Los cipreses creen en Dios (97 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Octavio estaba en Hacienda cuando los agentes fueron a buscarle. Apenas si nadie se dio cuenta. Sólo el cajero, con quien siempre discutía. Más tarde nadie lo lamentó, pues todo el mundo le consideraba colérico y presumido. Sólo su novia fue a ver a Pilar y se echó en sus brazos, creyendo que Matías Alvear podría hacer algo por él.

Haro le dijo a su padre, el guardia urbano: «Lo siento. Da parte a Mateo y llévame libros de Marina». Haro y Octavio se encontraron en el cuartelillo con Rosselló, quien ya llevaba cuarenta y ocho horas en él. «La Voz de Alerta» y don Jorge se encontraron en la cárcel con un gitano medio dormido en un rincón, y con un campesino de cicatriz en la frente que, por entre unos pajares, había perseguido con una hoz a un hermano suyo.

En cuanto a Mateo, acababa de enterarse de la detención de sus camaradas cuando los mismos agentes de la otra vez llamaron a la puerta. Les abrió la criada y al verles exclamó: «¡Pasen, pasen!» Los agentes la miraron sorprendidos, temiendo que aquellas palabras ocultaran algo. Preguntaron por Mateo. Éste salió al pasillo. Le entregaron una orden, que el muchacho leyó con atención. Sacó el pañuelo azul y se secó la frente. Luego preguntó: «¿Puedo sacar algo del despacho?» Los agentes contestaron: «Absolutamente nada». Mateo insistió: «¿El retrato de mi novia…?» Uno de ellos repitió: «Absolutamente nada». Pero el otro agente intervino: «Puede usted sacar el retrato de su novia». Mateo espiaba todos los movimientos de los dos hombres. Finalmente dio media vuelta y regresó con el retrato de Pilar, que puso en la mesa del comedor. Entonces el agente de más autoridad procedió a sellar el despacho. Don Emilio Santos acudió en aquel momento y contempló en silencio la operación del policía.

—¿Te vas con ellos? —preguntó luego a Mateo.

Éste contestó:

—Supongo que sí.

El agente dijo:

—No. Nada de eso. Tiene que presentarse usted mismo, a las ocho de la noche.

Mateo enarcó las cejas.

—A las ocho tengo clase de Derecho.

El agente levantó los hombros.

—Lo siento.

* * *

Toda la tarde transcurrió en medio de gran zozobra. La familia Alvear estaba convencida de que Julio se quedaría con Mateo. Sabían que éste defendería sus ideas hasta el fin, y que protestaría por la detención de sus camaradas. Pilar alternaba ira y llanto, y de repente exclamaba, refiriéndose a Julio: «¡Y pensar que ese hombre sube a casa y le damos café!» Matías Alvear procuraba contemporizar, pero el propio Ignacio estaba convencido de que Mateo ya no dormiría en su casa, e imaginaba a Pilar con un cesto en la mano, subiendo a la cárcel a llevarle la comida.

Mateo no estaba tan seguro. Decía que si la intención de Julio hubiera sido detenerle ya lo habría hecho.

—Lo que tenemos que hacer es pensar en otra cosa. Yo creo que tú, Ignacio, deberías ir a clase lo mismo, y excusarme con el profesor Civil. Tú, Marta, a Bellas Artes. ¿Por qué no? A ver si terminas de una vez el retrato de tu padre. Y Pilar que vaya a Comisaría a buscarme a las nueve. Veréis como saldré. De un humor de perros, pero saldré.

Pilar era la más reacia al optimismo. Consideraba a Julio un monstruo y la sola idea de que pudiera detener a Mateo excedía a sus posibilidades de resistencia.

—Si a las nueve no has salido, ese bárbaro me oirá —decía—. Con una mujer no se atreverá.

Nadie comprendía qué podría hacer Pilar. Dejaron que se desahogara, pero la situación era penosa.

¡En cuanto a Marta, era la que demostraba más serenidad! Y suponía que en el fondo Mateo deseaba ser detenido, para acompañar a sus tres camaradas.

