Read Los conquistadores de Gor Online
Authors: John Norman
Al otro lado de la mesa vi cómo Ula, tímidamente, ofrecía sus labios a Clitus. Él no rechazó la oferta y luego, dulcemente la acarició. Thurnock asió a Thura y presionó sus labios sobre ella, que luchó inútilmente entre sus brazos. Pero cuando reí, con un grito de desesperación, empezó a ceder a sus caricias. No pasó mucho tiempo antes de que fuera ella la que ávidamente buscara los labios de su amo.
—Mi amo —susurró Mídice con ojos brillando como centellas.
—¿Recuerdas —dije quedamente mirándola a los ojos— cómo bailaste ante mí cuando estaba atado en aquel poste?
—¡Amo! —exclamó con ojos alarmados.
—¿Has olvidado cómo bailaste ante mí? —continué.
Se apartó de mí.
—Amo, por favor —susurró con los ojos llenos de terror.
Me giré hacia los músicos.
—¿Conocéis la Danza del Amor de la Esclava con su Nuevo Collar?
—¿La de Puerto Kar? —preguntó el jefe de los músicos.
—Sí.
—Por supuesto.
Cuando estuvimos en casa del herrero había adquirido muchas otras chucherías, además de los collares de esclava.
—Levántate —ordenó Thurnock a Thura.
Obedeció asustada. Ahora estaba en pie sobre la mullida alfombra. A un gesto de Clitus también Ula se puso en pie.
Puse aros y brazaletes de esclava en los tobillos y brazos de Mídice y arranqué la pequeña túnica de seda que cubría su cuerpo. Toda ella era una máscara de terror.
La levanté del suelo y permanecí erguido ante ella.
—Tocad —ordené a los músicos.
Hay muchas variantes de la Danza del Amor de la Esclava con su Nuevo Collar, pero el tema común es que la muchacha baila ante el gozo de ser poseída por su fuerte conquistador.
Los músicos empezaron a tocar, y a las palmas y gritos de Thurnock y Clitus las dos chicas empezaron a bailar ante ellos.
—Baila —ordené a Mídice.
Aterrada y con lágrimas en los ojos, Mídice levanto los brazos.
Volvía a bailar ante mí, con aquellos deliciosos tobillos y muñecas juntos, como encadenados, pero, en esta ocasión, llevaba aros y brazaletes de esclava que representaban las cadenas de su condición. Estaba seguro que no acabaría el baile escupiéndome al rostro.
Temblaba.
—Di que te complace mi danza —me rogaba.
—No la tortures de esa manera —me dijo Telima.
—Vete a la cocina, esclava de la olla —ordené.
Telima, con la túnica de reps tiznada, dio media vuelta y abandonó la habitación como había ordenado.
La música era cada vez más rápida.
—¿Dónde has dejado tu insolencia, tu desprecio? —pregunté a Mídice.
—Sé cariñoso con Mídice —gimió.
La música había adquirido un ritmo salvaje.
De pronto Ula, plantándose ante Clitus, rasgó su túnica de seda y continuó bailando con los brazos extendidos hacia su amo.
Clitus se levanto de un salto y tomándola en los brazos la llevó hasta su habitación.
Solté una carcajada.
Pero casi al instante Thura fue quien me sorprendió. Ella, una de las hijas de los cultivadores de rence, se ofreció de modo similar a Thurnock, un humilde labrador. El gigante, lanzando una sonora carcajada, la tomó en sus fuertes brazos y se retiró a su habitación.
—¿He de bailar por mi vida? —preguntó Mídice.
—Sí —respondí desenvainando la espada goreana.
Bailó con todas las fibras de su ser tratando de complacerme mientras miraba constantemente a mis ojos, intentando leer en ellos su destino. Por fin, cuando agotó todas sus fuerzas, cayó a mis pies ocultando el rostro en mis sandalias.
—¿Os he complacido, mi amo? —preguntó suplicante.
Ya había tenido suficiente distracción. Envainé la espada.
—Enciende la lámpara del amor —ordené.
Levantó el rostro con gesto agradecido, pero al ver la expresión de mis ojos comprendió que la prueba aún no había concluido. Temblando, cogió el pedernal y el acero y empezó a golpearlos para que las chispas encendieran las virutas que había en el suelo, mientras yo tiraba en un rincón del cuarto las Pieles del Amor.
Los músicos abandonaron uno tras otro la habitación.
Aproximadamente un ahn antes de amanecer, la lámpara del amor estaba agonizando. Mídice yacía entre mis brazos.
—¿Te ha complacido Mídice? ¿Está mi amo contento con Mídice? —susurró mirándome.
—Sí —respondí mirando hacia el techo—. Mídice me ha complacido.
Pero me sentía vacío.
—Estás contento con Mídice, ¿verdad?
—Sí, estoy contento con Mídice.
—Mídice es primera chica, ¿no es así?
—Sí, Mídice es primera chica —respondí.
Me miró y luego susurró:
—Telima no es más que la esclava de la olla; entonces, ¿por qué ha de tener ella un brazalete de oro?
