Pero, en segundo lugar, ese comentario admite justamente, en lo mismo que dice, lo que yo estoy intentando decir. El afecto produce felicidad si hay, y solamente si hay, sentido común, el dar y recibir mutuos —ese tira y afloja—, y «honestidad»; en otras palabras: sólo si se añade algo más que el mero afecto, algo distinto del afecto, pues el sentimiento solo no es suficiente. Se necesita «sentido común», es decir, razón; se necesita «tira y afloja», esto es, se necesita justicia que continuamente estimule al afecto cuando éste decae, y en cambio lo restrinja cuando olvida o va contra el «arte» de amar; se necesita «honestidad», y no hay por qué ocultar que esto significa bondad, paciencia, abnegación, humildad, y la intervención continua de una clase de amor mucho más alta, amor que el afecto en sí mismo considerado nunca podrá llegar a ser. Aquí está toda la cuestión: si tratamos de vivir sólo de afecto, el afecto «nos hará daño».
Me parece que rara vez reconocemos ese daño. ¿Podía la señora Atareada estar realmente tan ajena a las innumerables frustraciones y aflicciones que infligía a su familia? Es difícil de creer. Ella sabía, ¡claro que lo sabía!, que echaba a perder toda la alegría de una velada fuera de casa cuando, al volver, uno la encontraba ahí sin hacer nada, acusadoramente, «en pie, esperándole». Seguía actuando así porque, si dejaba de hacerlo, se tendría que enfrentar al hecho que estaba decidida a no ver: habría sabido que no era necesaria. Ese es el primer motivo. Luego, además, la misma laboriosidad de su vida acallaba sus secretas dudas respecto a la calidad de su amor. Mientras más le ardieran los pies y le doliera la espalda de tanto trabajar, mejor, porque esas molestias le susurraban al oído: «¡Cuánto debes quererles por hacer todo eso!» Este es el segundo motivo; pero me parece que hay algo más profundo: la falta de reconocimiento de los demás, esas terribles e hirientes palabras —cualquier cosa puede herir a la señora Atareada— con que ellos le rogaban que mandara a lavar la ropa fuera, le servían de motivo para sentirse maltratada y, por tanto, para estar constantemente ofendida, y para poder saborear los placeres del resentimiento. Si alguien dice que no conoce esos placeres o es un mentiroso o un santo. Es cierto que esos placeres sólo se dan en quienes odian; pero es que un amor como el de la señora Atareada contiene una buena cantidad de odio. Lo mismo sucede con el amor erótico, del que el poeta romano dice «Yo amo y odio»; e incluso otros tipos de amor admiten esa misma mezcla, pues si se hace del afecto el amor absoluto de la vida humana, la semilla del odio germinará; el amor, al haberse convertido en dios, se vuelve un demonio.
Cuando el tema de que hablamos es la amistad, o el eros, encontramos un auditorio preparado. La importancia y belleza de ambos ha sido reiteradamente destacada, y hasta exagerada una y otra vez. Aun aquellos que pretenden ridiculizarlos, como consciente reacción contra esa tradición de encomios, lo hacen también influidos por ellos. Pero muy poca gente moderna piensa que la amistad es un amor de un valor comparable al eros o, simplemente, que sea un amor. No puedo recordar ningún poema desde
In Memoriam
, ni ninguna novela que la haya celebrado. Tristán e Isolda, Antonio y Cleopatra, Romeo y Julieta tienen innumerables imitaciones en la literatura moderna; pero David y Jonatán, Pílades y Orestes, Rolando y Oliveros, Amis y Amiles no las tienen. A los antiguos, la amistad les parecía el más feliz y más plenamente humano de todos los amores: coronación de la vida y escuela de virtudes. El mundo moderno, en cambio, la ignora. Admite, por supuesto, que además de una esposa y una familia un hombre necesita unos pocos «amigos»; pero el tono mismo en que se admite, y el que ese tipo de relación se describa como «amistades» demuestra claramente que de lo que se habla tiene muy poco que ver con esa
philia
que Aristóteles clasificaba entre las virtudes, o esa
amicitia
sobre la que Cicerón escribió un libro. Se considera algo bastante marginal, no un plato fuerte en el banquete de la vida; un entretenimiento, algo que llena los ratos libres de nuestra vida. ¿Cómo ha podido suceder eso?
La primera y más obvia respuesta es que pocos la valoran, porque son pocos los que la experimentan. Y la posibilidad de que transcurra la vida sin esa experiencia se afinca en el hecho de separar tan radicalmente a la amistad de los otros dos amores (el afecto y la caridad). La amistad es —en un sentido que de ningún modo la rebaja— el menos «natural» de los amores, el menos instintivo, orgánico, biológico, gregario y necesario. No tiene ninguna vinculación con nuestros nervios; no hay en él nada que acelere el pulso o lo haga a uno empalidecer o sonrojarse. Es algo que se da esencialmente entre individuos: desde el momento en que dos hombres son amigos, en cierta medida se han separado del rebaño. Sin eros ninguno de nosotros habría sido engendrado, y sin afecto ninguno de nosotros hubiera podido ser criado; pero podemos vivir y criar sin la amistad. La especie, biológicamente considerada, no la necesita. A la multitud o el rebaño —la comunidad— hasta puede disgustarles y desconfiar de ella; los dirigentes muy a menudo sienten de ese modo: los directores y directoras de escuelas, los rectores de comunidades religiosas, los coroneles y capitanes de barco pueden sentirse incómodos cuando ven surgir íntimas y fuertes amistades entre sus súbditos.
