Read Los conquistadores de Gor Online
Authors: John Norman
Había escuchado el canto de aquel pequeño pez a la luz de la luna apoyado sobre la barandilla de la galera. Parecían unos pececillos tan pequeños e inocentes.
—Las lunas están llenas —me dijo Tab.
—Sí —respondí—; leva anclas.
En silencio, los remos escasamente rozando la superficie del agua, dejamos a nuestras espaldas la isla de Cos bañada por la luz de las lunas.
Mientras realicé los cinco viajes mis otros seis barcos cumplieron misiones comerciales similares a los cuatro primeros. Rara vez regresaba sin enterarme por Luma que durante mi ausencia mi fortuna se había incrementado. En los últimos dos meses había estado muy ocupado en asuntos comerciales y organizando o planeando viajes para las otras naves. Tenía la esperanza de regresar pronto a Thassa, pues, como ya he dicho antes, es un lugar que no es posible olvidar.
Había realizado una innovación en las prácticas comunes en Puerto Kar. Los remeros de mis cuatro barcos redondos eran hombres libres en lugar de esclavos, como es tradicional en aquella ciudad. Los barcos de guerra, los barcos con ariete, que yo sepa nunca han sido remados por esclavos en ninguna parte de Gor. Los remeros de las galeras a quienes consideré merecedores de libertad, obtuvieron su independencia; pero la mayoría prefirieron continuar a mi servicio como hombres libres. Aquellos que por una u otra razón no deseaba liberar, los vendí a otros capitanes o los cambié por otros esclavos que me parecieron aptos para liberar, siendo varios los que insistieron en quedar bajo mis órdenes. No me resultó difícil llenar los huecos que quedaban en los bancos de los remeros. Por lo general, compraba un esclavo fuerte en el mercado del muelle e inmediatamente lo liberaba, y en ninguna ocasión dejó aquel hombre de seguirme hasta mi casa para pedirme que le tomara a mi servicio. No sólo eran más eficientes los hombres libres en el manejo del remo, sino que cuando se presentaba la oportunidad se mostraban entusiastas en aprender el uso de las armas, de manera que alquilé un maestro para que los adiestrara. De este modo los barcos redondos de Bosko, el capitán de los pantanos, con su tripulación de hombres libres se convirtieron en formidables y peligrosas naves por derecho propio. Los mercaderes de Puerto Kar empezaron a rogarme que transportara sus mercancías en mis barcos. No obstante prefería comprar y vender mis propias mercancías. Algunos otros capitanes empezaron a imitarme en el uso de tripulación libre.
Volví a concentrar mi atención en el Consejo de los Capitanes.
Se debatía una nueva moción. Se trataba de conseguir una nueva reserva de bosques en la zona norte de la ciudad con el fin de disponer de mayor cantidad de madera en el arsenal. Puerto Kar ya disponía de varias reservas forestales al norte. Para establecer tales reservas existe una ceremonia en la que se proclama el disfrute de dicha propiedad al son de trompetas. Las reservas están limitadas por estacas y fosos con el fin de mantener alejados del lugar al ganado y a los taladores furtivos. Hay guardas que vigilan posibles talas ilegales, así como el pastoreo clandestino. También hay inspectores que examinan los árboles cada año. Los guardas son responsables de mejorar la calidad de la madera, de plantar nuevos árboles después de la tala, de la poda y del mantenimiento de los fosos. También han de cuidar de curvar algunos árboles jóvenes destinados a ser la proa de futuras naves. Puerto Kar también tiene derecho a reclamar algunos árboles fuera de las reservas por razones especiales y en los cuales imprime el sello del arsenal. Su localización está registrada en un libro a disposición del Consejo de los Capitanes. Las reservas se encuentran, por lo general, próximas a los ríos para facilitar el traslado de los troncos al mar. La ciudad también compra árboles a la Gente de los Bosques que los talan en invierno para acarrearlos sobre una especie de trineo hasta la costa. Si un año las nevadas son escasas, el precio de la madera aumenta puesto que Puerto Kar y algunas otras ciudades dependen, casi exclusivamente, de la madera de las zonas nórdicas.
La moción fue aceptada. Me abstuve en la votación ya que no estaba plenamente convencido de la necesidad de tal reserva.
¿Qué razón podían tener Cos y Tyros para atacar a Puerto Kar en la actualidad? No podía ser más que un rumor, un rumor sin fundamento. Aquel constante volver al tema me enojaba. Intenté apartarlo definitivamente de mi pensamiento.
Ahora me encontraba en situación de comprar otros dos barcos. Serían redondos y de quilla profunda, lo que significaba inmensas bodegas, y altas y amplias velas. En cierto modo ya había escogido la tripulación, e incluso había planeado viajes para aquellos dos nuevos barcos a Ianda y Torvaldsland. Cada barco iría escoltado por una galera de tamaño medio. Estaba seguro de que aquellos dos barcos podrían proporcionarme grandes riquezas.
Un chico se colocó junto a mi silla para entregarme una nota. La acepté. El muchacho tenía el cabello largo y vestía una túnica de seda de color rojo y amarillo. Era uno de los pajes del consejo.
