Read Los conquistadores de Gor Online
Authors: John Norman
—Arrodíllate.
Obedeció.
—Eres Vina.
Bajó la cabeza en señal de conformidad. Luego me miró.
—Debo felicitarte, amo. Es un nombre excelente para una esclava.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Vina.
—¿Qué eres?
—Esclava.
—¿Cuáles son tus obligaciones, esclava?
—Aún no he sido informada por mi amo.
También había marcado y puesto collares a sus damas, y ahora estaban encadenadas en algún lugar de mi casa en espera de que asignara obligaciones para ellas. Podía distribuirlas entre mis oficiales o entregarlas a mis hombres. O podrían servir de premio en competiciones y juegos, o como aliciente para que mis hombres rindieran mejor servicio. Incluso barajé la posibilidad de abrir una taberna de Paga en el centro de Puerto Kar con el nombre de “Las Cuarenta Doncellas”. Pocos resistirían la tentación de ser servidos por bellas y altas damas de Tyros.
Pero en aquel momento mi atención se centraba en Vina, la que hubiera sido Ubara de Cos, y se había convertido en esclava de Bosko, de Puerto Kar.
—¿Qué atuendos hemos de pedir para ti? —pregunté.
Me miró, pero nada dijo.
—¿Qué te parece la túnica de esclava que efectúa la limpieza de casa?
Su mutismo no fue interrumpido.
—¿O he de pedir campanitas, sedas y perfumes para que seas esclava de placer?
—¿Se me destinará a ser esclava de placer? —preguntó con una sonrisa en los labios, pero con tono totalmente gélido.
Del saco que había junto a mi asiento, casi lleno de oro, saqué una pequeña prenda doblada y la tiré a sus pies.
La recogió y la miró.
—¡No! —exclamó.
—Póntelo —ordené.
—¡No! ¡No! —gritó con ira. Se puso en pie de un salto, sosteniendo aquel terrible tejido entre las manos. Intentó escapar, pero fue acorralada por mis hombres. Se volvía una y otra vez a mí repitiendo—: ¡No! ¡No!
—Póntelo.
Hizo lo que le ordenaba, pero sin ocultar su furia.
Hubo un coro de grandes risotadas.
La dama Vivina estaba ante mí vistiendo la túnica de la esclava de la olla.
—En Cos hubieras sido Ubara, pero en mi casa no serás más que una esclava de la olla.
La ira y la vergüenza habían enrojecido su rostro.
Los hombres no cesaban de reír y burlarse de ella.
—Jefe de cocina. —llamé.
—Aquí, capitán —contestó Tellius desde más allá de las mesas.
—Ven.
El hombre se aproximó.
—Aquí tienes una nueva chica para la cocina —dije señalando a la joven con un gesto.
Con el látigo en la mano, giró en torno a ella sonriendo.
—Es una belleza —comentó.
—Tenla atareada todo el día. No quiero que sea perezosa.
—No lo será —prometió.
La dama Vivina apenas podía controlar su ira.
—¡Pez! ¿Dónde está ese esclavo que se llama Pez?
—Aquí —dijo, pasando de detrás de las mesas, donde había estado observando lo que acontecía, hasta situarse ante mí.
Con la cabeza indiqué a la esclava.
—¿Encuentras de tu gusto a esta esclava? —pregunté.
—Sí —respondió desconcertado.
—Muy bien. —Luego, volviéndome a ella, añadí—: El esclavo Pez te encuentra de su gusto, así que serás suya.
—¡No! ¡No! —gritó ella horrorizada.
—Harás uso de ella cuando lo desees —dije al muchacho.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! —volvió a gritar.
Se arrodillo ante mí, llorando y con los brazos extendidos.
—Es un esclavo y yo hubiera sido Ubara de Cos.
—Serás usada por él.
