Read Los conquistadores de Gor Online
Authors: John Norman
—¿Qué ocurriría si la oferta de paz fuera aceptada? —pregunté a Samos.
Los capitanes me miraban incrédulos. Algunos incluso rieron. No obstante, enseguida las miradas se centraron en Samos.
—No creo que tal cosa ocurra —respondió sonriendo.
Varios capitanes volvieron a reír.
—Pero, ¿y si ocurriera? —insistí.
Samos frunció el entrecejo y sus ojos grises, carentes de toda expresión, se clavaron en los míos. No era posible leer lo que encerraba su corazón. Sonrió y extendió las manos.
—Si tal fuera el caso, llegaríamos a un acuerdo.
—¿Y lo mantendríamos? —insistí—. ¿Habría verdaderamente paz entre Puerto Kar y las islas de Cos y Tyros?
—Eso siempre quedaría por ver en una futura reunión del consejo.
Nuevas risotadas recorrieron el salón.
—El momento es oportuno —continuó diciendo Samos—, puesto que el consejo acaba de asumir el poder. Por otro lado, he sido informado por mis espías de que el Ubar de Tyros visitará Cos la próxima semana.
Los capitanes murmuraron entre sí con enojo. Nada bueno presagiaba para Puerto Kar tal viaje. Ahora más que nunca parecía posible o probable que los Ubares de las dos islas estuvieran conspirando contra nosotros. ¿Para qué, si no, iban a encontrarse? Normalmente se odiaban tanto entre sí como odiaban a Puerto Kar.
—De ser así, es que tienen intención de enviar sus flotas contra nosotros —dijo uno de los capitanes.
—¿Quizás los miembros de una misión de paz puedan saber mucho más de la situación? —interrogó Samos.
Hubo murmullos de aprobación por parte de los capitanes.
—¿Qué dicen tales espías, que al parecer se hallan tan bien informados? ¿Es seguro que si saben el itinerario del Ubar de Tyros, será difícil ocultarles el hecho de una concentración de las dos flotas? —pregunté.
La mano de Samos instintivamente asió el puño de la espada, pero luego la cerró y, sin precipitación, la colocó sobre el brazo de su silla.
—Para ser nuevo en el Consejo de los Capitanes, eres rápido con la palabra.
—Al parecer mucho más rápido que tú en contestar, noble Samos.
Me preguntaba qué interés podía tener Samos en Cos y Tyros.
—Las flotas de las islas aún no se han unido —repuso, arrastrando las palabras.
Me daba cuenta de que no deseaba continuar hablando de aquel tema. Respiré profundamente. Varios miembros del consejo me miraban asombrados.
—No, aún no se han unido —insistió Samos negando con la cabeza.
Si lo sabía, ¿por qué no lo dijo antes?
—Y ahora, ¿piensa Samos proponer que retiremos nuestras patrullas del Mar de Thassa?
Me miró y su mirada era fría y dura como el acero de Gor.
—No, no pienso proponer tal cosa.
—¡Excelente! —exclamé.
Los capitanes se miraban unos a otros.
—Haya paz en el consejo —dijo el escriba sentado ante la larga mesa frente a los cinco tronos vacíos.
—Tengo menos interés en la piratería que cualquiera de mis colegas, puesto que mis negocios se basan exclusivamente en el comercio. Por lo tanto, la paz con Cos y Tyros sería muy de agradecer por mi parte. También me parece razonable que estos dos poderes estén fatigados de tantas luchas, tal y como Samos ha confesado estar. La paz me abriría los puertos de Cos y Tyros, así como los de sus aliados, al igual que a todos vosotros. La paz, capitanes, podría ser un gran beneficio para todos. —Miré fijamente a Samos—. Si hemos de hacer una oferta de paz a Cos y Tyros, espero que ésta sea sincera.
Me miró de manera extraña.
—La oferta será sincera.
Los capitanes continuaban murmurando entre sí. La respuesta de Samos me desconcertaba.
