Read Los cuatro grandes Online
Authors: Agatha Christie
—¿Cómo se titulaba ese libro? —preguntó.
—
El Poder Oculto en China
. Creo que así se titulaba.
—¡Vaya! —dijo Poirot, gritando casi de asombro. Luego añadió rápidamente—. Quiero ver a Ah Ling.
Fue requerida la presencia del chino y éste apareció, arrastrando los pies, con los ojos bajos. Su coleta se balanceaba al andar. Su cara impasible no mostraba ningún indicio de emoción.
—Ah Ling —dijo Poirot—, ¿siente que su amo haya muerto?
—Lo he sentido mucho. Era un buen amo.
—¿Sabe quién le mató?
—No lo sé. Se lo habría dicho a la policía si lo supiera.
Siguieron las preguntas y respuestas. Con la misma cara impasible, Ah Ling describió cómo había preparado el curry. Dijo que la cocinera no había tenido nada que ver con ello, ya que ningunas otras manos salvo las suyas habían tocado la comida. Me pregunté si se daría cuenta del perjuicio que podía causarle esta afirmación. Confirmó también que la ventana que daba al jardín tenía echado el picaporte aquella noche. Si por la mañana estaba abierta es que su amo debía haberla abierto. Por último, Poirot le dio permiso para que se retirara.
—Con eso basta, Ah Ling.
Sin embargo, cuando el chino no había hecho más que llegar a la puerta, Poirot volvió a llamarle.
—¿Y no sabe nada del
Jazmín Amarillo
?
—No, ¿qué habría de saber?
—¿Tampoco sabe nada del signo que estaba escrito debajo de esas palabras?
Poirot se inclinó hacia adelante según hablaba, y rápidamente trazó algo sobre el polvo de una mesita. Apenas había acabado su dibujo cuando lo borró. Un trazo hacia abajo, una línea en ángulo recto, y luego una segunda línea hacia abajo que completaba un gran cuatro. El efecto sobre el chino fue eléctrico. Durante un momento se reflejó en su cara un miedo insuperable. Luego, con la misma rapidez, se mostró impasible de nuevo y, repitiendo su solemne negativa, se retiró.
Japp salió en busca del joven Paynter y Poirot y yo quedamos a solas.
—Los Cuatro Grandes, Hastings —exclamó Poirot—. Una vez más los Cuatro Grandes. Paynter fue un gran viajero. Su libro contenía sin duda información vital referente a las andanzas del Número Uno, Li Chang Yen, cabeza y cerebro de los Cuatro Grandes. —Pero quién... cómo... —¡Silencio! Aquí vienen.
Gerald Paynter era un joven afable de aspecto más bien endeble. Llevaba una suave barba de color castaño y utilizaba una corbata de lazo peculiar. Respondió a las preguntas de Poirot con bastante presteza —Cené fuera con unos vecinos nuestros, los Wycherlys —explicó—. ¿Que a qué hora regresé a casa? Alrededor de las once. Disponía de un llavín, ya sabe usted. Todos los sirvientes se habían acostado y, naturalmente, pensé que mi tío había hecho lo mismo. En realidad, creo que atisbé a ese silencioso mendigo chino de Ah Ling merodeando por un rincón del salón, pero es posible que estuviera equivocado. —¿Cuándo vio por última vez a su tío, señor Paynter? Quiero decir antes de que viniera a vivir con él.
—¡Oh! No le había visto desde que yo era un niño de diez años. Él y su hermano (mi padre) habían reñido.
—Pero él le encontró a usted de nuevo sin dificultad, ¿no es así?, a pesar de todos los años transcurridos. —Sí, fue una suerte que viera el anuncio del abogado. Poirot ya no hizo más preguntas.
