Read Los cuatro grandes Online
Authors: Agatha Christie
—Esta noche. La muerte de Wilson ha sido extraordinariamente repentina. Tenía un aspecto completamente normal y estaba moviendo una de las piezas sobre el tablero cuando de pronto cayó hacia adelante... ¡muerto!
—Hay muy pocos venenos que obren de este modo —objetó Poirot
—Ya lo sé. Espero que la autopsia nos ayude. Pero, ¿por qué podía desear nadie quitar de en medio a Gilmour Wilson? Eso es lo que me gustaría saber. Era un joven inofensivo y sin pretensiones que acababa de llegar de los Estados Unidos y por lo que sabemos carecía de enemigos.
—Parece increíble —dije pensativamente.
—Nada de eso —terció Poirot, sonriendo—. Estoy seguro de que Japp tiene ya su teoría.
—La tengo,
monsieur
Poirot. No creo que el veneno estuviera destinado a Wilson sino al otro hombre.
—¿Savaronoff?
—Sí. Savaronoff cayó en desgracia con los bolcheviques al estallar la Revolución. Incluso se habló de que lo habían matado. En realidad se escapó y durante tres años sufrió increíbles penalidades en las estepas de Siberia. Sus sufrimientos fueron tan grandes que acabó por convertirse en un hombre distinto. Sus amigos y conocidos dicen que apenas le habrían reconocido. Su cabello blanco y todo su aspecto es el de un hombre terriblemente envejecido. Está casi inválido y rara vez sale de su casa, en la que vive solo con una sobrina, Sonia Daviloff, y un criado ruso, en un piso cerca de Westminster. Es posible que todavía se considere un hombre marcado. Se mostró muy poco dispuesto a aceptar el desafío del norteamericano: se negó categóricamente varias veces y sólo cedió cuando los periódicos empezaron a escandalizarse por su «negativa antideportiva». Gilmour Wilson había estado retándole con una pertinacia verdaderamente yanqui, y al final logró su propósito. Ahora yo le pregunto,
monsieur
Poirot, ¿por qué se negaba a jugar? Pues porque no deseaba atraer la atención hacia él. No quería que nadie pudiera ponerse sobre su pista. Esta es mi solución: Gilmour Wilson fue asesinado por equivocación.
—¿No hay nadie que tenga una razón particular 'para obtener provecho de la muerte de Savaronoff?
—Bueno, supongo que su sobrina. Recientemente él entró en posesión de una inmensa fortuna que le había dejado
madame
Gospoja, cuyo marido monopolizaba el negocio del azúcar en el antiguo régimen. Tengo entendido que
madame
Gospoja y Savaronoff tuvieron un amorío, y que ella se negó resueltamente a dar crédito a ¡as noticias que corrían sobre la muerte del doctor en tiempos de la Revolución.
—¿Dónde tuvo lugar el torneo?
—En la propia residencia de Savaronoff. Como ya le he dicho, él está inválido.
—¿Acudieron muchas personas a presenciar la partida?
—Por lo menos una docena; probablemente más.
Poirot hizo una mueca expresiva.
—Mi buen amigo Japp. Me temo que su tarea no va a ser nada fácil.
—Una vez que sepa definitivamente que Wilson fue envenenado, podré continuar.
—Eso siempre que esté usted en lo cierto en cuanto a la suposición de que el veneno estaba destinado a Savaronoff, ¿no se le ha ocurrido pensar, entre tanto, que el asesino puede intentarlo de nuevo?
—Por supuesto que sí. Tengo a dos hombres vigilando la residencia de Savaronoff.
—Eso será muy útil para el caso de que alguien se presente allí con una bomba bajo el brazo —señaló Poirot secamente.
—Le veo muy interesado por este caso,
monsieur
Poirot —dijo Japp con un guiño—. ¿Le importaría darse una vuelta por el depósito de cadáveres y ver el cuerpo de Wilson antes de que los médicos empiecen la autopsia? Quién sabe, su alfiler de corbata puede estar torcido y ello podría darle una pista valiosa para resolver el misterio.