Decidieron seguir el consejo de Mateo. Cada cual iría a lo suyo. Esperaban con ansia el momento de separarse. Les parecía que algo hermoso se quebraba y que tardaría en volver. Pilar miraba a su padre como pidiéndole que hiciera algo. Éste no sabía qué decir, pues comprendía que Julio estaba al margen de sentimentalismos.

Capítulo LXXI

Cuando Mateo llegó a la Jefatura de Policía el agente que estaba a la puerta le dijo que esperara y llamó al despacho de Julio. Al cabo de un momento, Antonio Sánchez asomó la cabeza. Miró a Mateo y dijo: «Siéntese, por favor».

Mateo tomó asiento. En aquel instante daban las ocho en la Catedral.

A los diez minutos fue Julio en persona quien apareció en la puerta.

—Pase, haga el favor.

Mateo entró en el despacho del jefe en medio de la más exquisita corrección.

Cuando se halló sentado ante Julio se dio cuenta de que le molestaba más aún la presencia del extremeño Antonio Sánchez, que tenía los labios finísimos y delgados y una expresión sibilina. Permanecía de pie entre el jefe y el fichero.

Lo primero que le preguntó Julio a Mateo, ahorrando otro preámbulo, fue si el teniente Martín pertenecía a Falange.

A Mateo la pregunta le sorprendió. Contestó:

—Pues… no.

—¿No a secas…?

El muchacho pareció meditar:

—Puedo aclarar la cosa —dijo—. Pidió el ingreso, pero le fue negado.

—¿Por qué razón?

—Se juzgó que su temperamento no se adaptaría.

Julio encendió un pitillo.

—Sugiere que ustedes no habrían profanado nunca una tumba… izquierdista.

Mateo contestó:

—Exacto.

Antonio Sánchez sonrió. Mateo le miró y dijo:

—Cuando el atentado contra las de Galán y García Hernández, José Antonio fue el primero en protestar.

Julio asintió con la cabeza. El policía parecía dispuesto a entablar con Mateo un diálogo amable, un simple cambio de impresiones.

—¿Qué sabe usted de una carta escrita por José Antonio a los militares de España?

—Absolutamente nada.

—…En la cual cita una frase de Spengler que dice: «A última hora, siempre ha sido un pelotón de soldados el que ha salvado la civilización».

Mateo meditó un momento.

—Creo que la afirmación de Spengler es certera, pero de la carta no sé absolutamente nada.

Julio se echó para atrás.

—¿Qué opinión tiene usted de «La Voz de Alerta»?

Mateo se encogió de hombros.

—Mala.

—¿Por qué?

—Representa… el espíritu egoísta y rencoroso contra el cual luchamos.

—¿Qué opinión tiene usted de don Jorge?

—Don Jorge… es más excusable.

—¡Vaya…!

—Le educaron así.

—¿A qué otras personas de la ciudad desprecia o excusa?

—Sería largo de contar.

Julio consultó un papel que tenía delante.

—¿Qué relaciones tiene usted con el comandante Martínez de Soria?

—Muy escasas.

—¿Qué opinión tiene usted de él?

—Dio un hijo por nuestra causa. Me inspira un gran respeto.

—¿Cree usted que ha recibido una copia de la carta dirigida por José Antonio a los militares de España?

—No sé nada de la carta.

Mateo comprendió que Julio quería insistir hasta el fin. Sonrió.

—Con franqueza —preguntó Julio—. Hablemos de Falange. ¿Qué se proponían ustedes? ¿Llegar a ser unos cuantos y hacer qué…?

Mateo escuchó la pregunta sin inmutarse. Contestó:

—Nos proponemos llegar a ser los suficientes para devolver a España su unidad y su razón de ser.

—¿Cuál es la razón de ser de España…?

—Ser fiel a sí misma. —Viendo que se había hecho el silencio, añadió—: Y derramar su luz espiritual al mundo.

