Los conquistadores de Gor (33 page)

BOOK: Los conquistadores de Gor
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Tan pronto fuera posible reunir a los dieciséis barcos de cada grupo, éste debía volver a intentar romper las líneas enemigas, aunque no tenía esperanza que tal cosa se repitiera puesto que por lógica la flota de Cos y Tyros intentaría reducir la longitud del frente. Tenía entendido que la táctica de atacar en parejas era nueva en Gor, y había preparado una serie de señales para, en caso de deshacerse alguna de las parejas originales, cualquier otro barco próximo pudiera unirse al que había quedado aislado y recomponer la pareja atacante.

Ordené que el primer grupo iniciara el avance. El Dorna quedó atrás, ya que teniendo que controlar las batallas no podía formar parte de ellas, muy a pesar mío.

La tercera fase del ataque consistiría en el avance de mil cuatrocientos barcos redondos en línea ininterrumpida un ahn después. Estos barcos tenían por remeros ciudadanos libres de Puerto Kar o esclavos a quienes se había prometido libertad. Todo esclavo procedente de Cos o Tyros había sido encadenado en los almacenes de la ciudad. Todos los remeros en los barcos redondos iban sin cadenas y con armas al alcance de sus manos. La verdadera misión de estos barcos no era entrar en batalla con el enemigo, sino intentar abordar sus barcos u obstaculizar sus movimientos al máximo de sus posibilidades. También los ballesteros, las catapultas y la artillería podría ocasionar devastadores perjuicios a aquellos barcos de guerra.

La cuarta fase consistía en cincuenta barcos de guerra a los que había ordenado no bajar el mástil al atacar, un ahn después de los redondos. Tenía la esperanza de que los barcos de Cos y Tyros al verlos aparecer tras los redondos, que no bajan el mástil al entrar en pelea, los tomaran como una segunda ola de los mismos barcos. Esta estratagema permitiría ayudar a los barcos redondos destruyendo con el ariete a los enemigos.

La quinta fase, que debía seguir a la cuarta medio ahn más tarde, consistía en dos flotas de cuarenta barcos de guerra, una atacando por el norte mientras la segunda lo hacía desde el sur. Realmente no creía que los barcos de que disponía fueran lo suficientemente buenos como para producir un efecto devastador en el enemigo, pero en el torbellino de la batalla, sin clara percepción de la posición y número de atacantes, pudiera resultar de gran valor psicológico.

Esta última fase dependía de que la flota enemiga se centrara para reducir la amplitud de su frente, pero por otro lado pudiera ocurrir que temiendo una encerrona se desperdigaran, en cuyo caso resultarían mucho más vulnerables a los ataques de nuestra flota.

Vimos avanzar la segunda fase del ataque. El Dorna, con los remos recogidos, se mecía sobre las olas.

Aún tenía ciento cinco barcos de guerra en reserva, que podría lanzar, simultáneamente con la quinta fase, a la batalla. Sólo bastaría una orden del Dorna.

—¿Bajamos el mástil, capitán? —preguntó uno de los oficiales.

—No —respondí. Quizá ocupase el puesto del vigía para observar el desarrollo de la batalla.

Estábamos en otoño y el viento era frío. Oscuras nubes recorrían el cielo. Al norte una especie de niebla oscurecía el horizonte. Aquella mañana había amanecido helada.

—Recoged velas —ordené.

Un oficial comenzó a dar las órdenes pertinentes.

Estudiaba la superficie del mar para detectar la dirección y velocidad del viento.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó otro de mis oficiales.

—Esperar —respondí.

Después de dormir un ahn me sentía más despejado. Al despertarme trajeron una bandeja con pan y queso a mi cabina. Comí y luego subí a cubierta.

Ahora el viento era muy frío. El Dorna era zarandeado por las olas que rompían contra su casco. Habíamos echado las dos anclas, comunes en los barcos goreanos.