La miré y, aburrido, me levanté y me puse la túnica. Volví a mirar a Mídice, que yacía con las largas piernas encogidas sin apartar los ojos de mí. A la escasa luz de la lámpara vi brillar su collar de esclava. Ajusté alrededor de la cintura el cinto con la espada goreana. Salí de la habitación en dirección a la cocina.
Allí encontré a Telima acurrucada junto a la pared con el rostro oculto entre las rodillas. Tan pronto entré en la cocina levantó la cabeza y me miró. Apenas podía verla a la luz de las ascuas.
Saqué el brazalete de oro de su brazo, pero no protestó.
Desaté las fibras que rodeaban su cuello y se las quité, y luego, sacando de mi bolsa el collar de esclava, se lo enseñé. A la tenue luz del fogón leyó la inscripción: “Pertenezco a Bosko”.
—No sabía que podías leer —dije.
Mídice, Thura y Ula eran analfabetas, como todas las hijas de los cultivadores de rence.
Telima se limitó a bajar la cabeza.
Coloqué el collar alrededor de su cuello.
—Ha pasado mucho tiempo desde que llevé un collar de acero —dijo mirándome.
Me pregunté cómo había conseguido quitarse el collar, y si había sido al escapar o después en la isla. Ho-Hak aún tenía alrededor del cuello el pesado collar de las galeras, ya que los cultivadores de rence no disponen de herramientas para tales menesteres. Telima, siendo una chica inteligente, había conseguido hallar un medio para hacerlo, o había robado la llave del collar.
—Telima ¿por qué se afectó tanto Ho-Hak cuando hablamos de Eechius?
No respondió a mi pregunta.
—Supongo que lo conoció en la isla.
—Era su padre —dijo Telima.
—¡Oh! —exclamé.
Miré el brazalete de oro sobre la palma de mi mano y luego lo dejé en el suelo. Con los brazaletes de esclava que había quitado de los tobillos de Mídice sujeté a Telima a la anilla de las esclavas junto al fogón. Primero sujeté su brazo izquierdo, y pasando la cadena por la anilla, el derecho. Recogí el brazalete y la miré.
—Es extraño que una mujer de las islas de rence tenga un brazalete de oro.
Telima no dio explicación.
—Descansa, esclava de la olla; mañana, sin duda, tendrás mucho que hacer.
Al llegar a la puerta de la cocina me volví para mirarla. Durante largo tiempo nos miramos sin hablar y luego preguntó:
—¿Está mi amo satisfecho?
No respondí.
Cuando llegué a la otra habitación lancé el brazalete de oro a Mídice, que lo cogió y deslizó por su brazo con un grito de alegría, y luego lo alzó para admirar la joya.
—No me ates —rogó.
Pero con los aros de los tobillos que le había quitado después del baile la encadené. Pasé un aro por la anilla de esclava junto al lecho que habíamos ocupado y el otro alrededor de su tobillo izquierdo.
—Duerme, Mídice —dije cubriéndola con las Pieles del Amor.
—¿Amo?
—Descansa. Duerme.
—¿Os he complacido?
—Sí, me has complacido. —Acaricié su cabeza apartando su cabello negro—. Y ahora, duerme, duerme encantadora Mídice.
Se acurrucó entre las pieles.
Abandoné la habitación. Bajé las escaleras y salí a la calle. Estaba solo en la oscuridad. Calculé que faltaba aproximadamente un ahn para que se hiciera de día. Deambulé por la estrecha acera bordeando el canal. Súbitamente, cayendo de rodillas, vomité en las negras aguas del canal. Abajo se oyó el movimiento de uno de los grandes urts. Volví a vomitar y luego me puse en pie sacudiendo la cabeza. Había bebido demasiado Paga. Podía oler el mar pero no lo veía.
Los edificios a ambos lados del canal estaban a oscuras, pero de trecho en trecho, próxima a alguna ventana, había una que otra antorcha. Miré al muro de piedra estudiando el juego de sombras sobre la pared.
Desde alguna parte del canal llegó a mis oídos el agudo grito y golpear de dos enormes urts peleándose entre las basuras del canal.
Mis pasos me llevaron de nuevo a la taberna en que había empezado la noche. Me sentía solo y triste, y además tenía frío.
Nada valía la pena en Puerto Kar o los otros mundos del sistema solar.
Abrí la puerta de la taberna. Los músicos y la bailarina habían abandonado el local hacía ya tiempo. No quedaban muchos hombres, y los que había parecían amodorrados. Algunos estaban echados sobre los bancos con las túnicas manchadas de Paga; otros se habían acurrucado junto a las paredes envueltos en capas marineras. Dos o tres permanecían sentados mirando con aturdimiento a sus copas medio vacías. Las chicas, excepto aquellas que aún estaban en las alcobas, habían desaparecido, seguramente para ser encadenadas por el resto de la noche. El dueño levantó la cabeza del mostrador; tras él había una barrica inclinada para facilitar su tarea de servir.
