Los cipreses creen en Dios (95 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Esta comprobación le era muy necesaria dado que muchas personas le decepcionaban —David y Olga, Julio García…— y también porque se decepcionaba a sí mismo. ¿Cómo era posible que el espectáculo de Gerona, en vez de adormecerle la carne se la despertara…? ¡Volvía a pensar en Canela! ¡Qué complicado, el cuerpo humano! Por fortuna, ahí estaba Marta, su recuerdo entrañable.

Marta, auténtico motivo de satisfacción. Que Dios bendijera el momento en que la muchacha se cruzó en su camino y palpándole la cara, le dijo: «Me gustan tus ojos, y esos pómulos angulosos que tienes».

La muchacha era un encanto de criatura, con una fuerza de carácter que no doblaban ni las huelgas generales. Ante el caos de la ciudad había dicho: «No podemos aportar ninguna solución colectiva, porque la autoridad está en manos de quien está; pero cada uno de nosotros, personalmente, debe ocupar su puesto».

Aquella tarde ella entendió, de acuerdo con el comandante Martínez de Soria, que su puesto estaba en el Museo Diocesano, al lado de Carmen Elgazu, poniendo orden en las salas que habían saltado hechas pedazos. Sin temor a los grupos que se veían por las calles y que los limpiabotas capitaneaban, salió de su casa y se dirigió al Museo. Debajo del brazo llevaba una bata azul que había pertenecido a su padre. Al llegar ante el edificio, saludó a los dos guardias de Asalto y subió. Carmen Elgazu, al verla, experimentó vivísima emoción. Carmen Elgazu llevaba un enorme pañuelo negro en la cabeza, para protegerse del polvo, atado debajo de la barbilla. «Ya lo ves, hija, ya lo ves.»

Ignacio se enteró de todo esto por Matías Alvear. El muchacho salió al balcón, pensando en aquellas dos mujeres de su vida. Pasaban carros con sacos procedentes de las barricadas. El Neutral estaba cerrado. Las luces temblaban nerviosamente en las fachadas.

De pronto sintió que su puesto estaba también en el Museo, junto a su madre y a Marta. Oscuros temores le invadieron. Salió precipitadamente y pasó frente al Cataluña, cuyo altavoz vomitaba consignas.

Subió la escalera del edificio diocesano y entró. Encontró a Marta en el salón donde había estallado la bomba, rodeada de Vírgenes mutiladas por todas partes. La muchacha le miró. Acudió Carmen Elgazu y también se quedó mirándole. Él dijo que quería ayudar. Al ver la bata azul de Marta, pidió también algo para él y Carmen Elgazu le trajo de algún sitio una absurda sotana vieja, en la que Ignacio se enfundó. Y sin decir nada se puso a trabajar, mientras las dos mujeres miraban la sotana con sentimientos contrapuestos. Amontonaban escombros, cristales. Ignacio temía que de pronto apareciera mosén Alberto, pero no había cuidado. Mosén Alberto recibía visitas continuamente, de gente que se le ofrecía para asistir al entierro de la sirvienta, que al parecer constituiría una auténtica manifestación. Ignacio sufría porque poco a poco su emoción, que tenía que ser dolorosa, se transformaba en un sentimiento dulce mientras contemplaba a Marta colocar dentro de una caja, con gran respeto, brazos y piernas de madera policromada…

* * *

El entierro, espectacular de por si, lo sería más aún porque una reciente disposición había prohibido todas las manifestaciones religiosas fuera de los templos, incluidos los entierros. De manera que ningún sacerdote acompañaría a la sirvienta ni monaguillo con la Cruz.

Por la noche, Carmen Elgazu regresó a su casa agotada del trabajo en el Museo. Y no se quitaba de la cabeza el alcance de la tal disposición. Mientras cenaba, servida por Pilar, los ojos se le humedecieron.

Y de pronto, oyó el cerrojo de la puerta y entraron, procedentes del Neutral, Matías y Julio. Julio no perdía sus costumbres: en las grandes ocasiones continuaba visitando a los Alvear.