—Mi querido Japp, durante toda la cena mis dedos ardían de impaciencia por colocarle bien a usted su alfiler de corbata. ¿Me permite? ¡Ah!, así está mucho mejor. Sí, ¡no faltaba más!, vayamos al depósito.
Me di cuenta de que la atención de Poirot estaba completamente cautivada por este nuevo problema. Hacía tanto tiempo que no había mostrado interés por ningún caso ajeno al de los Cuatro Grandes que me alegré mucho de verle de nuevo en forma.
Por mi parte, sentí una gran piedad al mirar el cuerpo inmóvil y la cara convulsa del desventurado joven norteamericano que había encontrado la muerte de un modo tan extraño. Poirot examinó atentamente el cadáver. Salvo una pequeña cicatriz en la mano izquierda, no había rastro de señales en ninguna parte del cuerpo.
—El médico dice que no se trata de un corte, sino de una quemadura —explicó Japp.
La atención de Poirot se desplazó luego al contenido de los bolsillos del muerto, que un agente de policía esparció para facilitar nuestra inspección. No había gran cosa que ven un pañuelo, llaves, un monedero lleno de billetes y algunas cartas sin importancia. Pero un objeto que se mantenía de pie atrajo el interés de Poirot.
—¡Una pieza de ajedrez! —exclamó—. Un alfil blanco. ¿Lo llevaba en el bolsillo?
—No, lo tenía asido en la mano. Nos costó mucho trabajo quitárselo de entre los dedos. Habrá que devolvérselo al doctor Savaronoff. Forma parte de un hermoso conjunto de piezas de ajedrez halladas en marfil.
—Permítame que sea yo quien se lo devuelva. Será un?, buena excusa para hacerle una visita.
—¡Vaya! —exclamó Japp—. ¿De modo que quiere intervenir en este caso?
—Lo confieso. Ha despertado usted mí interés con gran habilidad. —Eso está bien. Así saldrá de su ensimismamiento. Veo que el capitán Hastings también parece complacido. —Así es —dije riendo. Poirot se volvió de nuevo hacia el cadáver. —¿No puede facilitarme ningún otro detalle sobre él? —No creo.
—¿Ni siquiera que era zurdo?
—Es usted un adivino,
monsieur
Poirot. ¿Cómo lo ha averiguado? Era zurdo, en efecto. Aunque no creo que tenga nada que ver con el caso.
—Absolutamente nada —convino rápidamente Poirot al ver que Japp se enfurruñaba un poco—, No era mas que una broma. Ya sabe que me gusta gastárselas.
Salimos de allí en amigable disposición.
A la mañana siguiente nos pusimos en camino hacia el piso del doctor Savaronoff en Westminster.
—Sonia Daviloff —dije pensativo—. Es un nombre bonito. Poirot se detuvo y me lanzó una mirada de desesperación.
—¡Siempre buscando aventuras sentimentales! Es usted incorregible. ¿Qué le parecería si Sonia Daviloff resultara ser la condesa Vera Rossakoff, nuestra buena amiga y enemiga?
Al oír mencionar a la condesa, mi cara se ensombreció. —Poirot, no sospechará usted...
—No, de ningún modo. ¡Era una broma! Diga lo que diga Japp, mi preocupación por los Cuatro Grandes no ha llegado hasta ese extremo.
Un criado de rostro característicamente inexpresivo nos abrió la puerta del piso. Parecía extremadamente difícil que con aquella cara impasible se pudiera expresar alguna vez una emoción.
Poirot le hizo entrega de una tarjeta en la que ya había escrito unas palabras de introducción, y nos hicieron pasar a una habitación amplia y de techo bajo decorada con ricos tapices y curiosos objetos. Varios iconos maravillosos colgaban de las paredes y el suelo estaba cubierto con exquisitas alfombras persas. Sobre una mesa se veía un samovar.