Nuestro paso siguiente consistió en visitar al doctor Quentin. Lo que nos dijo era sustancialmente lo mismo que había declarado en la investigación judicial, y poco tenía que añadir a ello. Nos recibió en su consulta, ya que habíamos llegado a continuación de sus últimos pacientes. Parecía un hombre inteligente. Aunque sus maneras un poco afectadas cuadraban bien con sus quevedos, pensé que debía de estar al día en lo que a métodos se refiere.
—Me gustaría poder recordar lo de la ventana —dijo con franqueza—. Pero es peligroso pensar las cosas de nuevo, porque acaba uno viendo cosas que no existieron nunca. Eso es psicología, ¿no es así,
monsieur
Poirot? Como ven, he leído todo lo que concierne a sus métodos, y puedo decir que soy un gran admirador suyo. No, supongo que es absolutamente cierto que el chino puso los polvos de opio en el curry, pero nunca lo confesará, y nunca sabremos por qué. Pero sujetar a un hombre contra una estufa es algo que no va con el carácter de nuestro amigo chino. Al menos eso me parece a mí.
Comenté esta última cuestión con Poirot cuando íbamos por la calle principal de Market Handford.
—¿Cree que facilitó la entrada a algún cómplice? —pregunté—. Por cierto, supongo que podremos confiar en que Japp lo mantendrá vigilado. (El inspector se había quedado en la comisaría de policía para resolver unos trámites.) Los emisarios de los Cuatro Grandes son muy activos.
—Japp los está vigilando a los dos —dijo Poirot severamente—. Han sido seguidos estrechamente desde que fue descubierto el cadáver.
—Bien, en cualquier caso nosotros sabemos que Gerald Paynter no tuvo nada que ver en el asunto.
—Usted siempre sabe mucho más que yo, Hastings, y eso resulta bastante molesto.
—Menudo zorro está usted hecho —dije riéndome—. Nunca se compromete.
—Si he de serle franco, Hastings, el caso lo tengo ahora completamente claro, si dejamos de lado lo relacionado con las palabras Jazmín Amarillo. A este último respecto estoy llegando a la misma conclusión que usted: no guardan relación alguna con el crimen. En un caso como éste, uno tiene que decidir quién está mintiendo. Ya he llegado a esa decisión. Y sin embargo...
De repente se apartó muy rápidamente y entró en una librería. Al cabo de unos minutos salió con un gran paquete. Enseguida se nos unió Japp y juntos buscamos alojamiento en la posada
A la mañana siguiente me desperté tarde. Cuando bajé a la habitación reservada para nosotros, me encontré con que Poirot ya estaba allí, paseando arriba y abajo, con la cara contraída por la angustia
—No converse conmigo —exclamó, rechazándome con un ademán de su mano—. No me hable hasta que yo sepa que todo está bien, que se ha practicado el arresto. ¡Ah!, mi psicología no ha estado a la altura de las circunstancias. Hastings, si un hombre escribe un mensaje en el momento de su muerte es porque es importante. Todo el mundo ha dicho, «¿Jazmín Amarillo? Eso no significa nada Hay jazmín amarillo trepando por toda la casa».
—Bien, ¿qué significa eso? Simplemente lo que dice. Escuche —y levantó un librito que sostenía en la mano.
—Amigo mío, se me ocurrió que haría bien en investigar la cuestión. ¿Qué es exactamente el jazmín amarillo? En este librito lo dice. Escuche.
Y leyó.
«Gelsemini Radix. Jazmín amarillo. Composición: alcaloides, gelseminina C22H26N2O3 (potente veneno que actúa como la coniína), gelsemina C12H14NO2 (que actúa como la estricnina), ácido gelsémico, etc. El gelsemio es un poderoso depresor del sistema nervioso central. En la última fase de su acción paraliza las terminaciones de los nervios motores, y en grandes dosis causa vértigo y pérdida de la fuerza muscular. La muerte se debe a la parálisis del centro respiratorio.»
