Read Los conquistadores de Gor Online
Authors: John Norman
Se dice que las bailarinas de Puerto Kar son las mejores del planeta y que muchas son las ciudades que vienen aquí a buscarlas. Son esclavas hasta la médula; viciosas, traicioneras, astutas, seductoras, peligrosas, adorables.
—Tu Paga —dijo la chica que me servía.
—Vete, esclava —dije, cogiendo la copa todavía sin mirarla.
Bebí un sorbo de Paga.
Ya estaba en Puerto Kar. Había llegado a los canales hacía cuatro días, por la tarde, después de navegar dos días por el pantano. Habíamos llegado a uno de los canales que lo bordeaba y vimos que estaba protegido por pesadas puertas de metal cuyos barrotes se sumergían en el agua.
Telima había mirado a la puerta aterrada.
—Cuando huí de Puerto Kar no había esas puertas.
—¿Habrías podido escapar de haber tales puertas entonces? —pregunté.
—No, habría sido imposible —susurró asustada.
Las puertas se cerraron tras nosotros tan pronto las cruzamos.
Las chicas, nuestras esclavas, lloraban mientras manejaban las pértigas y avanzábamos por el canal. Mientras pasábamos las ventanas que daban a él algunos hombres asomados a ellas nos gritaban ofertas por las chicas. No me enojaba su interés, pues eran realmente bellas. También tenían en su haber el hábil manejo de la pértiga, cualidad que sólo posee una verdadera hija de los pantanos. Bien podíamos felicitarnos por la captura de las cuatro. Ya no las teníamos atadas en forma de reata, pero ahora sus gargantas mostraban cinco vueltas de fibra que hacían las veces del collar de esclava. Sólo una fibra atada al tobillo derecho de cada una de ellas las mantenía unidas. Telima ya ostentaba la marca de esclava sobre uno de sus muslos desde hacía tiempo, pero los de Mídice, Thura y Ula aún eran vírgenes.
Continuaba mirando a la bailarina de Puerto Kar.
Mañana marcaría a las tres chicas y compraría collares para todas.
Hubo un gran revuelo a la entrada de la taberna cuando un hombre de aspecto feroz, feo, de ojos pequeños y al cual le faltaba una oreja, penetró en ella seguido de unos veinte o treinta marineros.
—¡Paga! ¡Paga! —gritaban, volcando las mesas que querían ocupar y ahuyentando a los que las habían ocupado, para luego enderezarlas y, sentados a ellas, golpearlas y gritar.
Las chicas se apresuraron a llevar Paga a sus mesas.
—Es Surbus —dijo un hombre próximo a mi mesa a su compañero.
El hombre feroz a quien le faltaba una oreja y que parecía ser el jefe de aquella pandilla agarró a una de las chicas por el brazo arrastrándola hacia una de las alcobas. Me pareció que era la que me había servido, pero no podía estar seguro de ello. Otra chica corrió tras él llevándole una copa de Paga. Cogió la copa y de un solo golpe echó el contenido a su garganta para continuar arrastrando a la chica, que ahora gritaba desesperada.
La bailarina había interrumpido su danza y estaba acurrucada en un rincón del cuadrado de arena. Otros de los hombres de Surbus apresaron a otras chicas y empuñando sus copas las arrastraban hacia las alcobas, en ocasiones sacando de ellas a los que ya las ocupaban. Sin embargo, la mayoría de ellos permanecieron sentados a las mesas golpeándolas en señal de demanda de bebidas.
Ya conocía a Surbus de nombre. Era famoso entre los piratas de Puerto Kar, la escoria del luminoso Mar de Thassa.
Bebí otro sorbo del ardiente Paga.
