Los cuatro grandes (7 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Los cuatro grandes
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Tomándome por el brazo, Poirot me hizo regresar casi a rastras al chalet.

—Vamos a ver,
mon ami
. Imagine que hoy es el día siguiente a la desaparición y que nos hallamos tras unas huellas de pisadas. A usted le gustan las huellas, ¿no es así? Van por aquí, son las de un hombre, las del señor Halliday... Tuerce a la derecha, como nosotros hicimos, anda deprisa. ¡Ah!, otros pasos le siguen, son pasos muy rápidos, los de una mujer. Vea, ella le alcanza; es una mujer delgada y joven, que usa velo de viuda «Perdone,
monsieur
,
madame
Olivier desea que vuelva». Él se detiene y se vuelve. Ahora bien, ¿a dónde le lleva la joven? Ella no desea ser vista con él. Es una coincidencia que le haya dado alcance precisamente en donde se abre un estrecho pasadizo que divide dos jardines. Ella le conduce por el pasadizo. «Por aquí llegaremos antes,
monsieur
». A la derecha está el jardín del chalet de
madame
Olivier, a la izquierda, el jardín de otro chalet. Y de ese jardín, fíjese bien, ha caído el árbol que casi nos aplasta. Las puertas de los dos jardines dan al pasadizo. Aquí es en donde le tienden a Halliday la emboscada. Aparecen unos hombres, lo reducen y lo trasladan al chalet de al lado.

—¡Válgame Dios!, Poirot —exclamé—, ¿pretende estar viendo todo eso?

—Lo veo con los ojos de la mente,
mon ami
. Así, y solamente así, pudo suceder. Vamos, volvamos a la casa.

—¿Quiere ver a
madame
Olivier de nuevo?

Poirot sonrió de un modo curioso.

—No, Hastings, quiero verle la cara a la señora con la que nos hemos cruzado en la escalera.

—¿Quién cree que es, una familiar de
madame
Olivier?

—Probablemente es una secretaria, una secretaria contratada no hace mucho.

El amable monaguillo nos abrió de nuevo la puerta.

—¿Te importa decirme —dijo Poirot— cómo se llama la señora, la señora viuda, que llegó hace un momento?

—¿
Madame
Veroneau? ¿La secretaria de
madame
?

—Eso es. Haz el favor de decirle que queremos hablar con ella un momento.

El muchacho se fue y al poco tiempo reapareció.

—Lo siento, pero
madame
Veroneau debe de haber salido otra vez.

—Creo que no —dijo Poirot con calma—. Dile que me llamo Hércules Poirot y que es importante que la vea enseguida antes de ir a la jefatura de policía.

De nuevo se fue nuestro mensajero. Esta vez la señora bajó. Entró en el salón y la seguimos. Se volvió y levantó su velo. Con gran asombro por mi parte reconocí a nuestra antigua antagonista, una aristócrata rusa, la condesa Rossakoff, que había planeado con gran inteligencia un robo de joyas en Londres.

—En cuanto le vi en el vestíbulo, me temí lo peor —observó lastimeramente.

—Mi querida condesa Rossakoff...

Ella hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Ahora Inez Veroneau —murmuró—. Española, casada con un francés. ¿Qué quiere de mí,
monsieur
Poirot? Es usted un hombre terrible. Me ha seguido desde Londres. Ahora, supongo, le contará a nuestra maravillosa
madame
Olivier quién soy yo y continuará con su persecución. Nosotros los pobres exiliados rusos hemos de ganarnos la vida, ya sabe.

—Se trata de algo más serio que eso,
madame
—dijo Poirot, observándola—. Me propongo entrar en el chalet de al lado y liberar a
monsieur
Halliday, si todavía está con vida Lo sé todo, ya ve.

Ella se puso pálida de pronto y se mordió los labios. Sin embargo, habló con su acostumbrada firmeza.

—Todavía está vivo, pero no en el chalet. Vamos,
monsieur
, quiero hacer un trato con usted. La libertad para mí... y para usted el señor Halliday sano y salvo.

