Los cipreses creen en Dios (92 page)

Read Los cipreses creen en Dios Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
3.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se levantó y se fue a ver a Casal. Éste le recibió en seguida. Cosme Vila le mostró la fotografía y luego dijo:

—Pero no es esto lo que me interesa Es esto otro. —Y sacándose del bolsillo un papel, cuidadosamente doblado, lo depositó encima de la mesa.

Era un artículo. La fotografía no serviría más que para ilustrarlo, pero lo importante era el artículo en sí. Cosme Vila le pedía simplemente que lo insertara en
El Demócrata
.

—Ya comprenderás por qué te lo pido.
El Proletario
tiene mucha menor tirada que tu periódico.

Casal terminó de leer el papel y se pasó el pañuelo por la frente. Miró a Cosme Vila; éste se había levantado y le decía:

—Si quieres, pon tu firma; si no, pon la mía.

Casal parecía muy nervioso, como midiendo mentalmente la importancia de la jugada. Cuando el Jefe del Partido Comunista hubo salido, llamó a David y Olga y les mostró el artículo. Los maestros lo oyeron y reflexionaron un momento.

Por fin David comentó:

—Al fin y al cabo, lo que cuenta es cierto.

Casal se hundió el algodón en la oreja. Al día siguiente, todos los lectores de
El Demócrata
, y pronto Gerona entera, se enteró del caso de homosexualismo descubierto por los inspectores del Magisterio en el Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana.

El escándalo que la noticia produjo fue indescriptible. Santi se calzó sus puntiagudas botas, Porvenir cogió la calavera, Teo el látigo, la valenciana amiga de Gorki se abrió su vestido y exclamó: «¡Cinco hijos, cinco hijos!» El doctor Relken dijo en el Neutral que en los países nórdicos aquello no tenía importancia, pero que en España era imperdonable.

Inmediatamente, del local del Partido Comunista descendieron unos treinta militantes con un cartel. «¡Los frailes y el voto de castidad!»

En unos folletos se daban detalles. Se denunciaba el nombre del acusado: «Hermano Alfredo, sacristán». Se le describía físicamente: «Bajo y raquítico, de ojos azules y tiernos; ofrece caramelos y barras de regaliz a los alumnos».

El Tradicionalista
publicó una indignada protesta, firmada por el Director del Colegio, en la que se rehabilitaba al Hermano Alfredo, «religioso intachable». La calumnia era doblemente ignominiosa, «dado que el Hermano Alfredo estaba enfermo desde hacía muchos años».

Sin embargo, una penosa nube pareció envolver el edificio. Las criadas, que a la salida de las clases iban a buscar a los pequeños, se los llevaban con extraña urgencia. Algunas familias retiraron a los alumnos, «hasta que se esclareciera la cosa». A los adictos, el Hermano Director los miró con agradecimiento. El Hermano Alfredo, ajeno a lo que ocurría, vio tantos claros en los bancos de la capilla que preguntó: «¿Qué les ocurre a los chicos?» El Director le dijo:

—Nada, nada. La gripe, como siempre.

Capítulo LXVI

Parecía natural que el ritmo de los acontecimientos fuera acelerado. En realidad, los protagonistas eran personas a las que se había mantenido inactivas durante año y medio.

Desde el primer momento se vio que los cuatro puntos cardinales de la cólera popular eran mosén Alberto, el comandante Martínez de Soria, «La Voz de Alerta» y Mateo.

El dentista, apenas regresó del viaje con Laura, se enteró de que su Clínica Dental había encabezado la lista de domicilios registrados. Su criada, Dolores, le entregó un papel de la Jefatura de Policía en el que se le ordenaba presentarse «a la mayor brevedad, para responder ante las Autoridades de poseer una pistola, un fusil y seis bombas de mano disimuladas en el interior de un arca vieja, situada encima del depósito de agua». El comandante Martínez de Soria escapó al registro por su condición de militar, pero sabía que los trescientos detenidos de octubre habían elevado una instancia al general para que fuera juzgado por «un tribunal de la confianza del pueblo», en términos tales que su esposa y Marta estaban más que asustadas; y en cuanto a Mateo, por primera vez se había visto obligado a abrir la puerta de su despacho a personas no falangistas.

