Los conquistadores de Gor (17 page)

BOOK: Los conquistadores de Gor
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Volví a mirar a Surbus.

Sus ojos estaban fijos en mí, y con dificultad levantaba una mano. En sus ojos se reflejaba la agonía. Tosió. Un borbotón de sangre salió de su boca. Parecía querer hablar pero no podía. Aparté la vista. Envainé la espada. Era bueno que Surbus muriera puesto que había sido un malvado.

Miré a la esclava. Era una pobre chica. Escuálida, de rostro demacrado, hombros estrechos y ojos de azul pálido. El cabello fino y lacio. Sin duda alguna era una pobre chica.

Me sorprendió verla ir hacia Surbus, arrodillarse a su lado y sujetarle la cabeza. Él seguía mirándome e intentaba hablar.

—Por favor —dijo la chica mientras sujetaba la cabeza del moribundo.

Miré a los dos sin comprender lo que sucedía. Él había sido un malvado y ella debía de estar loca. ¿No se daba cuenta que la hubiera echado al canal atada para que los urts acabaran con ella?

La mano de Surbus, cada vez más débil, se extendió hacia mí. Movía los labios pero no salía ningún sonido de ellos. La chica me miró.

—Por favor, estoy demasiado débil.

—¿Qué quiere? —pregunté con impaciencia. Era un pirata, un ladrón y un asesino. Había sido malo, completamente malo y sólo podía sentir desprecio por él.

—Quiere ver el mar —dijo la chica.

Permanecí callado.

—Por favor, estoy demasiado débil.

Me incliné y pasé el brazo del moribundo por mis hombros y levantándolo con ayuda de la chica, marché hacia la cocina subiendo uno a uno los escalones que me llevaban hasta el tejado del edificio.

Una vez allí sujetamos entre los dos a Surbus al borde del parapeto. Esperamos. La mañana era fría y húmeda. Estaba a punto de amanecer.

Y de pronto el cielo se iluminó y por encima de los edificios de Puerto Kar, más allá del fangoso Tamber donde el río Vosk vierte sus aguas, vimos, yo por vez primera, el luminoso Thassa, el Mar.

La mano derecha de Surbus se deslizó sobre su pecho hasta llegar a tocarme. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Sus ojos no mostraban dolor o felicidad. Movió los labios, pero la tos le impidió hablar; tuvo otro vómito de sangre, se enderezó y la cabeza cayó sobre uno de los hombros. Ya no era más que un peso en nuestros brazos.

Lo extendimos sobre el tejado.

—¿Qué dijo? —pregunté.

—Gracias. Dio las gracias —dijo la chica sonriendo.

Me enderecé. Estaba cansado. Miré hacia el mar, hacia el luminoso Thassa.

—Es muy hermoso —dije.

—Sí. Sí —confirmó la chica.

—¿Los hombres de Puerto Kar aman el mar? —pregunté.

—Así es.

La miré.

—¿Qué harás ahora? ¿Dónde irás?

—No lo sé —dijo, bajando la cabeza—. Iré a alguna parte.

Extendí una de mis manos y acaricié su mejilla.

—No hagas eso. Sígueme.

—Gracias —dijo con lágrimas en los ojos.

—¿Cómo te llamas?

—Luma.

Seguido por mi esclava Luma abandoné el tejado descendiendo por la larga y estrecha escalera. Encontramos al dueño del local en la cocina.

—Surbus ha muerto.

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Sabía que se desharía del cuerpo lanzándolo al canal.

Señalé el collar de Luma.

—La llave.

Buscó la llave. Quitó el acero que rodeaba la garganta de la chica. Ella pasó los dedos por el cuello que quizás durante mucho tiempo no había sido libre de su peso. Podía comprarle otro en el que se proclamara mi propiedad. Salimos de la cocina.

Nos paramos en el centro de la taberna. Coloqué a la chica a mis espaldas.

Nos esperaban unos setenta u ochenta hombres armados. Eran marineros de Puerto Kar. Reconocí a algunos de ellos. Habían venido con Surbus a la taberna. Eran miembros de su tripulación.

Desenvainé la espada.

Uno de aquellos hombres se adelantó. Era alto, enjuto y joven, pero en su rostro había signos de Thassa. Tenía ojos grises y sus manos eran grandes y fuertes.

—Soy Tab. Era el lugarteniente de Surbus.

Nada dije.

—¿Le dejaste ver el mar? —preguntó.

—Sí —respondí.

—Entonces, somos tuyos —dijo Tab.

10. EL CONSEJO DE LOS CAPITANES

Ocupé mi asiento en el Consejo de los Capitanes de Puerto Kar.

Estábamos próximos al final del primer período que sigue a En´Kara, en el cual tiene lugar el equinoccio de primavera y que en Puerto Kar, así como en la mayoría de las ciudades de Gor, marca la llegada del Año Nuevo. En la cronología de Ar estábamos en el año 10. 120. Ya llevaba en la ciudad unos siete meses goreanos y nadie se había opuesto a mi derecho a ocupar el asiento que correspondía a Surbus, puesto que sus hombres se habían entregado a mí por voluntad propia. Debido a ello yo, que una vez fuera Tarl Cabot, guerrero de Ko-ro-ba, ocupaba un asiento en el Consejo de los Capitanes, Mercaderes y Príncipes Piratas, la alta oligarquía de la mezquina y malvada Puerto Kar, Azote del Luminoso Thassa.

