Los conquistadores de Gor (20 page)

BOOK: Los conquistadores de Gor
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Me parecía que el humo y el fuego disminuían en el área del arsenal. Por las llamas que divisábamos en los muelles de Chung, Eteocles, Nigel y Sullius Maximus supuse que no saldrían muy bien parados.

Supuse que los fuegos en el arsenal habían sido inicialmente una diversión para atraer a los capitanes de Puerto Kar a la emboscada que habían preparado a la salida del edificio del consejo. Era de suponer que Henrius Sevarius no deseaba realmente perjudicar el arsenal ya que de conseguir su objetivo, convertirse en el Ubar de la ciudad, éste representaría un considerable elemento de riqueza para él.

—Voy al arsenal —dije volviéndome a uno de los capitanes—. Haced que los escribas investiguen e informen de la extensión de los daños. Que los capitanes se aseguren de la situación militar de la ciudad y doblad las patrullas hasta un perímetro de cincuenta pasangs.

—Pero Cos y Tyros...

—Doblad las patrullas hasta un perímetro de cincuenta pasangs —repetí.

—Así se hará.

Me dirigí a otro de los hombres.

—El consejo volverá a reunirse esta misma noche —ordené.

—No puede...

—A la hora vigésima —dije en tono autoritario.

—Enviaré pajes con antorchas.

Mis ojos recorrieron la ciudad, el arsenal y los muelles al sur y al oeste iluminados por las llamas.

—Y ordenad la presencia de Chung, Eteocles, Nigel y Sullius Maximus.

—¡A los Ubares! —exclamó el capitán.

—Sí, a los cuatro. Enviad a buscarlos por un solo paje con su antorcha y la guardia correspondiente. Ordenad su presencia en el consejo como capitanes, no como Ubares.

—Pero es que ellos son Ubares —comentó el capitán casi en un susurro. Levanté una mano señalando a los muelles.

—Decidles que si no acuden al consejo, éste dejará de considerarles capitanes.

Los tres capitanes me miraban atónitos.

—Ahora, el único poder en Puerto Kar lo tiene el consejo.

Se miraron entre sí y movieron la cabeza afirmativamente.

—Tenéis razón —dijo uno de ellos.

El poder de los capitanes no había resultado muy mermado, puesto que el ataque destinado a acabar con ellos había fracasado al conseguir muchos de ellos defenderse dentro del edificio del consejo. Otros habían escapado, ya que no se presentaron en la reunión. Los barcos de los capitanes por norma general se amarraban dentro de la ciudad en los lagos próximos a sus hogares. Aquellos que hacían uso de los muelles abiertos no parecían haber sufrido daño alguno ya que, por lo visto, los únicos muelles que habían ardido eran los de los cuatro Ubares.

Mi vista pasó por encima del puerto y las lodosas aguas del Tamber llegando hasta el vasto y brillante mar, mi Thassa.

En todo momento la mayoría de los barcos de Puerto Kar se hallan navegando. Cinco de los míos estaban surcando las aguas de Thassa. Solamente dos se encontraban en la ciudad en espera de cargamento. El regreso de las naves serviría para garantizar el poder de los capitanes, ya que la tripulación podía ser destinada a menesteres al antojo de los capitanes. Tampoco había de olvidar que muchos de los barcos de los Ubares estaban navegando, lo que me sugería que aun cuando los cuatro Ubares, Chung, Eteocles, Nigel y Sullius Maximus, hubieran reducido en una mitad su flota, continuarían disponiendo, entre ellos, de unas ciento cincuenta naves. No obstante, no creía que los Ubares cooperasen entre sí. Es más, si fuera necesario, el Consejo de Capitanes podría, imponiendo su poder, interceptar estos barcos cuando regresaran uno a uno. Hacía tiempo que consideraba que cinco Ubares en Puerto Kar y la anarquía resultante de tanta división de poder era insoportable desde el punto de vista político debido a las incalculables extorsiones, impuestos y decretos pero, sobre todo, porque consideraba que perjudicaba a mis propios intereses. Pretendía acumular fortuna y poder en la ciudad, pero con el desarrollo de mis proyectos no deseaba padecer opresiones debido a no haber ofrecido mis servicios a uno u otro de los Ubares. No tenía intención de resguardarme bajo la protección de cualquiera de aquellos cinco hombres fuertes, ya que prefería ser independiente. Mi deseo era que el consejo consolidara su poder sobre la ciudad, y ahora, debido al fracaso de aquel golpe organizado por Henrius Sevarius, y la merma del poder de los Ubares, el consejo bien podía aprovechar la ocasión. Éste, compuesto por hombres similares a mí, estaría capacitado para proveer una estructura política en la que mis ambiciones y proyectos pudieran prosperar. Nominalmente, bajo su égida podría sentirme libre para aumentar la prosperidad de la Casa de Bosko. Yo, personalmente, saldría en defensa del consejo.

Estaba seguro que muchos hombres que, como yo, deseaban progresar, apoyarían esta idea y también podía contarse con la colaboración de todos aquellos que sólo piensan en un gobierno más saneado y eficiente para la ciudad.