Este carácter «no natural», por así llamarlo, de la amistad explica sobradamente por qué fue enaltecida en las épocas antigua y medieval, y que haya llegado a ser algo fútil en la nuestra. El pensamiento más profundo y constante de aquellos tiempos era ascético y de renunciamiento al mundo. La naturaleza, la emociones y el cuerpo eran temidos como un peligro para nuestras almas, o despreciados como degradaciones de nuestra condición humana. Inevitablemente, por tanto, se valoraba más el tipo de amor que parece más independiente, e incluso más opuesto, de lo meramente natural. El afecto y el eros están demasiado claramente relacionados con nuestro sistema nervioso, y son demasiado obviamente compartidos con los animales. Los sentimos cómo remueven nuestras entrañas y alteran nuestra respiración. Pero en la amistad —en ese mundo luminoso, tranquilo, racional de las relaciones libremente elegidas— uno se aleja de todo eso. De entre todos los amores, ése es el único que parece elevarnos al nivel de los dioses y de los ángeles.
Pero surgió entonces el Romanticismo y «la comedia lacrimógena» y el «retorno a la naturaleza» y la exaltación del sentimiento y, como séquito suyo, todo ese cúmulo de emociones que, aunque fuera a menudo criticado, perdura desde entonces. Por último surgieron la exaltación del instinto y los oscuros dioses de la sangre, cuyos hierofantes suelen ser incapaces de una amistad masculina. Bajo esa nueva consideración, todo lo que antaño se elogiaba en el amor de amistad comenzó a ir en contra suya. No había en él sonrisas llenas de lágrimas, ni finezas, ni ese lenguaje infantil que pudiera complacer a los sentimentales. No estaba suficientemente envuelto en sangre y visceralidad para que pudiera atraer a los primarios. Se le veía como un amor flaco y descolorido, como una especie de sustitutivo para vegetarianos de amores más orgánicos.
Otras causas han contribuido a eso. Para quienes —y ahora son mayoría— ven la vida humana como una vida animal más desarrollada y más compleja, todas las formas de comportamiento que no puedan mostrar el certificado de su origen animal y un valor de supervivencia resultan sospechosas. Los certificados de amistad no son muy satisfactorios. Una vez más, esa actitud que valora lo colectivo por encima de lo individual necesariamente menosprecia la amistad, que es una relación entre hombres en su nivel máximo de individualidad. La amistad saca al hombre del colectivo «todos juntos» con tanta fuerza como puede hacerlo la soledad, y aun más peligrosamente, porque los saca de dos en dos o de tres en tres. Ciertas manifestaciones de sentimiento democrático le son naturalmente hostiles, porque la amistad es selectiva, es asunto de unos pocos. Decir «éstos son mis amigos» implica decir «ésos no lo son». Por todas estas razones, si alguien cree (como yo lo creo) que la antigua apreciación de la amistad era la correcta, difícilmente escribirá un capítulo sobre ella sino es para rehabilitarla.
Esto me obliga a llevar a cabo, como comienzo, una muy ardua tarea de demolición, porque en nuestra época se hace necesario refutar la teoría de que toda amistad sólida y seria es, en realidad, homosexual.
La peligrosa expresión «en realidad» es aquí importante. Decir que toda amistad es consciente y explícitamente homosexual sería, es obvio, demasiado falso; los pedantes se escudan tras la acusación menos palpable de que es homosexual «en realidad», es decir, inconscientemente, crípticamente, en un cierto sentido propio del Club Pickwick. Y esto, aunque no se puede probar, no puede tampoco nunca, desde luego, ser rebatido. El hecho de que no pueda descubrirse ninguna positiva evidencia de homosexualidad en el comportamiento de dos amigos no desconcierta en absoluto a esos pedantes. Dicen gravemente: «Esto es justo lo que se podía esperar». La mismísima falta de pruebas es así valorada como una evidencia; la falta de humo es la prueba de que el fuego ha sido cuidadosamente ocultado. Sí, supuesto que exista; pero primero hay que probar que existe. De otro modo estaríamos argumentando como uno que dijera: «Si en esa silla hubiera un gato invisible, parecería vacía; como la silla parece vacía, luego en ella hay un gato invisible».
