Los conquistadores de Gor (29 page)

BOOK: Los conquistadores de Gor
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—Más Paga —grité extendiendo la copa.

Telima la llenó.

—Hay uno que sabe cantar —dijo uno de mis hombres.

Esto me molestó, pero nunca me he entrometido en las diversiones de los que me rodean.

—Es un cantante de verdad —dijo Telima a mis espaldas.

El que hablara aumentó mi irritación.

—Ve a la cocina a buscar uvas de Ta —ordené.

—Por favor, mi Ubar, deja que me quede —rogó.

—No soy Ubar tuyo, soy tu amo.

—Por favor, amo, deja que Telima permanezca en el salón —rogó de nuevo.

—¡Está bien! —contesté.

Poco a poco los hombres a las mesas dejaron de chillar.

Sullius Maximus había hecho cegar a aquel hombre porque creía que la ceguera aumentaba la calidad del cantante, y nadie osaba contradecir las opiniones de Sullius Maximus, puesto que era un hombre de gran cultura que escribía versos y conocía gran variedad de materias venenosas. De todos modos, fuera esto verdad o no, el cantante ahora estaba solo en la oscuridad con sus canciones. Aquello era lo único que le quedaba.

Posé mis ojos sobre él. Vestía los hábitos de su casta, la de los cantores, pero se desconocía la ciudad de su procedencia. Son muchos los cantantes que vagan de un lugar a otro vendiendo sus canciones por un pedazo de pan y un poco de cariño. Hacía ya muchos años también yo había conocido a un cantor, se llamaba Andreas de Tor.

Ahora podía oírse incluso el chisporrotear de las antorchas. El cantante empezó a tocar la lira.

Canto al asedio de Ar,

a la luminosa Ar.

Canto a las lanzas y a las murallas de Ar,

a la Gloriosa Ar.

De los largos años de asedio de la ciudad,

del asedio de Ar,

de las agujas y de las torres,

de la intrépida Ar,

de la Gloriosa Ar,

canto yo.

No deseaba escuchar aquella canción. Fijé mi mirada en el fondo de mi copa de Paga. El cantante continuó.

Canto de Talena, la de los cabellos negros,

de la ira de Marlenus,

Ubar de Ar,

de la Gloriosa Ar.

No quería escuchar esta canción. Me enojaba ver que mis amigos la escuchaban en éxtasis, prestando máxima atención a los insignificantes sonidos que procedían de la garganta de aquel ciego.

Y canto de aquel

cuyo cabello era como un larl de sol,

de aquel que llegó a las murallas de Ar,

de la Gloriosa Ar,

aquel que llamaban Tarl de Bristol.

Miré a Telima, que estaba junto a mi gran sillón. Sus ojos estaban húmedos bebiendo en la canción. No era más que la hija de unos cultivadores de rence y con toda seguridad jamás había oído a un cantante, a un trovador. Pensé que sería mejor enviarla a la cocina, pero no lo hice. Sentí una de sus manos posarse sobre mis hombros. No di muestras de ser consciente de ello.

Y mientras las antorchas se iban extinguiendo, el ciego seguía cantando de Pa-Kur, el jefe de los asesinos, jefe de las hordas que cayeron sobre Ar después del robo de su Piedra del Hogar; y cantó de sangre, de estandartes y de cascos negros, del sol brillando sobre las espadas y las lanzas, de altas torres sitiadas, de grandes actos heroicos, de catapultas fabricadas de Ka-la-na, del atronador tharlarión de la guerra, y de tambores y trompetas, el chocar de las armas y los lamentos de los hombres; y también cantó del amor de los hombres a su ciudad, y conociendo tan poco a los seres humanos cantó sobre su valor y su lealtad, y sobre los duelos, los duelos que se batieron incluso en las murallas de Ar, y de los tarnsmanes luchando a muerte sobre las agujas y torres de Ar, y sobre otro gran duelo que tuvo lugar en el gran cilindro de la justicia en Ar, entre Pa-Kur y aquel llamado Tarl de Bristol.

—¿Por qué llora mi Ubar? —preguntó Telima.

—¡Calla, esclava! —dije irritado, quitando la mano que descansaba sobre mis hombros. Ella la apartó asustada, como si no hubiera sido consciente sobre lo que reposaba.

El cantante había acabado su canción.

—¿Cantante, existe realmente ese hombre que llamas Tarl de Bristol? —pregunté.

El viejo volvió la cabeza hacia mí, intrigado.

—No lo sé. Quizá no sea más que una canción.

Lancé una carcajada. Extendí mi copa de Paga y Telima volvió a llenarla.

Me puse en pie y levanté la copa. Mis adeptos me imitaron.

—Lo que sí sé es que hay oro y acero.

—¡Oro y acero! —repitieron mis amigos.

Bebimos.

—Y también, hay canciones —dijo el ciego.

Ahora todos guardaban silencio.

Miré al cantante.

—Sí —dije levantando la copa—, y también hay canciones. Cuando me senté de nuevo dije a mis esclavos:

—Festejad al cantante. —Y volviéndome a Luma, esclava y contable de mi casa encadenada al extremo de mi larga mesa, dije—: Mañana darás al cantor una copa de oro antes de que continúe su camino.