De hecho, el consejo controlaba la estabilidad y la administración de la ciudad. Sobre él, nominalmente, regían cinco Ubares, cada uno de ellos negándose a reconocer la autoridad de los demás; Chung, Eteocles, Nigel, Sullius Maximus y Henrius Sevarius, que reclamaba ser el quinto de su linaje.

En el consejo, los Ubares eran representados por cinco tronos vacíos colocados ante los semicírculos formados por las sillas de los capitanes. Junto a cada uno de los tronos vacíos había un banquillo desde el que un escriba, representando a su Ubar, participaba en la sesión. Los Ubares rara vez se presentaban en tales sesiones por temor a ser asesinados.

Otro escriba sentado a una larga mesa ante los cinco tronos vacíos leía lentamente el acta de la última reunión del consejo.

Por lo general, el consejo está formado por unos ciento veinte capitanes, aunque en ocasiones el número es algo superior o, incluso, inferior. Era imprescindible poseer un mínimo de cinco barcos para ser admitido en él. Surbus no había sido un capitán importante, puesto que no dispuso de una flota mayor de siete barcos, los cuales ahora me pertenecían.

Los cinco barcos exigidos para formar parte del consejo, podían ser de los denominados “redondos”, con sus profundas bodegas para el transporte de mercancías, o los “largos”, barcos de guerra. Las dos clases de barcos son codiciadas, pero los “redondos” soportan aparejos más pesados con mayores velas y disponen por lo general, de dos mástiles. Como es lógico, los barcos “redondos” no son realmente redondos, pero tienen los baos más anchos que la longitud de la quilla; es decir, uno por seis aproximadamente, mientras que en las galeras de guerra la relación es de uno por ocho, más o menos.

Debo añadir que estos cinco barcos deben ser de los que se consideran “clase media”, lo que significa que un barco “redondo” de acuerdo con las cifras terrestres, ha de tener capacidad para fletar al menos cien o ciento cincuenta toneladas en sus bodegas.

Con la muerte de Surbus no sólo había heredado sus barcos, sino también sus hombres, su casa, sus enseres, sus tesoros y sus esclavos. Su casa era un palacio fortificado situado en la parte este de la ciudad, cuyo respaldo daba a los pantanos. Se entraba en aquel recinto por una gran puerta de hierro de grandes barras que daba acceso a los canales. Las siete naves estaban amarradas en una especie de patio embarcadero. Cuando habían de salir a surcar por el luminoso Mar de Thassa, la gran puerta se abría y los barcos eran remados por los canales hasta llegar al mar.

El edificio estaba bien protegido. Por un lado el muro y los pantanos, y por los otros más muros, la gran puerta de hierro y los canales.

Cuando Clitus, Thurnock y yo, con nuestras esclavas, llegamos a Puerto Kar nos instalamos en un aposento próximo a dicha propiedad. La más cercana taberna de Paga era precisamente aquella en la que Surbus y yo cruzamos nuestras espadas.

El escriba continuaba su monótona lectura del acta de la última reunión.

Mi vista recorrió el semicírculo de sillas. Oficialmente había unos ciento veinte capitanes en el consejo, pero raramente asistía a dichas reuniones un número mayor de setenta u ochenta, tanto fuera en persona como por delegación. Eran muchos los que se encontraban navegando o consideraban preferible emplear su tiempo en otras actividades.

En una de las sillas, a unos trece metros de mi asiento, en un escaño inferior próximo a los tronos de los Ubares, reconocí al oficial que había estado en la isla de rence, aquel con las insignias en los costados del casco. No encontré a Henrak, que había traicionado a los cultivadores de rence, por lo que no sabia si había sido uno de los que muriera en los pantanos.

Sonreí al mirar al solemne rostro del oficial que sujetaba su largo cabello a la nuca con una cinta color escarlata. Se llamaba Lysias y sólo era capitán desde hacía cuatro meses, cuando adquirió el requerido quinto barco de clase media, pero ya era bien conocido en Puerto Kar por haber perdido seis de sus naves con todos los esclavos, el cargamento y la tripulación en los pantanos. Había explicado que fueron atacados por más de mil cultivadores de rence ayudados por unos quinientos guerreros mercenarios y que a duras penas había conseguido escapar con vida. Estaba dispuesto a concederle, en parte, la veracidad de su historia. No obstante, eran muchos los que sonreían a su espalda ya que consideraban absurdo que habiéndose enfrentado con tan ardua situación regresara con poco más que la vida y un puñado de hombres atemorizados en un pequeño barquichuelo de madera.

Su casco todavía ostentaba las dos insignias doradas a los costados, pero ahora había añadido el airón de cerdas de eslín que sólo los capitanes pueden lucir.