Era un verdadero pirata, recaudador de esclavos, asesino, ladrón y cruel. Un hombre que nada bueno tenía en su haber. Un ser representativo de Puerto Kar. Le despreciaba, pero luego recordé mi propia ignominia, mis crueldades y mi cobardía. También yo era un ser representativo de Puerto Kar. Había aprendido que bajo la piel del hombre había un corazón de tharlarión, y que su moral e ideales no eran más que una capa tras la que se ocultaban las garras y los dientes. Por vez primera reconocía la codicia y el egoísmo. Pensé que acaso en Puerto Kar hubiera más sinceridad que en las demás ciudades de Gor. Aquí los hombres no trataban de ocultar sus garras. Sólo en esta ciudad los hombres reconocían la verdad de la humanidad: que sólo existe el oro, el poder, el cuerpo de las mujeres y el acero de las espadas. Aquí uno se ocupaba de uno mismo. Aquí se comportaban con crueldad y sin misericordia tomando para sí cuanto les apetecía. Y era a esta ciudad, que había escogido como mía, a la que pertenecía, puesto que había preferido la esclavitud a una muerte honrosa.
Volví a beber de mi copa.
Se oyó un grito, y de la alcoba donde Surbus había arrastrado a la chica, ésta apareció sangrando mientras el pirata la seguía por entre las mesas completamente bebido.
—¡Protegedme! —gemía la chica, pero sólo hubo risas y manos que intentaban apoderarse de ella.
Vino hacia mi mesa y cayendo de rodillas me rogó:
—Por favor, protegedme —lloraba, y había sangre en sus labios. Extendió las muñecas encadenadas hacia mí.
—No —respondí.
Surbus saltó sobre ella y asiéndola por el pelo la curvó hacia atrás.
Me miró retador.
Sorbí mi copa. Aquello no era asunto mío.
Vi lágrimas en los ojos de la chica y sus manos suplicándome. Luego, con un grito de dolor, Surbus la arrastró por el pelo hasta la alcoba.
Varios hombres rieron.
Tomé otro sorbo.
—Hiciste bien. Es Surbus —dijo un hombre mal afeitado que estaba junto a mí.
—Es uno de los mejores espadachines de Puerto Kar —dijo otro.
—¡Oh! —exclamé.
Puerto Kar, la nefasta ciudad de Puerto Kar, la escoria del brillante Mar de Thassa, Tarn del Mar, es una vasta y disgregada masa de edificios, cada uno de ellos casi una fortaleza, dividida y cruzada por cientos de canales. De hecho es una ciudad amurallada, aunque sus muros no sean los convencionales. Los edificios que miran hacia el delta o el Golfo de Tamber carecen de ventanas en aquella dirección, y dichos muros son de varios centímetros de espesor, y los tejados acaban en un parapeto en forma de almenas. Los canales que acaban en el delta del golfo que forma el Tamber, en los últimos años han sido protegidos por grandes puertas de hierro con gruesos barrotes que penetran en el agua. Habíamos entrado en la ciudad por una de aquellas puertas. Por cierto, en Puerto Kar no hay una sola torre. Que yo sepa es la única ciudad en Gor que no ha sido construida por hombres libres, sino por esclavos bajo el azote de sus amos. Normalmente, en Gor no se permite a los esclavos participar en la construcción de edificios pues dicho privilegio se reserva para hombres libres.
Desde el punto de vista político, Puerto Kar es un caos regido por varios Ubares conflictivos, cada uno de ellos con sus adeptos, que tratan de atemorizar y gobernar y cobrar impuestos a medida de su poder. Simbólicamente, bajo todos estos Ubares, pero en realidad completamente independiente, existe una oligarquía de príncipes mercaderes; capitanes, como se denominan a sí mismos, que en consejo, mantienen y dirigen el gran arsenal y el alquiler de naves controlando de este modo la flota del grano, la del aceite, la de los esclavos y todas las demás.
Se rumorea que Samos, el Primer Recaudador de Esclavos de Puerto Kar, es agente de los Reyes Sacerdotes además de miembro de dicho consejo. Yo debía ponerme en contacto con Samos, pero ahora, por supuesto, tal cosa era imposible.