Julio miró un momento a Berta, que avanzaba hacia él. Luego preguntó, moviéndose en la silla:

—¿Qué haría usted conmigo, si pudiera?

Mateo hizo una mueca de desagrado.

—Podrían hacerse muchas cosas. Por ejemplo… —El acusado reflexionó un momento—. Se le podría preguntar qué se propone hacer con Gerona, y con España… —Viendo que Julio no reaccionaba, prosiguió—: También me gustaría situarle ante un público de tres mil personas y ponerle a discutir con… ¡qué sé yo! Vamos a poner… con José Antonio. A ver qué pasaba. —Viendo que Julio permanecía quieto, añadió bruscamente—: Luego le expulsaría de la Masonería.

Julio enrojeció. Se echó para atrás. No comprendió el alcance de la frase.

—¿Qué quiere usted decir?

—Nada. Nada de particular. —Viendo el furor del policía, añadió—: Le expulsaría por una razón que no tiene nada que ver con… —Se calló—. Le expulsaría por inteligente. —Mateo se sentía molesto, sentado en el centro del despacho, sin respaldo en qué apoyarse. Miró a Julio y prosiguió—: De veras. Es usted demasiado inteligente para ser masón.

Julio pegó un puñetazo en la mesa.

—¡Basta!

Mateo se calló. Al cabo de un momento dijo:

—Ha sido usted quien me ha preguntado.

Se hizo el silencio. Julio había conseguido dominarse. Alargó el brazo y apretó un botón. Mateo cerró los ojos. Al darse cuenta de que la luz no le daba de lleno, levantó los párpados. Julio había vuelto a consultar el papel que tenía delante.

—¿Qué opinión tiene usted de Casal?

Mateo contestó, con calma:

—Un equivocado.

—¿Y de Cosme Vila…?

El muchacho movió la cabeza.

—Uno de los personajes más nefastos de la ciudad.

—Cuando entregó usted la carta de José Antonio al comandante Martínez de Soria, ¿qué comentario hizo éste?

—No sé absolutamente nada de la carta.

—¿Cree usted que muchos oficiales de la guarnición le serían fieles?

El falangista se encogió de hombros.

—¿Cuántos paisanos calcula usted que tomarían las armas?

Mateo continuó callado.

—Nos interesa saber eso. Saber si muchos oficiales seguirían al comandante. Y también el número aproximado de paisanos que se unirían a él.

—No sé de qué está usted hablando.

Julio esperó un momento.

—Sí lo sabe. Hablo del levantamiento que se prepara contra el Gobierno de la República.

Mateo hizo un gesto de asombro.

—¿Gobierno…? No sabía que esta República tuviera un Gobierno.

—¿No…?

—No.

Julio apoyó los codos en la mesa.

—Prefería usted el gobierno de Gil Robles.

Mateo negó con la cabeza.

—No, por cierto.

—Ya… No cree usted en regímenes parlamentarios.

—No.

—¿En qué cree usted, pues…?

Mateo se protegió los ojos con la mano.

—En un hombre con sentido profético.

—¿Como Mussolini o Hitler…?

Mateo sentía vértigo. Su postura y la expresión de Antonio Sánchez le daban vértigo. Julio apartó un momento el foco de luz.

—¿Por qué causas cree usted que hemos detenido a sus tres camaradas?

Mateo arrugó el entrecejo.

—Pues… a Rosselló, por tenencia ilícita de una pistola; a Octavio y Haro, por haber gritado «¡Arriba España!»

—¿Cómo supone que les tratamos?

—Con corrección.

Julio abrió inesperadamente un cajón del escritorio y preguntó:

—¿Por qué guardaba usted esto en su despacho? —Y sacó un trozo de papel. Estaba escrito por el hermano de Mateo, detenido en Cartagena.

Al ver el trozo de papel, Mateo se puso serio. Julio lo desdobló y leyó: «Es terrible estar entre cuatro paredes cuando hay tanto que hacer fuera. Tus noticias me han llegado bien. Continúa».

—¿Qué noticias? ¿Qué es lo que debe usted continuar?

