Read Los cuatro grandes Online
Authors: Agatha Christie
—Su estilo narrativo es magistral —murmuró Poirot—. Según hablaba me estaba diciendo: es un libro el que habla y no mi amigo Hastings.
Sin prestar atención a Poirot, proseguí, entusiasmado con la historia.
—El señor Paynter tenía en Croftlands un servicio bastante completo: seis sirvientes además de su propio criado personal, un chino llamado Ah Ling.
—Su criado chino Ah Ling —murmuró Poirot. —El pasado martes, el señor Paynter se sintió indispuesto después de cenar y mandó a uno de los criados en busca de un médico. El señor Paynter, que se había negado a acostarse, recibió al médico en su estudio. Lo que pasó entre ellos no se supo entonces; pero antes de que el doctor Quentin se fuera, preguntó por el ama de llaves y mencionó el hecho de que le había puesto al señor Paynter una inyección; por lo que parece su corazón se hallaba muy débil, y el doctor recomendaba que no se le molestase, procediendo a continuación a formular algunas preguntas bastante curiosas acerca de los sirvientes: cuánto tiempo llevaban allí, de dónde procedían, etc.
»El ama de llaves respondió a estas preguntas lo mejor que pudo, aunque estaba algo intrigada en cuanto a su propósito. A la mañana siguiente se hizo un terrible descubrimiento. Una de las doncellas, al bajar, se encontró con un nauseabundo olor a carne quemada que parecía proceder del estudio del señor. Trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada por dentro. Con ayuda de Gerald Paynter y del chino se consiguió descerrajar la puerta. Al entrar se encontraron con un horrible espectáculo. El señor Paynter había caído sobre la estufa de gas y su cara y toda la cabeza se habían carbonizado de tal modo que era imposible reconocerle.
»En aquel momento no se sospechó que se tratase de otra cosa que de un terrible accidente. De tener que echarle la culpa a alguien habría que pensar en el doctor Quentin por dar a su paciente un narcótico y dejarle en tan peligrosa posición. Poco después se realizó un curioso descubrimiento.
«Había un periódico en el suelo. Por el lugar en que se encontraba, cabía suponer que se había deslizado desde las rodillas del anciano. Al darle la vuelta, se encontraron unas palabras garabateadas en él, débilmente trazadas con tinta. Cerca de la silla en que había estado sentado el señor Paynter había un escritorio y el dedo índice de la mano derecha de la víctima estaba manchado de tinta hasta su segunda articulación. Era evidente que, demasiado débil para sostener la pluma, el señor Paynter había sumergido su dedo en el tintero y había conseguido garabatear dos palabras en la superficie del periódico que sostenía. Las palabras en sí parecían completamente fantásticas:
Jazmín Amarillo
. No había escrito nada más.
»En Croftlands hay una gran cantidad de jazmines amarillos que trepan por las paredes y se pensó que el mensaje del moribundo hacía referencia a ellos, lo que demostraba que el pobre anciano desvariaba cuando lo escribió. Naturalmente, los periódicos, siempre a la caza de cualquier noticia fuera de lo común, se ocuparon del suceso con calor, refiriéndose al Misterio del
Jazmín Amarillo
, y ello aunque con toda probabilidad aquellas palabras carecieran por completo de importancia —¿Que carecen dé importancia, dice usted? —inquirió Poirot—. Bueno, si usted lo dice así será.
Le miré con ciertas dudas, pero no pude descubrir ningún indicio de burla en sus ojos.
—Más tarde —continué— surgían las sorpresas en la indagación judicial.
»Al llegar a este punto, me parece a mí, es en dónde usted lo hubiera pasado en grande.
»Se puso de manifiesto cierta animosidad contra el doctor. Para empezar, no era el médico de cabecera sino un interino contratado por un mes; el doctor Bolitho se hallaba fuera disfrutando unas bien ganadas vacaciones. Se sugería que su negligencia había sido la causa directa del accidente. Con todo, su declaración no tuvo nada de sensacional. El señor Paynter había estado aquejado de mala salud desde su llegada a Croftlands. Aunque el doctor Bolitho le había atendido durante algún tiempo, cuando el doctor Quentin vio por vez primera a su paciente algunos de los síntomas que éste presentaba le desconcertaron. Con anterioridad a la noche en que fue llamado después de la cena, el nuevo médico sólo le había asistido en una ocasión. Tan pronto como se quedó a solas con el señor Paynter, éste le relató una sorprendente historia. Para empezar, no se sentía en absoluto enfermo, según explicó, pero el sabor del curry que había ingerido durante la cena le había parecido extraño. Con una excusa se libró de Ah Ling durante algunos minutos y volcó el contenido de su plato en un tazón que entregó al médico con instrucciones de averiguar si contenía alguna sustancia fuera de lo común.
»A pesar de que el anciano confesaba no sentirse enfermo, el médico observó que la conmoción producida por la sospecha le había afectado manifiestamente y que ello se reflejaba en su corazón. Por consiguiente, le había puesto una inyección, no de un narcótico sino de estricnina.