Julio había envejecido en los últimos tiempos. Todos pensaron en ello al verle entrar en el comedor. Su sombrero ladeado ya no le iba. Asomaban arrugas encuadrando el bigote.

Matías y Julio se dieron cuenta en el acto de que Carmen Elgazu había llorado. Julio se sentía violento. Casi lamentaba haber subido la escalera. Pero quería congraciarse con Matías, que era el primero en tratarle como si fuese responsable de algo.

Carmen Elgazu se levantó y le preparó el café de siempre… Ignacio salió de su cuarto, cansado de estudiar. Y fue Pilar quien preguntó, de sopetón:

—Bueno, ¿y por qué no puede ir una Cruz en un entierro?

El policía quedó perplejo. No esperaba aquella salida tan directa.

—Yo qué sé, chica —contestó—. Yo no firmé la orden. —Y se sentó.

—Quieren quitarla de todas partes, hija, eso es todo.

Julio se atusó el bigote. Era curioso que le plantearan aquellos problemas. Pero ¿qué contestar? En el fondo quería demasiado a aquella gente. Dijo que era mejor tomarse las cosas por el lado bueno. «¡Qué les voy a decir yo! Se producen cambios…» La mirada de Carmen Elgazu le obligó a continuar: «Pero en lo íntimo nadie se va a meter, supongo. —Luego añadió—: Se quiere separar por completo la Iglesia del Estado. Nada más. No mezclar la religión con la vida pública».

Ignacio intervino, inesperadamente:

—Oiga, Julio. Es mejor dejar este asunto, ¿no le parece?

En aquel momento Julio decidió levantarse, y salir. Pero no le dio tiempo. Carmen Elgazu, pareciéndole que Ignacio la apoyaba tomó asiento frente al policía y le dijo:

—No tiene derecho a enfadarse, Julio. Ignacio tiene razón. Usted sabe mejor que nosotros lo que pasa. Hacen lo posible para desterrar el nombre de Dios. No se preocupan sino de eso, y para conseguirlo buscan la amistad de quien sea, incluso de personas como el Responsable. Hay algo que los ciega: el odio a la religión. Todo aquel que lleva sotana o crucifijo es peligroso como un veneno. ¡Virgen Santísima! ¡Cuán equivocados están! Sin religión no hay más que odio. Es el único freno, aunque usted no lo crea. Si yo no hubiera persignado tantas veces a Ignacio, ¡quién sabe lo que sería de él! Y lo mismo le digo de Pilar. No pretenderá que todo marcha como es debido, ¿verdad? Ya oye lo que se grita por las calles. Tener la familia reunida, así como nosotros aquí, es un atraso. Hay que hacer como David y Olga y como en el extranjero. ¡Qué pena da todo eso, Virgen Santa! Porque es inútil, ¿comprende? No conseguirán nada. ¿Creen que le han hecho algún daño a la sirvienta? Ya está donde ella quería estar. Oiga bien lo que le digo, Julio. Pueden luchar contra Dios, pero perderán. Aún quedan muchas personas como la sirvienta; no lo olviden. Tendrán mucho trabajo, mucho. No canten victoria, no, porque aveces lloremos. Podrán incendiar iglesias, todo lo que quieran. Podrán prohibir las cruces en los entierros, los monaguillos; pero no podrán prohibir que recemos aquí —se señaló el pecho— y esto es le principal.

Capítulo LXIX

A «La Voz de Alerta» le hería el amor propio el que los extremistas se dedicaran a luchar entre sí. «Mirad si nos consideran inofensivos, que ya ni siquiera se preocupan de nosotros.»

En todas partes se hablaba del entierro. Los Alvear decidieron que los representara Ignacio. El comandante Martínez de Soria decidió ir personalmente, lo mismo que el teniente Martín y que unos cuantos oficiales adictos a aquél. Don Jorge se vistió como convenía a la ceremonia y ordenó a todos sus hijos que hicieran lo propio. A Jorge, el hijo desheredado, le dijo: «Tú haz lo que te parezca».