Mateo no contestó. Julio, sin insistir, volvió a guardar el papel en el cajón.

—¿Su hermano es mayor que usted?

—Un año más.

—¿Ingresó en Falange cuando usted?

—Exactamente.

—¿Y qué es lo que tiene usted que hacer fuera?

Mateo volvió a protegerse los ojos.

—¡Yo qué sé! —dijo, aburrido.

Antonio Sánchez se impacientó. Entonces Julio informó a Mateo de que en aquellos momentos se estaba efectuando un nuevo registro en su despacho.

Mateo le preguntó:

—¿Podría quedar yo en la cárcel y mis tres camaradas en libertad?

—Eso incumbe al Comisario.

Julio consultó de nuevo la lista.

—¿A qué atribuye usted que ningún obrero le haya ofrecido sus servicios?

Mateo contestó:

—A que aquí no nos conocen. En otras partes tenemos a muchos obreros afiliados.

—¿Y por qué se alistan?

—Porque están cansados de demagogia.

—¿Ustedes proponen Sindicato Único?

—Sindicato Vertical.

—¿En qué consiste eso?

—Sería largo de contar.

Julio meditó un momento.

—Así, pues… el resumen de su doctrina es: Hombre profético, Partido Único, Sindicato Vertical.

Mateo negó con la cabeza.

—No. El resumen de nuestra doctrina es: amor a España.

Julio se puso nervioso. El sonsonete le estaba fatigando. Se levantó y se reclinó en la pared. Pero de repente notó que un inesperado sentimiento abría brecha en él. Pensó en Pilar. Pensó que Pilar quería a aquel muchacho que tenía delante. Y también pensó en don Emilio Santos, con quien tantas veces había jugado al dominó en el Neutral. El hecho de que aquellas dos personas vivieran enteramente para el falangista impresionó a Julio de una manera súbita y penetrante. Se reprochaba haber cedido a la tentación de utilizar el foco de luz.

Mateo callaba. Se mostraba fatigado. No sabía qué hacer con su pañuelo: tan mojado estaba. Parecía absurdo, sentado en un taburete en el centro del despacho sin respaldo en que apoyarse, la mecha amarilla colgándole del bolsillo del pantalón.

Julio contempló a Berta que había llegado a sus pies. Entonces se acercó al falangista y le sometió a un interrogatorio de intensidad creciente. Y mostró estar enterado de todo cuanto había hecho desde su llegada a Gerona, desde sus primeros contactos con Octavio hasta la reciente entrega del carnet a Marta Martínez de Soria y el telegrama a Madrid. «A las órdenes siempre.» Le preguntó qué entendía por revolución, por qué hasta el momento se había abstenido de la menor acción violenta. Por qué llevaba dos semanas entrevistándose con un capitán de la Guardia Civil. Por qué había colocado al rubio ex anarquista de asistente del comandante Martínez de Soria. Por qué le dijo por teléfono a J. Campistol de Barcelona: «Absteneos de venir». Por qué sus tres camaradas, al ser interrogados sobre el particular, se habían mirado entre sí con estupor. Por qué Octavio llevaba en la cartera una lista de personas de la ciudad encabezada por los Costa; por qué Haro había escrito en un papel: «El acento del doctor Relken no es alemán, es checo». Por qué Benito Civil introducía con frecuencia su mano derecha entre los papeles personales de los arquitectos Massana y Ribas. Por qué el hijo de don Jorge le había dicho a un colono: «Necesitaría cien sacos vacíos, altos de noventa centímetros». Dónde había visto Mateo que los pájaros disecados tuvieran una puertecita en el vientre, que se abría con sólo tocarles una pata. Dónde había oído que un hijo le dijera a su padre: «Sí, sí, ya lo sé. Pero nada importante se ha hecho en el mundo sin el empleo de la fuerza». Por qué hablando en la Tabacalera de una remesa de habanos que tenía que llegar en noviembre, había exclamado: «¡Bah! ¡Quién sabe lo que pueda ocurrir en noviembre!»

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