Me giré para mirar a los capitanes.

—Hasta la hora vigésima —dije.

Sintiéndose despedidos abandonaron el tejado del edificio.

Quedé solo mirando las llamas en los muelles. Un hombre como yo podía llegar muy alto en una ciudad como aquélla.

Abandoné el tejado para dirigirme al arsenal y comprobar por mí mismo lo que allí sucedía.

Era la hora decimonovena.

En el salón del Consejo de los Capitanes, resonaban pisadas sobre la madera y el arrastrar de las sillas curiales. Todos los capitanes habían acudido a la reunión, excepto aquellos íntimamente asociados a la Casa de Sevarius. Incluso se decía que los cuatro Ubares estaban a punto de ocupar sus tronos.

El hombre en el potro de tormentos gemía de dolor. Era uno de los que habíamos capturado.

—Éstos son los informes de los daños causados en los muelles de Chung —dijo el escriba entregándome unos documentos.

Sabía que los muelles de Chung continuaban ardiendo y que debido al viento las llamas habían prendido los muelles libres al sur del arsenal, por lo tanto aquellos informes eran incompletos. Miré fijamente al escriba.

—Tan pronto recibamos nuevos informes os los entregaré.

Hice un gesto afirmativo con la cabeza y el hombre se apresuró a abandonar el lugar.

Los fuegos en las propiedades de Eteocles, Nigel y Sullius Maximus estaban casi extinguidos, aunque un almacén de este último, donde se guardaba el aceite de tharlarión, continuaba siendo devorado por las llamas, y toda la ciudad estaba envuelta por su olor y humo. Colegí que Chung había sido el más afectado por los incendios, habiendo perdido acaso hasta treinta de sus barcos. Al parecer los Ubares no habían perdido la mitad de sus posesiones, pero sí gran parte de ellas. Los daños causados al arsenal, que yo mismo había comprobado y cuyos informes los escribas ya me habían entregado, no resultaban ser de demasiada importancia. La zona cubierta donde se almacenaba madera de Ka-la-na había quedado totalmente destrozada y otra zona, también cubierta, sólo destruida parcialmente; un pequeño almacén de resinas, entre muchos otros, había desaparecido, así como dos diques secos; una tienda de remos, próxima al lugar donde éstos se almacenaban, había sido dañada pero el almacén, incomprensiblemente, no había sufrido daño alguno.

Algunos de los que habían iniciado los fuegos habían sido capturados, y ahora, bajo el salón del Consejo de los Capitanes gemían su desventura en el potro de tortura. Otros, protegidos por los ballesteros, habían conseguido escapar y ocultarse en la propiedad de Henrius Sevarius.

Los dos esclavos que estaban junto a mí se inclinaron sobre el molinete del potro. La madera restalló, luego el golpe de los dientes saltando de una ranura a la siguiente y el escalofriante grito de la víctima.

—¿Se han doblado las guardias? —pregunté a uno de los capitanes.

—Sí, y el perímetro extendido a cincuenta pasangs.

El hombre en el potro volvió a gritar.

—¿Qué puedes decirme de la situación militar? —pregunté al oficial.

—Los hombres de Henrius Sevarius se han retirado a sus posesiones. Sus barcos están bien defendidos por los hombres de los capitanes. Aún quedan otros en reserva. En caso de que salgan de la posesión, tendrán que enfrentarse con nuestras espadas...

—¿Y la ciudad?

—No ha secundado a Sevarius. Los hombres que hay en la calle gritan “poder para el consejo”.

—¡Excelente! —exclamé.

Uno de los escribas entró en el aposento y se colocó a mi lado.

—Un mensajero de la Casa de Sevarius solicita permiso para dirigirse al consejo —informó.

—¿Es capitán? —pregunté.

—Sí. Es Lysias.

Sonreí.

—Está bien. Enviad un paje y un hombre con una antorcha para iluminar el camino hasta aquí. Y guardias para evitar que lo maten por el camino.

El escriba hizo una mueca que quería significar una sonrisa.

—Así se hará, capitán.

Uno de los capitanes que estaba próximo a mí agitó la cabeza.

—Pero Sevarius es un Ubar —comentó.

—El consejo adjudicará sus pretensiones —respondí.

El capitán me miró y sonrió.

—¡Bien! ¡Muy bien! —murmuró.

Hice una señal a los dos esclavos que estaban junto al molinete para que hicieran avanzar los dientes a una nueva posición. De nuevo restalló la madera y se oyó el choque de la madera contra la madera al saltar los dientes. El hombre atado al potro sacudió la cabeza hacia atrás, gritando solamente con los ojos. Una nueva vuelta al molinete y los brazos y piernas de aquel hombre serían arrancados del tronco.

—¿Qué ha dicho? —pregunté al escriba que estaba junto al potro con una tablilla y el estilo.

—Lo mismo que los otros. Fueron alquilados por hombres de Henrius Sevarius, unos para matar a los capitanes y otros para prender fuego al arsenal y en los muelles. —El escriba me miró, luego continuó diciendo—: Sevarius sería esta noche Ubar de Puerto Kar y cada uno recibiría una piedra de oro.

