Los conquistadores de Gor (28 page)

BOOK: Los conquistadores de Gor
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Cogí dos talendros que habían caído sobre mi hombro y los coloqué sobre las cuerdas que sujetaban su garganta al mascarón. Esto encantó al público que dio gritos de placer.

—No, no me pongas talendros encima —musitó.

—Sí, sí, talendros.

El talendro es una flor que en la mente de los goreanos está asociada a la belleza y la pasión. En las fiestas de la Libre Unión generalmente los participantes coronan su cabeza con talendros. En ocasiones, las esclavas que han decidido someterse a la voluntad de su amo colocan talendros entre sus cabellos. El colocar talendros en el collar de una joven atada al mascarón de un barco no era más que una burla en que se insinuaba que su destino, con toda seguridad, sería el de esclava de placer.

—¿Qué piensas hacer conmigo? —preguntó.

—Pasarán cuatro o cinco semanas antes de que los tesoros hayan sido controlados y valorados. Tú y tus damas, con las cadenas de esclavas, seréis presentadas, con el resto de los tesoros, ante el Consejo de los Capitanes.

—¿Se nos considera parte del botín?

—¡Por supuesto!

—Al parecer, disfrutarás de todo un mes triunfal, capitán —comentó con voz fría como el hielo.

—Sí —dije saludando a la multitud—, lo que has dicho es verdad.

—¿Y que harás con nosotras una vez nos hayas mostrado ante el Consejo de los Capitanes?

—Tendrás que esperar a que llegue ese momento para saberlo.

—Comprendo —dijo apartando el rostro.

La gente continuaba tirando flores sobre nosotros y burlas e insultos sobre la joven atada al mascarón.

¿Hubo alguna vez triunfo como éste en Puerto Kar? Jamás. Sonreí, ya que sabía que aquello no era más que el principio. El cenit tendría lugar en cuatro o cinco semanas durante la presentación oficial ante el Consejo de los Capitanes, cuando se me concedería el más alto rango de capitán de Puerto Kar.

—¡Viva Puerto Kar! —grité.

—¡Viva! —gritó la multitud—. ¡Y viva Bosko, el almirante de Puerto Kar!

—¡Viva Bosko! ¡Viva Bosko, almirante de Puerto Kar! —gritaban mis partidarios.

Habían transcurrido cinco semanas desde mi entrada triunfal en la ciudad. Aquella misma tarde se había hecho la presentación oficial del informe de la victoria en el salón del Consejo de los Capitanes. Me puse en pie y levanté la copa de Paga, agradeciendo los gritos de mis seguidores. Las copas chocaron y bebimos.

Estas cinco semanas habían sido días de diversión, de fiestas, de banquetes, de honores. Las riquezas que habíamos conquistado superaban todo cuanto habíamos imaginado. Y aquella misma tarde, después de conocer el consejo el informe de la victoria y el total del botín, se me había otorgado la más alta dignidad a que un capitán de Puerto Kar puede aspirar. Incluso ahora, en que celebrábamos mi reciente nombramiento, pendía de mi cuello la cinta escarlata con el medallón de oro en que se distinguía el diseño de las jarcias de un barco de guerra y las iniciales del Consejo de los Capitanes de Puerto Kar en forma de media luna al pie del dibujo. Bebí más Paga.

Sin duda alguna era un capitán digno de Puerto Kar.

Sonreí. Mientras las bodegas de los barcos redondos iban vaciándose y el contenido valorado y registrado oficialmente, cientos de hombres, cuyo nombre ni tan siquiera conocía, habían solicitado formar parte de mi clientela. Me habían ofrecido docenas de sociedades a las que podía unirme con fines especulativos o comerciales. Innumerables hombres habían conseguido llegar a mis aposentos con el fin de venderme sus planes, sus ideas. Mi guardia había tenido que echar de mi casa a aquel loco y medio ciego Tersites con su fantástica recomendación de mejorar los barcos de guerra, como si aquellas rápidas y hermosas naves precisaran mejora alguna.

