Los cipreses creen en Dios (96 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Luego el teniente Martín cruzó la avenida central y se dirigió, rodeado de cipreses, al nicho del comandante jefe de Estado Mayor. Llegado a él, se cuadró y saludó militarmente.

En aquel momento le vio la mujer del sepulturero. Su presencia le extrañó en grado sumo y avisó a su marido. Su marido conversaba con unos desconocidos junto a la verja. El teniente se dirigió hacia ellos, se abrió paso y sin saludar cruzó el umbral e inició el regreso a la ciudad.

Apenas había andado veinte metros, el sepulturero se internó en el cementerio dispuesto a recorrerlo, olfateando. Estaba seguro de que el oficial había cometido una fechoría.

* * *

Cuando los Costa recibieron el informe sobre el ultraje de que había sido objeto la tumba de Joaquín Santaló, se indignaron hasta un extremo indescriptible.

—¡Vamos a redactar inmediatamente una denuncia en regla!

Al enterarse Cosme Vila de lo acontecido en la fosa de Jaime Arias, le dijo a Víctor:

—Vete inmediatamente al cementerio y saca unas fotografías.

Todo el mundo evitaba comunicarle a Teo lo sucedido. En cuanto el gigante supiera que la tumba de su hermano había sido profanada, podía ocurrir cualquier cosa.

Capítulo LXX

La huelga, las bombas y aun el cadáver de la sirvienta, todo pasó a segundo término. La gesta del teniente Martín, descrita con todo detalle en
El Demócrata
, según nota oficial de la Jefatura de Policía, acaparó el primer plano de la actualidad.

Todo el mundo comprendió que el cáncer no había sido extirpado por el hecho de haber ganado las elecciones y que era preciso cerrar con llave el capítulo derechista. Y para llevar esto a cabo se reunió la Comisión de Seguridad.

Esta Comisión estaba formada por el Comisario, don Julián Cervera, en calidad de presidente; por Julio, jefe de policía; los Costa; el arquitecto Massana, alcalde; el arquitecto Ribas, representante de Estat Català; Cosme Vila y Casal. El agente Antonio Sánchez actuaría de secretario.

Julio había ido a la reunión acuciado por su mujer. Doña Amparo Campo le decía: «Sigue los consejos del doctor Relken y sé práctico. No olvides que en Madrid están examinando si vales o no vales». Los arquitectos Massana y Ribas estaban algo asustados, los Costa a punto de estallar de indignación. En realidad, el único verdaderamente sereno, consciente de los hechos y de lo que era preciso hacer, era Cosme Vila. Su mongólica cabeza y su ancho cinturón de cuero iban a dominar la reunión.

Después de breves discusiones fue acordado entregar al teniente Martín a la Autoridad Militar, a la que incumbía el expediente. «El general sabrá lo que tiene que hacer.»

Respecto de Falange, habida cuenta de que a uno de los afiliados, Miguel Rosselló, se le había encontrado un arma y que dos de ellos, Octavio y Conrado Haro, habían lanzado gritos subversivos en la Plaza Municipal, se acordó la disolución del Partido, clausura del local, detención preventiva de los tres miembros citados y pedir declaración al jefe, Mateo Santos. Julio, acto seguido, leyó el resultado de los ciento cincuenta expedientes abiertos por tenencia ilícita de armas. La mayoría de los expedientados serían castigados con una multa, nada más. Por el contrario, don Jorge de Batlle, «La Voz de Alerta» y otros propietarios de la provincia serían detenidos, por habérseles encontrado armas de calibre mayor y no haberlas entregado espontáneamente.

Los Costa, al oír el nombre de su cuñado, arrugaron el entrecejo. Pero era completamente inoportuno plantear allí una cuestión familiar.

Cosme Vila preguntó cómo era posible que en la lista no figurara mosén Alberto, puesto que se le habían encontrado en el Museo «dos escopetas de dos cañones».