»Con eso creo yo que queda el caso completado excepto en lo más esencial: el hecho de que el curry no ingerido, debidamente analizado, resultó contener opio en polvo en cantidad suficiente para haber matado a dos hombres.
Hice una pausa.
—¿Y sus conclusiones, Hastings? —preguntó Poirot con calma.
—Es difícil deducir conclusiones. Podría tratarse de un accidente. Y el hecho de que alguien intentara envenenarle la misma noche podría ser una mera coincidencia.
—¿Pero usted no lo cree así, verdad? ¡Prefiere pensar que se trata de un asesinato!
—¿Usted no?
—
Mon ami
, usted y yo no razonamos del mismo modo. No estoy tratando de decidir entre dos soluciones opuestas —asesinato o accidente—: eso surgirá cuando tengamos resuelto el otro problema, el misterio del «
Jazmín Amarillo
». Por cierto, ha omitido algo en su exposición.
—¿Se refiere a las dos líneas en ángulo recto que figuraban debajo de las palabras? No creo que puedan tener ninguna importancia.
—Lo que usted cree siempre le parece muy importante, Hastings. Pero pasemos del Misterio del
Jazmín Amarillo
al Misterio del Curry.
—Ya sé. ¿Quién echó veneno en él? ¿Por qué lo hizo? Podría formularse un centenar de preguntas. Ah Ling, por supuesto, lo preparó. Pero, ¿por qué iba a querer matar a su señor? ¿Es miembro de un
tong
o algo parecido? En los periódicos se mencionan cosas de ese tipo. El
tong
del
Jazmín Amarillo
. Tampoco hemos de olvidarnos de Gerald Paynter.
Interrumpí bruscamente mi discurso.
—Sí —concluyó Poirot, afirmando con la cabeza—. No hemos de olvidarnos de Paynter, como usted dice. Es el heredero de su tío. Aquella noche, sin embargo, cenaba fuera de casa.
—Podría haber tenido acceso a alguno de los ingredientes del curry —sugerí—. Y habría procurado hallarse fuera para no compartir la comida envenenada
Creo que mi razonamiento causó cierta impresión en Poirot. Nunca me había prestado una atención más respetuosa.
—Él regresa tarde —dije pausadamente, exponiendo un caso hipotético—. Ve luz en el estudio de su tío, entra y se encuentra con que su plan ha fracasado y empuja al anciano contra el fuego.
—El señor Paynter, que era un hombre vigoroso de cincuenta y cinco años, no se hubiera dejado quemar sin lucha, Hastings. Tal reconstrucción no es factible.
—Bien, Poirot —exclamé—, me temo que aquí se acaban los razonamientos. Veamos qué es lo que piensa usted.
Poirot me dirigió una sonrisa, hizo una profunda inspiración y empezó de modo pomposo.
—Suponiendo que se trata de un asesinato, surge enseguida esta pregunta: ¿por qué elegir precisamente este método? Sólo puede pensarse en una razón: el objetivo es confundir la identidad, quemar la cara hasta hacerla irreconocible.
—¿Qué? —exclamé—. ¿Cree que...?
—Tenga paciencia, Hastings: iba a seguir examinando esta teoría.
¿Hay algún motivo para pensar que el cadáver no es el del señor Paynter? ¿Cabe la posibilidad de que se trate del cadáver de otra persona? Examino estas preguntas y acabo por responder a ambas de modo negativo.
—¡Oh! —exclamé—. ¿Y entonces?
Poirot parpadeó un poco.
—Y entonces me digo: «puesto que hay algo que no consigo entender, convendría que investigara el asunto. No debo dejarme absorber por completo por el caso de los Cuatro Grandes». ¡Vaya! Estamos llegando. ¿Dónde se ha escondido mi cepillo de ropa? Aquí está. Le ruego que me cepille, amigo mío, y luego le prestaré el mismo servicio.
—Sí —dijo Poirot pensativamente, mientras guardaba el cepillo—, no debe uno dejarse llenar por una idea. He estado corriendo ese peligro. Imagínese, amigo mío, que incluso aquí, en este caso, corro ese peligro. Esas dos líneas que mencionó, un trazo hacia abajo y una línea en ángulo recto con la anterior, ¿no son el comienzo de un cuatro?
—¡Válgame Dios!, Poirot —exclamé riéndome.
—Le parecerá absurdo, pero veo la mano de los Cuatro Grandes en todas partes. Conviene que apliquemos nuestra inteligencia en un
milieu
completamente distinto. ¡Ah! Ahí está Japp, que viene a nuestro encuentro.
El inspector de Scotland Yard estaba esperando en el andén y nos saludó calurosamente.
—Bien,
monsieur
Poirot, me alegro de verle. Pensé que le gustaría intervenir en esto. ¿Un caso excelente, no es así?
Interpreté el verdadero significado de esta expresión de Japp en el sentido de que se hallaba perplejo y esperaba recibir alguna indicación de Poirot.