Mientras yo había estado jugando a piratas, las actividades políticas y militares del consejo habían procedido de manera excelente. Habían creado la Guardia del Consejo, con su llamativo uniforme, que fue reconocida como la policía de la ciudad. La Guardia del Arsenal, quizá por razones tradicionales, continuaba constituyendo un cuerpo separado que controlaba el arsenal y sólo tenía jurisdicción dentro de sus murallas. Por otro lado, los cuatro Ubares: Chung, Eteocles, Nigel y Sullius Maximus, que habían perdido gran parte de su poder en el golpe llevado a cabo por Henrius Sevarius, se habían resignado a la supremacía del consejo, y ahora existía un solo soberano en Puerto Kar: el consejo. Su palabra era ley. También, por supuesto, se habían unificado los impuestos, las condenas, las leyes y los juicios. Por vez primera, desde hacía años, se sabía que la misma ley regía a ambos lados de un canal.

Por último, las fuerzas de Henrius Sevarius, a las órdenes del Regente Claudius, de Tyros, habían sido expulsadas de sus propiedades, excepto una enorme fortaleza cuyas murallas penetraban en el mismo Tamber donde se refugiaban unas dos docenas de barcos que aún eran de su propiedad. Esta fortaleza podría ser asaltada, pero los gastos que ocasionaría tal empresa no valían el riesgo. Consecuentemente el consejo había decidido levantar una doble muralla alrededor de las tierras que circundaban a la fortaleza y bloquear la entrada marítima con barcos del arsenal. Era cuestión de esperar. El tiempo que pudieran resistir dependía de la reserva de agua y de los peces que se filtraran a través de las rejas que cerraban los canales del mar, o de los mendrugos de pan que hubieran conseguido almacenar en las torres. El consejo hacía caso omiso de aquella fortaleza puesto que, de hecho, no era más que la cárcel para aquellos que hubieran sido atrapados dentro. El consejo suponía que uno de aquellos prisioneros era el joven Ubar, Henrius Sevarius.

Levanté la cabeza. El joven esclavo Pez acababa de salir de la cocina llevando sobre su cabeza una enorme fuente en la que había un tark asado, reluciente bajo la luz de las antorchas, con una larma en la boca y adornado con suls y tur-pah.

Mis adeptos llamaban a gritos al muchacho para que acudiera a sus mesas. Pez colocó la fuente con el tark entero sobre una de las mesas. Sudaba. Vestía una sencilla túnica de rep y un collar de metal alrededor de cuello. Le había hecho marcar como esclavo.

Los hombres le ordenaron traer otro tark de los que habían estado asándose durante toda la tarde. Se apresuró a obedecer.

No había sido un esclavo fácil de domar. El jefe de cocina se había visto obligado a azotarlo con frecuencia.

Hacía ya tres semanas que formaba parte de mi servicio en la cocina cuando un día, inesperadamente, la puerta de mi sala de audiencias se abrió de golpe y el muchacho irrumpió en el salón, jadeando y perseguido por el jefe de cocina, que sostenía una vara en las manos.

—¡Perdonad! —exclamó el jefe de cocina.

—¡Capitán! —suplicó el chico.

El jefe de cocina, furioso, agarró al muchacho por el cabello y levantó la vara con intención de descargar una tanda de palos sobre el esclavo.

Con un gesto ordené que frenara sus impulsos.

El jefe de cocina retrocedió unos pasos, enojado.

—¿Qué quieres? —pregunté al chico.

—Quería veros, capitán —dijo el joven.

—¡Amo! —corrigió el jefe de cocina.

—¡Capitán! —repitió el muchacho.

—Por norma, las peticiones de un esclavo de cocina para hablar con su amo se llevan a cabo a través del jefe de cocina expliqué al joven.

—Lo sé.

—En tal caso, ¿por qué no seguiste el curso normal?

—Lo hice muchas veces —respondió con agresividad.