Me dieron la capa de almirante, que coloqué sobre mi hombro izquierdo, donde tenía sujeto el catalejo. Introduje algunos trozos de carne en la faltriquera que pendía de mi cinturón y ordené al vigía que bajara de su posición en lo alto del mástil. Una vez ocupé su puesto empecé rumiar un trozo de carne seca tanto por hambre como para combatir el frío, y abrí el catalejo.

Recorrí el horizonte intentando comprender el estado de la batalla.

La carne seca es salada y generalmente en el puesto del vigía hay una calabaza llena de agua. Quité la tapadera y bebí. Había una capa de hielo en su interior y los pequeños cristales se fundieron en mi boca.

La línea oscura del horizonte norte se había convertido en una zona muy amplia. Los barcos redondos avanzaban pero casi sin remos, pues el viento del norte, a pesar de utilizar las velas de menor tamaño, impelía las naves con fuerza.

Sonreí al verlas avanzar. Las cubiertas parecían desiertas pero sabía que bajo los puentes de proa y popa, así como en las bodegas, había cientos de hombres.

Dirigí el catalejo hacia el oeste.

Los barcos que formaban parte de mi primera fase habían entrado en contacto con las flotas de Cos y Tyros. Detrás de ellos podía distinguir el avance de la segunda oleada de pares de naves de guerra.

Me preguntaba cuántos serían los hombres que murieran en aquella batalla. Me envolví en mi capa de almirante. Quería saber quién era yo en realidad, pero lo ignoraba. Existían tantos factores imposibles de prever como de alterar el curso de los acontecimientos.

Sabía que Chenbar, el Ubar de Tyros, era un capitán brillante, pero ni tan siquiera él podía haber previsto mis planes o la disposición de mi flota, puesto que tan sólo horas antes de la batalla yo mismo los había ignorado. En realidad no esperaba realizar ninguna conquista o victoria aquel día. Empezaba a pensar que había cometido una locura al no huir cuando tuve ocasión de hacerlo. Muchos capitanes habían escapado con las bodegas cargadas de tesoros y esclavos encadenados. ¿Por qué no lo había hecho yo? ¿Por qué no lo habían hecho todos aquellos que ahora me acompañaban en esta empresa? Muchos hombres iban a morir. ¿Había algo que valiera tanto como la vida de un hombre? ¿No era acaso preferible una deshonrosa rendición a la pérdida de la vida? ¿No era mejor convertirse en esclavo que morir? Recordaba cómo en el pantano había suplicado por mi vida, y ahora, aquel mismo cobarde envuelto en la capa de un almirante vigilaba el desarrollo de la batalla, el destino, la destrucción o la victoria de aquellos hombres a los que controlaba. Tenía que haber hombres mejor dotados que yo para asumir la responsabilidad de enviarles a la lucha, a la muerte o a continuar viviendo. ¿Qué pensarían de mí aquellos que se hundieran en las frías aguas de Thassa o degustaran en la boca el sabor de la sangre de la muerte? ¿Cantarían aquellos hombres loando mis hazañas? ¿Y cuál sería el peso de esas muertes que recaería sobre mí?, ya que había sido yo, un ignorante, quien los había enviado a aquellas aguas y a aquellas espadas que habían acabado con sus vidas.

—¡Almirante, mirad! —gritó un marinero que desde la proa del Dorna miraba el horizonte con un catalejo—. ¡Es el Venna! ¡Ha roto las líneas del enemigo!

Dirigí el catalejo hacia el oeste. Allí estaba el Venna maniobrando para volver al ataque. Con su nave hermana, Tela, vi dos barcos de guerra de Cos y Tyros, uno volcado sobre uno de los costados y el otro hundiéndose lentamente por la popa.

El Venna se hallaba a las órdenes del incomparable Tab. Los hombres sobre la cubierta del Dorna vitorearon a sus compañeros.

Varios barcos próximos al lugar donde los míos habían atacado se acercaban para enfrentarse con el enemigo, pero tras ellos avanzaba mi segunda línea de ataque.