En efecto, tres agentes se presentaron en su casa, en los cuales reconoció a tres asiduos concurrentes a la UGT. Don Emilio Santos quedó estupefacto al verlos, y la criada se encerró en la cocina presa de una crisis de alegría y curiosidad. Mateo sacó su pañuelo azul y su mechero de yesca. Los agentes rechazaron la pitillera que les ofrecía y miraron sonriendo al pájaro disecado. Se plantaron ante José Antonio y preguntaron: «¿Es de la familia?» De repente empezaron a abrir con reprimida violencia los cajones, los armarios de la librería. No encontraban armas. «¿Dónde guarda usted las pistolas?» Mateo levantó los hombros y contestó: «No las tengo». Los agentes registraron su dormitorio, el comedor, la cocina, la despensa y por último el dormitorio de don Emilio Santos, Palparon el colchón y el director de la Tabacalera les dijo: «Pueden ahorrarse el trabajo». Volvieron al despacho de Mateo y se fijaron en el retrato de Pilar. Pidieron el fichero. Mateo reflexionó y dijo: «¿Para qué lo necesitan? Saben mejor que yo quiénes somos». Ninguna ficha, ningún papel que aludiera a Falange. «Por lo demás —añadió el falangista—, el Partido es legal. Los Estatutos están registrados en la Dirección General de Seguridad.»

Uno de los agentes le contestó:

—Vive usted atrasado de noticias.

Finalmente se marcharon, no sin sonreír de extraña manera. Mateo, a quien la última respuesta del agente había dejado inquieto, sabía que aquello no significaba más que una tregua. Supuso que se dirigían a casa de Octavio, del delineante, de Roca y Haro, de todos y cada uno de los camaradas. ¡Santo Dios, cómo temblaría el hongo de don Jorge cuando éste viera que palpaban su tálamo nupcial!

Se dirigió al comedor, donde don Emilio Santos había tomado asiento, extrañamente abatido. Iba a decirle algo, pero su padre le interrumpió:

—Supuse que te llevarían esposado.

Mateo quedó de pie frente a él. Todo aquello le dolía, pero estaba decidido más que nunca.

—¿Por qué crees que han dicho que vivo atrasado de noticias?

Don Emilio Santos no había oído nada y levantó los hombros.

Mateo se sentía incapaz de soportar la duda. Se peinó rápidamente y bajó la escalera. Se dirigió sin perder un instante a casa de los Alvear. Entre el Banco y Telégrafos, allá siempre sabían las cosas al minuto. Encontró a Ignacio estudiando en su cuarto, mientras Pilar frotaba el espejo del armario.

Ignacio le dijo:

—Pues… en efecto, hay una noticia importante… Por lo menos para ti. Deberías saberla.

—¿Qué ha pasado?

—Tu Jefe ha sido detenido.

—¿Qué Jefe?

—José Antonio Primo de Rivera.

Mateo quedó inmóvil.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo ha dicho la radio. En Madrid, por tenencia ilícita de armas.

Mateo había enrojecido hasta tal punto que la propia Pilar se asustó, sin atreverse ni a acercársele ni a dirigirle la palabra. «José Antonio, secuestrado en los sótanos de la Dirección General de Seguridad.» La noticia era escueta y dura. «A eso se le llama apuntar directamente al cerebro.» Ignacio había vuelto a enfrascarse en sus estudios y Pilar no sabía dónde meterse. Mateo se despidió bruscamente y salió de la casa. Se dirigió a Hacienda y avisó a Octavio. Entre los dos convocaron inmediatamente a todos los camaradas. Se llamó incluso a Marta. Todos acudieron excepto el delineante, en cuyo domicilio estaban efectuando el registro esperado.