—Y yo he negado tal petición —dijo el jefe de cocina.

—¿Qué solicita de mí?

—Se niega a decírmelo.

—Si es así, ¿cómo creías que el jefe de cocina iba a consentir que te presentaras ante mí? —pregunté al muchacho.

—Deseaba hablar a solas —comentó él, bajando la cabeza.

No tenía objeción a tal petición, pero como amo de la casa, por supuesto, no tenía intención alguna de ignorar las prerrogativas del jefe de cocina, quien en la cocina representaba la autoridad de mis deseos.

—Si quieres hablar conmigo habrás de hacerlo en presencia de Tellius.

El muchacho dirigió una mirada de ira al jefe de cocina. Bajó la cabeza y apretó los puños.

—Quiero aprender el manejo de las armas —dijo en tono suplicante.

Estaba aturdido. Incluso Tellius parecía haber perdido el habla.

—Quiero aprender el manejo de las armas —repitió el chico, ahora con mayor osadía.

—Los esclavos no aprenden el manejo de las armas —comenté.

—Vuestros hombres, Thurnock, Clitus, y otros, han prometido enseñarme si dais vuestro consentimiento —dijo, volviendo a bajar la mirada.

—Más vale que aprendas el trabajo de la cocina —comentó Tellius con un resoplido.

—¿Trabaja bien? —pregunté.

—No. Es muy perezoso, lento y estúpido. He de azotarlo con frecuencia.

—No soy estúpido —protestó el joven con energía.

Miré al chico como desconcertado, como si no recordara de quién se trataba.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

Me miró fijamente.

—Pez —dijo al cabo de un momento.

Hice como si recordara el nombre.

—¡Ah...! Sí... Pez. ¿Te gusta ese nombre?

—No —respondió.

—¿Cómo te llamarías, si pudieras escoger uno?

—Henrius.

El jefe de cocina dejó escapar una carcajada.

—Es un nombre demasiado orgulloso para un chico de cocina —comenté.

Había orgullo en sus ojos al mirarme.

—Incluso podría ser el nombre de un Ubar.

El muchacho bajó la mirada para ocultar su ira.

Sabía que Thurnock, Clitus y algunos otros habían tomado cariño al chico. Me habían dicho que, con frecuencia, escapaba de la cocina para observar los barcos o a los hombres mientras hacían prácticas con las armas. El jefe de cocina tenía grandes problemas con aquel muchacho y merecía toda mi compasión.

Estudié el rubio cabello y los suplicantes y sinceros ojos azules del joven. Era delgado, de brazos y piernas fuertes y con un buen entrenamiento acaso llegara a dominar el uso de la espada.

Solamente tres, en mi casa, conocíamos su verdadera identidad. Thurnock y Clitus lo sabían, pero el muchacho, por supuesto, ignoraba que lo supiéramos. Tenía excelentes razones para ocultarse, ya que el consejo había puesto precio a su cabeza. En realidad, no era otra cosa que Pez, un esclavo, y como tal no tenía más identidad que la que su amo quisiera darle. Según las leyes goreanas un esclavo no es más que un animal; carece de todo derecho y depende de su amo no sólo para el nombre, sino también para la vida; el amo puede deshacerse de él cuando quiera y como quiera.

—El esclavo Pez se ha presentado ante mí sin que su presencia hubiera sido previamente anunciada o solicitada, por lo que en mi opinión ha mostrado poco respeto hacia el jefe de cocina.

El muchacho me miraba tratando de ocultar las lágrimas.

—Por lo tanto, considero justo que sea severamente azotado. Ahora bien, a partir de mañana si su trabajo en la cocina mejora y complace a su jefe, solamente en tales condiciones, se le permitirá entrenarse, tan sólo un ahn al día, en las armas.

—¡Capitán! —exclamó el chico.

—Y ese ahn habrá de recuperarlo en trabajos extras por la noche.

—Sí, capitán, así se hará —dijo el jefe de cocina.