Julio le contestó que ello no era cierto, que aquello era una invención popular.

—La verdad es que no le encontramos absolutamente nada.

La reunión era lenta. Se pasaba de un tema a otro de los que Antonio Sánchez tenía anotados en la orden del día sin que cambiara el tono de las voces. Daba la impresión de que se podrían tomar acuerdos gravísimos sin que este tono cambiara.

El arquitecto Ribas puso sobre el tapete el problema del comandante Martínez de Soria. «Parece que hemos olvidado que la mayoría de los aquí presentes estuvimos en la cárcel y fuimos juzgados por él. No comprendo que el general no haya tomado decisión alguna a este respecto.»

Julio contestó:

—El comandante Martínez de Soria tiene apoyos de envergadura, ésa es la verdad. No sólo de Capitanía General se reciben órdenes paralizando la cosa, sino incluso del Ministerio de la Guerra.

Las palabras de Julio causaron estupor. Ello implicaba que existía en el país una cadena de jefes de ideas reaccionarias que se protegían unos a otros, manteniéndose en puestos estratégicos.

Hubo un momento de silencio, que aprovechó Cosme Vila para levantar el brazo y pedir la palabra.

—Yo desearía —dijo— informar a la Comisión de dos cosas importantes.

—¿Qué cosas…?

—Primera: Jaime Arias. El Partido Comunista exige que el atentado contra el hermano de nuestro camarada Teo sea vengado y da treinta días de plazo para que sea castigado el teniente Martín.

Ante el silencio creado, Cosme Vila continuó:

—Segunda: Deseo anunciar a ustedes que el Partido Comunista presentará en breve sus bases. Bases triples: industria, comercio y agricultura. Y simultáneamente, un proyecto de reformas concernientes a la estructura política de los municipios y de la provincia. —Y diciendo esto miró al alcalde de la ciudad, arquitecto Massana.

Éste movió la cabeza.

—No sé a qué se refiere usted —repuso—. Odio las alusiones vagas.

Cosme Vila enarcó las cejas.

—Si me permiten ustedes —dijo—, concretaré estas alusiones. —Sacó del bolsillo un papel y se puso a leer—. Algunas irregularidades observadas a vista de pájaro…

«Todavía se celebran en la ciudad entierros de primera, segunda y tercera clase. En Gerona, la mortalidad infantil no ha disminuido desde 1920. Docenas de trabajadores viven en la calle de la Barca, en el barrio de Pedret o en las cuevas de Montjuich como se vivía en la era troglodita. No hay un solo caso de hijo o hija de familia obrera gerundense que haya conseguido poder estudiar en la Universidad. No hay locales para organizar Academias obreras gratis y, en cambio, el Semanario ocupa dos manzanas. La ciudad cuenta con un equipo de fútbol remunerado, que posee campo de juego; si los obreros piden jugar en él, se les contesta que destrozan la hierba. Actualmente, hay tanta policía en la ciudad como en la época de la Dictadura. Si registráramos uno a uno los pisos de nuestras primeras autoridades —con perdón de algunos de los presentes—, advertiríamos que su nivel de vida y su sentido de la decoración son muy superiores al de los obreros que he citado. Todo ello unido a que continuamos dando vueltas alrededor de un centro putrefacto: el río, y encarcelados entre las murallas que
El Tradicionalista
llama patrióticas. Iglesias y conventos abarrotados de oro, con una docena de establecimientos religiosos de enseñanza. Conciertos organizados por la Asociación Musical —presidente, doctor Rosselló—, pero sólo se permite la entrada a los abonados. Un magnífico Casino, con billares, sala de tal y de cual y biblioteca, pero sólo para los socios. Me gustaría mucho comparar ante ustedes este estado de cosas con lo que ocurre en Rusia, donde cualquier manifestación económica, artística o científica se orienta en beneficio del proletariado. Aquí éste no cuenta. Un par de pesetas los domingos y se acabó. Llevamos dos horas reunidos y no he oído una sola vez la palabra pueblo. En Rusia todas las reuniones son para el pueblo, y cada corporación municipal está al servicio del pueblo. Todo esto y mucho más se podría decir. Repito que el Partido Comunista entiende que es preciso mejorar la vida de los trabajadores. No cejaremos en este empeño. Aunque no lo parezca, el Municipio debe ser piedra básica. Todo esto lo precisaremos en el programa cuya presentación he anunciado.» La declaración de Cosme Vila causó una gran impresión, sobre todo por el tono en que fue pronunciada. Los Costa se miraban estupefactos. Quien tenía que contestar era Julio. Julio estuvo a punto de dar un giro insospechado a la reunión, denunciando a los asistentes que los anarquistas, a pesar de ser tan memos, habían aportado pruebas contundentes de que los autores del asesinato de la sirvienta de mosén Alberto no fueron ellos, sino el Partido Comunista. Pero se contuvo, porque en muchos aspectos Cosme Vila tenía razón, y además porque no era cosa de exasperar los ánimos.

