En una amistad perfecta, ese amor de apreciación es muchas veces tan grande, me parece a mí, y con una base tan firme que cada miembro del círculo, en lo íntimo de su corazón, se siente poca cosa ante todos los demás. A veces se pregunta qué pinta él allí entre los mejores. Tiene suerte, sin mérito alguno, de encontrarse en semejante compañía; especialmente cuando todo el grupo está reunido, y él toma lo mejor, lo más inteligente o lo más divertido que hay en todos los demás. Esas son las sesiones de oro: cuando cuatro o cinco de nosotros, después de un día de duro caminar, llegamos a nuestra posada, cuando nos hemos puesto las zapatillas, y tenemos los pies extendidos hacia el fuego y el vaso al alcance de la mano, cuando el mundo entero, y algo más allá del mundo, se abre a nuestra mente mientras hablamos, y nadie tiene ninguna querella ni responsabilidad alguna frente al otro, sino que todos somos libres e iguales, como si nos hubiéramos conocido hace apenas una hora, mientras al mismo tiempo nos envuelve un afecto que ha madurado con los años. La vida, la vida natural, no tiene don mejor que ofrecer. ¿Quién puede decir que lo ha merecido?
De todo lo dicho se desprende claramente que en la mayor parte de las sociedades y en casi todas las épocas las amistades se dan entre hombres y hombres, o entre mujeres y mujeres. Los sexos se encuentran en el afecto y en el eros, pero no en este amor. Y eso porque el afecto y el eros rara vez habrán gozado en las actividades comunes del compañerismo, que es la matriz de la amistad. Cuando los hombres tienen instrucción y las mujeres no, cuando uno trabaja y la otra permanece ociosa, o cuando realizan trabajos enteramente distintos, normalmente no tendrán nada «sobre» lo que puedan ser amigos. Podemos, pues, advertir fácilmente que es la falta de esto, más que cualquier otra cosa en su naturaleza, lo que excluye de la amistad, porque si pudieran ser compañeros también podrían llegar a ser amigos. De ahí que en una profesión, como es la mía, donde hombres y mujeres trabajan codo con codo, o en el campo misionero, o entre escritores y artistas, esa amistad sea muy común. Ciertamente, lo que una parte ofrece como amistad puede ser interpretado por la otra como eros, con penosos y embarazosos resultados. O bien lo que comienza como amistad puede convertirse para ambos también en eros. Pero decir que algo puede ser interpretado como otra cosa, o que puede convertirse en otra cosa, no significa negar la diferencia entre ellas, sino que más bien la implica; de otro modo no podríamos hablar de «convertirse en» o «interpretarse como».
En cierto sentido, nuestra sociedad es desafortunada. Un mundo donde los hombres y las mujeres no tienen ningún trabajo en común ni educación en común es probable que pueda arreglárselas bastante bien. En él, los hombres se buscan entre ellos para ser amigos y lo pasan muy bien. Supongo que las mujeres disfrutan de sus amistades femeninas igualmente.
Un mundo donde todos, hombres y mujeres, tuvieran una base común suficiente para esta relación, podría ser también agradable. Actualmente, sin embargo, fracasamos al fluctuar entre dos alternativas. La base común necesaria, la matriz, existe entre sexos en ciertos grupos, pero no en otros. Está notablemente ausente en muchos barrios residenciales. En un barrio rico, donde los hombres han pasado su vida haciendo y acumulando dinero, las mujeres, algunas al menos, han empleado su tiempo libre en desarrollar su vida intelectual, se han aficionado a la música o a la literatura. En esos ámbitos, los hombres aparecen ante las mujeres como bárbaros entre gente civilizada. .
En otros barrios es posible observar la situación contraria: ambos sexos han «ido a la escuela», por supuesto; pero desde entonces los hombres han tenido una educación mucho más seria, han llegado a ser doctores, abogados, clérigos, arquitectos, ingenieros u hombres de letras. Para ellos, las mujeres son como los niños para los adultos. En ninguno de esos barrios resulta en modo alguno probable la amistad entre los sexos; por eso, aunque es un empobrecimiento, podría ser tolerable si fuera admitido o aceptado. Pero el problema peculiar de nuestro tiempo es que los hombres y las mujeres, en esa situación, obsesionados por rumores e impresiones de grupos más felices, donde no existe esa diferencia entre los sexos, y deslumbrados por la idea igualitaria de que si algo es posible para algunos deberá ser, y por tanto es, posible para todos, se niegan a aceptar esa diferencia.
Es así como, por un lado, tenemos a la esposa en plan de profesora puntillosa y mandona, la mujer «culta» que está siempre tratando de llevar al marido «a que alcance su nivel». Lo arrastra a los conciertos, le gustaría que hasta aprendiera bailes tradicionales, e invita a gente «culta» a su casa. Es normal que eso no cause, sorprendentemente, ningún daño: el hombre de edad madura tiene un gran poder de resistencia pasiva y, ¡si ella lo supiera!, de indulgencia: «las mujeres tienen sus manías».