—Acepto —dijo Poirot—. Iba a proponerle el mismo trato. A propósito, ¿son los Cuatro Grandes sus patronos,
madame
?

La condesa volvió a palidecer, pero dejó sin respuesta la pregunta. En su lugar, preguntó si se le permitía telefonear, y cruzando hasta donde se hallaba el teléfono marcó un número.

—Es el número del chalet —explicó— en el que está ahora preso nuestro amigo. Puede dárselo a la policía, porque el nido estará vacío cuando lleguen. ¡Ah!, ya contestan. ¿Eres tú, André? Soy yo, Inez. El detective belga lo sabe todo. Manda a Halliday al hotel y vete.

Colgó el auricular y volvió hacia nosotros, sonriendo.

—¿Tendrá la bondad de acompañarnos al hotel,
madame
?

—Naturalmente. Esperaba que me lo pidiera.

Conseguí un taxi y los tres nos fuimos juntos. Por la cara que tenía Poirot, pude percibir que se hallaba perplejo. Todo resultaba demasiado fácil. Llegamos al hotel, y el portero se dirigió a nosotros.

—Ha llegado un caballero y está en sus habitaciones. Parece muy enfermo. Vino una enfermera con él pero ella se marchó enseguida.

—Perfectamente —dijo Poirot—, es un amigo mío.

Subimos juntos la escalera. Sentado en una silla al lado de la ventana estaba un individuo joven con cara demacrada que parecía hallarse en un estado de agotamiento extremo. Poirot se dirigió a él.

—¿Es usted John Halliday? —el joven asintió—. Enséñeme su brazo izquierdo. John Halliday tiene un lunar justamente debajo del codo izquierdo.

El hombre extendió su brazo. Allí estaba el lunar. Poirot se inclinó ante la condesa. Ésta se volvió y abandonó la habitación.

Una copa de coñac reanimó algo a Halliday.

—¡Dios mío! —murmuró—. He estado en el infierno... Esos hombres son como diablos. ¿Dónde está mi mujer? ¡Qué habrá pensado! Me dijeron que pensaría que... pensaría...

—No lo piensa —terció Poirot con firmeza—. Nunca perdió la fe en usted. Le esperan... ella y la niña.

—Loado sea Dios. Me parece imposible estar libre de nuevo.

—Ahora que ya se ha recuperado un poco,
monsieur
, me gustaría que nos contara desde el principio todo lo que le ha ocurrido.

Halliday le miró con una vaga expresión.

—No recuerdo nada —dijo.

—¿Cómo?

—¿Ha oído hablar de los Cuatro Grandes?

—Sé algo de ellos —dijo Poirot secamente.

—Usted no sabe lo que yo sé. Su poder es ilimitado. Si mantengo la boca cerrada, estaré a salvo; si digo una sola palabra, no sólo yo sino también mis seres más cercanos y queridos sufrirán de un modo espantoso. Es inútil discutir conmigo. Lo único que yo sé... es que no recuerdo nada.

Y poniéndose en pie salió de la habitación.

La cara de Poirot reflejaba su frustración.

—¿De modo que así están las cosas? —murmuró—. Los Cuatro Grandes han ganado de nuevo. ¿Qué es lo que tiene en la mano, Hastings?

Se lo entregué.

—La condesa escribió algo en este papel antes de marcharse —expliqué.

Lo leyó.


Au revoir
. I.V.

Firmada con sus iniciales: I.V. Quizá no sea nada más que una coincidencia, pero, en números romanos representan un cuatro. Es extraño, Hastings, muy extraño.

Capítulo VII
-
Los ladrones de radio

La noche de su liberación, Halliday durmió en el hotel en la habitación contigua a la nuestra; oímos cómo gemía y protestaba constantemente durante su sueño. Sin ningún género de dudas, su experiencia en el chalet le había destrozado los nervios. Por la mañana no conseguimos obtener de él ni la menor información. Sólo repetía su declaración sobre el poder ilimitado que tenían a su disposición los Cuatro Grandes acompañándola con alusiones a su certeza de que si hablaba ellos se vengarían.