—Trabajaré para ti, Tellius, mejor que nadie —prometió.

—Está bien, chico. Ya lo veremos —dijo Tellius.

—Gracias, capitán —dijo el joven, mirándome.

—Amo —corrigió Tellius.

—¿Puedo llamaros capitán? —preguntó suplicante.

—Si así lo deseas —contesté.

—Gracias, capitán.

—Y, ahora, sal de mi presencia, esclavo.

—Sí, capitán —dijo, alejándose seguido por el jefe de cocina.

—¡Esclavo! —llamé.

El joven se volvió.

—Si muestras aptitud en el manejo de las armas, acaso me decida a cambiarte el nombre.

—¡Gracias, capitán! —exclamó con alegría.

—Quizá te llame Publius... o Tellius —sugerí.

—¡Por favor! —protestó el jefe de cocina.

—... o Henrius.

—Gracias, capitán.

—Pero recuerda que éste es un nombre muy ambicioso, y que para que te lo dé habrás de ser muy bueno en el manejo de las armas.

—Lo seré, lo seré —dijo, y abandonó la habitación corriendo alegremente.

El jefe de cocina me miró y sonrió.

—Nunca había visto a un esclavo correr tan alegremente a recibir una buena tunda de palos.

—Yo tampoco —admití.

Ahora, mientras bebía Paga en mi fiesta, me dije que haber consentido a aquel chico entrenarse en el manejo de las armas no había sido otra cosa que un signo de debilidad. Esperaba que en el futuro no tuviera más momentos como aquél. Estudié al chico mientras traía otro tark asado a la mesa. No, dar tal licencia a un esclavo era algo imperdonable. Tal momento de debilidad no debía repetirse.

Mis dedos acariciaban la cinta escarlata y el medallón que pendía de mi cuello. Era Bosko, el pirata, el almirante de Puerto Kar y acaso uno de los hombres más ricos y poderosos de Gor.

No, no habría más momentos de debilidad.

Extendí mi copa de plata con incrustaciones de rubíes y Telima, que estaba junto a mi silla en forma de trono, la llenó. Ni tan siquiera la miré.

Contemplé el extremo de la mesa, donde Thurnock, con su esclava Thura, y Clitus, con Ula, bebían y reían. Thurnock y Clitus eran hombres buenos, pero algo tontos. Eran débiles. Recordé cómo se habían encaprichado con aquel jovenzuelo Pez y le habían ayudado en el manejo de las armas. Hombres como ellos eran débiles. Jamás llegarían a ser capitanes.

Apoyé la espalda sobre la gran silla, con la copa de Paga en la mano, y dejé que mis ojos recorrieran la habitación. Estaba llena de mesas donde mis adeptos reían y bebían. A un lado había un grupo de músicos.

Habían dejado un gran espacio vacío ante mi gran mesa en el que de vez en cuando se organizaba alguna sencilla diversión, como tragafuegos, tragasables, acróbatas, magos y esclavos cabalgando unos sobre otros, golpeándose con cuchillas hechas con huesos de tarks.

—¡Bebamos! —grité.

Se alzaron las copas de nuevo.

Miré al extremo derecho de mi larga mesa. Sola en un largo banco estaba Luma, mi esclava y principal escriba. Pobre y escuálida Luma, en su traje de escriba. ¿Cómo había sido posible que trabajara en una taberna de Paga? ¡Pero si tenía una mente despejada para las cuentas y los negocios! Ella había conseguido aumentar en mucho mi fortuna. Le estaba tan agradecido que había consentido que estuviera presente en la fiesta y se sentara al extremo de la gran mesa. Por supuesto, ningún hombre libre se sentaría junto a ella. Además, para que mis otros escribas no se enojaran, le había puesto los brazaletes de esclava y alrededor del cuello una cadena que la sujetaba a la mesa por medio de un candado. Y así era como Luma, acaso la persona más importante de mi casa excepto yo, se hallaba presente en mi fiesta, sola y atada a un extremo de mi mesa.

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