—Bosko habla bien sobre las ventajas de la paz. Consideremos sus palabras con cuidado y en forma favorable. Creo que pocos de los que estamos aquí no nos sentimos más atraídos por el oro que por la guerra.
Muchos acogieron estas palabras con grandes risotadas.
—Si llegáramos a un acuerdo de paz, ¿quién de vosotros rompería el acuerdo? —preguntó en son de reto.
Miró uno a uno a todos los hombres allí reunidos. Para sorpresa mía, ninguno de ellos se negó a mantener las condiciones si la paz llegaba a firmarse. Me pareció tan sencillo el que por vez primera existiera una posibilidad de paz entre las tres grandes potencias de Thassa. Empezaba a creer las palabras de Samos. Me sorprendía, pero la actitud de aquellos hombres me hacía presentir que de llegarse a un acuerdo, Puerto Kar mantendría su palabra. ¡Habían luchado durante tantos años! Ahora nadie reía. Me sentí anonadado: no sabía cómo interpretar a Samos. Era un hombre extraño. Era como un larl hecho hombre. No conseguía entenderlo.
—No obstante, creo que la oferta de paz será rechazada —insistió Samos—. Necesitaremos un portador de nuestra oferta de paz a Cos, donde es posible que halle reunidos a los dos Ubares.
Ahora no prestaba atención a sus palabras.
—Ha de ser un capitán miembro del consejo, para que la autenticidad de la oferta sea manifiesta.
Estaba de acuerdo con esta sugerencia.
—Además, ha de ser alguien que ha demostrado ser capaz de actuar con rapidez y que haya servido con lealtad al consejo.
Arañaba con una uña la cera, rompiendo los pedazos de la nota que me habían enviado y que a la luz de la vela había quemado. Ahora la cera era amarilla y se había endurecido. Había amanecido y estaba cansado. El salón estaba inundado de luz grisácea.
—Y —continuaba diciendo Samos—, ha de ser alguien que no tenga miedo de hablar, alguien digno de representar al consejo.
Me pregunté si acaso estaba cansado, puesto que en realidad no estaba diciendo nada nuevo.
—Sería preferible que no fuese demasiado conocido en Cos y Tyros, uno que no se hubiera enfrentado a ellos, que no le consideraran como a un enemigo.
De pronto olvidé mi cansancio. Estaba plenamente despierto, en tensión, alerta. Sonreí. Samos no era un estúpido. Era el decano de los capitanes del consejo. Me había marcado y quería acabar conmigo.
—Ese hombre sólo puede ser Bosko... Aquel que llegó desde el pantano. Sea él quien lleve nuestro mensaje de paz a Cos y Tyros. ¡Que sea Bosko el hombre elegido!
Nadie habló.
Aquel silencio me complacía. No había comprendido hasta aquel instante el aprecio que los capitanes sentían por mí.
Habló Antisthenes:
—Creo que no debe ser uno de nuestros capitanes, puesto que sería sentenciarlo al banco de los esclavos.
Hubo un murmullo de aprobación.
—Es más, recomendaría enviar a uno que no ostente las insignias de Puerto Kar. Hay mercaderes de otras ciudades, viajeros y capitanes que todos conocemos, que por una gratificación se prestarían a hacernos tal servicio.
—¡Que así sea! —exclamaron varias voces. Todos me miraban. Sonreí.
—Por supuesto, es un gran honor que el noble Samos haya pensado en mí, siendo como soy el menos indicado de todos, para llevar el mensaje de paz de Puerto Kar a sus eternos enemigos.
Los capitanes cambiaron miradas sonriendo.
—¿Rehusas hacerte cargo de tal misión? —preguntó Samos.
—Me parece que el honor de una misión de tal peso debe recaer en alguien más digno que yo; es más, creo que debe recaer en el más augusto de todos nosotros, aquel que está en posición de negociar la paz en iguales condiciones de los Ubares de Cos y Tyros.
—¿Tienes acaso alguien en mente? —preguntó el escriba sentado ante la mesa larga.