Después de comer se marchó para reunirse con su esposa en Inglaterra. Poirot y yo permanecimos en París. Yo era partidario de emplear procedimientos enérgicos, del tipo que fueran, y la pasividad de Poirot me disgustaba.

—¡Por Dios!. Poirot —le insté—, hay que pasar al ataque.

—¡Admirable,
mon ami
, admirable! Ir ¿a dónde?, y atacar ¿a quién? Sea más preciso, se lo ruego.

—A los Cuatro Grandes, por supuesto.


Cela va sans dire
. ¿Y cómo empezaría usted?

—Acudiendo a la policía —aventuré titubeando.

Poirot sonrió.

—Nos acusarían de embusteros. No tenemos nada en qué basarnos. Hemos de esperar.

—¿Esperar a qué?

—Esperar a que ellos se muevan. Mire, en Inglaterra todos ustedes comprenden y adoran el boxeo. Si uno de los púgiles no hace un movimiento, el otro debe hacerlo; al permitir que el adversario ataque uno sabe algo de él. Ése es ahora nuestro papel: dejar que el adversario ataque.

—¿Cree usted que lo harán? —pregunté con cierta vacilación.

—No me cabe ninguna duda de ello. Empezaron por tratar de alejarme de Inglaterra. Eso falló. Luego, en el asunto de Dartmoor, intervinimos y salvamos a su víctima del patíbulo. Y ayer, una vez más, obstaculizamos sus planes. Que no le quepa duda de que no van a dejar las cosas así.

Cuando reflexionaba sobre lo que acababa de decir Poirot, llamaron a la puerta. Sin esperar respuesta, un hombre entró en la habitación y cerró la puerta Era un individuo alto y delgado, con la nariz ligeramente ganchuda y el cutis amarillento. Llevaba un abrigo abrochado hasta la barbilla y un sombrero de fieltro echado hacia los ojos.

—Perdónenme, caballeros, por mi entrada tan poco ceremoniosa —dijo en voz baja—, pero lo que me trae aquí es algo bastante especial.

Sonriendo, avanzó hasta la mesa y se sentó junto a ella. Yo estaba a punto de saltar, pero Poirot me contuvo con un gesto.

—Como usted dice,
monsieur
, su entrada no ha sido muy ceremoniosa. ¿Quiere hacer el favor de decirnos a qué ha venido?

—Mi querido
monsieur
Poirot, es muy sencillo. Usted ha estado molestando a mis amigos.

—¿De qué modo? —Vamos, vamos,
monsieur
Poirot. ¿No me hará esa pregunta en serio? Lo sabe tan bien como yo.

—Depende,
monsieur
, de quiénes sean esos amigos suyos.

Sin decir una palabra, el hombre sacó de su bolsillo una pitillera y abriéndola tomó cuatro cigarrillos y los arrojó sobre la mesa. Luego los puso de nuevo en la pitillera y guardó ésta en su bolsillo.

—¡Vaya! —dijo Poirot—, ¿así es que se trata de eso? ¿Y qué es lo que sugieren sus amigos?

—Sugieren,
monsieur
, que emplee usted su talento, su considerable talento, en el descubrimiento de verdaderos crímenes, que vuelva a sus antiguas ocupaciones y resuelva los problemas de las señoras de la alta sociedad londinense.

—Un programa muy tranquilo —dijo Poirot—. ¿Y suponiendo que no esté de acuerdo?

El hombre hizo un gesto elocuente.

—Lo sentiríamos mucho, por supuesto —respondió—. Lo mismo que todos los amigos y admiradores del gran
monsieur
Hércules Poirot. Pero las condolencias, por conmovedoras que sean, no devuelven un hombre a la vida

—Expuesto con gran delicadeza —dijo Poirot asintiendo con la cabeza—. ¿Y suponiendo que yo aceptase?