Algo mucho más penoso sucede cuando son los hombres los civilizados y las mujeres no, y sobre todo cuando las mujeres, y muchos hombres también, se niegan a reconocerlo. Cuando esto ocurre, nos encontramos con una actitud estudiadamente bondadosa, cortés y compasiva. «Se considera», como dicen los abogados, que las mujeres son miembros de pleno derecho del círculo masculino; el hecho, sin importancia en sí, de que ahora fumen y beban como los hombres aparece ante la gente sencilla como una prueba de que realmente lo son. Ninguna fiesta les está vedada; donde los hombres se junten, también las mujeres tienen que ir. Los hombres han aprendido a vivir entre ideas, saben lo que es una discusión, una argumentación, una explicación. Y una mujer que sólo ha recibido enseñanza escolar, y que después del matrimonio ha dado de lado hasta a cualquier barniz de «cultura» que hubiera podido recibir, cuyas lecturas consisten en revistas femeninas y cuya conversación general es casi toda narrativa, realmente no puede ingresar en dicho círculo. Puede estar ahí, en la misma habitación, local y físicamente presente. ¿Y eso qué? Si los hombres son insensibles, ella se sienta, aburrida y silenciosa, dejando correr una conversación que no le dice nada. Si ellos son más corteses tratarán, por supuesto, de hacerla participar: se le explican las cosas, los hombres tratarán de elevar las inoportunas y desatinadas observaciones de ella dándoles algún sentido; pero pronto los esfuerzos fracasan, y debido a las buenas maneras, lo que podría haber sido una verdadera discusión, es deliberadamente diluido, y termina en chismes, anécdotas y chistes. La presencia de ella ha destruido justamente aquello que venía a compartir. Realmente nunca debió entrar en el círculo, porque el círculo deja de ser tal cuando ella entra en él, como el horizonte deja de ser horizonte cuando uno llega a él. Por haber aprendido a beber y a fumar, y quizá a contar historias escabrosas, no ha logrado, a este respecto, acercarse a los hombres ni un ápice más que su abuela.
Pero su abuela era mucho más feliz y más realista: se quedaba en casa hablando con otras mujeres de cosas verdaderamente femeninas, y tal vez haciéndolo con verdadera gracia, con criterio y hasta con ingenio. Ella misma podría ser capaz de hacerlo ahora; puede que sea tan inteligente como los hombres a quienes malogró la velada, o incluso más inteligente; pero, en realidad, no le interesan las mismas cosas, ni domina los mismos métodos —todos parecemos tontos cuando simulamos interés por cosas que no nos importan nada.
La presencia de tales mujeres, que son miles, ayuda a explicar el descrédito moderno de la amistad. Con frecuencia ellas acaban siendo vencedoras absolutas. Destierran el compañerismo masculino y, como consecuencia, la amistad masculina de barrios enteros. Desde el único mundo que conocen, un inacabable parloteo frívolo sustituye el intercambio de ideas. Todos los hombres que encuentran se ponen a hablar como mujeres cuando hay mujeres delante.
Esta victoria sobre la amistad es con frecuencia inconsciente. Existe, sin embargo, un tipo de mujer más combativa que incluso lo planea. Oí a una decir: «No dejes nunca que dos hombres se sienten juntos, porque se pondrán a hablar sobre algún “tema” y entonces se acabará la diversión». Su postura no podía quedar expresada con mayor exactitud: soltar, por descontado, y cuanto más mejor, incesantes cataratas de voces humanas; pero, por favor, un «tema» no. La conversación no tiene que recaer sobre nada… Esta alegre dama —vital, atenta, «encantadora», insoportable e inaguantable— sólo buscaba diversión cada tarde, procurando que la reunión «resultara».
Pero la guerra consciente contra la amistad puede librarse en un plano más profundo. Hay mujeres que miran la amistad con odio, con envidia, con miedo, como un enemigo de eros y, más aún quizá, del afecto. Una mujer así se vale de mil artimañas para destruir las amistades de su marido. Se peleará ella misma con los amigos de él o, mejor aún, con las mujeres de éstos. Se burlará, se opondrá, mentirá. No se dará cuenta de que ese marido, al que logra aislar de sus iguales, pierde su dignidad, ella le ha castrado; terminará por avergonzarse de él. O bien llegará a no poder controlar la parte de la vida de él que transcurre en lugares donde ella no puede vigilarlo; le surgirán a él nuevas amistades, pero esta vez las mantendrá secretas. Y ella se podrá llamar muy afortunada —más afortunada de lo que se merece— si no se producen luego otros «secretos»…
Todas estas mujeres son, por supuesto, estúpidas. Las mujeres con sentido común que, si quisieran, serían ciertamente capaces de entrar en el mundo de la discusión y de las ideas son precisamente aquellas que, si no están preparadas, no tratan nunca de participar en ese mundo, ni de destruirlo. Tienen otras cosas de que ocuparse. En una reunión de hombres y mujeres se instalan en un extremo de la sala a charlar de sus cosas con otras mujeres. Para eso no nos necesitan, así como nosotros no las necesitamos a ellas. Sólo el desecho de la gente, que la hay en cada sexo, es la que desea estar «colgada» del otro incesantemente. Vivamos y dejemos vivir. Ellas se ríen mucho de nosotros. Así es como tiene que ser. Cuando los sexos que no tienen actividades compartidas se encuentran solamente en el eros y en el afecto —es decir, cuando no pueden ser amigos— es conveniente que cada uno tenga una vivida percepción de lo absurdo que es el otro. Eso es siempre ciertamente saludable. Nadie ha apreciado nunca realmente al otro sexo —así como nadie aprecia realmente a los niños o a los animales— sin sentir a veces que son divertidos; porque ambos sexos lo son. La humanidad es tragicómica; pero la división en sexos permite a uno ver en el otro lo gracioso, y también lo patético, que al propio sexo pasa a menudo inadvertido.