—Samos —respondí.
Muchos de los capitanes dejaron escapar carcajadas.
—Agradezco tu nominación, pero no me parece bien que en estos difíciles momentos deba el decano de los capitanes del consejo abandonar la ciudad para buscar una paz, cuando en ella existe una posible amenaza de guerra.
—Tiene razón —dijo Bejar.
—¿Así pues, rehusas hacerte cargo de tal misión? —pregunté a Samos.
—Sí, rehuso —respondió.
—No enviemos a un capitán. Enviemos a uno de Ar o de Thentis que pueda hablar por nosotros —dijo Antisthenes.
—Antisthenes es juicioso —dije—, y comprendo los riesgos que tal misión encierra; pero muchas de las palabras de Samos me parecieron sensatas y sinceras, y muy en especial el hecho que sea un capitán el portador de la oferta, pues de otro modo, ¿cómo sería posible probar la sinceridad de nuestra oferta, no sólo a Cos y a Tyros, sino también a sus aliados y a todos los puertos y ciudades en las islas y costas de Thassa y del interior?
—¿Pero quién de nosotros irá? —preguntó Bejar.
Nuevas carcajadas, luego silencio.
—Yo, Bosko, podría ir —respondí.
Los capitanes cambiaron miradas.
—¿Pero no rechazaste la misión? —preguntó Samos.
—No —contesté sonriendo—. Me limité a sugerir que alguien más digno que yo la llevase a cabo.
—No vayas —dijo Antisthenes.
—¿Cuál será tu precio? —preguntó Samos.
—Una galera. Un barco con ariete. Un barco pesado.
Yo no disponía de un barco como el que pedía.
—Tuyo será.
—... Si consigues regresar para reclamarlo —musitó uno de los capitanes.
—No vayas —repitió Antisthenes.
—Tendrá, por supuesto, la inmunidad del heraldo —añadió Samos.
Todos los capitanes callaron. Sonreí.
—No vayas, Bosko —insistió Antisthenes.
Ya había forjado un plan. De no tenerlo, no me habría presentado voluntario para tal misión. La posibilidad de paz en Thassa me atraía, puesto que era mercader. Si Cos y Tyros llegaban a aceptarla y se mantenía, mi fortuna podría aumentar considerablemente. Ambos eran importantes mercados, sin mencionar a sus aliados y los puertos y ciudades afiliadas o favorecidas. Además, si fracasaba habría conseguido un barco con ariete, la más codiciada arma naval en el luminoso Thassa. Era lógico que hubiera riesgos, pero ya contaba con ellos. No pensaba ir sin tomar precauciones.
—Exijo una escolta de cinco barcos con ariete de clase media o pesada, que serán capitaneados y tripulados por hombres escogidos por mí.
—¿Dichos barcos serán devueltos al arsenal una vez hayas cumplido la misión? —preguntó Samos.
—¡Por supuesto!
—Los tendrás.
Nos miramos. Me preguntaba si creía que podía deshacerse de mí con tanta facilidad. Sí, estaba seguro que así lo creía. Sonreí.
—No vayas, Bosko —volvió a decir Antisthenes.
Me levanté.
—Antisthenes, capitán, agradezco tu interés —dije agitando la cabeza y estirando mis entumecidos miembros. Luego me giré hacia los capitanes en los estrados—. Continuad sin mí. Regreso a mi casa. La noche ha sido larga y he perdido muchas horas de sueño.
Recogí la capa y el casco, en el que ahora había el airón de cerdas de eslín, y abandoné el salón.
Al salir del edificio me uní a Thurnock, Clitus y muchos de mis hombres.
Dos días después me encontraba ocupado en equipar mis barcos y los del arsenal para partir en la misión de paz. Recorría, con frecuencia, las calles de la ciudad en compañía de Thurnock, Clitus y un grupo de mis hombres. Se había decretado que hasta la creación de la guardia del consejo los capitanes y sus hombres asumieran la responsabilidad de vigilar la ciudad.