Gemía ocultando el rostro con las manos. Todos reían. Miré a mi alrededor. Me sentía feliz. Pero mi mirada se cruzó con la de Luma. No reía. Las lágrimas brillaban en sus ojos. Me enojó. Mañana haría que la azotaran.
Sandra reía alegremente a mi lado. Revolví su cabello con rudeza. Ella besó mi mano izquierda, pero la aparté de un golpe con la derecha. Al cabo de un momento había pegado su mejilla a mi brazo izquierdo.
Pez miraba a Vina con compasión. Eran tan jóvenes los dos. Él, apenas contaba diecisiete años y ella quince o dieciséis. Se agachó y la puso en pie obligándola a mirarle.
—Soy Pez.
—No eres más que un esclavo —protestó.
Trataba de esquivar sus ojos, pero él la obligó cogiendo el collar con sus manos y haciéndolo girar.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Soy la dama Vivina de Kasra.
—No, eres una esclava —corrigió él.
—¡No! —gritó ella, agitando la cabeza.
—Sí, y también yo soy un esclavo.
Y luego, para sorpresa de todos, le sujetó la cabeza con sus manos y la besó suavemente en los labios.
Ella le miró a través de las lágrimas.
Habiendo crecido en los aposentos del palacio de Tyros en Kasra, suponía que aquél era el primer beso que había recibido. Indudablemente había esperado recibir tal beso envuelta en sedas y a la luz de las lámparas del amor en el lecho del Ubar de Cos, pero lo había recibido en Puerto Kar, en casa de su enemigo y bajo la luz de las antorchas.
Nos sorprendió ver que no ofrecía resistencia a aquel beso. Él la rodeó con sus brazos.
—Soy tan sólo un esclavo —comentó el muchacho.
No podía creer lo que ocurría ante nuestros ojos. Ella, en su desdicha y soledad, levantó tímidamente los labios para que, en caso de complacerle, pudiera besarlos de nuevo. Él los rozó dulcemente con los suyos.
—También yo soy esclava. Me llamo Vina.
—Mereces ser una Ubara —dijo, aún sujetando su cabeza entre las manos.
—Y tú mereces ser un Ubar —susurró ella.
—Creo que encontrarás los brazos de Pez mucho más acogedores que los del gordo Lurius, en su lecho de pieles.
Volvió a mirarme a través de las lágrimas.
—Por la noche encadénalos juntos —dije al jefe de cocina.
—¿Con una sola manta? —preguntó.
—¡Por supuesto!
Aquellas palabras le hicieron perder seguridad y volvió a romper en lágrimas, pero Pez, con sumo cuidado, la cogió en brazos y la sacó del salón.
Lancé una sonora carcajada y mis amigos la corearon.
¡Qué broma haber hecho prisionera a la futura Ubara de Cos y ponerla de esclava en mi cocina y entregarla a un joven esclavo! Aquella historia no tardaría en conocerse en todos los puertos de Thassa y todas las ciudades de Gor. ¡Qué vergüenza para Tyros y Cos, enemigas de Puerto Kar! ¡Qué satisfacción ver la derrota y humillación del enemigo! ¡Qué maravilloso es el poder, el éxito y el triunfo!
Tambaleándome, metí la mano en el saco de monedas de oro y empecé a echarlas a puñados por la habitación. Por los suelos rodaban monedas de Ar, de Tyros, de Cos, de Thentis, de Turia y de Puerto Kar. Los hombres gritaban enloquecidos intentando atraparlas.
—Paga —grité extendiendo la copa, y Telima la colmó.
Lamentaba que Mídice y Tab no estuvieran a mi lado para compartir mi triunfo. Asiendo el borde de la mesa conseguí ponerme en pie. Derramé el líquido de la copa.
—Paga —grité de nuevo, y Telima llenó mi copa otra vez.
Enloquecido, gritando y chillando volví a lanzar monedas a todos los rincones del salón. Reía con desenfreno viendo a aquellos hombres saltar unos sobre otros, e incluso golpearse, por hacerse con las monedas que repetidas veces lanzaba de un extremo a otro del salón. Todos reían y gritaban.
