Read Los conquistadores de Gor Online
Authors: John Norman
—El trago de la victoria —dijo el jefe de remeros.
Sonreí. No me sentía muy victorioso. Tenía mucho frío pero estaba vivo. Bebí el Paga caliente que me ofrecían.
Habían levado anclas e izado la vela pequeña. Entretanto, bajo las órdenes del jefe de remeros, los remos de estribor estaban girando la nave de manera que la popa recibiera la fuerza del viento, pero durante la maniobra el aire ladeó el casco y las olas inundaron la cubierta. Afortunadamente los dos timoneles consiguieron enderezar la nave. Ahora el viento azotaba la popa y el jefe de remeros empezó a contar el ritmo hasta que la vela se hinchó. Por un momento el mástil crujió y la proa se hundió en el agua para luego elevarse chirriando hacia el cielo.
—Remad —gritó el jefe de remeros perdiéndose la voz en el viento y en el aguanieve que azotaba la nave. Ahora el gran tambor de cobre marcaba ritmo máximo. El Dorna saltaba cortando las grandes murallas de agua que trataban de interceptar su paso. Conseguiría salvarse.
No sabía si la victoria que habíamos ganado, pues victoria sin duda alguna era, sería decisiva o no, pero sabía que el veinticinco de Se´Kara, tal era el día en que la batalla se había librado, no se olvidaría fácilmente en Puerto Kar, aquella ciudad calificada de maligna y mezquina pero que había hallado su Piedra del Hogar y que en el futuro acaso resultara ser la joya del luminoso Mar de Thassa. Me preguntaba cuántos serían los hombres que pretendieran haber participado en la batalla. Aquel día sería proclamado festivo y todos aquellos que lucharon en la contienda serían declarados, en años venideros, camaradas y hermanos. Yo era inglés y recordaba otra victoria en otra época y lugar en un mundo muy lejano. Supongo que en el futuro los hombres mostrarían sus cicatrices a los esclavos y a los niños diciendo que eran recuerdos del veinticinco de Se´Kara. ¿Habría cantos celebrando esta victoria? En Inglaterra no los había, pero aquí, en Gor, sí los habría. Y no obstante, me dije, las canciones no eran más que mentiras. Además, todos aquellos que habían muerto aquel día nunca cantarían. Pero ¿de haber vivido habrían unido sus voces a los que cantaban? Pensé que era muy posible que lo hicieran. Y entonces me pregunté si no sería bueno cantar por ellos y por nosotros, y si de alguna manera que era difícil de comprender no existiría alguna verdad en aquellas canciones.
Me dirigí al tarn que me había traído al Dorna y quitándome la capa de almirante la eché sobre aquel pájaro que tiritaba de frío.
No muy lejos de mí estaba de pie el joven esclavo Pez.
Le miré a los ojos y me sorprendió ver en ellos que comprendía lo que yo tenía que hacer.
Los barcos de Eteocles y Sullius Maximus no se habían unido a la flota de Puerto Kar y los barcos redondos que habían bloqueado las naves de Sevarius habían sido retirados para participar en la batalla. Sabía que Claudius, el regente de Henrius Sevarius, había estado en contacto con los Ubares de Cos y Tyros. Estaba seguro que idéntica comunicación había existido entre Cos y Tyros y Eteocles y Sullius Maximus. Consecuentemente debían haber estado llevando a cabo actos de represalia contra el consejo. Posiblemente hubieran quemado el salón del Consejo de los Capitanes. Aquellos dos Ubares y Claudius, el regente, acaso ya hubieran establecido un triunvirato en Puerto Kar. Su poder, por supuesto, no duraría mucho. Puerto Kar no había perdido la batalla. Cuando la tempestad amainara, fuera en horas o en dos o tres días, la flota regresaría, pero entre tanto, los dos Ubares y Claudius, desconociendo el fatal desenlace de las flotas de Cos y Tyros, tratarían de eliminar a todo aquel que se interpusiera en su conquista.
Me pregunté si aún existiría mi casa.
Hice que llevaran grandes trozos de carne de tark al tarn, muslos y paletillas. Comía con avidez. También hice que trajeran agua en un cubo de cuero. El pájaro bebió.
—Iré contigo —dijo el joven esclavo.
Aún tenía en el cinturón de su túnica la espada que ordené le diera uno de mis oficiales.
—Eres un chiquillo —dije moviendo la cabeza negativamente.
—No, ya soy un hombre.
Sonreí.
—¿Por qué quieres venir a mi casa? —pregunté.
—Es algo que tiene que hacerse.
—¿Representa Vina tanto para ti?
Me miró ruborizándose. Bajó la vista mientras golpeaba la cubierta con el pie.
—No es más que una esclava, y a un hombre no le preocupan las esclavas.
—¡Por supuesto!
—Pero incluso si no existiera ella —dijo levantando la vista —también te acompañaría.
—¿Por qué?
—Porque eres mi capitán —respondió desconcertado.
—Permanecerás aquí.
—¡Inténtalo! —dijo desenvainando la espada.
