Los cuatro amores (4 page)

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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ensayo, Otros

BOOK: Los cuatro amores
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Se puede advertir hasta qué punto es ambivalente el patriotismo en el hecho de que no hay dos escritores que lo hayan expresado con más vigor que Kipling y Chesterton. Si consistiera en un solo elemento, esos dos hombre no lo hubieran podido elogiar; pero, en realidad, el patriotismo contiene numerosos elementos, que hacen posible muy distintas mezclas.

En primer lugar está el amor a la tierra donde nacimos, o a los diversos sitios que fueron quizá nuestros hogares, y a todos los lugares cercanos o parecidos a ellos; amor a viejos conocidos, paisajes, sonidos y olores familiares. Hay que decir que todo eso no es otra cosa —en nuestro caso— que el amor a Inglaterra, Gales, Escocia, o el Ulster. Únicamente los extranjeros hablan de Gran Bretaña. La frase de Kipling —«No amo a los enemigos de mi imperio»— hiere como una ridícula nota falsa. ¡«Mi» imperio! Este amor por el sitio va acompañado por el amor a un modo de vida: por la cerveza, el té, las fogatas y asados al aire libre, los trenes con compartimentos, las fuerzas policiales y todo lo demás, o sea, el amor por lo dialectal y, un poco menos, por la lengua materna. Como dice Chesterton, las razones que uno tiene para no querer que su país sea gobernado por extranjeros son parecidas a las que tiene para no desear que su casa se queme; porque «ni siquiera podría empezar» a enumerar todas las cosas que perdería.

Sería difícil encontrar un punto de vista válido que permitiera condenar este sentimiento. Así como la familia nos hace posible el dar el primer paso más allá del amor egoísta, el amor a la patria nos hace posible dar el primer paso más allá del egoísmo familiar. Por supuesto que no es pura caridad: comprende el amor a quienes están próximos a nosotros en un sentido local, o sea, a nuestros vecinos, y no a nuestro prójimo en el sentido evangélico. Pero quienes no aman a quienes viven en el mismo pueblo o son vecinos en una misma ciudad, a quienes «han visto», difícilmente llegarán a amar al «hombre» a quien no han visto. Todos los afectos naturales, y aun éste, pueden llegar a ser enemigos del amor espiritual, aunque también pueden llegar a ser como semejanzas preparatorias de él, como un entrenamiento por así decir de los músculos espirituales que la Gracia podrá, más adelante, poner al servicio de algo más elevado; algo así como las niñas juegan con muñecas, y años más tarde cuidan a los hijos. Puede llegar un momento en que haya que renunciar a este amor patrio: arrancarse el ojo derecho. Pero antes hay que tener ojo: quien no lo tiene, quien hasta ahora lo más que ha llegado a tener es una mancha «fotosensitiva», sacará muy poco provecho de meditar ese severo texto evangélico.

Por supuesto que un patriotismo de este tipo no tiene en el fondo nada de agresivo; sólo quiere que lo dejen tranquilo. Se vuelve combativo únicamente para proteger lo que ama; en toda cabeza en que haya una pizca de imaginación eso trae consigo una actitud positiva hacia los extranjeros. ¿Cómo puedo yo amar de verdad a mi país sin darme cuenta a la vez de que los demás hombres, con el mismo derecho, aman el suyo? Cuando uno ve que a los franceses les gusta el «café complet» como a nosotros nos gustan los huevos con tocino, pues enhorabuena y que lo beban. Lo último que podríamos desear es que todo fuera en otras partes igual que en nuestra propia casa; no sería un hogar si no fuera diferente.

El segundo elemento es una especial actitud respecto al pasado de nuestro país. Me refiero a ese pasado tal como vive en la imaginación popular, las grandes hazañas de nuestros antepasados. Recordemos Maratón. Recordemos Waterloo. «Tenemos que ser libres o morir los que hablamos la lengua que Shakespeare habló». Sentimos ese pasado como imponiéndonos una obligación y como dándonos una seguridad; no debemos bajar del nivel que nuestros padres nos legaron, y porque somos sus hijos podemos esperar que no bajaremos de él.

