Los conquistadores de Gor (21 page)

BOOK: Los conquistadores de Gor
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—¿Me envió esta tarde el noble Samos una nota diciendo que deseaba hablar conmigo?

—No —respondió mirándome.

Incliné la cabeza.

Samos se giró y abandonó la habitación.

—Samos amarró su barco esta noche a la hora decimoctava. Procedía de Scagnar —me dijo uno de los escribas.

—Entiendo —respondí.

¿Quién podía haber escrito aquella nota? Al parecer otros también deseaban tener relación conmigo.

Estaba a punto de sonar la hora veinte.

Lysias, capitán adepto a Henrius Sevarius, habló ante el consejo. Lo hizo ante los tronos de los Ubares, incluso ante la gran mesa que ahora mostraba señales de deterioro debido a las flechas de las ballestas.

El salón del consejo se hallaba rodeado por los hombres de los capitanes, que también vigilaban los tejados y las aceras de los canales un pasang a la redonda.

El salón estaba iluminado por gran número de lámparas con velas sobre mesas colocadas entre las sillas curiales.

Lysias hablaba paseándose de un lado a otro, haciendo voltear la capa a su espalda mientras sostenía el casco con el airón de cerdas de eslín en el hueco del brazo.

—Así pues, os ofrezco a todos el perdón en nombre de Henrius Sevarius, Ubar de Puerto Kar —dijo, concluyendo su discurso.

—Henrius Sevarius, el capitán, el muy amable —dijo Samos, desde la silla curial, en representación del consejo.

Lysias bajó la cabeza.

—Posiblemente Henrius Sevarius, el capitán, llegue a enterarse de que el consejo no es tan condescendiente como él —continuó diciendo Samos.

Lysias levantó la cabeza alarmado.

—¡Su poder es mayor que el vuestro! —gritó. Giró para enfrentarse con los Ubares, que sentados en los tronos estaban rodeados por sus hombres—. ¡Mucho más grande que el vuestro!

Fijé los ojos en los Ubares; Chung, rechoncho, brillante; Eteocles, alto, con cabello largo; Nigel, como un Señor de la Guerra; y Sullius Maximus, de quien se decía que escribía poesía y dominaba las propiedades de varios venenos.

—¿Cuántos barcos posee? —preguntó Samos.

—Ciento dos —repuso Lysias con orgullo.

—Los capitanes del consejo —comentó Samos con sequedad— disponen de unos mil barcos. Es más, el consejo es interventor en cuanto a la disposición y aplicación de los barcos de la ciudad, que en total suman aproximadamente otros mil.

Lysias permanecía ante Samos frunciendo el ceño.

—Por lo tanto, el consejo dispone de dos mil naves.

—¡Hay muchos más barcos! —vociferó Lysias.

—¿Acaso te refieres a los de Chung, Eteocles, Nigel y Sullius Maximus? —preguntó Samos.

Hubo risas desagradables por parte del consejo.

—¡No! Me refiero a los que pertenecen a los capitanes menores, que en total ascienden a unos dos mil quinientos —respondió Lysias.

—Por las calles he oído gritar “poder para el consejo” —comentó Samos.

—Proclamad a Henrius Sevarius Ubar único y se os perdonará la vida —dijo Lysias desconcertado.

—¿Es ésta vuestra propuesta? —preguntó Samos.

—Lo es —respondió Lysias firmemente.

—Ahora escucha la propuesta del consejo. Que Henrius Sevarius y su regente, Claudius, depongan las armas, renuncien a todos los barcos, hombres, posesiones y enseres, y se presenten ante el consejo desnudos y con cadenas de esclavos, donde se les juzgará.

Lysias, con el cuerpo rígido por la furia y la mano en el pomo de la espada, permanecía ante Samos sin conseguir pronunciar palabra alguna.

—Quizá perdonemos sus vidas si consienten en tomar asiento en los bancos de los barcos públicos redondos —añadió Samos.

Los miembros del consejo daban gritos de aprobación a la vez que agitaban los puños.

—Reclamo la inmunidad del emisario —dijo Lysias mirando a su alrededor.

—Así será —dijo Samos. Luego, volviéndose a uno de los pajes, ordenó—: Conducid al capitán Lysias a la morada de Henrius Sevarius.

Lysias, volteando la capa, siguió al paje hasta abandonar la habitación.

Ahora Samos se puso en pie ante la silla curial.

—¿Puedo afirmar que ante el consejo Henrius Sevarius ya no es Ubar ni capitán de Puerto Kar?

—¡Así es! ¡Así es! —vociferaban los miembros del consejo. Creo que nadie superaba los gritos de los cuatro Ubares en sus tronos.

Cuando el vocerío amainó, Samos se volvió hacia los Ubares. Éstos le miraron con recelo.

—Gloriosos capitanes... —empezó Samos.

—¡Ubares! —gritó Sullius Maximus.

—Ubares... —corrigió Samos con una sonrisa en el rostro y una inclinación de cabeza.

Los cuatro hombres, Chung, Eteocles, Nigel y Sullius Maximus descansaron las espaldas sobre los respaldos de sus tronos.