Uno a uno los ojos fueron retrocediendo, estupefactos. Lo primero que se acordó fue mandar a Madrid un telegrama de adhesión: «A las órdenes, siempre. Arriba España»; telegrama que Matías Alvear transmitió lentamente, con aire pensativo. Luego todos los camaradas se volvieron hacia el retrato de José Antonio, y le miraron a la vez con el mayor respeto y la mayor impotencia. En realidad, a todos les había asaltado idéntico temor, aunque ninguno de ellos se atreviera a formularlo: la ola de atropellos crecía en todo el país en forma tan avasalladora, que se podía temer lo peor: que en cualquier momento José Antonio fuera asesinado. Mateo pensaba: «Tiene la edad de los predestinados: treinta y tres años». J. Campistol, de Barcelona, le había telefoneado a la Tabacalera manifestándole idéntica zozobra.

Mateo volvió la espalda al retrato, y en tono enérgico dijo a sus camaradas que ni siquiera aquella contrariedad situaba el triunfo más lejos. «Cuanto más nos persigan, más próximo el día en que nos veremos obligados a cerrar la inscripción.»

Dos días después se recibió una Circular escrita por el propio José Antonio, en los sótanos en que se hallaba detenido. El Jefe Nacional hacía en ella un resumen de la labor del Frente Popular en el mes escaso que llevaba de vida, denunciando una vez más que los Estatutos regionales traerían consigo la desintegración de la Patria, profetizaba el avance implacable del Partido Comunista, informaba que la mayoría de los centros falangistas habían sido clausurados y citaba a todos los camaradas para la peligrosa tarea de la reconquista de España. Esta Circular conmovió profundamente a todos, pues su tono respiraba a un tiempo una gran confianza y una gran amargura. A Mateo le orientó de una manera precisa: lo del avance implacable le recordó la posición crucial que ocupaba Cosme Vila; y lo de la desintegración de la Patria el espectáculo que volvía a ofrecer la Rambla, en la que docenas de fanáticos tornaban a arrodillarse al oír tocar las sardanas de ritual.

El muchacho recordó sus grandes conversaciones con Ignacio, el miedo que volvía a sentir Matías Alvear de que les trasladaran a otra población, a Cuenca o Guadalajara. Companys volvía a presidir la Generalidad, y todos los separatistas exiliados habían vuelto, presentando sus facturas. Por ahí penetraba el virus, a su entender. Y el regreso de otra ola de emigrados: Margarita Nelken, la Pasionaria, etc… lo acrecentaba más aún. Mateo creía saber que habían llegado a Barcelona, procedentes de Rusia, gran número de agitadores —Losovski, Neumman, Bazine— que se habían puesto a las órdenes de BelaKun.

Mateo medía la importancia de estos hechos. Y le parecía advertir una diferencia. Mientras los separatistas habían puesto manos a la obra inmediatamente, se hubiera dicho que Cosme Vila, a pesar de la prisa demostrada en el asunto del Hermano Alfredo y de mosén Alberto, esperaría aún unas semanas, aunque no muchas, a desencadenar la ofensiva general.

Yendo a buscar a Pilar, Mateo pensaba:

«Claro, Gerona ofrece muchas resistencias… Cosme Vila lo que hará será agotar los nervios… Provocar el desgaste, crear malestar. Y de repente, entrará en liza espectacularmente. Alguna decisión súbita, como todos los iluminados.»

Aquel día Pilar se alegró lo indecible al ver a Mateo. Pilar temía lo peor cuando estaban separados. Por fortuna, continuaba leyendo novelas rosas; pero todo el mundo le asustaba. El nerviosismo de la gente, un libro de profecías de la Madre Ráfols, que las monjas le habían prestado para que Carmen Elgazu las leyera; las zancadas, cada día más largas, de mosén Francisco, y, sobre todo, la seriedad de Marta.

—¿Temes por tu padre? —le preguntaba Pilar a su amiga.

Marta contestaba que sí, a pesar de que, en su casa, el comandante Martínez de Soria, les decía a las mujeres: «No seáis tontas. Se llevarán una sorpresa. Se llevará una sorpresa incluso el general. No podrán nada contra mí, ni siquiera conseguir una orden de traslado».