Antes de concluir la asamblea especial aquella misma noche del golpe fallido, los esclavos, bajo las órdenes de los hombres del arsenal, ya estaban levantando murallas alrededor de las propiedades de Henrius Sevarius y sus muelles eran bloqueados.
En esta noche de las tres lunas de Gor, Thurnock, Clitus, mis hombres y yo vigilábamos el llamado palacio de Henrius Sevarius. En la base del muro, que se extendía unos dieciocho metros, había una plaza de mosaicos que súbitamente descendía hasta un canal de aproximadamente dos metros de ancho que daba acceso a la ciudad y al mar. De pronto, vimos cinco hombres que salían de una pequeña puerta de hierro llevando algo oculto en un gran saco. Con sigilo y sin apresurarse casi alcanzaron el borde del canal.
—¡Alto, hombres de Henrius Sevarius! ¡Alto, traidores! —grité.
—Daos prisa —ordenó uno de aquellos hombres.
Reconocí su voz y silueta. Era Lysias, el amigo del regente Claudius y protegido del Ubar Henrius Sevarius. Vi cómo otro de los hombres miraba alarmado por encima del hombro. Era Henrak, el que traicionara a los cultivadores de rence.
—¡Corred! —grité a mis hombres.
Seguido por Thurnock, Clitus y mis hombres salté el muro y corrí hacia el canal, Lysias y los otros estaban ansiosos por deshacerse del saco. Thurnock se detuvo para tensar el gran arco. Uno de los hombres cayó rodando sobre la plaza de mosaicos, rompiendo la flecha en la caída. Los otros, habiendo alcanzado el borde del canal, lanzaron el saco a las oscuras aguas. La saeta de una ballesta pasó por el hueco que había entre Clitus y yo. Ahora los cuatro hombres corrían hacia la pequeña puerta de hierro, pero antes de que la alcanzaran el arco de Thurnock había causado otras dos bajas. Sólo Lysias y Henrak consiguieron alcanzarla. Uno de los cuerpos yacía sobre la plaza a unos trece metros de la puerta, y el otro había caído justo antes de cruzar el umbral.
—¡Un cuchillo! —pedí.
—¡No lo hagas, capitán! —gritó Thurnock.
Podía ver las húmedas fauces de los urts, con aquellos ojos semejantes a cobre, dirigiéndose hacia el saco. Salté al agua con el cuchillo entre los dientes. El saco, al llenarse de agua, empezó a hundirse. Casi había sido cubierto por las negras y frías aguas. Corté el saco y así el atado brazo del cuerpo que había en su interior. Una flecha silbó junto a mi cabeza y oí el agudo gemido de dolor de uno de los urts del canal. Los otros se abalanzaron sobre la víctima, destrozándola en unos segundos. Con el cuchillo entre los dientes tiraba del cuerpo manteniendo la cabeza fuera del agua. También lo habían amordazado y los ojos que rebasaban las negras aguas mostraban claramente su terror. Era un muchacho de unos dieciséis años.
Conseguí llevarlo hasta el borde del canal y uno de mis hombres, tendido sobre el estómago, lo cogió por debajo del brazo. Vi la red de Clitus pasar por mi cabeza y oí el quejido de otro urt. Luego, Clitus clavaba una y otra vez el tridente en las negras y frías aguas. Sentí unas mandíbulas en una de mis piernas. Eran como triples bandas de agujas de acero. Me arrastró bajo la superficie del agua. Clavé mis pulgares en los oídos del urt y tiré con fuerza para apartarle de mi extremidad. Aquella boca trataba de clavar sus dientes en mí de nuevo. Giró la cabeza para atacar la garganta. Lo solté y se abalanzó sobre mí. Golpeé fuertemente la mandíbula y me deslicé tras él atenazándolo por la peluda garganta. Conseguí hacerme con el cuchillo y, medio fuera del agua, medio bajo la superficie, clavé la hoja una docena de veces en su cuerpo.