—Bien, está usted en su derecho —dijo, por fin—. Presente usted ese proyecto de mejoras en cuanto lo tenga ultimado. De todos modos, no pierda de vista una cosa: vivimos en República democrática y no en régimen comunista. Tenemos mucho trabajo, mucho, aunque usted no lo crea, y nada es fácil, se lo aseguro. Lo más cómodo sería decir: «Muy bien, vamos a emplear la fuerza. Este cura no me gusta, abajo. Este comandante tampoco, fuera». ¡Ya, ya! Todo tiene sus inconvenientes. Este país es enteramente de fanáticos; no crea que sólo los hay en el partido comunista. Y los fanáticos dan siempre sorpresas. Ya sé que vive usted en un piso menos confortable que el mío. ¡Qué se le va a hacer! En cambio, yo me zampo menos comilonas que Gorki. En fin, no vamos a discutir sobre la naturaleza humana. El objeto de esta reunión era pasar cuentas, señalar responsables y dictar las necesarias sentencias. Esto ya lo hemos realizado, que es lo importante. Ahora los agentes cumplirán inmediatamente con su deber.

* * *

El doctor Relken aprobó enteramente las medidas tomadas. Le dijo a Julio: «Créame usted. Proceda a la desmembración de Falange. Solos no harían nada, pero unidos a los militares constituyen una amenaza constante. En cuanto a las pretensiones de Cosme Vila, no tienen ustedes más remedio que apoyar a Casal y a los Costa para combatirlas. Que éstos demuestren espíritu revolucionario, y la balanza se inclinará a su favor».

El doctor Relken vivía unos días absolutamente felices. Era cierto que había alquilado la mejor habitación del hotel, espaciosa, con teléfono y un timbre que a los dos minutos se convertía en una camarera. El pelo le había crecido mucho desde que llegó a Gerona. Ya no lo llevaba muy cortado, sino peinado hacia atrás, con encrespados bucles rubios en la nuca. El mentón le salía más que nunca y continuaba sonriendo y bebiendo mucha agua. Se pasaba el día hojeando revistas, visitando a los amigos, dando ciclos de conferencias en el Partido Socialista, en Izquierda Republicana e incluso en Estat Català, y preocupándose por los mínimos detalles de la vida de la ciudad. Siempre decía que el tipo humano español le interesaba enormemente, por lo rico que era y porque continuamente se amputaba a sí mismo, a lo vivo, sus cualidades. «No se parecen ustedes en nada a los checos —comentaba—. Algo más a los húngaros y más aún a los rumanos, sobre todo los catalanes. Con un sentido patético mucho más interesante, desde luego.»