A Mateo esto le daba ánimo. Esto y la decisión de sus camaradas, sin exceptuar el hijo de don Jorge. Mateo, a través de Marta, iba teniendo confianza en el comandante Martínez de Soria. «Tal vez sea menos superficial de lo que pensaba —se decía a sí mismo—. Sin olvidar que dio un hijo, que un hijo suyo monta guardia al otro lado.»

Ignacio vivía con idéntica tensión que sus amigos, acrecentada por el temperamento, ahora más pesimista que nunca, del subdirector del Banco. Éste le decía que el principal culpable de todo lo que pudiera ocurrir en Gerona sería el doctor Relken. «Es masón —explicaba—. Conducirá la ciudad a la catástrofe. No hay nada más terrible que los agentes extranjeros. ¿Qué les importa el país? En el hotel ha pedido ya la mejor habitación. Todo el mundo le obedece, sin darse cuenta. Antes de un año habrá conseguido todo lo que busca. Se llevará de aquí la cartera llena y un álbum fotográfico de todas las ruinas e incendios. —Luego añadió—: Y los que creéis que todo esto tardará en llegar, estáis equivocados.»

Ignacio sólo se sentía aliviado cuando conseguía hacer sonreír a Marta. Entonces los nubarrones desaparecían y volvía a sentirse un hombre; un hombre con vida personal. También para Marta el amor era el elemento estimulante. Continuaban subiendo a las murallas; los días se alargaban, el valle de San Daniel se ofrecía a su mirada con más nitidez que nunca. Muchas veces contemplaban desde el puente del tren el lugar exacto en que cayó al río el espejo, pequeño y redondo.

Capítulo LXVII

El Responsable y Porvenir estaban convencidos de que si el Frente Popular había ganado, era gracias a los anarquistas. Si el millón y medio de afiliados se hubiesen abstenido, como en 1933, la derrota hubiera sido total.

Ello los hacía plenamente conscientes de sus derechos. Y su carácter violento les impedía aceptar una lenta evolución de las condiciones sociales. Por si esto fuera poco, recibieron la visita de los anarquistas de Barcelona, los cuales les dijeron: «Camaradas, tenéis que ayudarnos. Es preciso hacer un ensayo en Gerona». En consecuencia, presentaron a la Inspección de Trabajo, con carácter conminatorio, unas bases pidiendo el control obrero en las Empresas, reparto equitativo de beneficios, salario a los patronos, etc. En caso de no aceptar, se declararía la huelga general ilimitada.

Estas bases fueron hechas públicas y la ciudad entera se escandalizó. Los murcianos que trabajaban en S'Agaró abandonaron sus barracas al leerlas y se trasladaron a Gerona, por cuyas calles desfilaron con carteles que ponían: «¡Saludamos a las Bases CNT-FAI y a la emancipación del obrero!»

Casal, Cosme Vila, los Costa y las autoridades tomaron aquello a chacota. «Son unos imbéciles», dijo Casal. El Inspector de Trabajo —flamante Inspector llegado a Gerona, amigo personal de Largo Caballero— llamó al Responsable y en tono de indignación le dijo:

—Pero ¿qué se ha creído usted? ¿Cree usted que la gente regala así como así la caja de caudales, y que una fábrica se dirige como quien dirige un coche? A los dos meses de esta confiscación, no quedarían más que unas cuantas máquinas destartaladas y la gente pidiendo que comer. ¡Reparto de beneficios! ¿Por qué no repartir también las mujeres? Lo mejor que puede usted hacer es… ¡qué sé yo! Publicar otra nota en
El Demócrata
. Aplazar este asunto. Usted es inteligente y encontrará la fórmula.

Other books

The Wedding Kiss by Lucy Kevin
Heartless by Cheryl Douglas
Long Time Gone by J. A. Jance
Sowing Secrets by Trisha Ashley
Finding Willow (Hers) by Robertson, Dawn
B00B9FX0F2 EBOK by Baron, Ruth
A Visible Darkness by Jonathon King
Sea Change by Jeremy Page