Japp tenía un coche aguardando y en él fuimos hasta Croftlands. Era una casa cuadrada y blanca, nada pretenciosa y cubierta de plantas trepadoras, incluido el rutilante jazmín amarillo. Japp miró hacia las plantas cuando nosotros lo hicimos.
—No debía estar en sus cabales el pobre hombre cuando escribió eso —observó—. Quizá hieran alucinaciones y pensaba que estaba fuera.
Poirot le sonreía.
—Mi buen Japp, ¿qué cree usted que fue, un accidente o un asesinato? —preguntó.
El inspector se sintió un poco incómodo con la pregunta.
—Bueno, si no fuera por el asunto del curry, de todas formas creería que se trata de un accidente. Carece de sentido mantener la cabeza de un hombre vivo en el fuego. Sus gritos hubieran echado abajo la casa.
—¡Ah! —dijo Poirot en voz baja—. Qué tonto he sido. ¡Un perfecto imbécil! Es usted un hombre más listo que yo, Japp.
Este cumplido pilló a Japp un poco desprevenido, pues Poirot solía ser dado exclusivamente al autobombo. Se sonrojó y murmuró algo acerca de que existían muchas dudas sobre la cuestión.
Atravesando la casa, el policía nos condujo hasta la habitación en la que se había producido la tragedia: el estudio del señor Paynter. Era una habitación amplia y baja con las paredes cubiertas de libros y grandes sillones de cuero.
Poirot miró enseguida a la ventana que daba a la terraza cubierta de grava.
—¿Estaba echado el picaporte de la ventana? —preguntó.
—Ahí está la clave de todo el asunto. Cuando el médico abandonó esta habitación, se limitó a cerrar la puerta tras él. A la mañana siguiente se encontró cerrada por dentro. ¿Quién la cerró? ¿El señor Paynter? Ah Ling dice que la ventana estaba cerrada y tenía echado el picaporte. El doctor Quentin, por otra parte, tiene la impresión de que estaba cerrada pero con el picaporte sin echar. De todos modos no puede jurar ni una cosa ni otra. Si pudiera, la cosa sería muy distinta. En caso de que el hombre haya sido asesinado, alguien debió entrar en la habitación a través de la puerta o de la ventana. Si fue a través de la puerta, se trata de un asunto interno; si entró por la ventana, el asesino pudo ser cualquier persona. La primera cosa que hicieron cuando descerrajaron la puerta fue abrir la ventana, y la doncella que lo hizo cree que el picaporte no estaba echado, aunque no es un buen testigo. ¡Recordará cualquier cosa que se le pida que recuerde!
—¿Qué me dice de la llave?
—De nuevo ha tocado uno de tos puntos clave. Estaba en el suelo entre los restos de la puerta. Pudo caer desde el ojo de la cerradura, aunque también podía haberla dejado allí cualquiera de las personas que entraron. Cabe también la posibilidad de que alguien la deslizara por debajo de la puerta desde fuera.
—Por lo que veo todo es hipotético, ¿verdad?
—Ha dado en el clavo,
monsieur
Poirot. Así es precisamente.
Poirot miraba a su alrededor, y su ceño fruncido reflejaba su insatisfacción.
—No consigo ver ningún rayito de luz —murmuró—. De pronto me parece verlo y enseguida vuelvo a hallarme en la más completa oscuridad. Me falta un indicio... el motivo.
—El joven Gerald Paynter tenia un buen motivo —observó Japp sombríamente—. Ha llevado una vida bastante desordenada, puedo asegurárselo. Además de extravagante. Ya sabe cómo son los artistas: completamente amorales.
Poirot no prestó mucha atención a las rigurosas generalizaciones de Japp sobre el temperamento artístico. Se limitó a sonreír con intención.
—Mi buen Japp, ¿es posible que eche barro en mis ojos? Sé perfectamente bien que es del chino de quien sospecha. Pero es usted tan ingenioso que quiere que le ayude y para ello empieza por ofrecerme pistas falsas.
Japp se echó a reír.
—Eso es característico de usted, señor Poirot. Sí, apostaría a que ha sido el chino, tengo que reconocerlo. Lo lógico es suponer que fue él quien preparó el curry, y si aquella noche intentó una vez deshacerse de su amo, pudo intentarlo dos veces.
—Me extraña —dijo Poirot suavemente.
—Lo que no comprendo es el motivo. Supongo que se tratará de alguna salvaje venganza.
—No lo creo así —terció Poirot de nuevo—. ¿No ha habido robo? ¿No ha desaparecido nada? ¿Ni joyas, ni dinero, ni documentos?
—No, ahí está, nada de eso ha ocurrido. Presté atención con interés, y otro tanto hizo Poirot. —No hubo robo —explicó Japp—. Pero el viejo estaba escribiendo un libro. No lo supimos hasta esta mañana cuando se recibió una carta de los editores pidiendo el manuscrito. Según parece acababa de terminarlo. El joven Paynter y yo lo hemos buscado por todas partes, pero no aparece ni rastro de él. El fallecido debió esconderlo en algún sitio.
Los ojos de Poirot brillaban con la luz verde que yo tan bien conocía.