Consideraba que los gerundenses carecían de espíritu de iniciativa. Él hubiera propuesto grandes reformas. En el plano comercial, habría estimulado la creación de grandes almacenes en la ciudad, aun a riesgo de sacrificar pequeñas tiendas. En el plano industrial, entendía que las posibilidades eran inmensas… a condición de preocuparse del Pirineo. «Habría que buscar la materia prima en el Pirineo —decía—. En el Pirineo debe de haber incluso petróleo.» Imaginaba la llanura que rodeaba a Gerona y la del Ampurdán convertidas en refinerías de petróleo. En el plano cultural… elogiaba el Orfeón, la Biblioteca municipal, el Archivo y el Museo Diocesano. Y aseguraba que las personas más inteligentes de la ciudad eran Julio y «La Voz de Alerta».

Mucha gente decía del doctor que escribía un libro de razas comparadas. En el Banco de Ignacio se aseguraba que era homosexual. El subdirector le tenía, como siempre, por masón; el profesor Civil por un judío que esperaba el momento de meter mano sobre el primer filón de metal que apareciera en el Pirineo. Mateo le consideraba, simplemente, un agitador político, con pretensiones de maquiavelismo, pero cretino como él solo, inferior al más zoquete de los españoles, y que en circunstancias políticas menos anormales ya hubiera tenido que largarse a Andorra o Francia.

En todo caso fue el primer ciudadano que leyó en
El Demócrata
la noticia de que todos los acuerdos de la Comisión de Seguridad habían sido ejecutados. Los leyó en la misma imprenta, antes de que el periódico fuera repartido. Con frecuencia iba allá a visitar a Casal, al que decía, viéndole trabajar: «Con esas máquinas que tienen ustedes es imposible sacar periódicos en serio». Casal le contestaba: «En serio o no, las noticias que damos son importantes».

Era cierto. Las noticias eran importantes: encarcelamiento de don Jorge, de «La Voz de Alerta», de Rosselló, por tenencia ilícita de armas. Encarcelamiento de Octavio y Haro por gritos subversivos y ofensas a la República. Disolución de Falange e interrogatorio al jefe. Entrega del teniente Martín a la Autoridad Militar.

Ante estas noticias, los izquierdistas se frotaron las manos de gozo. Entre los derechistas cundió el pánico. Todo el mundo condenaba el acto del teniente Martín, y el propio comandante Martínez de Soria, al enterarse de ello, lamentó no ser general para arrancarle las dos estrellas de la manga; y por su parte Carmen Elgazu había dicho: «Se necesita ser muy poco hombre para hacer una cosa así en el cementerio». Sin embargo, nadie suponía que ello traería consigo la detención de otras personas, nuevos registros y la disolución de Falange Española.

Laura había quedado yerta al ver que los agentes se llevaban a su marido. «¡No pueden hacer eso, no pueden hacer eso!» El dentista había pedido unos minutos para cambiarse de ropa. Se puso su mejor camisa, la mejor corbata. Barbotaba los más intraducibles insultos. Retardaba el momento de salir de la habitación. Laura se le había colgado al cuello y le decía: «¡No salgas, no salgas!» «La Voz de Alerta» le dio varias instrucciones relativas a las joyas y valores de la casa. Redactó una nota para don Pedro Oriol. «Que la publiquen en seguida.» Finalmente, le dijo: «Te prohíbo que tus hermanos intervengan en este asunto».

Don Jorge reaccionó en forma distinta. Miró a los agentes y dijo: «De acuerdo. Déjenme despedirme de los míos». Llamó a su esposa, a todos sus hijos, y uno a uno fueron desfilando y dándole un beso. Nadie lloraba. Las dos sirvientas estrujaban el delantal entre las manos. Don Jorge pidió su hongo, sus guantes y su bastón. Se dirigió a su hijo falangista y le ordenó: «Vete a buscar un taxi». Los agentes le hicieron comprender que tenían orden de llevarle a pie. Don Jorge dijo a su esposa: «Avisad al notario Noguer y que vaya a verme con el abogado».

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