El problema era arduo para Mateo. El muchacho quería asistir, pero temía que su presencia fuera interpretada como adhesión al espíritu que informaba a «La Voz de Alerta». Finalmente, decidió abstenerse y mandar a dos camaradas. Eligió a Octavio y a Conrado Haro.

—Poneos la camisa azul —les dijo.

La esquela aparecida en
El Tradicionalista
anunciaba la ceremonia para las tres en punto de la tarde. A las dos y media la Plaza estaba abarrotada. Cuando el coche fúnebre hizo su aparición y se detuvo ante el Hospital, hubo un momento de gran expectación. Inmediatamente, la presidencia se alineó —mosén Alberto en el centro, don Jorge a la derecha, el comandante Martínez de Soria a la izquierda—. Luego fue sacado el ataúd y el coche quedó inundado de coronas.

La comitiva se puso en marcha. En el aire sólo resonaba el
Miserere
de pasados entierros. Mosén Alberto lo recitaba en voz baja, como un murmullo, y don Jorge y el comandante le contestaban.
Dies irae, Dies illa…

El coche, al llegar al río, en vez de dirigirse al cementerio bifurcó hacia el centro de la ciudad. Grupos de curiosos se formaron. Los guardias se acercaron al cochero.

—¿Qué itinerario siguen?

El cochero contestó:

—Pasar ante la casa mortuoria.

Los guardias se retiraron, manteniéndose a una distancia prudente, con las porras en la mano.

A medida que la comitiva se internaba en la ciudad, la curiosidad de la gente era mayor. Por fortuna la Plaza Municipal, donde se erguía el Museo, no estaba lejos y la comitiva desembocó pronto en ella.

El cochero dio lentamente la vuelta frente al edificio mortuorio y una extraña emoción recorrió el dorso de todos al ver el balcón con las maderas arrancadas de cuajo. Los transeúntes se quitaban la gorra. Sólo un par de taxistas daban la impresión de haber adoptado una actitud irónica.

Octavio y Conrado Haro seguían la comitiva en silencio, arrastrando los pies como los demás. Pero de pronto, al pasar frente al Ayuntamiento y ver la inmensa bandera catalana que cubría la fachada, Octavio sintió que algo le subía a la garganta. Miró al comandante Martínez de Soria y gritó: «¡Arriba España!» Y luego: «¡Viva España!»

Todo el mundo quedó perplejo. Sólo le respondieron Conrado Haro, con voz tímida, y el teniente Martín. Nadie más, ni siquiera el comandante Martínez de Soria.

Los guardias se acercaron inmediatamente.

—¡Al cementerio! —ordenaron. Entre los espectadores se oían protestas y los taxistas luchaban contra su deseo de responder a la provocación. «¡Fuera, fuera! ¡Muera, muera!»

La comitiva alcanzó penosamente la orilla del río y tomó por fin la dirección del cementerio. No hubo despedida de duelo. Todos los acompañantes sabían que la ruta sería larga, pero nadie se atrevía a desertar. Los vecinos de Octavio miraban de reojo al falangista, sin decir nada.

El sepulturero recibió la noticia de que llegaba la comitiva entera y abrió la verja de par en par. Don Jorge apenas conseguía sostener el paso que mosén Alberto y el comandante Martínez de Soria habían impuesto. Su pierna izquierda le flaqueaba.

El cochero frenó ante la verja y se apeó. Unas parihuelas esperaban en el suelo, y fue descargado el féretro. El sepulturero indicó:

—Por aquí, por aquí. —Y señaló la avenida central, entre los cipreses.

El nicho destinado a la sirvienta era propiedad de mosén Alberto. Estaba situado, en el ala este, próximo al depósito. Las parihuelas, conducidas por los mozos de la funeraria, abrieron la marcha, la presidencia siguió y luego la ingente multitud, haciendo crujir metálicamente la arena.

