Empiezo con el más sencillo y más extendido de los amores, el amor en el que nuestra experiencia parece diferenciarse menos de la de los animales. Debo añadir inmediatamente que no por eso le doy menos valor; nada en el ser humano es mejor o peor por compartirlo con las bestias. Cuando le reprochamos a un hombre que es «un animal», no queremos decir que manifieste características animales —todos las tenemos—, sino que manifiesta éstas, y sólo éstas, cuando lo que se requiere es lo específicamente humano. Y al decir de alguien que es «brutal», generalmente queremos significar que comete crueldades de las que la mayoría de los brutos son incapaces, porque no son inteligentes.
Los griegos llamaban a este amor
storgé
(dos sílabas, y la g es «fuerte»). Aquí lo llamaré simplemente afecto. Mi diccionario griego define
storgé
como «Afecto, especialmente el de los padres a su prole», y también el de la prole hacia sus padres. Y ésta es, no me cabe duda, la forma original de este afecto, así como el significado básico de la palabra. La imagen de la que debemos partir es la de una madre cuidando a un bebé, la de una perra o una gata con sus cachorros, todos amontonados, acariciándose unos a otros; ronroneos, lametones, gemiditos, leche, calor, olor a vida nueva.
Lo importante de esta imagen es que desde el principio se nos presenta como una especie de paradoja. La necesidad y el amor-necesidad de los pequeños es evidente; lo es así mismo el amor que les da la madre: ella da a luz, amamanta, protege. Por otro lado, tiene que dar a luz o morir; tiene que amamantar o sufrir. En este sentido, su afecto es también un amor-necesidad. Y aquí está la paradoja: es un amor-necesidad, pero lo que necesita es dar. Es un amor que da, pero necesita ser necesitado. Volveremos sobre este punto.
En la vida animal, y más aún en la nuestra, el afecto se extiende mucho más allá de la relación madre hijo. Ese cálido bienestar, esa satisfacción de estar juntos abarca toda clase de objetos. Es el menos discriminativo de los amores. De algunas mujeres podemos augurar que tendrán pocos pretendientes, y de algunos hombres que probablemente tengan pocos amigos: no tienen nada que ofrecer. Pero casi todo el mundo puede llegar a ser objeto de afecto: el feo, el estúpido e incluso esos que exasperan a todo el mundo. No es necesario que haya nada manifiestamente valioso entre quienes une el afecto: he visto cómo sienten afecto por un débil mental no sólo sus padres sino sus hermanos. El afecto ignora barreras de edad, sexo, clase y educación. Puede darse entre un inteligente joven universitario y una vieja niñera, aunque sus almas habiten mundos diferentes. El afecto ignora hasta las barreras de la especie: lo vemos no sólo entre perro y persona, sino también, lo que es más sorprendente, entre perro y gato; Gilbert White asegura haberlo descubierto entre un caballo y una gallina.
Algunos novelistas lo han tratado con acierto. En
Tristram Shandy
, «mi padre» y tío Toby están tan lejos de tener alguna comunidad de intereses o ideas que no pueden hablar ni diez minutos sin discutir, pero nos hacen sentir su profundo afecto mutuo. Lo mismo ocurre con Don Quijote y Sancho Panza, Picwick y Sam Welles, Dick Swiveller y la Marquesa. Y lo mismo sucede también, aunque quizá sin la intención consciente del autor, en
El viento en los sauces
; el cuarteto formado por Mole, Rat, Badger y Toad manifiesta la asombrosa heterogeneidad que cabe entre los que están ligados por el afecto.
Pero el Afecto tiene sus propias reglas. Su objeto tiene que ser familiar. A veces podemos señalar el día exacto en que nos enamoramos o iniciamos una nueva amistad, pero dudo que podamos percibir el comienzo de un afecto. Cuando se toma conciencia de ello uno se da cuenta de que ya venía de tiempo atrás. El uso de la palabra «viejo» o «vieux» como expresión de afecto es algo significativo. El perro ladra a desconocidos que nunca le han hecho ningún daño, y mueve la cola ante viejos conocidos, aun cuando nunca le hayan hecho ningún bien. El niño tendrá cariño a un viejo jardinero rudo, que apenas se ha percatado de él, y en cambio se aleja del visitante que está tratando de conseguir que el niño le mire; pero tiene que ser un viejo jardinero, uno que siempre haya estado ahí, ese «siempre» de los niños, breve en el tiempo, pero que parece inmemorial.