Hay en Puerto Kar una conocida casta de ladrones, la única que sé que exista en Gor, que en los canales inferiores y en la periferia de la ciudad disfruta de gran poder. Son denominados Ladrones de la Cicatriz debido a la diminuta estrella de tres picos que les ha sido quemada justo sobre el pómulo y bajo el ojo derecho.
Uno podría pensar que debido a las existentes divisiones que hay en Puerto Kar, la ciudad era apta para caer en poder de imperialistas u otras ciudades, pero tal cosa es casi imposible, pues cuando la ciudad se ha sentido amenazada sus hombres se han defendido con el desespero y la tenacidad de los urts acorralados. Además, resulta difícil llevar grandes ejércitos a través del Vosk o por los pantanos con el fin de asediar la ciudad.
El delta, en sí, es acaso la más inabordable muralla de Puerto Kar.
La más próxima tierra firme, a excepción de algunas áreas en los pantanos, se encuentra a varios pasangs. Esta zona, supongo, podría utilizarse como área para almacenar provisiones y armamento de un ejército que atacase la ciudad en barcazas, pero la perspectiva militar de tal empresa, obviamente, no era muy prometedora. Dicha zona se hallaba a cientos de pasangs de cualquier otra ciudad, excepto Puerto Kar. Era territorio abierto. Era fácil de atacar por los ejércitos aéreos de tarns de Puerto Kar por el oeste, por las naves en los pantanos, así como por el este o el norte. Para empeorar las cosas, podía ser también atacado por las caballerías de tarns mercenarias, de las que no escaseaba Puerto Kar. Conocía a uno de aquellos capitanes mercenarios, Ha-Keel, sicario una vez en Ar, al que había encontrado en Turia en casa del mercader Saphrar. Ha-Keel disponía e un ejército de mil hombres montados en tarns. E incluso si un ejército conseguía llegar hasta los pantanos, no era seguro que días después alcanzara las murallas de la ciudad, puesto que podía ser destruido en los mismos pantanos. Y en el caso de llegar a las murallas, las posibilidades de éxito eran muy limitadas, puesto que el suministro de provisiones y armamento sería rápidamente cortado por la caballería de tarns.
Tomé otro sorbo de Paga.
Los hombres que habían venido a la taberna continuaban fanfarroneando pero, hasta cierto punto, el orden había sido restablecido. Habían roto dos de las linternas y los trozos de cristal se habían esparcido por el suelo mezclándose con el Paga vertido y los restos de dos mesas rotas. Pero los músicos tocaban de nuevo y otra vez bailaba la esclava en el cuadrado de arena, aunque esta vez no era la Danza del Látigo. Las esclavas desnudas con cadenas en las muñecas iban de una mesa a otra mientras el dueño del local, sudoroso, llenaba y rellenaba copas para los clientes. De vez en cuando se oía algún grito procedente de las alcobas, cosa que provocaba risotadas entre los parroquianos.
Me pregunté si ahora que los canales tenían aquellas puertas de hierro era posible que algún esclavo escapara de la ciudad. La más próxima tierra firme se encontraba a unos cien pasangs hacia el norte, pero era sin protección, y donde había alguna que otra avanzadilla de cazadores de esclavos y eslines entrenados en tal menester. El maligno eslín de seis patas, que semeja una lagartija peluda, es un incansable cazador de esclavos. Es capaz de rastrear su olor varios días después de su huida, destrozando a la víctima en pedazos tan pronto la descubre. Suponía que el esclavo que huía en tal dirección no tenía grandes posibilidades de triunfo. Sólo quedaba el delta con sus interminables pantanos, la sed y los tharlariones. También los tuchuks del sur, recordé, usaban eslines para perseguir a los esclavos y, por supuesto, para proteger a sus rebaños.
Estaba bastante borracho y mis pensamientos empezaban a deshilvanarse.
El mar, pensé en el mar. ¿Sería posible atacar a Puerto Kar por el mar?