—¿Ve usted, Hastings? Al principio tuve un atisbo de la verdad cuando Japp me hizo su observación acerca del hecho de que se forzara a un hombre vivo con objeto de que pereciera junto al fuego. Me di cuenta entonces de que lo que había sido quemado era un hombre muerto.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué objeto tuvo? —Amigo mío, si tuviera usted que disparar a un hombre, o apuñalarle después de muerto, o incluso golpearle la cabeza, estaría claro que las heridas se le infligieron después de la muerte. Pero con la cabeza hecha cenizas, nadie pensaría en buscar causas oscuras para la muerte, y un hombre que evidentemente acaba de escapar de ser envenenado durante la cena no es probable que sea envenenado inmediatamente después. ¿Quién miente? Ésa es siempre la pregunta. Decidí creer lo que dijo Ah Ling...
—¡Qué! —exclamé.
—¿Le sorprende, Hastings? Ah Ling conocía la existencia de los Cuatro Grandes, eso era evidente. Tan evidente que se puso de manifiesto que hasta aquel momento él no sabía nada de la relación de los Cuatro Grandes con el crimen. Si él hubiera sido el asesino, habría podido mantener perfectamente su cara impasible. Por consiguiente, decidí confiar en Ah Ling y centrar mis sospechas en Gerald Paynter. Me pareció que para el Número Cuatro resultaría muy fácil hacer el papel de un sobrino perdido mucho tiempo atrás.
—¡Qué! —dije—. ¿El Número Cuatro?
—No, Hastings, no el Número Cuatro. Tan pronto como leí lo del jazmín amarillo comprendí la verdad. En realidad saltó ante mis ojos.
—Como siempre —dije fríamente— no saltó ante los míos.
—Porque usted no quiere utilizar sus pequeñas células grises. ¿Quién tuvo oportunidad de manipular el curry?
—Ah Ling. Nadie más.
—¿Nadie más? ¿Qué me dice del médico?
—Pero eso fue después.
—Por supuesto que fue después. No había ningún indicio de polvo de opio en el curry servido al señor Paynter, pero actuando de acuerdo con las sospechas que el doctor Quentin había suscitado, el anciano no se lo come y lo guarda para entregárselo al médico interino, al que cita de acuerdo con un plan. Llega el doctor Quentin, se hace cargo del curry y le pone al señor Paynter una inyección... Aunque se señala que la inyección es de estricnina, en realidad se trata de jazmín amarillo, una dosis venenosa. Cuando la droga empieza a surtir efecto, él se marcha, después de dejar abierto el cierre de la ventana. Luego, por la noche, vuelve por la ventana, encuentra el manuscrito, y empuja al fuego al 'señor Paynter. No se fija en el periódico que cae al suelo y que queda cubierto por el cuerpo del anciano. Paynter sabía qué droga le habían dado, y se esforzó en acusar a los Cuatro Grandes de su asesinato. A Quentin le fue fácil mezclar opio con el curry antes de entregarlo para que fuera analizado. Da su versión de la conversación con el viejo y menciona la inyección de estricnina de modo casual, para el caso de que se observe la marca que dejó la aguja hipodérmica. Inmediatamente, y debido al envenenamiento del curry, las sospechas se dividen entre un accidente y la culpabilidad de Ah Ling.
—¡Pero el doctor Quentin no puede ser el Número Cuatro!
—Me figuro que sí. Hay indudablemente un verdadero doctor Quentin que probablemente está en algún lugar alejado. El Número Cuatro ha representado su papel durante un breve tiempo. El acuerdo con el doctor Bolitho se llevó a cabo por correspondencia, porque el hombre que originalmente tenía que sustituirlo enfermó en el último momento.
En ese instante Japp entró precipitadamente con la cara muy colorada,
—¿Lo ha detenido? —exclamó Poirot con ansia.
Japp negó con la cabeza y dijo sin aliento:
—Bolitho volvió de sus vacaciones esta mañana, reclamado por un telegrama. Nadie sabe quién se lo envió. El otro hombre se marchó anoche. Pero lo detendremos.