Anuncié que este capítulo sería en buena medida una rehabilitación. Espero que las páginas precedentes hayan dejado en claro por qué no es extraño, para mí al menos, que nuestros antepasados vieran la amistad como algo que nos eleva casi por encima de toda la humanidad. Este amor, libre del instinto, libre de todo lo que es deber, salvo aquel que el amor asume libremente, casi absolutamente libre de los celos, y libre sin reservas de la necesidad de sentirse necesario, es un amor eminentemente espiritual. Es la clase de amor que uno se imagina entre los ángeles. ¿Habremos encontrado aquí un amor natural que es a la vez el Amor en sí mismo?
Antes de sacar alguna precipitada conclusión de ese tipo, tengamos cuidado con la ambigüedad de la palabra «espiritual». Hay muchos pasajes en el Nuevo Testamento en que significa «relativo al Espíritu (Santo)», y en ese contexto lo espiritual, por definición, es bueno. Pero cuando lo «espiritual» se usa simplemente como lo contrario de lo corpóreo, del instinto o de lo animal, no es así. Existe el mal espíritu tanto como el espíritu bueno. Hay ángeles malvados tanto como ángeles santos. Los peores pecados del hombre son los espirituales. No debemos pensar que por ser «espiritual» la amistad ha de ser necesariamente santa o infalible en sí misma.
Hay que considerar tres hechos significativos. El primero, ya mencionado, es la desconfianza con que las autoridades tienden a considerar las amistades íntimas entre los que son sus súbditos. Puede ser una desconfianza injustificada, o puede tener alguna base.
En segundo lugar está la actitud que la mayoría adopta hacia todos los círculos de amigos íntimos. Los nombres con que designa o califica a esos círculos suelen ser casi todos más o menos denigrantes. En el mejor de los casos es una «pandilla». Será una suerte que no lo designe como una
coterie
, o una «camarilla» o un «pequeño senado» o una sociedad de bombos mutuos. Quienes en su propia vida no conocen más que el afecto, el compañerismo y el eros sospechan que los amigos son «unos pedantes engreídos que se creen demasiado buenos para los demás». Esta, por supuesto, es la voz de la envidia. Pero la envidia siempre presenta la acusación más verdadera, o la que más se acerca a la verdad de todas las que cabe imaginar; es la que más duele. Esta acusación, por lo tanto, tiene que ser tomada en consideración.
Finalmente, debemos advertir que la amistad es muy raras veces la imagen bajo la que las Sagradas Escrituras representan al amor entre Dios y el hombre. No se prescinde de ella enteramente; pero mucho más a menudo, al buscar un símbolo del Amor Supremo, las Escrituras no tienen en cuenta éste, que casi parece una relación angélica, y sondean la profundidad de lo que es más natural e instintivo. El afecto se toma como imagen cuando se quiere representar a Dios como nuestro Padre; eros, cuando Cristo se representa como el Esposo de la Iglesia.
Comencemos por las suspicacias de quienes detentan la autoridad. Me parece que hay base para esas suspicacias, y que el examen de esa base saca a la luz algo importante. La amistad, lo he dicho ya, nace en el momento en que un hombre le dice a otro: «¡Cómo! ¿Tú también? Creía que nadie más que yo…». Pero los gustos, la perspectiva o el punto de vista comunes que así se descubren, no siempre tienen por qué ser algo hermoso. A partir de ese momento pueden surgir, sí, el arte o la filosofía, o un adelanto en la religión o en el comportamiento moral; pero ¿por qué no también la tortura, el canibalismo, o los sacrificios humanos? Con seguridad la mayoría de nosotros ha experimentado en su juventud el carácter ambivalente de esos momentos. Fue maravilloso cuando, por primera vez, nos encontramos con alguien que admiraba a nuestro poeta preferido; lo que antes apenas se había entrevisto, adquiría ahora una forma definida; lo que antes casi nos avergonzaba, ahora lo podíamos admitir libremente. Pero no menos delicioso fue cuando nos encontramos por primera vez con alguien que compartía con nosotros una secreta perversidad; también esto se hizo más palpable y explícito; también de esto dejamos de avergonzarnos. Aun ahora, a cualquier edad, todos conocemos el peligroso encanto de un odio o de un agravio compartidos: resulta difícil no saludar como amigo al único que con nosotros veía realmente los defectos del vicerrector en la Universidad.