—Sí, amo —respondió Luma.

—¡Gracias, capitán! —exclamó el cantante.

Mis adeptos daban gritos de placer ante mi generosidad, muchos de ellos golpeándose el hombro izquierdo con el puño derecho de acuerdo con el saludo goreano.

Dos esclavas ayudaron al ciego a bajar del taburete donde había estado sentado mientras cantaba, y lo condujeron a una mesa en un rincón alejado del salón.

Bebí más Paga. Estaba furioso, Tarl de Bristol sólo vivía en las canciones. Tal hombre no existía. Sólo existían el oro y el acero y acaso también el cuerpo de las mujeres y alguna que otra canción que podía oírse en los labios de algún ciego.

Volvía a ser Bosko, el de los Pantanos, el pirata, el almirante de Puerto Kar. Mis dedos acariciaban de nuevo el medallón que pendía de mi cuello.

—¡Sandra! —grité—. ¡Traed a Sandra!

Los hombres volvieron a gritar de alegría.

Miré a mi alrededor. Aquélla era una verdadera fiesta para celebrar una victoria. Me molestaba que Mídice no estuviera presente, pero se había sentido indispuesta y me había rogado que la excusase. Tampoco Tab se hallaba presente.

Se oyó el tintineo de las campanillas de la esclava y Sandra, la bailarina que viera en una taberna de Paga en Puerto Kar y que más tarde comprara para divertir a mis hombres, apareció ante su amo.

La miré divertido. Aquella chiquilla se esforzaba por complacerme. Quería convertirse en primera esclava, pero yo la destinaba a divertir a mis hombres porque Mídice, bella, esbelta, de cabello negro y piernas maravillosas, era mi esclava favorita. Así como Tab era mi primer capitán.

Sin embargo, Sandra era interesante. Tenía pómulos altos, ojos negros que brillaban como ascuas y cabello negro como el carbón que, ahora, recogía sobre la cabeza. Estaba envuelta en un tejido de seda opaco color amarillo. Al aproximarse escuché el tintineo de las campanillas que rodeaban sus muñecas y tobillos, y de las que colgaban de su collar.

No iría mal que Mídice tuviera competencia. Dirigí una sonrisa a Sandra.

Me miró y el placer transformó su rostro.

—Puedes bailar, esclava —dije.

Sería la Danza de las Siete Correas.

Dejó caer la seda que la envolvía y se arrodilló ante la gran mesa y mi silla con la cabeza gacha. Llevaba cinco piezas de metal sobre su cuerpo. El collar y los aros que rodeaban sus tobillos y muñecas. De todos ellos pendían pequeñas campanitas. Levantó la cabeza y me miró. Los músicos empezaron a tocar. Seis de mis hombres, cada uno con una correa, se aproximaron a la bailarina. Mantenía los brazos bajos y un poco hacia los costados. Las seis tiras se ataron a sus muñecas y tobillos, y las dos restantes a la cintura. Los hombres, cada uno de ellos sujetando una tira, se apartaron a unos dos metros de ella. Tres a cada lado. Estaba aprisionada entre ellos.

Miré a Thura que había sido apresada por los laceros en la isla de rence. Miraba entusiasmada, como todos los demás.

Sandra, con movimientos felinos, como una mujer desperezándose, extendió los brazos. Los hombres reían. Era como si no supiera que estaba atada. Cuando intentó bajar los brazos a su costado, por un breve instante no lo consiguió; frunció el entrecejo; parecía desconcertada, luego se la permitió moverse a placer.

Dejé escapar una carcajada. Estaba soberbia.

Aún de rodillas, echó la cabeza hacia atrás y con insolencia levantó la mano para quitarse una de las horquillas. De nuevo la correa impidió el movimiento de su brazo durante un instante, a pocos centímetros del cabello. Frunció el entrecejo. Los hombres volvieron a reír. Por fin, unas veces al instante, otras impidiéndoselo, logró soltarse el cabello, aquel hermoso, espeso, largo y negro cabello que estando arrodillada la cubría hasta los tobillos. Luego lo levantó sobre la cabeza, pero las correas apartaron sus brazos y cayó de nuevo, espléndido, sobre su cuerpo. Enojada, luchó por sujetar el cabello sobre la cabeza, pero las correas se lo impedían. Aquel cabello había de caer suelto sobre su cuerpo.

Entonces, aterrada, como si por vez primera comprendiera que era una esclava, se puso en pie de un salto y luchó contra las correas al son de la música.

Me dije que nadie podía superar a las bailarinas de Puerto Kar: eran las mejores en todo Gor.

Negra y dorada, temblando y llorando, bailaba al ritmo de la música y de las campanillas de sus muñecas, tobillos y collar a la luz de las antorchas. Giraba, se retorcía, saltaba. A veces parecía libre, pero, en realidad, siempre atrapada por aquellas correas, siempre prisionera. De pronto saltaba hacia uno de los hombres, pero los demás no permitían que llegara a él. Trataba de escapar de aquella tela de araña de correas que la atrapaba, pero no lo conseguía.