Poirot movió negativamente la cabeza con calma.
—Creo que no —agregó, y abstraído trazó un gran cuatro sobre la mesa con un tenedor.
Poirot y yo solemos cenar en un pequeño restaurante del barrio de Soho. Estábamos allí una noche, cuando observamos la presencia de un amigo en una mesa contigua. Era el inspector Japp, y como había sitio en nuestra propia mesa, se acercó y se reunió con nosotros. Hacía algún tiempo que no nos veíamos.
—Ya no viene nunca a vernos —dijo Poirot en tono de reproche—. No nos hemos visto desde el asunto del Jazmín Amarillo, y de eso ya hace casi un mes.
—He estado en el norte. Por eso ha sido. ¿Cómo les van las cosas? ¿Los Cuatro Grandes pisan fuerte todavía, eh?
Poirot movió un dedo ante él a manera de reproche.
—¡Ah!, se burla usted de mí, pero los Cuatro Grandes existen.
—No me cabe duda alguna. Pero no son el eje del universo, como usted da a entender.
—Amigo mío, está muy equivocado. La mayor organización del mal en el mundo actual son esos «Cuatro Grandes». Lo que pretenden nadie lo sabe, pero nunca ha existido una organización tan criminal. La mejor inteligencia de China es quien los dirige, un millonario norteamericano y una mujer de ciencia francesa son otros dos miembros, y en cuanto al cuarto...
Japp interrumpió.
—Ya lo sé... ya lo sé. Tiene usted una idea fija acerca de todo esto. Se está convirtiendo en su pequeña manía,
monsieur
Poirot. Hablemos de alguna otra cosa para variar. ¿Le gusta el ajedrez?
—He jugado algunas veces, sí.
—¿Se enteró de ese curioso caso de ayer? Se enfrentaron dos jugadores de fama mundial y uno de ellos murió durante la partida.
—Algo leí sobré ello. El doctor Savaronoff, el campeón ruso, era uno de los jugadores, y el otro, el que sucumbió por un ataque cardiaco, era el brillante joven norteamericano Gilmour Wilson.
—Exactamente. Savaronoff venció a Rubinstein y de ese modo se convirtió en campeón de Rusia hace unos años. Se dijo que Wilson iba a ser un segundo Capablanca.
—Ha sido un suceso muy curioso —dijo Poirot, distraído—. Si no me equivoco, tiene usted un interés particular en el asunto.
Japp se echó a reír con cierto embarazo.
—Ha dado en el clavo,
monsieur
Poirot. Estoy perplejo, porque Wilson estaba perfectamente sano. No había ningún indicio de que pudiera sufrir del corazón. Su muerte es completamente inexplicable.
—¿Sospecha que el doctor Savaronoff lo haya quitado de en medio? —exclamé.
—No del todo —dijo Japp secamente—. No creo que ningún ruso sea capaz de asesinar a otro hombre con el simple fin de evitar una derrota en una partida de ajedrez; en cualquier caso, por lo que he podido averiguar, Savaronoff hubiera sido una víctima más lógica, ya que se le tiene por un hacha jugando al ajedrez... dicen que es el que le sigue a Lasker.
En actitud pensativa, Poirot hizo un gestó de afirmación con una inclinación de cabeza.
—Entonces, ¿cuál es exactamente su pequeña idea? —preguntó—. ¿Por qué envenenar a Wilson? Me imagino que tiene usted la sospecha de que hay veneno de por medio.
—Naturalmente. Cuando los médicos hablan de un fallo del corazón o de colapso cardiaco, lo único que quieren decir es que el corazón ha dejado de latir. Eso es lo que oficialmente dice un médico en el momento; pero a veces sucede que en privado nos da a entender que no está satisfecho.
—¿Cuándo se va a realizar la autopsia?