Cuando examinaba uno de los iconos, que juzgaba de un valor considerable, me di la vuelta y observé que Poirot estaba echado boca abajo en el suelo. Por hermosa que fuera la alfombra, no percibí la necesidad de un examen tan próximo.
—¿Tan maravillosa le parece? —pregunté.
—¿Eh? ¡Oh! ¿Se refiere a la alfombra? No, no era la alfombra lo que estaba observando. Pero efectivamente es un bello ejemplar, demasiado bello para haberlo atravesado desconsideradamente con un clavo por su mitad. No, Hastings —dijo Poirot al ver que me acercaba—, el clavo no está ahí ahora. Pero ha quedado el agujero.
Un súbito ruido producido a nuestras espaldas hizo que yo me volviera y que Poirot se pusiera en pie rápidamente. En el umbral de la puerta estaba una muchacha. Nos miraba con atención no exenta de sospecha. Era de mediana estatura, con una cara bella aunque algo malhumorada, ojos azul oscuro y una cabellera muy negra y corta. Su voz parecía rica y sonora y su acento nada tenía que ver con el inglés.
—Me temo que mi tío no podrá verles. Está casi inválido.
—Es una lástima, aunque quizá tenga usted la amabilidad de ayudarnos. ¿Es usted
mademoiselle
Daviloff, no es así?
—Sí, soy Sonia Daviloff. ¿Qué es lo que desea saber?
—Estoy realizando algunas investigaciones acerca del triste asunto de anteanoche: la muerte del señor Wilson. ¿Qué puede decirme de ello?
La muchacha abrió mucho los ojos.
—Murió de un fallo cardiaco... cuando jugaba al ajedrez.
—La policía no está tan segura de que fuera un fallo cardiaco, mademoiselle.
La muchacha hizo un gesto de terror.
—Entonces era cierto —exclamó—. Iván tenía razón.
—¿Quién es Iván y por qué dice que tenía razón?
—Iván es el hombre que les ha abierto la puerta... y ya me había dicho que creía que Gilmour Wilson no había muerto de muerte natural sino que había sido envenenado por equivocación.
—¿Por equivocación?
—Sí, el veneno estaba destinado a mi tío.
Se había olvidado por completo de su desconfianza inicial y hablaba con vehemencia.
—¿Por qué dice eso, mademoiselle? ¿Quién podría desear envenenar al doctor Savanoroff?
Ella hizo un gesto negativo con la cabeza
—No lo sé. No estoy informada Y mi tío no querrá confiarse a mí, lo cual es natural, quizá. Él apenas me conoce. Me conoció cuando yo era una niña y desde entonces no ha vuelto a verme hasta que vine a Londres a vivir con él. Pero lo que sí sé es que teme algo. En Rusia tenemos muchas sociedades secretas y en cierta ocasión escuché algo que me hizo pensar que teme precisamente a una de esas sociedades. Dígame,
monsieur
—dio un paso hacia adelante y bajó la voz—, ¿ha oído hablar alguna vez de una sociedad denominada los Cuatro Grandes?
Poirot se llevó una sorpresa mayúscula El asombro hizo que abriera desmesuradamente los ojos.
—¿Por qué... qué sabe usted de los Cuatro Grandes, mademoiselle?
—¡Así que esa sociedad existe! Oí por casualidad que hablaban de ella y le pregunté a mi tío después. Nunca he visto un hombre más asustado. Se puso blanco y tembloroso. Les tenía mucho miedo,
monsieur
, un miedo muy grande. Estoy segura de ello. Y, por equivocación, mataron a Wilson.
