Read Los conquistadores de Gor Online
Authors: John Norman
—¡No! —gimió ella.
—Ya lo he decidido —respondí—. Serás devuelta a la Tierra, por tu bien, por tu seguridad. Allí no tendrás que temer los peligros que se corren en este mundo.
—Pero éste también es mi mundo. Es tan mío como tuyo. Además, lo amo y no puedes alejarme de él —protestó.
—Serás devuelta al planeta Tierra —insistí.
—También sabes que te amo —dijo quedamente.
—Lo lamento. No me resulta fácil cumplir con mi deber puesto que también yo te amo, pero has de alejarte de aquí. Has de olvidarme y olvidar todo esto —dije con lágrimas en los ojos.
—¡No, tú no me amas! —gimió.
—Lo que dices no es verdad. Sabes que te amo.
—No tienes derecho a alejarme de este mundo. Es tan mío como tuyo —protestó.
Le sería duro abandonar este hermoso y verde mundo, aunque peligroso, para regresar a la Tierra y respirar su aire contaminado, habitar en aquellos pequeños nichos y moverse entre aquella multitud despreocupada. Sí, sería difícil integrarse en aquella gris materialidad mercantil, a aquella insensibilidad, a aquel tedio; pero, no obstante, todo aquello era preferible a esto. Allí sería de nuevo un ser anónimo, estaría a salvo y acaso conociera a alguien que le ofreciese un matrimonio ventajoso que le permitiera vivir en una gran mansión, con servidumbre y todas las comodidades de la Tierra.
—No dejaré que me arrebates este mundo —protestó.
—Ya lo he decidido. Lo lamento.
Levantó la mirada y la fijó en mí.
—Mañana regresarás a la Tierra. Tu trabajo aquí ha terminado —añadí.
Intenté besarla pero, sin una sola lágrima, giró y se alejó dejándome solo.
Mi pensamiento volvió al gran pájaro, al Tarn de la Guerra, al Ubar de los Cielos. Había matado a cuantos intentaron montarlo, pero aquella noche había permitido que Elizabeth Cardwell, una mujer, lo montara para llevarla a la Tierra. Cuatro días después regresó solo y yo, en un rapto de ira, lo había echado de mi lado.
También había perdido a Talena que consintió ser mi Compañera Libre. Había amado a dos mujeres y a las dos había perdido. Me di cuenta de que lloraba. Bebí más Paga. Empezaba a delirar.
Aparentemente Puerto Kar era soberana en Thassa. Nadie osaba enfrentarse a sus marinos. Quizás fueran los mejores en Gor. Borracho como estaba, me enojó pensar que aquellos malvados habitantes fueran tan diestros navegando. Pero luego sonreí, pues tal arte debía enorgullecerme ya que yo era de Puerto Kar. ¿No era cierto que podíamos hacer cuanto quisiéramos con la misma facilidad que conseguíamos a las hijas de los cultivadores de rence, simplemente atándolas y llevándonoslas para que nos divirtieran? Lancé otra carcajada, puesto que había estado considerando la caída de Puerto Kar, mi propia ciudad.
Los dos marineros borrachos se estaban destruyendo con los látigos de púas. Luchaban sobre el cuadrado de arena y entre las mesas, y la bailarina y los músicos se hallaban apartados en una de las esquinas. Los hombres a las mesas gritaban y hacían apuestas.
El látigo con púas en las puntas es un instrumento delicado que suele usarse con elegancia y refinamiento. Que yo sepa, sólo se encuentra en Puerto Kar.
Entre aquel vocerío, a la luz de las linternas vi un pedazo de la mejilla de uno de aquellos marineros saltar por el aire. Los ojos de la bailarina brillaban de emoción y gritaba animando a los luchadores. Sin embargo, el comportamiento de aquellos dos borrachos parecía ofender a algunos de los clientes que protestaban ante el burdo empleo de tan sutil arma. De repente uno de los dos hombres cayó de rodillas vomitando su propia sangre.