Por fin, cuando el terror alcanzaba límites incalculables, los hombres tensaron las correas puño a puño hasta que de pronto liaron sus pies y manos con ellas, levantando sobre sus cabezas el arqueado cuerpo de la esclava capturada.

Los hombres gritaban o golpeaban su puño derecho sobre el hombro izquierdo mostrando su complacencia. Había estado realmente sensacional.

Luego, los hombres la llevaron atada ante mi mesa.

—Una esclava —dijo uno de ellos.

—Sí, una esclava —murmuró la joven.

La música acabó con gran estrépito. Los hombres parecían locos lanzando gritos y aplaudiendo. Yo estaba realmente satisfecho.

—Soltadla —dije a los hombres.

Lo hicieron, y ella corrió con movimientos felinos hasta alcanzar mi trono quedando arrodillada a mis pies. Levantó la mirada, el rostro sudoroso, jadeando, pero los ojos brillantes como luceros.

—Tu baile ha sido muy interesante —comenté.

Apretó su mejilla en mis rodillas.

—¡Ka-la-na! —pedí.

Alguien me entregó una taza llena de aquel vino. Agarré a Sandra por el pelo y tirando de su cabeza hacia atrás, vertí el líquido por su garganta haciendo que parte de él resbalara por el rostro y cuerpo de la joven.

Me miró con los labios teñidos por el vino.

—¿Te he complacido? —preguntó.

—Sí.

—No me mandes otra vez a complacer a tus hombres. Quédate con Sandra —suplicó.

—Ya veremos.

—Sandra quiere complacerte, amo. Sólo usaste a Sandra en una ocasión y no es justo —insistió—. Sandra es mejor que Mídice.

—Mídice es muy buena.

—Sandra es mejor. Prueba a Sandra y te convencerás.

—Todo es posible —dije, sacudiendo su cabeza pero permitiendo que continuara arrodillada junto a mi silla. Observé cómo otras esclavas lanzaban miradas de odio en su dirección, pero ella semejaba un gato satisfecho a los pies de mi sillón.

—El oro, capitán —dijo uno de mis guardas del tesoro.

Había preparado una pequeña sorpresa para aquellos que festejaban conmigo mi victoria.

Había colocado sobre la tarima en que descansaba mi sillón y la larga mesa, un gran saco lleno de discos de oro de Cos, de Tyros, de Ar, de Puerto Kar, incluso de las lejanas Thentis y Turia. Sólo unos pocos podían verlo.

—Traed a la esclava de Tyros —ordené.

Los hombres reían a carcajadas.

Extendí la copa de Paga pero no la llenaron. Miré a mi alrededor enojado.

—¿Dónde está la esclava Telima? —pregunté a una que pasaba cerca de mi silla.

—Estaba aquí hace un segundo —respondió.

—Creo que ha ido a la cocina —dijo otra de las esclavas.

No le había dado permiso para que abandonara su sitio.

—Yo te serviré Paga —dijo Sandra.

—No —dije, apartando la copa de Paga. Volviéndome a una de las esclavas ordené—: Haz que golpeen a Telima y luego que venga a servirme Paga.

—Sí, amo —dijo la esclava apresurándose a cumplir la orden.

Sandra bajó la cabeza con un gesto de enojo.

—No te enfades, o haré que también te azoten a ti.

—Es que deseo tanto poder servirte.

—¿Paga? —pregunté riendo.

Levantó la mirada; ahora sus ojos brillaban y los labios estaban ligeramente entreabiertos.

—No, vino.

—Comprendo.

Hubo animación general cuando tras el ruido de cadenas la dama Vivina fue llevada a mi presencia. Me apercibí de un movimiento a mi lado y vi que Telima estaba de nuevo junto a mi sillón. Había lágrimas en sus ojos. Estaba seguro de que tres o cuatro marcas procedentes del látigo del jefe de cocina cruzarían su espalda, pues el tejido de rep ofrece muy poca protección. Extendió el brazo y llenó mi copa de Paga.

Fijé mi mirada en la dama Vivina. Todos estaban pendientes de ella. Incluso algunos esclavos entre los que se encontraba Pez. Aquella mujer había sido mi máximo trofeo. Aquella misma tarde la había presentado, con sus otras damas, ante el Consejo de los Capitanes. Habían destacado por su belleza, con collares de plata al cuello y las muñecas atadas a las espaldas con brazaletes de oro, arrodilladas entre joyas, oro y montones de sedas y toneles de especias. Aquella que pudo ser Ubara de Cos en Puerto Kar no era más que parte del botín.

—Saludos, dama Vivina.

—¿Acaso es ése el nombre que has escogido para mí? —preguntó.

Aquella misma tarde, al regresar del consejo, había hecho que la marcaran y pusieran el collar de esclava. Ahora, ante mí, sólo llevaba el collar de esclava, la marca en el muslo y los brazaletes de esclava en las muñecas. Estaba realmente bella.

—Quitadle los brazaletes —ordené a uno de mis hombres.

Obedeció.

—Soltad su cabello.

Así se hizo, y el cabello se deslizó sobre los hombros. Hubo gritos de placer por parte de los hombres.

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