Este sentimiento no tiene tan buen cartel como el estricto amor a lo propio. La verdadera historia de todos los países está llena de sucesos despreciables y hasta vergonzosos; las acciones heroicas, si se toman como algo típico, dan una impresión falsa de lo que es, y frecuentemente quedan a merced de una dura crítica histórica; de ahí que un patriotismo basado en nuestro glorioso pasado tiene en quienes lo ridiculizan una presa fácil. A medida que los conocimientos aumentan, ese patriotismo puede quebrarse y transformarse en un cinismo desilusionado, o puede ser mantenido con un voluntario cerrar los ojos a la realidad. ¿Pero quién podrá condenar algo capaz de hacer que mucha gente, en muchos momentos importantes, se comporte mejor de lo que hubiera podido hacerlo sin esa ayuda?

Pienso que es posible sentirse fortalecido con la imagen del pasado sin necesidad de quedar decepcionado y sin envanecerse. Esa imagen se hace peligrosa en la misma medida en que está equivocada, o sustituye a un estudio histórico serio y sistemático. La historia es mejor cuando es transmitida y admitida como historia. No quiero decir con eso que debería ser transmitida como mera ficción; después de todo, algunas veces es verdadera. Pero el énfasis debería ponerse en la anécdota como tal, en el cuadro que enciende la imaginación, en el ejemplo que fortalece la voluntad. El alumno que oye esas historias debería poder advertir, aunque fuera vagamente —y aunque no pueda expresarlo con palabras—, que lo que está oyendo es una «leyenda». Hay que dejarlo que vibre, y ojalá que también «fuera de la escuela», con los «hechos que forjaron el Imperio»; pero mientras menos mezclemos esto con las «lecciones de historia», y cuanto menos lo tomemos como un análisis serio del pasado, o peor aún, como una justificación de él, mejor será. Cuando yo era niño tenía un libro lleno de coloridas ilustraciones titulado «Historias de nuestra Isla»; siempre me ha parecido que ese título da exactamente la nota adecuada, y el libro además no tenía en absoluto el aspecto de un libro de texto.

Lo que a mí me parece venenoso, lo que da lugar a un tipo de patriotismo pernicioso si se perdura en él —aunque no puede durar mucho en un adulto instruido—, es el serio adoctrinamiento a los jóvenes de una historia que se sabe perfectamente falsa o parcial: la leyenda heroica disfrazada como un hecho real en un libro de texto. Con eso se cuela implícitamente la idea de que las otras naciones no tienen como nosotros sus héroes, e incluso se llega a creer —son sin duda unos conocimientos biológicos muy deficientes— que hemos «heredado» literalmente una tradición. Y todo esto conduce, casi inevitablemente, a una tercera cosa que a veces se llama patriotismo. Esta tercera cosa no es un sentimiento sino una creencia: una firme y hasta vulgar creencia de que nuestra nación —es una cuestión de hecho— ha sido durante mucho tiempo, y sigue siéndolo, manifiestamente superior a todas las demás naciones. Una vez me atreví a decirle a un anciano clérigo, que vivía este tipo de patriotismo: «Pero, oiga, a mí me han dicho que “todos” los pueblos creen que sus hombres son los más valientes y sus mujeres las más hermosas del mundo…». A lo que replicó con toda seriedad —no podía estar tan serio ni cuando rezaba el Credo ante el altar—: «Sí, pero en Inglaterra eso es verdad». Hay que decir que esta convicción no convertía a mi amigo, que en paz descanse, en un malvado; sólo en un viejo burro extremadamente simpático; pero esta convicción puede producir no obstante burros que dan coces y muerden. Puede llegar al demencial extremo de convertirse en racismo popular, prohibido tanto por el Cristianismo como por la ciencia.