—¡Mátalo! ¡Mátalo! —vociferaba la bailarina.
Pero su contrincante, borracho y sangrando, se tambaleó y cayó al suelo, inconsciente. Esto provocó la risa de los espectadores.
—¡Mátalo! ¡Mátalo! —seguía gritando la bailarina.
Pero el otro marinero, aún sangrando, meneó la cabeza mientras se arrastraba fuera del cuadrado de arena para caer inconsciente bajo unas mesas.
—¡Mátalo! ¡Mátalo! —continuaba vociferando la bailarina. Acabó lanzando un grito cuando el látigo goreano de cinco colas cruzó su espalda.
—¡Baila, esclava! —ordenó el dueño del local, su amo.
Aterrada, saltó al centro del cuadrado acompañada del sonido de sus joyas. Cuando levantó los brazos sobre su cabeza había lágrimas en sus ojos.
—¡Tocad! —gritó el propietario a los músicos a la vez que hacía chasquear el látigo.
Empezaron a tocar y la chica de nuevo danzaba. La miré y luego paseé la vista por el local, mirando a todos aquellos rostros a la luz de las linternas. Todas aquellas caras me recordaban el rostro de algún animal. Y yo, quienquiera que fuera o hubiera sido, era partícipe de aquella orgía. Me uní a sus risas.
—Más Paga —volví a pedir a gritos.
Mientras miraba los movimientos del cuerpo de la esclava, cuyas joyas brillaban a la luz de las linternas, en mi interior fue naciendo una gran furia. La danzarina abandonó la arena y ahora se contoneaba sinuosa por entre las mesas. Juré que jamás volvería a perder a otra mujer. La mujer, me decía, es esclava por naturaleza.
Y ahora, aquella esclava bailaba ante mi mesa.
—Amo —susurró.
Nuestros ojos se encontraron. Ella lucía el collar de esclava, pero yo era libre. Su atuendo no era más que un adorno, pero de mi cintura pendía una espada. Al instante que nuestras miradas se cruzaron comprendí que aquella mujer, de haber tenido la ocasión, hubiera hecho de los hombres esclavos. Pero en el mismo instante ella comprendió por una mirada que los hombres son más fuertes, son los que poseen el poder y que ella nunca sería otra cosa que una esclava.
—¡Lárgate! —ordené apartando el deseo de mí.
Se alejó dirigiéndose a otra mesa, enojada y asustada a la vez.
Mis ojos la siguieron.
—Eso es la mujer —me dije, y mientras estudiaba sus movimientos, veía el reflejo de sus pequeñas joyas a la luz de las linternas y escuchaba el tintineo de las mismas.
Era dolorosamente deseable, pero todo aquel oropel no era realmente suyo sino de su amo, quien momentos antes la había castigado con el látigo, pues no era otra cosa que un desecho humano que como todo lo que nos rodeaba pertenecía a un hombre. Reí. Tenía que admitir que los hombres de Puerto Kar sabían tratar a las mujeres. Es más, sabían guardar a sus mujeres. Hacían de ellas esclavas, solamente esclavas. De todos modos, ¿para qué otra cosa servían? Había amado a dos mujeres y las había perdido. De nuevo me juré que jamás volvería a perder a otra mujer.
Me levanté, inseguro debido a la borrachera, y aparté la mesa de un manotazo. No recuerdo con claridad lo que ocurrió el resto de aquella noche, pero algunos momentos de la misma han quedado grabados en mi mente. Lo que mejor recuerdo es que me sentía muy borracho, que estaba furioso, desdichado y lleno de odio hacia el resto de la humanidad.
—Soy de Puerto Kar —grité, lanzando una moneda de plata de las que habíamos encontrado en los barcos, y me apoderé de una gran botella de Paga al salir de la taberna para encaminarme, por la estrecha acera que bordea los canales, hacia el alojamiento donde esperaban mis hombres, Thurnock y Clitus, y las esclavas.