El quinto barco de Lysias había sido un regalo del Ubar Henrius Sevarius, que reclamaba ser el quinto descendiente de su linaje. Se decía que no era más que un niño y que su Ubarato era regido por Claudius, antes de Tyros. También se decía que Lysias había sido cliente de la casa de Sevarius durante cinco años, periodo coextensivo con la regencia de Claudius, quien asumió la regencia tras el asesinato de Henrius Sevarius IV.

Muchos de los capitanes eran clientes de uno u otro de los Ubares. Yo, personalmente, me había negado a convertirme en cliente de cualquiera de ellos, puesto que tenía la esperanza de no precisar de su poder y, más importante aún, no deseaba prestarles servicio alguno.

Observé que Lysias tenía la mirada fija en mí. Por la expresión de su rostro comprendí que algo le intrigaba. Es posible que me viera aquella noche en la isla pero no acababa de recordar dónde viera anteriormente a aquel miembro del Consejo de Capitanes. Apartó la mirada.

Solamente había visto una vez a Samos, Principal Recaudador de Esclavos de Puerto Kar, en el consejo. Se aseguraba que era agente de los Reyes Sacerdotes. Al iniciar mi viaje, mi misión había sido ponerme en contacto con Samos, pero ahora, por supuesto, no tenía derecho a hacerlo. Él no me había visto antes, aunque yo sí lo hiciera en la Casa Curial en Ar hacía ahora escasamente un año. En los siete meses que llevaba en Puerto Kar había progresado mucho y había puesto fin a mis servicios con los Reyes Sacerdotes. Podían buscar a otros que arriesgaran su vida para defender sus intereses. Las batallas que tuviera que luchar en el futuro serían mis propias batallas y los riesgos que corriera serían en provecho mío. Por primera vez en toda mi vida era un hombre rico. Había descubierto que no despreciaba ni el poder ni la riqueza. ¿Qué otro aliciente podía haber para un hombre aparte del cuerpo de sus mujeres o el de aquellas que pudiera desear para su propia satisfacción?

Ahora sentía poco respeto por mí mismo, pero me percataba que había llegado a amar el mar, como corresponde a todo habitante de Puerto Kar. Lo había visto por vez primera al amanecer y desde el tejado de una taberna de Paga, mientras sostenía entre mis brazos a un moribundo a quien yo mismo había infligido la herida que acababa con él. Me pareció un espectáculo maravilloso y continuaba pensando lo mismo.

Cuando Tab, el joven enjuto con ojos grises que había sido segundo de Surbus, me preguntó qué deseaba que hiciera, le miré largamente y al final dije:

—Hazme comprender lo que es el mar.

Icé mi propia bandera, puesto que la ciudad carece de enseña propia. Ondean cinco pabellones correspondientes a los Ubares y muchos otros estandartes pertenecientes a los capitanes. La mía mostraba la negra cabeza de un bosko contra un fondo de barras verdes sobre un campo blanco. Había tomado las barras verdes para simbolizar los pantanos de rence. Ahora era el capitán Bosko, procedente de los pantanos.

Había descubierto con placer que Luma era de los escribas y que su ciudad había sido Tor. Debido a su ascendencia sabía leer y escribir.

—¿Sabes contar? —le había preguntado.

—Sí, amo —me había respondido.

A partir de aquel instante la nombré Primer Escriba de mi casa. Cada noche, ante la silla de su amo, se arrodillaba con sus tablas para informarme de los negocios del día y de los beneficios que varias inversiones habían producido en mi fortuna. Con frecuencia sugería o recomendaba nuevas operaciones. Esta insignificante y delgada muchacha era dueña de una extraordinaria mente para comprender complicadas transacciones comerciales. Era una de mis más valiosas esclavas, puesto que había sabido incrementar en mucho mis bienes. Como es lógico, no permitía que dispusiera de más de una prenda, pero consentí que fuera opaca y del color azul de los escribas. Carecía de mangas pero descendía hasta el borde de sus rodillas. El collar de esclava continuaba siendo de acero, pues procuraba evitar cualquier presunción por su parte y porque además me complacía leer en él
PERTENEZCO A BOSKO
.

Algunos de los hombres libres de la casa, especialmente los escribas, resentían que una chica ocupara un cargo tan elevado, por lo que había advertido a Luma que al recibir sus informes o transmitir sus órdenes lo hiciera con la humildad que corresponde a una esclava, siempre arrodillada a sus pies. Esto paliaba sus resentimientos, pero alguno que otro continuó censurando mi proceder. Estoy seguro que todos temían su rápida y sagaz mente por si descubría alguna anomalía o discrepancia en las columnas de sus tablas. La temían por el excelente trabajo que llevaba a cabo y porque tras ella estaba el poder del capitán Bosko de los Pantanos.

Mídice ahora poseía cientos de sedas para su placer, además de anillos y abalorios que podía entrelazar en su nuevo collar de esclava decorado con gemas preciosas. Había descubierto que aquella muchacha de piernas largas era una excelente esclava.

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