolutamente absurdos. Y esos hábitos que llevan, con crucifijos en el pecho, y esas alas almidonadas que obsesionan a los alumnos. Lo que ocurre en las Escolapias es algo indescriptible. En la iglesia separan las alumnas pobres de las de pago. Éstas son las primeras en la fila y, desde luego, a poco que estudien tienen aseguradas buenas notas. Las Dominicas son, más que nada, infelices. Casi ninguna tiene el título de maestra. Representan sainetes y comedias con ángeles y diablos, y a los diablos, naturalmente, se les cae la cola. Las del Corazón de María, son inteligentes, pero de un fanatismo recalcitrante. Sólo las Carmelitas realizan una labor eficaz, cuidando de pequeñas desamparadas. Pero desde luego basta ver el carácter de letra de las alumnas para darse cuenta de la educación que reciben. Son letras anémicas, sin ímpetu. En los Hermanos de la Doctrina Cristiana hemos descubierto, de paso, un caso de homosexualismo: el sacristán. Los Maristas se parecen a las Escolapias. En fin, si la Generalidad nos da permiso, pondremos las cosas en su punto.

Julio preguntó:

—¿Qué solución sugerís?

—Primero, examen de competencia a todas las monjas y frailes que no tengan título; y luego, prohibición del hábito.

Esto último constituyó el aspecto más doloroso de la reforma emprendida. Las personas afectadas sintieron como un golpe en el pecho. Hubo monjas que no acertaban a vestirse, a calzarse las medias, a ponerse las ligas Las que llevaban el pelo cortado al rape daban la impresión de salir del tifus; por el contrario otras al quitarse la toca, descubrieron en sí mismas hermosísimas cabelleras. Los Hermanos Maristas consiguieron un traje negro cada uno, pero rechazaron el cuello duro, pues les daría aire de pastores protestantes. Hubo jaculatorias, lágrimas, vergüenza. ¡Señor, cuánta humillación! Cuando Pilar subió al Corazón de María y vio a sor Beethoven, que sin el hábito no sabía andar, soltó una carcajada.

Tocante al examen de competencia, el número de aprobados fue escaso. Dos tercios de los profesores examinados fueron declarados ineptos.

Había gente que consideraba todo aquello un atentado. Carmen Elgazu dijo: «Ya volvemos a las andadas. Lo primero que hacen es perseguir la religión». Don Emilio Santos temía que en definitiva toda la labor del Frente Popular se limitaría a eso: a perseguir a los curas y a los guardias civiles. «Tal vez algún tiro contra algún capitalista; pero nada positivo.»

Don Santiago Estada encontraba mil motivos de crítica, lo mismo que el subdirector. Ignacio le decía a éste: «Ya, ya, pero ustedes se han pasado dos años con todos los triunfos en la mano, sin hacer nada».

Lo que más asustaba a las personas que querían mantenerse ecuánimes eran las andanzas de Cosme Vila, por un lado, y el Responsable por otro. Del local del Partido Comunista salía una especie de rumor constante, y continuamente había gente de aspecto hosco que subía y bajaba las escaleras. Se veía que estaban muy seguros de sí y que hacían caso totalmente omiso de los demás partidos y de las autoridades. Se detenían en cualquier sitio, echaban fuera a los demás y pegaban un cartel. Subían por los pisos y clavaban banderas en los balcones. Improvisaban pequeñas manifestaciones, y cuando lanzaban un «muera» se quedaban mirando a los transeúntes, conminándoles a que lo rubricaran. Jaime le aseguró a Matías Alvear que en ciertos barrios extremos algunos comunistas entraban en las panaderías y otros establecimientos, pagando la mercancía por medio de un vale que dejaban sobre el mostrador. «El día menos pensado —añadió— se lanzarán a la calle y se armará la de San Quintín.»

Los anarquistas parecían adoptar otra táctica. El Responsable aseguraba que a la CNT lo que le interesaba era el problema social. «Menos bravuconadas y más eficacia.» Según le contó el Rubio a Mateo, el Responsable preparaba una serie ininterrumpida de huelgas hasta que las condiciones de los obreros cambiaran totalmente. «Casal —dijo— también proyecta algo en este sentido pero al parecer espera que el nuevo Inspector de Trabajo, que tiene que llegar de Madrid, esté aquí; en cambio al Responsable esto le tiene sin cuidado.»

Por otra parte, los anarquistas habían manifestado su disconformidad por el nombramiento del nuevo alcalde, el arquitecto Massana. «Con él todo quedará como antes. Arbitrios municipales y demás monsergas. Hasta por montar en bicicleta hay que pagar, lo mismo que por tener un perro.»

Y, no obstante, Gerona estaba mucho más tranquila que otras ciudades, según los informes que recibía Julio García. En Madrid habían sido incendiadas las iglesias de Santa María, de Nuestra Señora de la Misericordia, y algún convento de frailes. En Valencia, al parecer, hubo una verdadera batalla campal, con gran número de muertos. En Alicante, a causa de la huida del gobernador, se había adueñado de la ciudad un individuo llamado Botella y Pérez, quien, saliendo al balcón, había dicho a la multitud: «Compañeros, os dejo entera libertad para hacer lo que queráis; sois dueños de todo». Al lado del señor Botella se había instalado el camarada Milán, Jefe local del Partido Comunista, quien organizó en el acto el asalto a todos los comercios, iglesias y aun domicilios de personas derechistas, respetando sólo las vidas, lo mismo que en Yecla y en otros lugares. Julio, mientras archivaba estos informes, le decía a su fiel colaborador, el agente Antonio Sánchez: «Son las explosiones inevitables en los primeros días. Luego todo se arreglará». Los Costa confiaban en que en Gerona se conseguiría encauzar las cosas en seguida.

La única persona que se atrevió a protestar públicamente contra las medidas tomadas en los establecimientos de enseñanza religiosos —especialmente contra la prohibición de llevar hábito— fue mosén Alberto. Publicó un artículo en
El Tradicionalista
acusando al Ministerio de Instrucción Pública en abstracto, y a David y Olga en concreto, de «enemigos de la libertad», y de que no cumplían las promesas de tolerancia formuladas antes de las elecciones. Y luego dijo desde el púlpito:

—Cierto que la obligación de los cristianos es acatar la autoridad. Pero cuando la intención de tal autoridad es manifiestamente la de perseguir a los representantes de la Iglesia e impedir el normal desenvolvimiento de sus actividades, la desobediencia es lícita.

Estas palabras, apenas pronunciadas, fueron consideradas por todo el mundo como un tremendo error. En efecto, pronto llegaron a oídos de la ciudad, y se levantaron varias voces diciendo que prácticamente constituían una invitación al motín. Entonces volvió a asegurarse que en el Museo que regía mosén Alberto se habían encontrado, cerca de la vitrina de casullas venerables, dos escopetas de dos cañones.

Julio consideró que no había motivo para una intervención oficial. Cosme Vila, al enterarse de que el policía daba esta respuesta, dijo:

—Parece que jugamos al escondite.

Cosme Vila le tenía una inquina especial a mosén Alberto. Años atrás, en el Banco, había tenido que mandarle una carta acompañando un estado de cuentas y le puso: «Mosén Aborto». Esta vez parecía haber perdido la calma y repetía: «Sí, sí, parece que jugamos al escondite».

De pronto abrió un cajón y sacó una ficha. La ficha era rectangular, de color amarillo, y en el centro de ella se veía una fotografía del sacerdote, en el momento en que en el patio de la cárcel les decía a los presos de octubre que el hombre puede sacar gran provecho espiritual de sus contratiempos.

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