—¡Paga! ¡Paga! ¡Traigo Paga! —había gritado mientras golpeaba la puerta del alojamiento.
Thurnock franqueó la entrada.
—¡Paga! —exclamó al ver la enorme botella.
Mídice me miró alarmada desde el rincón en que, arrodillada, pulía el bronce que adornaba mi escudo. Aún rodeaban su garganta los cinco círculos de fibra que proclamaban su esclavitud, pero lucía una túnica de seda más corta que la que llevara cuando bailó ante mí cuando estaba atado al poste.
—¡Excelente, mi capitán! —exclamó Clitus, que estaba reforzando los nudos de una red. Hizo una mueca al ver el tamaño de la botella—. Bien me vendrá un trago de Paga —añadió.
Había comprado la red y un tridente aquella misma mañana. Eran las herramientas tradicionales del pescador de la costa oeste y de sus islas. También de rodillas y muy próxima a él estaba la pequeña Ula, que le proporcionaba cuerdas y fibra. Como Mídice, lucía una reducida túnica de seda y el improvisado collar de esclava.
Thura, la rubia de ojos grises se encontraba junto a un montón de virutas de madera, puesto que Thurnock había conseguido hallar un gran pedazo de madera de Ka-la-na y estaba haciéndose uno de los arcos grandes. Sabía que también había encontrado algunos pedazos de cuerno de bosko, cuero, esparto y seda, y estaba seguro que en dos o tres días tendría en su poder el arco. Había pedido a un herrero que le hiciera algunas púas, y Thura, bajo sus órdenes, había cazado un vosk con su bastoncillo, de manera que las flechas fueran debidamente equipadas con las necesarias plumas. Había pasado toda la tarde y parte de la velada mirándole confeccionar el arco.
—Saludos, capitán de mi amo —dijo al entrar yo en el aposento, y luego bajó la cabeza. También llevaba el collar alrededor del cuello y una túnica de seda. Observé que Thurnock había puesto una flor en su cabello. Arrodillada ante él levantó los ojos para mirarle y él sacudió su cabeza suavemente, dejando algunas virutas enredadas en el cabello. Ella bajó los ojos riendo.
—¿Dónde está la esclava de la olla? —pregunté.
—Aquí, amo —respondió Telima, entrando en la habitación y dejándose caer de rodillas ante mí. El tono de su voz era desagradable.
Alrededor de su cuello también se veían las cinco vueltas de fibra que demostraban que era una esclava, pero ella no lucía una túnica de seda puesto que no era más que la esclava de la olla. Su túnica era de reps y ya estaba tiznada de grasa y salpicaduras de la cocina. No había peinado su cabello y tenía las rodillas y la cara sucia. Su rostro, enrojecido debido al calor del fuego en la cocina además de manchado, mostraba señales de cansancio. Había ampollas y quemaduras en sus manos. Sentí gran satisfacción al ver a mi antigua ama tan humillantemente marcada.
—¿Amo? —preguntó.
—Prepara una fiesta, esclava de olla —ordené.
—Sí, amo.
—Thurnock, ata a las esclavas —ordené.
—Sí, mi capitán —retumbó su voz en la habitación.
Mídice, con timidez, se puso en pie. Tenía una mano sobre los labios.
—¿Qué harás con nosotras? —preguntó.
—Vamos a llevaros para que os marquen y os pongan un collar.
Las tres chicas se miraron aterradas.
Thurnock ya estaba formando la reata, atando la muñeca derecha de cada una de las chicas. Antes de salir de la casa abrimos la botella de Paga y los tres hombres vaciamos nuestras copas llenas de aquel ardiente licor. Luego obligamos a las chicas a beber, lo que las hizo toser, ahogarse y escupir. Aún recuerdo a Mídice de pie con su túnica, la correa alrededor de su muñeca, tosiendo, con los labios húmedos de Paga y temblando de miedo mientras me miraba.