—Sabed, Ubares, que Samos, Primer Recaudador de Esclavos de Puerto Kar, ahora propondrá al consejo asumir plenamente el gobierno de la ciudad, con plenos poderes políticos, de tasas, leyes y los pertinentes a la administración.

—¡No! —gritaron los cuatro Ubares abandonando los tronos de un salto.

—¡Habrá guerra civil! —exclamó Eteocles.

—Poder para el consejo —comentó Samos con una reverencia.

—¡Poder para el consejo! —gritaron los hombres sentados en las sillas curiales. Incluso los pajes, los escribas, y los capitanes menores al fondo del salón se unieron a estos gritos. Yo permanecía inmóvil en mi silla, sonriendo.

—Debo añadir que propongo, asimismo, que todo vínculo con adeptos y patrones en Puerto Kar sea anulado, para ser establecido de nuevo por mutuo acuerdo y contrato explícito por ambas partes, de cuyo documento será entregada copia al consejo.

—No permitiremos que recortes nuestros poderes —dijo Sullius Maximus, levantando un puño cerrado contra Samos.

—Y también se acordará que todo aquel que no acepte las resoluciones tomadas por dicho consejo, o actúe contra el mismo, será distinguido con las sanciones que el consejo considere pertinentes.

Hubo gritos de entusiasmo en las gradas.

El Ubar Chung echó la capa sobre sus hombros y abandonó el salón seguido de sus hombres. Nigel, con un gesto de desdén en el rostro, lo imitó.

—Ahora pido al escriba de la mesa que pase la lista de los capitanes —dijo Samos.

—Antisthenes.

—Antisthenes acepta la propuesta —dijo un hombre sentado en la tercera fila, muy alejado de mi asiento.

Eteocles, furioso, volteando la capa a su espalda y la mano en el puño de la espada, avanzó hasta la mesa del escriba. Desenvainó la espada y clavó la hoja en la mesa atravesando los papeles.

—Éste es el poder en Puerto Kar —exclamó gritando.

Samos, sin apresurarse, desenvainó su acero colocándolo sobre sus rodillas.

—También aquí hay poder.

Casi todos los capitanes del consejo sacaron sus armas de la vaina y las colocaron sobre las rodillas.

También yo desenvainé mi espada y me puse en pie mirando a Eteocles. Él me miró fijamente y con un grito de rabia arrancó la hoja de la mesa, la envainó y girando sobre los talones abandonó el salón.

Volví a ocupar mi asiento.

Sullius Maximus, lentamente y sin dar muestra de emoción, abandonó el asiento. Uno de sus hombres le ayudó a ajustarse la capa de manera que cayera como él deseaba, desde el broche dorado. Otro de sus hombres sostenía su casco.

Se detuvo ante la mesa del escriba y recorrió con la vista a los capitanes del consejo.

—Escribiré un poema lamentando la caída de los Ubares dijo sonriendo antes de abandonar la habitación.

Éste es el más peligroso de todos los Ubares, me dije mientras envainaba de nuevo la espada.

—Bejar —dijo el escriba.

—Bejar acepta la propuesta de Samos —habló un capitán de tez oscura y cabello largo que ocupaba un asiento en la segunda fila, dos sillas más abajo de la mía y a mi derecha.

—Bosko.

—Bosko se abstiene.

Samos y muchos otros capitanes fijaron sus ojos en mí.

—Abstención —escribió el escriba en el informe.

No veía razón alguna para comprometerme en el programa de Samos y del consejo. Estaba claro que la propuesta iba a ser aceptada; es más, estaba seguro que repercutiría en favor de mis intereses, pero al abstenerme mis intenciones y lealtad quedarían muy útilmente en la ambigüedad. La abstención me parecía ofrecer mayor posibilidad de acción; además, era algo precipitado prever sobre qué sillas curiales los tarns del poder iban a posarse.

Como había supuesto, las resoluciones presentadas por Samos fueron aceptadas casi por unanimidad. Hubo algunas abstenciones y algún que otro “no” de aquellos que temían las represalias de los Ubares, pero el resultado era evidente: el entronamiento del Consejo de los Capitanes como soberanos de la ciudad.