El afecto, como ya he dicho, es el amor más humilde, no se da importancia. La gente puede estar orgullosa de estar «enamorada» o de su amistad; pero el afecto es modesto, discreto y pudoroso. En una ocasión en que yo comentaba sobre el afecto que a menudo se podía observar entre perro y gato, un amigo mío replicó: «Sí, de acuerdo, pero apuesto a que ningún perro se lo confesaría a otros perros». Esto es, por lo menos, una buena caricatura de los afectos humanos. «Dejemos que los feos se queden en casa», dice Comus. Pues bien, el afecto tiene la cara de ir por casa; y también tienen la cara así muchos por quienes sentimos afecto. El hecho de quererlos, o de que nos quieran, no es prueba de nuestra finura o sensibilidad. Lo que he llamado amor de apreciación no es un elemento básico en el caso del afecto. Habitualmente son necesarios la ausencia y el dolor para que podamos alabar a quienes estamos ligados por el afecto: contamos con ellos, y esto de contar con ellos, que puede ser un insulto en el caso del amor erótico, aquí es hasta cierto punto razonable y adecuado, porque se aviene bien con la amable y sosegada naturaleza de este sentimiento. El afecto no sería afecto si se hablara de él repetidamente y a todo el mundo; mostrarlo en público es como exhibir los muebles de un hogar en una mudanza: están muy bien donde están, pero a la plena luz del día se ve lo raídos o chillones o ridículos que son. El afecto parece como si se colara o filtrara por nuestras vidas; vive en el ámbito de lo privado, de lo sencillo, sin ropajes: suaves pantuflas, viejos vestidos, viejos chistes, el golpeteo del rabo del perro contra el suelo de la cocina, el ruido de la máquina de coser, un muñeco olvidado en el jardín.
Pero debo rectificar de inmediato. Estoy hablando de afecto tal como es cuando se da fuera de los otros amores. A veces, sí, se da de ese modo, pero a veces no. Así como la ginebra no es únicamente para beber sola, sino que forma parte de muchos combinados, así el afecto, además de ser un amor en sí mismo, puede entrar a formar parte de otros amores, y colorearlos completamente, hasta llegar a ser como el ámbito en que ese amor se manifiesta cada día. Sin el afecto, los amores quizá no fueran muy bien. Hacerse amigo de alguien no es lo mismo que ser afectuoso con él; pero cuando nuestro amigo ha llegado a ser un viejo amigo, todo lo referente a él, que al principio no tenía que ver con la amistad, se vuelve familiar y se ama de un modo familiar.
En cuanto al amor erótico, no puedo imaginar nada más desagradable que sentirlo —salvo por breve tiempo— sin ese vestido casero del afecto; de otro modo no sería nada fácil: o demasiado angelical o demasiado animal, o una cosa después de la otra, nunca demasiado grande o demasiado pequeña para el hombre. Hay de hecho un encanto especial, tanto en la amistad como en el eros, en esos momentos en que el amor de apreciación descansa, por así decir, acurrucado y dormido, y únicamente una sosegada y cotidiana relación nos envuelve (libres, como en la soledad, aunque ninguno de los dos esté solo). No hay necesidad de hablar ni de hacer el amor; no hay necesidad de nada, excepto quizá de alimentar el fuego.
Esta mezcla y superposición de amores nos aparece muy clara por el hecho de que en la mayoría de los lugares y épocas los tres amores (el afecto, la amistad y el eros) han tenido en común, como una expresión suya, el beso. En la Inglaterra actual, la amistad ya no lo usa, pero sí lo hacen el afecto y el eros; pertenece tan plenamente a ambos que no podemos saber ahora cuál lo tomó del otro, o si es que hubo tal derivación. Lo que con seguridad podemos decir es que el beso del afecto es distinto del beso del eros. Sí; pero no todos los besos de los enamorados son besos de enamorados. De nuevo, ambos amores tienden —ante el desconcierto de mucha gente moderna— a usar una «lengua» y un «modo de hablar» infantiles. Y esto no es exclusivo de la especie humana.
El profesor Lorenz dice que cuando los cuervos están enamorados, sus llamadas «consisten principalmente en sonidos infantiles, reservados por los cuervos adultos para estas ocasiones» (
King Solomon’s Ring
, p. 158). Nosotros y los pájaros tenemos la misma motivación. Las diferentes clases de ternura son todas ternura, y el lenguaje de la primera ternura que hemos conocido siempre revive para expresarse adecuadamente en su nuevo papel.
No hemos mencionado todavía uno de los más notables subproductos del afecto. Como he dicho, no es primordialmente un amor de apreciación, no es un amor que discrimine. Puede darse, aunque no sea fácil, entre las personas que menos podía esperarse. Aun con todo, curiosamente, este mismo hecho indica que en último término puede ser posible un aprecio que de otro modo no hubiera existido. Podemos decir, no sin razón, que hemos elegido a nuestros amigos y a la mujer que amamos por sus distintas cualidades —hermosura, franqueza, bondad, agudeza, inteligencia, o lo que sea—; pero tendrá que ser la clase especial de agudeza, el tipo especial de belleza, la clase especial de bondad que nos agrada, pues tenemos nuestros propios gustos respecto a estas y otras cualidades. He ahí por qué amigos y enamorados sienten que están «hechos el uno para el otro».