—¡Viva Bosko! ¡Viva Bosko, almirante de Puerto Kar! —gritaban.
Lancé más monedas de oro, bebí. Aquello no tenía fin.
—Sí, ¡viva Bosko! —grité echando más monedas al aire.
—¡Viva Bosko! ¡Viva Bosko, almirante de Puerto Kar!
De pronto, oí un grito de terror. Procedía de la derecha. Me volví y miré con dificultad, debido a la borrachera, al extremo de la mesa. Luma, encadenada a ella me miraba con expresión de terror.
—La cara, la cara —repetía una y otra vez.
Estaba desconcertado. De pronto la habitación quedó en silencio.
—Ha desaparecido —dijo Luma sacudiendo la cabeza.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—La cara —respondió.
—¿Qué ocurre con la cara? —insistí.
—Nada, nada —respondió bajando la cabeza.
—¿Qué ocurría con la cara?
—Por un instante... pensé... que era la cara de Surbus.
Lancé un grito de rabia, y asiendo la mesa, volcando fuentes, platos y copas, la lancé fuera de la tarima. Thura y Ula gritaban. Sandra también gritaba mientras huía de mi lado haciendo sonar sus pequeñas campanitas. Luma, al estar encadenada a la mesa, fue arrastrada hasta quedar tendida sobre las baldosas del salón.
Furioso, giré y medio cayendo medio tropezando abandoné el salón.
—Almirante —gritaba alguien a mis espaldas.
Así fuertemente el medallón que colgaba de mi cuello. Tropezando y llorando de rabia me encaminé a mis habitaciones. Aún podía oír el alboroto causado por mi inesperada reacción. Furioso, me apresuraba, a veces cayendo otras chocando contra las paredes. Abrí las puertas de mi aposento de un solo golpe. Mídice y Tab se apartaron de un salto. Rugí, golpeando los muros con mis puños, y luego, arrancándome la capa, me giré llorando para enfrentarme a ellos. Había desenvainado la espada.
—Haré que te torturen y te empalen por esto, Mídice —grité.
—No —gritó Tab—. Yo soy el culpable. He sido yo quien ha forzado la entrada en la habitación.
—¡No! ¡No! —gemía Mídice—. La culpa es mía. La culpa es mía.
—Haré que te torturen y te empalen —dije mirando a Mídice. Luego miré a Tab—. Has sido un hombre bueno, Tab, de modo que te ahorraré el tormento. —Le hice un gesto con la espada—. Defiéndete.
Encogió los hombros. No desenvainó el arma.
—Es inútil. Sé que me matarás.
—Defiéndete —rugí.
—Está bien —dijo, sacando el arma.
Mídice, llorando, se arrodilló entre nosotros.
—Mata a Mídice —gemía.
—Te mataré lentamente ante sus ojos y luego la entregaré a la tortura.
—Mata a Mídice, pero déjale a él en libertad. Deja que se vaya.
—¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué? ¿Por qué? —preguntaba yo llorando.
—Le quiero —respondió también llorando.
Reí.
—No puedes amarle. Eres Mídice. Eres mezquina, egoísta y vana. En ti no hay amor alguno.
—A él sí que le quiero —continuó diciendo entre lágrimas.
—¿No me quieres a mí? —pregunté con súplica en la voz.
—No —susurró mirándome a través de las lágrimas—, no.
—Pero te he dado muchas cosas —gemí—. ¿No te he dado gran placer?
—Sí, me has dado muchas cosas.
—¿Y no te he dado placer? —insistí.
—Sí —admitió.
—¿Entonces, por qué?
—Porque no te amo.
—Sí, sí que me amas —grité desesperado.
—No, no te amo... y nunca te he amado.
Lloraba. Coloqué la espada en el cinto.
—Llévatela. Es tuya —dije a Tab.