—Luego regresaremos y tendremos una fiesta.
Thurnock, Clitus y yo vaciamos otra copa y, a continuación, guiando a Mídice, la primera de la reata, tropecé con la puerta antes de bajar las escaleras en busca de un herrero. Hay vacíos en mi memoria, pero recuerdo que encontramos un herrero que las marcó y a quien también compramos collares. En el de Ula grabó “Soy propiedad de Clitus”, mientras que Thurnock pidió que grabaran “Thura, esclava de Thurnock”. Yo pedí dos collares, uno para Mídice y otro para Telima. En los dos hice grabar “Pertenezco a Bosko”.
Recuerdo que marcaron el muslo de Mídice mientras me daba la espalda y yo colocaba el collar alrededor de su garganta. Sujetándola la besé en el cuello. Giró el rostro. En sus ojos había lágrimas y sus dedos acariciaban el brillante acero. Acababan de marcarla y obviamente el muslo aún ardía debido al contacto con el ardiente hierro. Sabía que era esclava y que como un animal llevaba la marca de su amo y el elegante collar símbolo de la esclavitud.
Había lágrimas en sus ojos cuando extendió los brazos hacia mí. La tomé en los brazos y girando regresé a nuestro aposento. Thurnock me seguía con Thura en los brazos, y tras él marchaba Clitus con Ula llorando entre los suyos. Mídice descansó su cabeza sobre mi hombro izquierdo y pronto sentí la humedad de sus lágrimas calar mi túnica.
—Mídice, parece ser que te he vencido.
—Sí, me has ganado. Soy tu esclava —respondió.
Eché la cabeza hacia atrás y reí. Me había humillado cuando estaba atado al poste, pero ahora era mi esclava. Seguía llorando sobre mi hombro.
Aquella noche, con las chicas en nuestros brazos, bebimos muchas copas de Paga.
Clitus, después de volver a nuestro aposento, había salido regresando con cuatro músicos. Estaban cansados, pero habían accedido a tocar para nosotros hasta la madrugada debido al brillo de dos monedas de plata. No tardaron en estar completamente borrachos, lo que no contribuyó a mejorar sus interpretaciones pero sí a animar la fiesta. Clitus también había traído dos botellas de vino de Ka-la-na, una angula, queso del Verr y un saco de aceitunas rojas de Tyros.
Le recibimos con grandes gritos de alborozo.
Telima nos había preparado un tark asado relleno de pimientos de Toc. También había grandes cantidades de pan amarillo de Sa-Tarna.
Nos servía la esclava de la olla. Llenaba las copas de los hombres con Paga y las de las mujeres con vino de Ka-la-na, cortaba el pan y el queso y repartía tiras de angula y trozos de tark. Atendía a todos, incluso a los músicos, sin descanso puesto que no cesábamos de pedir esto o aquello. También las mujeres solicitaban su servicio, ya que siendo tan sólo esclava de la olla todas eran superiores a ella. Es más, creo que su belleza y arrogancia en las islas no habían sido muy populares y ahora se complacían humillándola.
Estaba sentado ante la mesa con las piernas cruzadas y un brazo alrededor de los hombros de Mídice, quien de rodillas descansaba su cuerpo contra el mío.
En un momento, cuando Telima nos servía, la cogí por la muñeca. Me miró.
—¿Cómo es que una esclava de la olla tiene un brazalete de oro en su poder?
Mídice levantó la cabeza y me besó en el cuello.
—Dale a Mídice el brazalete —dijo con dulzura.
En los ojos de Telima asomaron las lágrimas.
—Quizá más tarde, si me complaces.
—Te complaceré, amo —afirmó besándome. Luego, mirando con desdén a Telima, ordenó—: Esclava, dame más vino.
Y mientras Mídice me besaba sujetando mi rostro entre sus manos, Telima, con lágrimas en los ojos, llenó su copa.