La nota estaba sellada con un círculo de cera pero carecía de sello.
La abrí.
El mensaje era sencillo. Había sido escrito en letras de molde y decía:
Deseo hablar contigo
. Había sido firmado, también en letras de molde:
Samos
.
Cerré el puño arrugando la nota.
—¿Quién te dio esta nota? —pregunté al muchacho.
—Un hombre a quien no conozco —respondió.
Lysias me miraba con aire de curiosidad.
No podía estar seguro de que el mensaje realmente procediera de Samos. Si tal era el caso, se había enterado de que Tarl Cabot estaba en Puerto Kar. ¿Cómo podía haberse enterado? ¿Cómo pudo conectar a Bosko, el mercader y pendenciero, con aquel guerrero de la ciudad de Ko-ro-ba?
Sin duda deseaba que acudiera a su presencia para recordarme mi obligación para con los Reyes Sacerdotes. Pero ya no les servía, ahora sólo servía a Bosko, el de los Pantanos.
Estaba enojado. No haría caso del mensaje.
En aquel preciso instante un hombre penetró en el salón del consejo. Sus ojos estaban a punto de salir de las órbitas.
Era Henrak, aquel que llevara la bufanda blanca y que había traicionado a los cultivadores de rence.
—¡El arsenal! ¡El arsenal está ardiendo! —gritaba.
Los capitanes, gritando, abandonaron sus asientos. Muchas de las grandes sillas curiales rodaron escaños abajo. El escriba sentado a la mesa ante los tronos se había levantado y vociferaba gesticulando. Ahora muchos papeles y documentos yacían sobre el suelo. Todos corrían hacia la gran puerta doble que daba a la gran sala que conducía a la plaza con su bello suelo de mosaicos. Los pajes con sus túnicas rojas y amarillas corrían de un rincón a otro del salón. Con todas aquellas correrías, aquel ir y venir sin rumbo, habían vertido la tinta sobre la gran mesa ante los tronos.
Fue entonces cuando me di cuenta que Lysias, el capitán con el airón de cerdas de eslín, aún permanecía en su sitio. También vi que el escriba que generalmente ocupaba el asiento junto al quinto trono, el de Henrius Sevarius, había desaparecido. A través de la gran puerta doble, que ahora estaba abierta de par en par, llegaban al salón los gritos de alarma y el entrechocar de las armas.
Por fin, Lysias se levantó y colocándose el casco sobre el cabello atado con aquella cinta roja, desenvainó la espada. También yo desenvainé la mía.
Pero Lysias, con el arma lista, retrocedió unos pasos y luego girando huyó por una puerta lateral.
Mi vista recorrió el salón. En una de las esquinas había un pequeño fuego, debido a que con las prisas por abandonar el salón una de las lámparas con vela había sido derribada. Muchas eran las sillas volcadas y algunos muebles incluso rotos. El suelo estaba cubierto de papeles y documentos. El escriba que ocupaba la mesa central ante los tronos parecía totalmente desconcertado. Otros escribas acudieron a su lado mirándose unos a otros sin saber qué habían de hacer. Los pajes, ahora, se hallaban reunidos en otro de los rincones.
En aquel momento, uno de los capitanes penetró tambaleándose, sangrando y con el extremo de una saeta de ballesta sobresaliendo del emblema bordado sobre el pecho de su túnica de terciopelo. Se apoyó sobre el brazo de uno de los sillones curiales, pero por fin cayó. Tras él entraron grupos de cuatro o cinco capitanes gimiendo, sangrando, algunos de ellos aún blandiendo sus armas.
Avancé hasta colocarme ante los tronos vacíos y señalé el lugar donde la lámpara volcada había iniciado el fuego.
—¡Apagadlo! —ordené a los atemorizados pajes mientras envainaba mi espada.
Se apresuraron a obedecerme.
—Reunid y proteged los Libros del Consejo —ordené al escriba que estaba ante la gran mesa.
—Sí, capitán —dijo apresurándose a cumplir mi orden.
Entonces, tirando papeles y tinta por los suelos, levanté aquella enorme mesa sobre mi cabeza.
Hubo gritos de asombro.
Me giré, y paso a paso sosteniendo aquella gran mesa, avancé hacia la puerta. Varios capitanes, de espaldas al salón, luchaban retrocediendo. Por encima de sus cabezas lancé la mesa. Los hombres que con casco, escudo y espadas hacían retroceder a los capitanes lanzaron gritos de horror al ser atrapados por la gran mole. Vi ojos desorbitados a través de las ranuras de los cascos.
—¡Traed sillas curiales! —ordené a los capitanes.
Aunque muchos de ellos estaban heridos y todos apenas podían sostenerse, se apresuraron a traer las sillas y amontonarlas a la entrada del salón.
Los ballesteros ahora lanzaban sus saetas, que se clavaban en los respaldos y costados haciendo saltar astillas de ellas.
—¡Más mesas! —grité.
Capitanes, escribas e incluso pajes traían mesas que añadíamos a la barricada.