—Los Cuatro Grandes —murmuró Poirot—. ¡Siempre los Cuatro Grandes! Ha sido una coincidencia sorprendente, mademoiselle. Su tío estaba todavía en peligro. Debo salvarle. Cuénteme ahora lo que sucedió exactamente aquella noche fatal. Enséñeme el tablero de ajedrez, la mesa, explíqueme cómo estaban sentados los hombres, en fin, todo.
La muchacha se dirigió al otro lado de la habitación y sacó una mesita. La parte superior constituía un primoroso trabajo de taracea, realizado a base de cuadros de plata y madera negra que representaban un tablero de ajedrez.
—Esta mesa se la enviaron como regalo a mi tío hace unas semanas, con el ruego de que la utilizara en la partida siguiente que jugase. Estaba en el centro de la habitación... así.
Poirot examinó la mesa con una atención que a mí me pareció completamente innecesaria Su manera de llevar adelante la investigación no era probablemente la más adecuada. Muchas de las preguntas parecían no tener objeto alguno. Además, el efecto que producía era que saltaba por encima de las cuestiones verdaderamente esenciales. Llegué a la conclusión de que la inesperada mención de los Cuatro Grandes le había sacado de sus casillas.
Tras examinar la mesa durante un minuto y estudiar la posición exacta que había ocupado, pidió se le mostraran las piezas de ajedrez. Sonia Daviloff se las llevó en una caja. Examinó unas cuantas de un modo superficial.
—Un juego exquisito —murmuró algo distraído. Sin embargo, no hizo ninguna pregunta sobre las bebidas que se habían consumido durante la partida o sobre las personas que habían estado presentes.
Me aclaré la garganta significativamente. —No cree usted, Poirot, que... Él me interrumpió perentoriamente.
—No piense, amigo mío. Deje eso para mí. Mademoiselle, ¿no podríamos hacer algo para ver a su tío?
Una ligera sonrisa se dibujó en la cara de la muchacha. —Sí, podrá verle. Comprenda que forma parte de mis obligaciones entrevistar primero a todos los extraños.
Salió de la sala. Oí un murmullo de voces en la habitación contigua y momentos después reapareció y nos condujo a la habitación de la que acababa de salir.
El hombre que se hallaba tendido en un sofá tenía una figura imponente. Era alto y delgado, con enormes y pobladas cejas. Su barba tenía un notable color blanco, y su cara aparecía demacrada como consecuencia del hambre y las penalidades: el doctor Savanoroff tenía una personalidad inequívoca Observé la forma peculiar de su cabeza, inusitadamente alta. Había oído decir que los jugadores de ajedrez tienen cerebros de gran tamaño. Se comprendía fácilmente que el doctor Savaronoff fuera el segundo mejor jugador del mundo. Poirot se inclinó.
—
Monsieur le docteur
, ¿podría hablar con usted a solas? Savanoroff se dirigió a su sobrina. —Déjanos, Sonia.
Ella abandonó la habitación obedientemente. —Usted me dirá, señor.
—Doctor Savaronoff, recientemente entró usted en posesión de una enorme fortuna. Si muriese inesperadamente, ¿quién la heredaría?
—He hecho testamento dejándoselo todo a mi sobrina, Sonia Daviloff. No creerá usted...
—No creo nada, pero usted no había visto a su sobrina desde que era niña. No sería difícil que otra persona representase su papel. Savaronoff quedó estupefacto ante esta indicación. Poirot continuó. —Respecto a este punto basta con lo que le he dicho. Le pongo sobre aviso. Eso es todo. Me gustaría que me describiera la partida de ajedrez que jugó la otra noche. —¿Qué entiende por describir?
—Bueno, no soy jugador de ajedrez, pero tengo entendido que existen varios modos de empezar por ejemplo... el gambito, ¿no lo llaman así?
El doctor Savaronoff sonrió ligeramente.
—¡Ah!, ahora le comprendo. Wilson hizo una apertura Ruy López, que es una de las más seguras que existen y la que se adopta con mayor frecuencia en los torneos y partidas.