La música empezaba a calentar mi sangre. Miré a las chicas que repartían copas de Paga.
—Más Paga —vociferé, y una de aquellas desdichadas se apresuró a servirme.
Pero solamente Cos y Tyros tenían flotas capaces de enfrentarse con las de Puerto Kar. Por supuesto, estaban las islas del norte, que eran numerosas pero pequeñas y que en conjunto formaban un archipiélago en forma de cimitarra al noroeste de Cos, que se hallaba a unos cuatrocientos pasangs de Puerto Kar. Pero estas islas no estaban unidas, y el gobierno de la mayoría de ellas no era más que un consejo pueblerino. En general, no disponían más que de algunos esquifes y algún que otro barco de cabotaje.
La chica en el cuadrado de arena bailaba ahora la Danza del Cinto. La había visto bailar una vez en Ar, en casa de Cernus, el mercader de esclavos.
Solamente Cos y Tyros tenían naves capaces de enfrentarse a las de Puerto Kar. Y aquellas islas, casi por tradición, no deseaban hacer tal cosa. Sin lugar a dudas ambas partes, incluso Puerto Kar, consideraban tal situación demasiado peligrosa; sin duda todos ellos estaban conformes con aquella estable y frecuentemente beneficiosa situación de casi constante lucha, pero en pequeña escala, entremezclada con tratos comerciales y algún que otro contrabando, que durante largos años había caracterizado sus relaciones. Ataques con algunas docenas de barcos entre unos y otros eran frecuentes tanto en las costas de Puerto Kar como en las islas de Cos y de Tyros, pero acciones mayores involucrando centenares de galeras de estas dos potencias navales no habían tenido lugar en un lapso superior a un siglo.
No, me dije, la ciudad está a salvo de un ataque desde el mar. De repente lancé una carcajada, pues estaba considerando las posibilidades de destruir la que ahora era mi ciudad.
—Más Paga —pedí a gritos.
Los tarnsmanes podrían molestarla desde el aire con sus flechas y fuego, pero no lograrían perjudicarla gravemente, a no ser que vinieran miles y miles, y ni siquiera Ar, la Gloriosa Ar, disponía de tan enorme caballería. Y aun así, ¿cómo podría Puerto Kar ser vencida, siendo una masa de edificios individualmente defendibles separados entre sí por canales que dividían y cruzaban la ciudad?
No, me dije, Puerto Kar podría defenderse durante cientos de años.
E incluso en el caso de perder la batalla, sus hombres sólo habían de embarcar en sus naves y cuando lo desearan regresar, ordenando de nuevo a los esclavos construir en el delta una nueva ciudad llamada Puerto Kar. En Gor, me dije, así como acaso en todos los mundos, siempre había un Puerto Kar.
Tarnsmanes, pensé, tarnsmanes.
Alguien volcó una mesa a mi derecha y dos de los hombres de la tripulación de Surbus cayeron al suelo enzarzados en una pelea, en tanto otros pedían látigos con púas en la punta.
Recordé con añoranza a mi propio tarn, aquel monstruoso Ubar de los Cielos.
Extendí la mano y llenaron mi copa de nuevo.
También recordé con amargura a Elizabeth Cardwell, Vella de Gor, que tanto me había ayudado en Ar en pro de los Reyes Sacerdotes. Mientras la llevaba a Sardar había pensado extensamente en su seguridad. No podía permitir, aunque la amaba como ahora no me era posible amarla, ya que no era merecedor de su amor, que siguiera corriendo los infinitos peligros existentes en Gor.
Indudablemente ya era conocida por los Otros, que retarían a los Reyes Sacerdotes de este mundo y a la Tierra. Su vida siempre estaría expuesta al peligro. Había corrido grandes riesgos conmigo y yo, egoístamente, lo había permitido. Cuando por fin la llevé a salvo a Sardar, le dije que lo prepararía todo para que Misk, el Rey Sacerdote, la enviara de nuevo a la Tierra.