—¿Qué han dicho de Cos y de Tyros?

El escriba me miró desconcertado.

—Ninguno de ellos mencionó a Cos ni a Tyros.

Esto me enojaba, ya que estaba seguro que tras aquel ataque debía haber más de uno de los cinco Ubares. Había esperado durante todo el día y la noche recibir noticias del avance de las flotas de Cos y Tyros hacia las costas de Puerto Kar. ¿Era posible que las dos islas no estuvieran implicadas en aquel golpe?

—¿Qué puedes decirme de Cos y de Tyros? —pregunté al desdichado que estaba atado al potro. Era uno de los que había disparado con una ballesta contra los capitanes al salir del consejo. Los ojos habían abandonado las órbitas, una enorme vena cruzaba su frente; tenía los pies y manos completamente blancos; las muñecas y los tobillos sangraban; su cuerpo era poco más que una bola de sebo; estaba manchado por sus propios excrementos.

—¡Sevarius! ¡Sevarius! —susurró.

—¿Van a atacar Cos y Tyros? —pregunté.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

—¿Y Teletus, Tabor y Scagnar?

—¡Sí! ¡Sí!

—¿Y Puerto Kar?

—¡Sí! ¡También Puerto Kar! ¡También Puerto Kar!

Asqueado, hice señas a los esclavos para que lo sacaran del potro.

Se oyó el sonido de cadenas y la rueda comenzó a girar. El hombre empezó a farfullar, a gemir y a reír. Antes de que los esclavos lo desataran del potro había perdido el conocimiento.

—Poco más se conseguiría sacar de él —dijo una voz casi a mi lado. Podía haber sido el graznido de un cuervo.

Me giré. Ante mí, con rostro carente de toda expresión, estaba aquel que era bien conocido en Puerto Kar.

—No estabas en el consejo esta tarde —dije.

—No —respondió. Me miraba con la somnolencia de una bestia.

Era un hombre de gran talla. Sobre su hombro izquierdo ostentaba la insignia de las dos sogas de Puerto Kar que, por norma, solamente se usa fuera de la ciudad. Su atuendo era de un tejido tupido con capucha que en aquel momento reposaba sobre sus hombros. El rostro era ancho y pesado y atiesado por el viento y sal del mar. Los ojos eran grises y el cabello blanco casi cortado al rape. En los lóbulos de las orejas usaba dos aros de oro.

Si un larl se hubiera transformado en hombre conservando su instinto, su corazón y su astucia, aquel hombre hubiera sido muy similar a Samos, el Primer Recaudador de Esclavos de Puerto Kar.

—Saludos, noble Samos —dije.

—Saludos —respondió.

En aquel instante cruzó mi mente el pensamiento que aquel hombre no podía servir a los Reyes Sacerdotes. Ese pensamiento me hizo estremecer, pero conseguí controlarme para no traicionarme. Aquel hombre sólo podía servir a los Otros, no a los Reyes Sacerdotes. Sí, a los Otros, en aquellos lejanos mundos, que con crueldad y subrepticiamente luchaban para dominar Gor y la Tierra para provecho propio.

Samos paseó la vista por la habitación, mirando a los potros sobre algunos de los cuales aún quedaban atados prisioneros. La luz de las antorchas creaba extrañas sombras sobre los muros.

—¿Están Cos y Tyros mezclados en el asunto? —preguntó.

—Estos hombres confesarían lo que quisiéramos —respondí con sequedad.

—¿Pero al parecer no es verdad? —insistió.

—No.

—Pero yo sospecho de Cos y de Tyros —dijo, mirándome fijamente.

—Yo también.

—Pero estos mercenarios no pueden saber la verdad del asunto.

—Así parece.

—¿Tú revelarías tus planes a gente como ésta? —preguntó Samos.

—No.

Movió la cabeza afirmativamente y dio media vuelta. Se paró y por encima del hombro preguntó:

—¿Tú eres ése que se hace llamar Bosko?

—Sí. Soy yo.

—Hemos de agradecerte el haber asumido el mando esta tarde. Hiciste un buen servicio al consejo.

No respondí.

—¿Sabes quién es el decano del Consejo de Capitanes? —me preguntó.

—No —respondí.

—Yo —dijo Samos.

Callé.

Samos se dirigió al escriba que estaba junto al potro.

—Sácalos de los potros, pero manténlos encadenados. Es posible que queramos interrogarlos mañana —dijo, señalando a los demás prisioneros.

—¿Qué pensáis hacer con ellos una vez acabe todo esto? —pregunté.

—Nuestros barcos redondos precisan remeros —respondió Samos.

Afirmé con la cabeza.

Serían esclavos.

—Noble Samos —dije.

—¿Sí?

Recordaba la nota que había recibido antes de que Henrak irrumpiera en el salón del consejo gritando que el arsenal estaba ardiendo. Había metido la nota en la faltriquera que llevaba al cinto.

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