—En ese caso estoy facultado para ofrecerle una recompensa.

Sacó un billetero y lanzó diez billetes sobre la mesa. Eran billetes de diez mil francos.

—Esto es simplemente una muestra de buena fe —aclaró—. Se le pagará diez veces esta cantidad.

Lancé una imprecación mientras me ponía en pie de un salto y dije:

—¡Cómo se atreve a pensar...!

—Siéntese, Hastings —ordenó Poirot autoritariamente—. Domine sus clásicos y honrados impulsos y siéntese. En cuanto a usted,
monsieur
, le diré esto. ¿Qué me impide llamar a la policía para que le detenga, mientras mi amigo evita que se escape?

—No deje de hacerlo, si lo cree conveniente —dijo con calma nuestro visitante.

—¡Oiga, Poirot! —exclamé—. No soporto esta situación. Llame a la policía y acabemos con esto.

Me levanté rápidamente, fui hacia la puerta y me quedé con la espalda contra ella.

—Es evidente que eso es lo que parece más procedente —murmuró Poirot, como si debatiera la cuestión consigo mismo.

—¿Pero no se fía usted de lo que parece más procedente, eh? —agregó nuestro visitante, sonriendo.

—Adelante, Poirot —le insté.

—La responsabilidad será suya,
mon ami
.

Cuando él levantó el auricular, el hombre saltó hacia mí como un gato. Yo estaba preparado para el ataque. Enseguida trabamos nuestros brazos dando tumbos por la habitación. De pronto noté que él resbalaba y vacilaba. Aproveché mi ventaja y le hice caer. Luego, cuando ya me creía victorioso, sucedió algo extraordinario. Me sentí lanzado hacia adelante. Mi cabeza se estrelló contra la pared y quedé echo un ovillo. Al punto me levanté, pero ya se había cerrado la puerta tras mi adversario. Me precipité hacia ella y la sacudí, pero estaba cerrada por fuera. Le quité el teléfono a Poirot.

—¿Recepción? Detengan a un hombre que sale en este momento. Es un hombre alto con el abrigo abrochado y un sombrero de fieltro. Lo busca la policía.

Al cabo de unos momentos oímos un ruido fuera, en el pasillo. Alguien hizo girar una llave en la cerradura y la puerta se abrió. El gerente del hotel en persona se hallaba en el umbral.

—El hombre... ¿lo han detenido? —exclamé.

—No,
monsieur
. No ha bajado nadie.

—Deben haberse cruzado con él.

—No nos hemos cruzado con nadie,
monsieur
. Es imposible que pueda haber escapado.

—Tiene usted que haberse cruzado con alguien, creo yo —dijo Poirot con su voz suave—. ¿Quizá con uno de los empleados del hotel?

—Sólo con un camarero que llevaba una bandeja,
monsieur
.

—¡Ah! —dijo Poirot, en un tono que quería decir muchas cosas.

Cuando por fin nos libramos de los nerviosos empleados del hotel, Poirot murmuró:

—De modo que ése fue el motivo de que llevara el abrigo abotonado hasta la barbilla.

—No sabe cuánto lo siento, Poirot —murmuré bastante alicaído—. Pensé que podría sujetarle.

—Sí, me imagino que le hizo una llave japonesa. No se aflija,
mon ami
. Todo salió de acuerdo con un plan: su plan. Eso es lo que yo quería.

—¿Qué es esto? —exclamé precipitándome sobre un objeto de color pardo que se hallaba en el suelo.

Era una delgada cartera de cuero, que evidentemente se le había caído del bolsillo a nuestro visitante durante la lucha. Había en ella dos facturas pagadas por el señor Felix Laon y un trozo de papel doblado que hizo que mi corazón latiese aún más deprisa. Era media hoja de un bloc de notas en la que estaban escritas a lápiz una cuantas palabras; pero esas palabras eran de suma importancia.

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