Esto nos lleva al cuarto ingrediente. Si nuestra nación es mucho mejor que las demás, se debe admitir que tiene tanto los deberes como los derechos correspondientes a un ser superior a los demás. En el siglo XIX los ingleses se volvieron muy conscientes de tales deberes: «la carga del hombre blanco». Los que llamábamos «nativos» eran nuestros protegidos, y nosotros sus autodesignados guardianes. No todo era hipocresía. Les hicimos algún bien. Pero nuestra costumbre de hablar como si el motivo de Inglaterra por conseguir un Imperio —o los motivos de cualquier joven por conseguir un puesto en la administración pública del Imperio— fuera principalmente altruista provocaba náuseas en todo el mundo. Esto mostraba además el complejo de superioridad funcionando al máximo. Algunas naciones, que también lo han tenido, han exagerado los derechos olvidando los deberes; para ellas algunos extranjeros eran tan malos que uno tenía el derecho de eliminarlos, a otros —aptos sólo para cortar leña y sacar agua para «el pueblo elegido»— era mejor dedicarlos a seguir cortando leña y a sacar agua. ¡Perros, reconoced a vuestros superiores! Estoy lejos de sugerir que las dos actitudes estén en el mismo nivel; pero ambas son nefastas, ambas exigen que el área en que operan «crezca todavía más y más»; y ambas llevan en sí esta segura marca del demonio: sólo siendo terribles consiguen no ser cómicas. Si no hubiesen sido rotos los tratados con los pieles rojas, si no hubiera habido exterminios en Tasmania, si no hubiera ni cámaras de gas ni Belsen ni Amritsar, ni negros ni morenos ni apartheid, la arrogancia de ambas posturas sería una farsa grotesca.

Finalmente llegamos a la postura en que el patriotismo en su forma demoníaca se niega inconscientemente a sí mismo. Chesterton seleccionó dos versos de Kipling como ejemplo perfecto de esto. No jugó limpio con Kipling, que supo —y es sorprendente en un hombre apátrida— lo que el amor a la patria puede significar. Pero los dos versos, aisladamente tomados, sirven para resumir el asunto. Dicen así:

Si Inglaterra fuera lo que Inglaterra parece,

qué pronto la abandonaríamos. ¡Pero no lo es!

El amor nunca habla así. Es como amar a los hijos «sólo si son buenos», a la esposa sólo si se conserva bien físicamente, al marido sólo mientras sea famoso y tenga éxito. «Ningún hombre —dijo un griego— ama a su ciudad porque es importante, sino porque es suya». Un hombre que realmente ame a su país lo amará aun arruinado y en decadencia: «Inglaterra, aun con todos tus defectos, te sigo amando». Será poca cosa, pero es mía. Uno puede creer que es importante y buena porque la ama: esta ilusión engañosa es hasta cierto punto excusable. Pero el soldado de Kipling tergiversa las cosas: cree que su país es grande y bueno, y por eso lo ama, lo ama por sus méritos; es como una empresa que marcha bien, y su orgullo se siente complacido de pertenecer a ella. ¿Qué pasaría si dejara de ir bien? La respuesta está dada con toda claridad: «Qué pronto la abandonaríamos». Cuando el barco empiece a hundirse, lo abandonará. Este tipo de patriotismo, que se apoya en el ruido de los tambores y en el ondear de las banderas, inicia ese camino que puede terminar en Vichy. Este es un fenómeno con el que volveremos a encontrarnos. Cuando los amores naturales se hacen ilícitos, no solamente dañan a otros amores, sino que ellos mismos cesan de ser lo que fueron, dejan completamente de ser amores.