Vi cómo el frente de las flotas de Cos y Tyros se reducía tratando de concentrar sus barcos en determinados puntos. Ahora ya podía distinguir sus extremos, cosa que antes me había sido imposible.

Tras esta segunda oleada observé desperdigados por el horizonte de Thassa, los barcos redondos aventados por el vendaval. Por la popa del Dorna avanzaban solemnes, sin prisa, sus remos a medio ritmo, cincuenta barcos de guerra con los mástiles altos y velas pequeñas usadas en las tempestades. En el fragor de la batalla estaba seguro que la primera impresión sería de que se trataba de barcos redondos, no llegando a reconocerlos como barcos de guerra hasta tenerlos a pocos metros de distancia.

Tras éstos tendría lugar la quinta fase del ataque, con la aparición de las dos flotas de cuarenta barcos de guerra que acorralarían al enemigo por el norte y por el sur. Y simultáneamente, tras esta táctica de pinzas, estaba el resto de mi flota, los ciento cinco barcos de guerra de reserva, que avanzaría a una señal del Dorna. Con las reservas también entrarían en acción otros diez barcos redondos del arsenal, cuyo cargamento desconocían incluso los más destacados oficiales de mi flota. Ahora todos los factores que habían formado parte de mis cálculos estaban en acción. Pero había otros factores con los que no había contado.

Miré hacia el norte. Abrí el catalejo y estudié la superficie de las aguas. Sobre ellas parecían alzarse grandes torres de oscuridad y en el cielo grandes nubes blancas se deslizaban rápidas como aves que trataran de escapar de las mandíbulas del negro larl. La estación estaba terminando y yo no había contado con el Thassa y sus rápidos cambios de estados de ánimo.

Tres ahns más tarde numerosos barcos ardían en la oscuridad. El viento llevaba chispas y llamas de uno a otro. En algunos lugares diez o doce barcos ardían juntos formando como una isla de llamas flotante sobre el mar.

Las olas eran cada vez más altas. La oscuridad del norte avanzaba como una bestia que se arrastraba persiguiendo la pista de su presa.

La quinta fase de mi ataque había sufrido un retraso.

El Dorna pugnaba por escapar de sus áncoras. Durante un tiempo las habíamos izado permitiendo que fuera zarandeada por el viento y las olas, pero luego habíamos sujetado la nave de nuevo aunque continuaba siendo castigada por el viento y las olas. La madera restallaba y los tornillos, cerrojos y cadenas chirriaban.

Como ya he dicho, la quinta fase de mi ataque se componía de dos partes. Una procedía del norte a las órdenes de Nigel con quince de sus barcos de guerra y otros veinticinco del arsenal; mientras que la segunda al mando de Chung procedía del sur con veinte barcos del Ubar y otros veinte del arsenal. Pero tales barcos no aparecían por ningún lado.

Ahora podía ver aproximándose al Dorna por el este los ciento cinco barcos de guerra de la reserva, y los diez redondos del arsenal cuyo cargamento incluso mis oficiales desconocían.

Me preguntaba si había hecho bien en confiar en los Ubares Nigel y Chung.

El barco insignia del grupo de reserva se aproximó al Dorna. Sobre el puente pude reconocer a Antisthenes. El resto de los barcos formaban cuatro hileras. Y entre ellos, pesados, con las pequeñas velas recogidas, avanzaban los diez redondos del arsenal.

Giré el catalejo hacia el oeste, hacia el fuego y el humo en la distancia. Pude apreciar que los barcos de Cos y Tyros, cuando les era posible, despreciaban a los redondos, para concentrar sus fuerzas contra los barcos de guerra de mi flota. Los lentos barcos redondos, ahora a merced del viento y de las olas, eran abandonados como antagonistas.