Desenvainé la mía y paré el golpe que me dirigía. Me había atacado con mayor rapidez de la que esperaba.
Los hombres empezaron a hacer un círculo a nuestro alrededor.
—Están jugando —dijo uno de ellos.
Ataqué y el muchacho paró la estocada. Me impresionó, pues había tenido intención de tocarle. Durante aproximadamente un ehn o dos medimos nuestras fuerzas sobre la resbaladiza cubierta de la nave. Por fin envainé la espada.
—Podía haberte matado en cuatro ocasiones.
Dejó caer su arma y me miró desesperado.
—Pero has aprendido bien. He luchado con guerreros mucho menos rápidos que tú.
El chico sonrió. Algunos de mis hombres golpeaban el hombro izquierdo con el puño derecho. Pez era un gran favorito entre aquellos hombres. De no ser así, ¿cómo le hubieran consentido tener un remo en la barca larga que me llevó al Consejo de los Capitanes, o estar a bordo del Dorna, o haber sido uno de los que me llevó al barco redondo en busca del tarn? También yo sentía simpatía por él. Veía en él, a pesar del collar y de la marca de esclavo y la túnica que le delataba como miembro de las cocinas, a un joven Ubar.
—No vendrás conmigo porque eres demasiado joven para morir.
—¿A qué edad está el hombre listo para morir? —preguntó.
—Ir a donde voy y hacer lo que voy a hacer es el acto de un estúpido.
—¿No es verdad que todo hombre tiene derecho a hacer un acto estúpido cuando lo desee?
—Traed una capa para este estúpido —dije a uno de mis marineros—. Y un cinto y vaina para la espada.
—Sí, capitán.
—¿Crees que podrás sostenerte a una de esas cuerdas con nudos durante horas?
—¡Por supuesto, capitán! —exclamó el muchacho.
No tardó el tarn en extender las alas y empujado por el viento salió disparado del Dorna. Empezó a girar alrededor del barco y a elevarse cortando el viento y la lluvia. El chico, con los pies en una especie de lazada formada en la soga y los dedos de la mano incrustados en la fibra, se columpiaba bajo la silla de mi tarn. Vi el Dorna subiendo y bajando las crestas de las olas. Desperdigados vi los demás barcos de mi flota, los buques de guerra, las naves redondas, las velas pequeñas usadas durante las tempestades, los remos; todos ellos siendo empujados por la furia de la tempestad.
No podía ver ninguno de los barcos de las flotas de Cos y Tyros.
Terence de Treve, el capitán mercenario de los tarnsmanes, se había negado a regresar a Puerto Kar antes que la flota. La ciudad podría estar ahora llena de otros tarnsmanes mercenarios contratados por los Ubares rebeldes o por Claudius, el regente de Henrius Sevarius.
—Nosotros, los de Treve, somos valientes pero no estamos locos —me había dicho.
Debido a la fuerza del viento el ave no podía volar directamente a Puerto Kar, de manera que lo hacíamos de forma oblicua apartándonos de la flota. De vez en cuando el pájaro, cansado, mojado, frío, cubierto de aguanieve, caía de manera alarmante pero, con gran esfuerzo, remontaba la altura medio arrastrado por el viento medio volando.
Y por fin, el aguanieve se convirtió en lluvia y la lluvia cesó para no quedar más que un viento cruel, y la crueldad del viento amainó hasta no ser más que ráfagas de aire frío. Y de pronto teníamos a nuestros pies el Mar de Thassa, con el frío sol de Se´Kara y el pájaro había dejado atrás la tempestad y podíamos ver en la lejanía las costas rocosas, hierba y los bosques de tur y Ka-la-na.
Buscamos un claro entre los árboles para que el aterido pájaro pudiera reposar. Dejé que el tarn diera unas vueltas mientras Pez conseguía soltar los pies y dejarse caer sobre el suelo. También yo abandoné la silla tan pronto como el ave aterrizó. Quité la silla de sus espaldas para que pudiera sacudir el agua de sus plumas; luego eché sobre él mi capa de almirante. El chico y yo hicimos un buen fuego con el fin de secar nuestra ropa y calentarnos.
—Regresaremos a Puerto Kar cuando haya oscurecido —dije al muchacho.
—Es lo más lógico —repuso él.
Pez y yo estábamos en la penumbra del salón de mi casa, donde la noche anterior había celebrado la fiesta de mi victoria. La única luz procedía de un brasero a través de cuyo cuenco de hierro se veían brillar algunas ascuas aún encendidas. Nuestras pisadas resonaban sobre las baldosas del gran salón.
Habíamos dejado al tarn en el paseo que conducía al estanque donde atracaban mis barcos. No vimos ningún tarnsman en toda la ciudad. En realidad apenas había luz alguna en la ciudad. Mientras volábamos sobre ella habíamos observado la oscuridad que se extendía por casi todos los edificios y el reflejo de las tres lunas de Gor en los canales.
Pudimos llegar a mis aposentos sin hallar obstáculo alguno, y ahora, estábamos en el oscuro salón uno al lado del otro. Teníamos las espadas en la mano. De pronto oímos un sonido apagado que parecía proceder de un rincón de aquel oscuro salón.