El especial mérito del afecto consiste en que puede unir a quienes más radicalmente —e incluso más cómicamente— no lo están: personas que si no hubiesen sido puestas por el Destino en el mismo sitio o ciudad no habrían tenido nada que ver la una con la otra. Si el afecto surge —por supuesto que a menudo no ocurre—, los ojos de esas personas comienzan a abrirse. Al simpatizar con el «viejo compañero», al principio solamente porque está ahí por casualidad; luego, muy pronto, porque descubro que, después de todo, en él «hay algo». En el momento en el que uno dice, sintiéndolo de verdad, que pese a no ser «mi tipo» es alguien muy bueno «a su modo», se da una especie de liberación.
Quizá no lo experimentamos así, puede ser que nos sintamos sólo tolerantes e indulgentes; pero en realidad hemos cruzado una frontera. Ese «a su modo» quiere decir que estamos saliendo de nuestro propio modo de ser, que estamos aprendiendo a valorar la bondad o la inteligencia en sí mismas, y no la bondad e inteligencia preparadas y servidas para gustar solamente a nuestro propio paladar.
«Los perros y los gatos deberían criarse siempre juntos», decía alguien. «Eso les ensancha mucho la mente». Y el afecto ensancha la nuestra; de entre todos los amores naturales ése es el más católico, el menos afectado, el más abierto. Las personas con quienes a uno le toca vivir en familia, en el colegio, a la hora del rancho, en un barco, en la comunidad religiosa son, desde ese punto de vista, un círculo más amplio que el de los amigos, por numerosos que sean, y a quienes uno ha elegido. El hecho de tener muchos amigos no prueba que yo tenga una honda apreciación de la especie humana; sería lo mismo que decir —para probar la amplitud de mis gustos literarios— que soy capaz de disfrutar con todos los libros que tengo en mi biblioteca. En ambos casos, la respuesta es la misma: «Usted eligió esos libros, usted eligió esos amigos. Es lógico que le agraden».
La verdadera amplitud de gustos a la hora de leer se muestra cuando una persona puede encontrar libros acordes con sus necesidades entre los que ofrece una librería de viejo. La verdadera amplitud de gustos respecto a los hombres se muestra igualmente en que encontremos algo digno de aprecio en el muestrario humano con que uno tiene que encontrarse cada día. Según mi experiencia, el afecto es lo que crea este gusto, y nos enseña primero a saber observar a las personas que «están ahí», luego a soportarlas, después a sonreírles, luego a que nos sean gratas, y al fin a apreciarlas. ¿Que están hechas para nosotros? ¡Gracias a Dios, no! No son más que ellas mismas, más raras de lo que uno hubiera creído, y mucho más valiosas de lo que suponíamos.
Ahora nos acercamos al punto peligroso. El afecto, ya lo dije, no se da importancia. La caridad —decía San Pablo— no es engreída. El afecto puede amar lo que no es atractivo: Dios y sus santos aman lo que no es amable. El afecto «no espera demasiado», hace la vista gorda ante los errores ajenos, se rehace fácilmente después de una pelea, como la caridad sufre pacientemente, y es bondadoso y perdona. El afecto nos descubre el bien que podríamos no haber visto o que, sin él, podríamos no haber apreciado. Lo mismo hace la santa humildad.
Pero si nos detuviéramos sólo en estas semejanzas, podríamos llegar a creer que este afecto no es simplemente uno de los amores naturales sino el Amor en sí mismo, obrando en nuestros corazones humanos y cumpliendo su ley. ¿Tendrían razón entonces los novelistas ingleses de la época victoriana: es el amor de este tipo suficiente? ¿Son «los afectos caseros», cuando están en su mejor momento y en su desarrollo más pleno, lo mismo que la vida cristiana? La respuesta a estas preguntas, lo sé con seguridad, es decididamente No.
No digo solamente que esos novelistas escribieron a veces como si nunca hubieran conocido ese texto evangélico sobre el «odiar» a la esposa y a la madre y aun la propia vida —aunque, por supuesto, sea así—, sino que la enemistad entre los amores naturales y el amor de Dios es algo que un cristiano procura no olvidar. Dios es el gran Rival, el objeto último de los celos humanos; esa Belleza, terrible como la de una Gorgona, que en cualquier momento me puede robar —al menos a mí me parece un robo— el corazón de mi esposa, de mi marido o de mi hija. La amargura de una cierta incredulidad que se disfraza, en quienes la sienten, de anticlericalismo, de rechazo de la «superstición», se debe en realidad a esto. Pero no estoy pensando ahora en esa rivalidad: trataremos de ella en un capítulo posterior; por el momento nuestra tarea está «más pegada a la tierra».
¿Cuántos «hogares felices» de ésos existen? Peor incluso: los que son desgraciados, ¿lo son por falta de afecto? Yo creo que no. Puede estar presente y ser causa de desdicha, pues casi todas las características de este amor son ambivalentes, pueden actuar tanto para bien como para mal. Por sí mismo, dejándolo sencillamente que siga su natural inclinación, este amor puede ensombrecer y hasta degradar la vida humana. Los ridiculizadores y los enemigos del sentimiento no han dicho toda la verdad sobre él, pero todo lo que han dicho es verdad.