Lancé un tark de cobre sobre el mostrador y me llenó una copa. La llevé a una de las mesas y me senté, cruzando las piernas, sobre el asiento. En realidad no deseaba beber, pero quería estar solo. No quería ni pensar. Mi único deseo era estar solo.
Alguien lloraba en una de las alcobas. Me molestó, pues no quería que interrumpiera el silencio que me rodeaba. Metí la cabeza entre las manos apoyando los codos sobre la mesa. Odiaba Puerto Kar y cuanto había en aquella ciudad. Y me odiaba, puesto que era de allí. Lo había confirmado aquella misma noche, una noche que jamás olvidaría. Todo cuanto había en Puerto Kar estaba podrido, nada bueno había allí.
En una de las alcobas alguien corrió la cortina y en el quicio de la puerta apareció Surbus. Le despreciaba. En sus brazos sostenía el cuerpo de una de las esclavas. Era la que me sirviera antes que él y sus secuaces entraran en la taberna. No me había fijado en ella. Ahora lo hice. Estaba muy delgada y no era muy bonita. Su cabello era rubio y los ojos, si no recordaba mal, eran azules. Recordé que me había suplicado protección y yo, por supuesto, me había negado.
Surbus se echó la chica al hombro y se dirigió al mostrador.
—No ha sabido complacerme —dijo al dueño.
—Lo lamento, noble Surbus. Haré que la azoten —dijo el propietario.
—No me ha complacido en absoluto.
—¿Deseas que sea destruida? —preguntó el hombre tras el mostrador.
—Sí, quiero que sea destruida —dijo Surbus.
—Su precio es cinco tarks de plata.
De la bolsa sacó cinco monedas y las colocó, una a una, sobre el mostrador.
—Te doy seis por ella —dije al propietario.
Surbus frunció el ceño al mirarme.
—La he vendido a este noble caballero. Te ruego que no intervengas, forastero, pues este hombre es Surbus —dijo el dueño del local.
Surbus echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
—Sí, soy Surbus.
—Y yo soy Bosko, de los Pantanos.
Surbus me miró y volvió a reír. Se apartó del mostrador. Bajó a la chica del hombro y la sostuvo en los brazos. Estaba despierta y tenía los ojos rojos debido al llanto, pero parecía enajenada.
—¿Qué vas a hacer con ella? —pregunté.
—Voy a echarla a los urts —replicó Surbus.
—Por favor, Surbus, por favor —musitó la muchacha.
—¡A los urts! —dijo riendo, mientras bajaba la cabeza para mirarla.
La chica cerró los ojos.
Los urts gigantes, sedosos y con ojos que parecen llamas, se alimentan principalmente de los desperdicios que la gente tira a los canales, pero no desprecian cualquier cuerpo, vivo o muerto, que sea lanzado al agua.
—¡A los urts! —volvió a exclamar Surbus riendo.
Le miré. Aquel hombre era todo maldad y sólo podía sentir odio por él.
—No, no lo harás.
Me miró sorprendido.
—No, no lo harás —repetí, desenvainando la espada.
—Es mía.
—Surbus con frecuencia destruye a las chicas que no le han complacido —comentó el propietario.
Miré a los dos hombres.
—Es mía —repitió Surbus.
—Lo que dice es verdad. Tú has sido testigo de la venta. Es suya y puede hacer con ella lo que le plazca.
—Es mía —insistió Surbus—. Además, ¿con qué derecho interfieres en mis actos?
—Con el derecho que tiene todo hombre de Puerto Kar a hacer cuanto quiera.
Surbus soltó a la chica y con un rápido movimiento desenvainó la espada.
—Forastero, estás loco. Surbus es la mejor espada de Puerto Kar —dijo el dueño del local.
Nuestro cruce de espadas resultó breve. Después de unos segundos, con un grito de rabia y odio, blandiendo la espada en posición horizontal, atravesé su cuerpo. Con un pie lo aparté de mi espada ensangrentada.
El dueño del local me miraba con ojos desorbitados.
—¿Quién eres? —musitó.
—Bosko. Bosko de los Pantanos.
Varios de los hombres se habían despertado al oír el entrechocar del acero. Ahora miraban aterrados. Blandiendo aún la espada giré en semicírculo para enfrentarme a ellos, pero ninguno se movió. Corté un trozo de la túnica de Surbus con el que limpié la hoja de mi espada. Yacía sobre la espalda y de las comisuras de sus labios manaban hilos de sangre. Le miré de nuevo. Había sido guerrero y comprendí que no le quedaba mucha vida, pero no sentí compasión por él puesto que era un malvado.
Me encaminé hacia la esclava y corté las ligaduras de sus manos y tobillos. Las cadenas que tuviera mientras servía Paga habían desaparecido. Habían sido del tipo de brazaletes usados por esclavas que trabajan en tabernas repartiendo bebidas, con dos cadenas de unos treinta centímetros cada una que los unía entre sí.
Recorrí el local con la vista. El dueño retrocedió hasta situarse tras el mostrador. Ninguno de los hombres había abandonado su asiento, aunque algunos de ellos pertenecían a su tripulación.