Todo el mundo quería presenciar la ceremonia, pero iba a ser imposible. Los cipreses y los panteones obturaban la visibilidad de los rezagados.

La llegada ante el nicho fue espectacular, pues coincidió con la aparición, en lo alto de la escalinata que daba acceso a la parte norte del cementerio, de la implacable patrulla de guardias.

Las parihuelas fueron depositadas en el suelo. El ataúd era el centro de todas las miradas. Mosén Alberto movió la mano, sintiendo físicamente la falta del hisopo. Hubiera querido rezar un responso, pero la presencia de los guardias lo impedía. Finalmente, indicó al sepulturero que esperara. E inició un padrenuestro.

Al instante los guardias pegaron un salto venciendo los tres peldaños que les separaban del lugar. Mosén Alberto se calló. E inmediatamente se oyó un concierto de silbidos escalofriantes, que brotaban del otro lado de la tapia.

Mosén Alberto comprendió y ordenó al sepulturero y a los mozos que procedieran a internar el ataúd en el nicho.

Éstos obedecieron. La caja se introdujo en el agujero con rara precisión. Luego el sepulturero cogió el capazo y la paleta y con seis ladrillos idénticos a los que utilizaron los anarquistas en sus barricadas, empezó a tapiar el hueco.

El último ladrillo, prodigiosamente justo, coincidió con un nuevo concierto de silbidos, que sonaron más distantes.

La ceremonia había terminado. Don Jorge se acercó a mosén Alberto, le asió la mano y se la besó. El comandante Martínez de Soria le imitó, luego don Pedro Oriol, luego don Santiago Estrada. Imposible atender a todos, de modo que mosén Alberto levantó la diestra y esbozó una bendición.

Los de la cola habían salido ya del cementerio. El profesor Civil le decía a Ignacio: «Vámonos, vámonos».

La mujer del sepulturero, apoyada en la verja con un crío en los brazos, parecía esperar que ocurriera algo. Y, sin embargo, reinaba una insólita calma. En realidad, la gente iba saliendo sin que ocurriera nada. Los silbidos habían cesado. Sólo se iba rezagando el teniente Martín. Octavio y Haro le preguntaron:

—¿Vienes…?

El contestó:

—No, todavía no.

Nadie más advirtió que el oficial se quedaba en el cementerio; ni Siquiera los guardias.

Octavio y Haro se preguntaban qué pretendería el teniente Martín.

Le vieron esconderse tras un panteón que decía: «Familia Corbera» y encender un pitillo, esperando.

A cinco metros del panteón se levantaba una tumba de hermosa lápida en la que estaba escrito un nombre: «Joaquín Santaló», y veinte metros a la derecha, sobre un montón de tierra, sobre un bulto de tierra parecido al vientre de una mujer, una placa, entre otras de la fosa común, rezaba: «Jaime Arias, Taxista».

Jaime Arias, hermano de Teo el gigante y muerto en Comisaría el 7 de octubre, de un balazo en la sien. El teniente Martín contemplaba la lápida de Joaquín Santaló, la placa del hermano de Teo. La diferencia entre las dos tumbas se le antojó una ley inexorable: diputado, lápida hermosa; taxista humilde, fosa común. Más allá, a la izquierda, el nicho en que reposaba el comandante Jefe de Estado Mayor, que cayó de su caballo blanco fulminado por el disparo del diputado de Izquierda Republicana.

El teniente Martín —alto, moreno, con bigote recortado— tiró el pitillo, lo aplastó, y asiendo la cruz de Joaquín Santaló la atrajo hacia sí hasta derribarla. Luego cogió un puñado de tierra húmeda y ensució con ella la lápida, sepultando el nombre.

Terminada la operación se dirigió a la fosa sobre la cual se leía: «Jaime Arias, Taxista». Intentó borrar el nombre restregando contra él las suelas de las botas. La pintura resistía, por lo que sumergió la placa en el barro. Sólo quedó al descubierto la palabra «Taxista». Parecía como si Jaime Arias continuara ofreciendo sus servicios a los habitantes del lugar.

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