La creencia en gatos invisibles quizá no se pueda refutar de un modo lógico, pero dice mucho acerca de quienes sostienen esa creencia. Los que no pueden concebir la amistad como un amor sustantivo, sino sólo como un disfraz o un elaboración del eros, dejan traslucir el hecho de que nunca han tenido un amigo. Los demás sabemos que aunque podamos sentir amor erótico y amistad por la misma persona, sin embargo, en cierto sentido, nada como la amistad se parece menos a un asunto amoroso. Los enamorados están siempre hablándose de su amor; los amigos, casi nunca de su amistad. Normalmente los enamorados están frente a frente, absortos el uno en el otro; los amigos van el uno al lado del otro, absortos en algún interés común. Sobre todo, el eros (mientras dura) se da necesariamente sólo entre dos. Pero el dos, lejos de ser el número requerido para la amistad, ni siquiera es el mejor, y por una razón importante.
Lamb dice en alguna parte que si de tres amigos (A, B y C) A muriera, B perdería entonces no sólo a A sino «la parte de A que hay en C», y C pierde no sólo a A sino también «la parte de A que hay en B». En cada uno de mis amigos hay algo que sólo otro amigo puede mostrar plenamente. Por mí mismo no soy lo bastante completo como para poner en actividad al hombre total, necesito otras luces, además de las mías, para mostrar todas sus facetas. Ahora que Carlos ha muerto, nunca volveré a ver la reacción de Ronaldo ante una broma típica de Carlos. Lejos de tener más de Ronaldo al tenerle sólo «para mí» ahora que Carlos ha muerto, tengo menos de él.
Por eso, la verdadera amistad es el menos celoso de los amores. Dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto, siempre que el recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo. Pueden entonces decir, como dicen las ánimas benditas en el Dante, «Aquí llega uno que aumentará nuestro amor»; porque en este amor «compartir no es quitar».
Por supuesto que la escasez de almas afines —por no hacer consideraciones prácticas sobre el tamaño de las habitaciones y su acústica— pone límites a la ampliación del círculo; pero dentro de esos límites poseemos a cada amigo no menos sino más a medida que crece el número de aquellos con quienes lo compartimos. En esto la amistad muestra una gloriosa «aproximación por semejanza» al Cielo, donde la misma multitud de los bienaventurados (que ningún hombre puede contar) aumenta el goce que cada uno tiene de Dios; porque al verle cada alma a su manera comunica, sin duda, esa visión suya, única, a todo el resto de los bienaventurados. Por eso dice un autor antiguo que los serafines, en la visión de Isaías, se están gritando «unos a otros» «Santo, Santo, Santo» (Isaías, 6,3). Así, mientras más compartamos el Pan del Cielo entre nosotros, más tendremos de El.
La teoría homosexual, por tanto, no me parece en absoluto plausible. Esto no quiere decir que la amistad y el eros anormal no se hayan nunca combinado. Ciertas culturas en ciertas épocas parecen haber tendido a esa contaminación. En las sociedades de guerreros era, me parece a mí, muy posible que esa mezcla se deslizara entre el maduro Valiente y su joven escudero o escolta. La ausencia de mujeres, cuando el hombre se hallaba en la guerra, tenía sin duda algo que ver con eso. Al determinar —si es que uno cree que necesita o puede determinarlo— dónde se insinuaba o dónde no la homosexualidad, debemos guiarnos con seguridad por pruebas, cuando las hay, y no por una teoría a priori. Los besos, las lágrimas y los abrazos no son en sí mismos una prueba de homosexualidad. Las implicaciones serían, en todo caso, demasiado cómicas: Hrothgar abrazando a Beowulf, Johnson abrazando a Boswell (una pareja manifiestamente heterosexual) y todos esos viejos centuriones, rudos y peludos, que aparecen en Tácito estrechándose entre sus brazos unos a otros y pidiendo un último beso cuando la legión se disolvía…, ¿eran todos afeminados? Si puede usted creer eso, es que es capaz de creer cualquier cosa. Desde una perspectiva histórica amplia, no son, por supuesto, los gestos demostrativos de la amistad entre nuestros antepasados, sino la ausencia de estos gestos en nuestra propia sociedad lo que requiere una explicación especial. Somos nosotros, no ellos, los que nos hemos salido del tiesto.
He dicho que la amistad es el menos biológico de los amores. Tanto el individuo como la comunidad pueden sobrevivir sin ella; pero hay alguna otra cosa, que se confunde a menudo con la amistad, y que la comunidad sí necesita, una cosa que, no siendo amistad, es la matriz de la amistad.
En las primeras comunidades, la cooperación de los varones como cazadores o guerreros no era menos necesaria que la tarea de engendrar y criar a los hijos. Una tribu donde no hubiera inclinación por una de esas tareas moriría, con la misma seguridad que la tribu que no tuviera inclinación por la otra tarea. Mucho antes de que la historia comenzara, los hombres nos hemos reunido, sin las mujeres, y hemos hecho cosas; teníamos que hacerlas. Y sentir agrado por hacer lo que es necesario hacer es una característica que tiene valor de supervivencia. No sólo debíamos hacer cosas sino que teníamos que hablar de ellas: teníamos que hacer un plan de caza y de batalla. Cuando éstas terminaban, teníamos que hacer un examen
post mortem
y sacar conclusiones para el futuro; y esto nos gustaba todavía más. Ridiculizábamos o castigábamos a los cobardes y a los chapuceros, y elogiábamos a los que se destacaban en las acciones de guerra o de caza.