Sonreí. Chenbar era un almirante excelente. Prefería enfrentarse a los barcos de guerra porque los conocía y porque podía imponerse sobre mi flota debido a su superioridad numérica. Dejaba los redondos para un momento más lejano en que pudiera disponer de cuatro o cinco barcos de guerra para aniquilarlos. Los redondos, por supuesto, eran demasiado lentos para prestar la ayuda que mis barcos de guerra no tardarían en precisar.

Cerré el catalejo. Me parecía que el resultado de la batalla estaba ya escrito en aquel amplio tablero que era el horizonte sobre el que destacaban aquellos barcos ardiendo.

El viento continuaba azotando.

Fue entonces cuando los gritos y vítores de mis hombres llegaron a mis oídos. El vigía a la proa del Dorna agitaba la gorra en señal de saludo. También los remeros gritaban y agitaban las gorras al viento.

De nuevo abrí el catalejo. Por el norte y por el sur, como negros cuchillos cortando las frías aguas de Thassa, avanzaban con los mástiles bajos las dos flotas de la quinta fase de mi ataque.

Hice una mueca que quería ser una sonrisa.

Chung se había visto obligado a forzar su camino a través del viento, y Nigel, que dominaba el arte de navegar y de la guerra, había retenido sus naves con el fin de que el ataque fuera simultáneo.

Dejé colgar el catalejo de la correa que lo sujetaba a mi hombro, metí el último pedazo de carne seca en mi boca y bajé por la estrecha escala hasta el puente. Desde allí agité mi mano para llamar la atención de Antisthenes, que se encontraba a unos cien metros sobre el puente del barco que encabezaba la flota de reserva. Él, a su vez, izó una bandera en lo alto de la torreta de proa. Y subí hasta el puente de popa.

La cubierta de los barcos redondos empezó a levantarse para luego deslizarse por los costados de la nave. Mis hombres, y todos aquellos que estaban en barcos cercanos, lanzaron exclamaciones de asombro.

El tarn es un pájaro de tierra, de origen montañoso, aunque también los hay de abigarrado plumaje cuya procedencia es selvática. Los tarns que habían sido encerrados en las bodegas de los barcos redondos estaban encapuchados. Al sentir el viento y el frío lanzaron la cabeza hacia atrás, batieron alas y tiraron de las cadenas que los sujetaban a la quilla del barco. Sólo uno de aquellos pájaros no llevaba capucha, pero una especie de bozal mantenía su pico cerrado. Lanzó un agudo aullido. Atravesó incluso los gélidos vientos del Mar de Thassa. El pánico hizo temblar a todos aquellos hombres.

Es muy difícil hacer volar a un tarn sobre el agua y, por lo tanto, no sabía si conseguiría dominarlos en el mar. Incluso con el aguijón ha sido imposible alejarlos de tierra firme.

Me quité el catalejo del hombro y lo entregué a uno de mis hombres.

—Bajad un bote —ordené a uno de los oficiales.

—¿En esta mar? —preguntó asombrado.

—¡Rápido! —grité.

Bajaron la barca. Pez asía uno de los remos como si formara parte de él. El timón lo controlaba el jefe de los remeros. Nos aproximamos al primero de los barcos redondos por sotavento. No tardé en hallarme sobre la cubierta del barco.

—¿Eres Terence, el capitán mercenario de Treve? —pregunté.

El hombre afirmó con la cabeza.

Treve es una ciudad de bandidos en la Cordillera Voltai. La mayoría de los hombres desconocen su exacta localización. Años atrás los tarnsmanes de Treve incluso habían pertenecido a la caballería de Ar. La ciudad de Treve no cultiva su propio alimento, sino que sus habitantes se dedican a apoderarse de las cosechas de los pueblos que la circundan. Viven del robo y de la rapiña. Los hombres de Treve tienen fama de ser los más orgullosos y crueles de Gor. Adoran el peligro y sólo aman a las mujeres libres que roban en las ciudades civilizadas para convertirlas luego en sus esclavas. Hay quien dice que sólo se puede llegar a Treve montado en un tarn.

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