—La amo —dijo él.
—¡Llévatela! —rugí—. Y márchate de mi casa. Que no vuelva a verte jamás.
—Mídice —dijo Tab con voz ronca.
Ella corrió hacia él, que colocó un brazo alrededor de su cuerpo; luego, abandonaron la habitación. Él no había envainado su espada.
Anduve lentamente por la habitación y sentándome sobre las pieles del lecho oculté mi cabeza entre las manos.
Ignoro cuánto tiempo permanecí en aquella posición. Oí un tenue sonido en la entrada. Levanté la cabeza. En el umbral de la puerta estaba Telima. La miré.
—¿Has venido a fregar el suelo?
—No, ya lo hice mucho antes para poder quedarme hasta tarde en la fiesta —respondió sonriendo.
—¿Sabe el jefe de cocina que estás aquí?
—No.
—Te azotarán.
Me di cuenta que en el brazo izquierdo llevaba el brazalete de oro que había regalado a Mídice.
—Tienes el brazalete.
—Sí.
—¿Cómo lo has conseguido?
—De Mídice.
—¿Lo robaste?
—No.
La miré a los ojos.
—Mídice me lo devolvió.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Hace ya más de un mes.
—Fue muy amable con la esclava de la olla.
—Sí —dijo Telima con una sonrisa, a pesar de las lágrimas que brillaban en sus ojos.
—No he visto que lo llevaras puesto.
—Lo guardaba entre la paja de mi colchón.
La miré. Estaba junto a la puerta y parecía muy tímida. Estaba descalza y llevaba la manchada túnica de la esclava de la olla. Tenía alrededor del cuello un sencillo collar de acero. Pero lucía el brazalete de oro en el brazo izquierdo.
—¿Por qué te has puesto el brazalete de oro? —pregunté.
—Es lo único que tengo.
—¿Por qué has venido a esta hora?
—Mídice.
Lancé un grito y oculté mi cabeza entre las manos. Lloraba. Telima avanzó tímidamente.
—Te quería —dijo.
Negué con la cabeza.
—Pero le era imposible amarte —susurró.
—¡Vete a la cocina! —gemí—. Vete ahora mismo o de lo contrario te mataré.
Telima se arrodilló a pocos centímetros de mí. En sus ojos brillaban las lágrimas.
—¡Vete, o te mataré!
No se movió. Continuó arrodillada donde estaba. Negó con la cabeza.
—No, no lo harías. No podrías hacerlo.
—¡Soy Bosko! —grité, poniéndome en pie.
—Sí, eres Bosko. Fui yo quien te dio ese nombre —dijo sonriendo.
—¡Fuiste tú quien me destruyó!
—Si alguien se destruyó, ese alguien fui yo.
—¡Tú me destruiste! —sollocé.
—Tú no has sido destruido, mi Ubar.
—Sí, tú me destruiste y ahora yo te destruiré.
Me levanté de nuevo de un salto y desenvainado la espada levanté la hoja sobre su cabeza. Aún de rodillas, alzó los ojos llenos de lágrimas para mirarme.
Enfurecido, arrojé la espada contra las piedras de la pared. También yo me arrodillé ocultando el rostro entre las manos.
—Mídice, Mídice —gemí.
En una ocasión había jurado que jamás volvería a perder a otra mujer, ya que anteriormente había perdido a otras dos. Y ahora Mídice me había dejado. Le había dado las sedas más costosas, las más preciadas joyas. Había alcanzado la fama. Me había hecho poderoso, rico. Me había hecho grande. Pero ella se había ido. Ahora nada importaba. Se había ido, perdiéndose en la noche. Ya no era mía. Había elegido a otro hombre y yo la había perdido.
—¡Mídice! —gemí.
Me levanté, agité la cabeza y con la manga de la túnica limpié las lágrimas de mi rostro; luego me encaminé a los pies del lecho y me senté en él con la cabeza baja.