Algunos de los hombres al otro lado de la barricada intentaron escalarla, pero en la cima encontraron a Bosko con la espada de acero Korobano empuñada.
Cuatro fueron los hombres que cayeron de espaldas sobre sus compañeros.
Ahora eran muchas las flechas de ballesta que pasaban cerca de mi cabeza. Lancé una carcajada y de un salto caí de nuevo en el salón. Los atacantes habían cesado de intentar escalar la barricada.
—¿Seréis capaces de defender esta entrada? —pregunté a los capitanes, escribas y pajes.
—Lo haremos —respondieron a una.
Señalé la puerta lateral por la que Lysias, y suponía que el escriba de Henrius Sevarius también, había escapado.
—Asegurad aquella puerta —dije a cuatro capitanes.
Inmediatamente se dirigieron a ella llamando a escribas y pajes para que ayudaran.
Con dos capitanes me dirigí a un rincón donde por una escalera de caracol se ascendía hasta el tejado. No tardamos en alcanzarlo. Protegidos por parapetos decorativos divisamos, iluminado por los últimos rayos del sol, el humo de los muelles y del arsenal al oeste de la ciudad.
—No hay barcos de Cos ni de Tyros en el puerto —dijo uno de los capitanes que estaba junto a mí.
Ya me había apercibido de este hecho.
—¿Aquéllos son los muelles de Chung y de Eteocles? —pregunté.
—Sí —respondió.
—¿Y ésos deben ser los de Nigel y Sullius Maximus? —pregunté señalando algo más al sur.
Podíamos ver los barcos ardiendo.
—Sí —respondió otro capitán.
—Deben estar luchando allí —dijo el primer capitán.
—En todos los muelles, por supuesto —dijo el segundo.
—Al parecer el único muelle no dañado es el de Henrius Sevarius, el patrón de Lysias —comenté.
—Así parece —confirmó el primer capitán a través de dientes apretados.
En la calle sonaban trompetas acompañadas por gritos de hombres.
Vimos estandartes con el diseño de la casa de los Sevarius. Estaban intentando sacar hombres a la calle para apoyar su pretensión.
—Henrius Sevarius, Ubar de Puerto Kar —gritaban.
—Sevarius trata de proclamarse Ubar —dijo el primer capitán.
—O Claudius, el Regente —comentó el segundo.
A nosotros se unió otro de los capitanes.
—Ahora todo está tranquilo abajo —informó.
—Mirad —dije, señalando a algunos de los canales entre los edificios.
Algunos barcos avanzaban con lentitud hacia el salón del consejo.
—Y allá —dijo uno de los capitanes.
En las calles, pegados a los muros de las casas, algunos hombres con ballestas al hombro intentaban escapar. A ellos se unía algún que otro armero.
—Parece ser que Henrius Sevarius no es aún Ubar de la ciudad —dijo uno de los que estaban a mi lado.
Al borde de la plaza, en uno de los canales que la limitaban, podíamos ver una nave de segunda clase con ariete intentando amarrar en uno de los embarcaderos. El mástil estaba sobre el puente e indudablemente las velas habían sido bajadas a la bodega. Éstas son las condiciones impuestas cuando las galeras navegan los canales atravesando la ciudad, pero también lo son para entrar en batalla. En el castillo de proa ondeaba una bandera blanca con rayas verticales verdes sobre las que resaltaba la negra cabeza de un bosko. Pude ver cómo el gran Thurnock, con su arco amarillo, y Clitus, con su red y tridente, saltaban a la plaza y se dirigían corriendo hacia él edificio del Consejo de los Capitanes. A ellos se unió Tab con sus hombres.
—¿Podéis calcular los daños causados en el arsenal? —pregunté.
—Al parecer se trata del almacén de madera y los astilleros —respondió uno de ellos.
—Creo que también han incendiado los almacenes y el de los remos —añadió otro.
—Sí, es muy posible —dijo el primero.
—Afortunadamente no sopla el viento —comentó un tercero.
Esto me complacía, puesto que confiaba que los hombres del arsenal, si se les presentaba la ocasión, conseguirían controlar el fuego. Siempre se ha considerado el fuego como un gran peligro en el arsenal y consecuentemente la mayoría de sus edificios y almacenes están construidos en piedra con tejados de pizarra o chapa. Los edificios de madera, como cobertizos o tinglados tienden a estar separados entre sí. Dentro del arsenal hay muchos pilones junto a los que pueden verse grandes cajas pintadas en rojo en cuyo interior se guardan varios cubos de cuero plegado destinados a acarrear agua para sofocar incendios. También hay pilones que semejan estanques que pueden conectar con el sistema de canales del arsenal con dos entradas en el Golfo de Tamber y otras que se unen al sistema de canalización de la ciudad. Cada uno de estos puntos de conexión está protegido por grandes puertas con barras de hierro. Estos grandes pilones son de dos tipos: unos sin cubrir, que se usan para almacenar el agua que desciende subterráneamente desde los bosques de Tur; y los otros, protegidos por una techumbre, son los utilizados en los trabajos de carpintería para los barcos, así como reparaciones que no es preciso realizar en los muelles secos.