El patriotismo, pues, tiene muchas caras. Quienes lo rechazan por completo no parecen haber pensado en lo que le sustituirá, y que ya empieza a sustituirlo. Durante mucho tiempo todavía, y quizá siempre, las naciones han de vivir en peligro; los gobernantes deben formar a sus ciudadanos para que las defiendan de algún modo, o al menos deben prepararles para esa defensa. Donde el sentimiento del patriotismo ha sido destruido, sólo se puede llevar a cabo esa defensa presentando un determinado conflicto internacional bajo la perspectiva ética. Si las personas no quieren derramar ni sudor ni sangre «por su país», hay que hacerles comprender que los derramarán por la justicia, o por la civilización o por la humanidad. Eso es un paso atrás, no hacia adelante. El sentimiento patriótico no necesita, ciertamente, prescindir de la ética; los hombres honrados han de convencerse de que la causa de su país es justa; pero sigue siendo la causa de su país, no la causa de la justicia en cuanto tal. La diferencia a mí me parece importante. Yo puedo pensar sin fariseísmo ni hipocresía que es justo que defienda mi casa con la fuerza contra los ladrones; pero si empiezo a decir que le dejé un ojo morado a uno de ellos por razones morales, completamente indiferente al hecho de que la casa en cuestión era mía, me convierto en un tipo inaguantable. La pretensión de que cuando la causa de Inglaterra es justa es entonces cuando estamos del lado de Inglaterra —como podría estarlo cualquier quijote neutral— es igualmente falsa. Y este sinsentido arrastra tras de sí la maldad: si la causa de nuestro país es la causa de Dios, las guerras tienen que ser guerras de aniquilamiento. Se da una espúrea trascendencia a cosas que son exclusivamente de este mundo.

La grandeza del sentimiento antiguo consistía en que mientras hacía que los hombres se entregaran al máximo se sabía que sólo era un sentimiento. Las guerras podían ser heroicas sin pretender que fueran santas. La muerte del héroe no se confundía con la muerte del mártir. Y, por suerte, el mismo sentimiento que podía ser tan decisivo en una acción de retaguardia, podía también, en tiempos de paz, tomarse tan a la ligera como hacen con frecuencia los amores felices: era capaz de reírse de sí mismo. Nuestras viejas canciones patrióticas no pueden cantarse sin un dejo de humor. Las actuales suenan más a himnos. Prefiero mil veces el «The British granadiers» con su ton-roto-to-ton a ese «Land of hope and glory».

Debe advertirse que el tipo de amor que he estado describiendo, y todos sus ingredientes, puede darse por otros motivos que no sean propiamente el país: a una escuela, un regimiento, una gran familia o una clase social le son aplicables las mismas críticas. También se puede sentir amor por organismos que exigen algo más que afecto natural: por una iglesia o, desgraciadamente, por una fracción dentro de una iglesia, o por una orden religiosa. Este tema tan tremendo requeriría todo un libro; pero bastará con decir aquí que la sociedad celestial es también una sociedad terrena. Nuestro patriotismo puramente natural hacia la sociedad terrena puede apoderarse con demasiada facilidad de las exigencias trascendentales de la sociedad celestial, y usarlas para pretender justificar los más abominables crímenes. Si se escribe alguna vez el libro que yo no pienso escribir, tendrá que escribirse en él una completa confesión de la cristiandad por su específica contribución a la suma mundial de crueldades y traiciones humanas. Grandes zonas «del mundo» no nos querrán escuchar mientras no hayamos repudiado públicamente una gran parte de nuestro pasado. ¿Por qué deberían escucharnos? Hemos gritado el nombre de Cristo, y nos hemos puesto al servicio de Moloch.

Puede que alguien opine que no debería terminar este capítulo sin decir unas palabras sobre el amor a los animales; pero irán mejor en el próximo. Sea por el hecho de que los animales son subpersonas, o por otra razón, nunca se les quiere como animales. El hecho o la ilusión de personalizarlos está siempre presente, de modo que el amor por ellos es realmente un ejemplo de ese afecto que es tema del próximo capítulo.

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