Eran dos jóvenes arrodilladas sobre las baldosas con las manos atadas a la espalda y sujetas a una argolla de esclavas en la pared. Podíamos distinguir sus ojos llenos de terror mirándonos por encima de la mordaza. Agitaban la cabeza con desespero. Vestían las túnicas de las esclavas de las cocinas. Eran Vina y Telima.
Pez hubiera corrido hacia ellas, pero lo retuve a mi lado. Sin hablar le indiqué que se colocara a uno de los lados de la entrada del salón desde donde no pudieran verle.
Avancé enojado hacia las dos chicas. No intenté soltarlas de su cepo. Habían sido tan tontas como para dejarse coger y servir de cebo. Vina era muy joven pero Telima debía haber sido más cauta.
—Estúpida criatura —dije revolviendo su cabello con mi mano.
Sus ojos intentaban decirme que había hombres ocultos a punto de atacarme.
Examiné la mordaza. Tiras de cuero habían sido atadas sobre la boca sujetando una bola de tejido de rep en el interior. La mordaza había sido muy bien hecha y, con toda seguridad, no debía resultar muy cómoda.
—Veo que por fin alguien ha aprendido la manera de hacer callar a las hijas de los cultivadores de rence.
Las lágrimas brillaban en los ojos de Telima. Retorcía y encorvaba el cuerpo debido al terror y a la furia.
Di unas palmaditas sobre su cabeza con indulgencia. Me miró llena de ira y desesperación. Me aparté ligeramente de ellas pero manteniéndolas a mi espalda.
—Bueno, supongo que habré de liberar a estas mozuelas —dije elevando el tono de mi voz.
En aquel preciso instante sonó un silbato en el pasillo e inmediatamente el ruido de varios pies corriendo y el reflejo de las antorchas.
—A por él —gritó Lysias luciendo el casco con el airón de eslín en la cabeza. Pero Lysias no se dignó enfrentarme. Varios hombres avanzaron hacia mí. Algunos llevaban antorchas. Posiblemente eran unos cuarenta los que habían entrado en la habitación.
Me enfrenté a ellos moviéndome rápido y sin cesar. A veces los atraía hacia mí para luego hacerlos retroceder. Me mantenía, en lo posible, cerca de las dos chicas de manera que las espaldas de los hombres estuvieran siempre dando a la entrada del salón.
Podía ver, aunque ellos no lo hicieran, una sombra moviéndose detrás de ellos con rapidez. Cambiaba de posición constantemente entre las sombras, la confusión y la luz de las antorchas, pero siempre se mantenía en el punto más alejado, como si de una sustancia amorfa se tratara, pero con una hoja de acero entre las manos. De pronto aquella forma adquirió un casco como los que usaban aquellos que luchaban ante él. Los que caían ante aquella sombra lo hacían sin percatarse de su existencia, sin gritar, pues la hoja cortaba sus gargantas como un susurro en la oscuridad.
Yo había eliminado a nueve guerreros.
Oí más gritos y vi aproximarse más antorchas.
Ahora la habitación estaba plenamente iluminada. Incluso podían verse las pesadas vigas en el techo.
Habiendo sido descubierto, Pez vino a colocarse a mi lado de manera que luchando uno junto al otro pudiéramos protegernos. Procurábamos que nuestros ataques fueran rápidos y no demasiado profundos con el fin de recuperar el arma cuanto antes mejor.
—Has aprendido tus lecciones bien, esclavo.
—Gracias, amo.
Otro de los hombres que le atacaban cayó al suelo. Yo eliminé dos que me atacaban por la derecha.
Más hombres avanzaban por el pasillo. De pronto, por la puerta que daba a las cocinas, penetraron muchos hombres con espadas y antorchas.
Estábamos perdidos. Ya no había escapatoria posible.
Me enfureció ver que estos últimos iban dirigidos por Samos.
—No me equivoqué al pensar que estabas unido a los enemigos de Puerto Kar —le grité con odio.
Pero para sorpresa mía vi que mataba a uno de mis atacantes. Entonces me fijé y vi que algunos de los hombres que le acompañaban eran los que yo había dejado en la casa para protegerla. Desconocía a muchos de los otros.
—Retirada —gritaba Lysias desesperado en medio de la refriega.
Sus hombres se retiraban luchando y nosotros y aquellos que habían venido a ayudarnos los perseguíamos incluso cuando escapaban por la gran puerta del salón.
Al llegar a la entrada dejamos de perseguirles y cerramos la puerta colocando Samos y yo, juntos, la barra que la atrancaba.
Samos sudaba. Habían rasgado una de las mangas de su túnica y había sangre en el lado izquierdo de su rostro.
—¿Cómo está la flota? —preguntó.
—La victoria es nuestra —respondí.
—Excelente —dijo envainando la espada—. Estamos defendiendo el torreón cerca del muro del delta. Seguidme.
Al llegar cerca de las dos chicas se paró.
—¡Ah, estáis ahí! —exclamó. Luego volviéndose a mí añadió—: Se nos escabulleron para ir a buscarte.