El consejo volvió a reunirse aquella noche y muchas fueron las decisiones tomadas. Antes del amanecer ya se erigían muros alrededor de las propiedades de Henrius Sevarius y sus muelles eran bloqueados por barcos del arsenal, mientras se mantenía una estrecha vigilancia en las casas de los otros Ubares. Se crearon varios comités, generalmente dirigidos por escribas que informarían al consejo, con el fin de realizar varios estudios sobre la ciudad, especialmente de interés militar y comercial. Uno de ellos era un censo de barcos y capitanes cuyo resultado sería de uso privado para el consejo. Otros estudios, que igualmente serían secretos, trataban de la defensa de la ciudad, sus provisiones en madera, grano, sal, piedra y aceite de tharlarión. Otros puntos de interés, aunque no se llegó a acuerdo alguno aquella noche, eran los impuestos, unificación y revisión de los códigos de los cinco Ubares, nuevas leyes que reemplazaran las impuestas por los Ubares, y la adquisición de soldados profesionales directamente a las órdenes del consejo; de hecho, una especie de pequeño consejo de policía o ejército. Tal cuerpo, en realidad, ya existía en número reducido y de jurisdicción limitada, en el arsenal. La guardia del arsenal, con toda seguridad, se convertiría en una rama de aquel nuevo ejército, si es que llegaba a convertirse en realidad. Hay que recordar que el consejo ya controlaba un gran número de barcos y tripulaciones pero aquéllas eran fuerzas navales por naturaleza. El consejo ya tenía su fuerza naval, pero los hechos acaecidos aquella tarde demostraban que no estaba de más que también dispusiera de una pequeña infantería permanente. No se podía depender de una rápida leva de hombres de los capitanes independientes para proteger al consejo, como fuera el caso aquella tarde. Además, si el consejo había de llegar a ser verdaderamente soberano en Puerto Kar, tal y como se había proclamado a sí mismo, lo lógico era que dispusiera de su propia fuerza militar dentro de la ciudad.

Mencionaré otro incidente acaecido en esta reunión del consejo. Ocurrió poco después del amanecer, cuando la luz gris de la mañana penetraba a través de las altas y estrechas ventanas del salón. Había sacado la nota que Samos negara enviarme, quemándola con la llama de la vela que había junto a mi mesa.

Ahora apenas era un pequeño cabo de cera cuya llama estaba próxima a extinguirse. Después de quemar la nota aplasté el pabilo con la mano. Había amanecido.

—Sospecho que Cos y Tyros están implicados en el ataque de la Casa de Henrius Sevarius —estaba diciendo Samos.

Yo mismo consideraba tal posibilidad como probable.

Los capitanes mostraron conformidad con sus sospechas.

No parecía posible que Sevarius osara poner en práctica tal acción sin contar con el apoyo de Cos y Tyros.

—Hablando por mí, debo confesar que estoy harto de estas interminables luchas con Cos y Tyros —continuó diciendo Samos.

Los capitanes intercambiaron miradas.

—Y ahora que el consejo es soberano en Puerto Kar, ¿no podría haber paz entre nosotros? —dijo Samos, presionando las manos en el brazo de la silla curial.

Aquellas palabras me desconcertaban. Uno o dos capitanes enderezaron la espalda.

—Siempre hubo guerra entre nosotros y las islas —dijo otro capitán, reclinándose en la silla.

Sentía curiosidad por conocer su plan y la motivación de aquellas palabras.

—Ya sabéis que Puerto Kar no es la ciudad más querida, respetada ni honrada de Gor —comentó Samos en tono carente de toda emoción.

Estas palabras provocaron risas entre los miembros del consejo.

—¿Hemos sido acaso mal interpretados? —preguntó.

Había cierto tono entre divertido y desagradable en la pregunta. Sonreí. Las demás ciudades de Gor comprendían perfectamente las intenciones de Puerto Kar.

—Pensad en nuestro comercio —continuó Samos—. ¿No conseguiríamos triplicarlo si lográsemos convencer a las demás ciudades de Gor de que somos buenos y pacíficos?

Todos los capitanes dejaron escapar sonoras risotadas, e incluso hubo quien golpeó fuertemente sobre los brazos de la silla curial. Ya no había una sola persona adormecida en el salón. Incluso los pajes y escribas reían.

Cuando las risas cesaron, el silencio fue inesperadamente interrumpido por Bejar, el capitán de tez morena y largo cabello lacio.

—Tus palabras, sin duda alguna, serían ciertas.

Ahora el silencio se hizo sobrecogedor. Creo que todos retenían la respiración para escuchar las palabras de Samos.

—Propongo que el consejo ofrezca condiciones de paz a las islas de Cos y Tyros.

—¡No! ¡No! —protestaron los capitanes.

Cuando el tumulto amainó, Samos retomó la palabra.

—Por supuesto, nuestras condiciones serán rechazadas —dijo dulcemente.

Los capitanes se miraban desconcertados; luego empezaron a sonreír, algunos incluso a reír. También yo sonreía. Samos era muy astuto. Aquella fachada de magnanimidad sería muy valiosa para un Ubarato marítimo. Es más, muchos hombres estarían dispuestos a creer que al pasar el poder al consejo, la ciudad reformaría su proceder. ¿Y qué mejor gesto para convencerles que esta oferta de paz a sus eternos enemigos? Si Cos y Tyros insistían en mantener una situación conflictiva, era muy posible que algunos de sus incondicionales aliados traspasaran sus simpatías a Puerto Kar. Tampoco podían olvidarse todas aquellas ciudades y puertos neutrales. Una vez conocida la noticia, no era probable que se aliaran con Cos y Tyros, sino todo lo contrario. Al menos, en tal situación, nuestros barcos serían mucho mejor recibidos en puertos que hasta ahora nos desairaron. ¿Y cómo era posible saber qué barcos mercantes atracarían en Puerto Kar si sus dueños pensaban que la ciudad era ahora honrada y cordial?

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