Read Los cuatro grandes Online
Authors: Agatha Christie
—
Mademoiselle
es como una flor en este viejo, seco y polvoriento despacho —añadió, sin preocuparse de los sentimientos del señor McNeil.
Esta descarada adulación no dejó de surtir efecto. La señorita Monro se sonrojó y sonrió afectadamente.
—¡Oh, vamos, vamos, señor Poirot! —exclamó—. Sé cómo son ustedes los franceses.
—
Mademoiselle
, ante la belleza nosotros no somos mudos como los ingleses. Aunque yo no soy francés, soy belga.
—He estado en Ostende —dijo la señorita Monro.
El asunto, como habría dicho Poirot, marchaba espléndidamente.
—¿De modo que puede decirnos algo acerca del señor Claud Darrell? —continuó Poirot.
—Hubo un tiempo en que conocí al señor Darrell muy bien —explicó la dama—. Vi su anuncio, y como no tenía otra cosa que hacer y dispongo de mi tiempo, me dije: Unos abogados desean saber del pobre Claudie... quizá se trate de una fortuna en busca del verdadero heredero. Lo mejor será que me pase por allí enseguida
El señor McNeil se levantó.
—Bien,
monsieur
Poirot, ¿le parece que les deje solos para que puedan charlar más tranquilamente?
—Es usted muy amable; pero le ruego que se quede. Acabo de tener una pequeña idea. Se acerca la hora del
déjeuner
. ¿Querrá
mademoiselle
hacerme el honor de comer conmigo?
Los ojos de la señorita Monro brillaron. Me dio la sensación de que no andaba muy boyante y que agradecía la oportunidad de disfrutar de una buena comida.
Minutos después íbamos en un taxi en dirección a uno de los restaurantes más caros de Londres. Una vez allí, Poirot ordenó un almuerzo de los más apetecibles y luego se dirigió a su invitada
—¿Qué vino prefiere,
mademoiselle
? ¿Qué tal si tomáramos
champagne
?
La señorita Monro no dijo nada... o quizá lo dijo todo.
El comienzo de la comida fue muy agradable. Poirot llenó la copa de la mujer con reflexiva asiduidad, y pasó gradualmente a su tema favorito.
—Pobre señor Darrell. Qué lástima que no esté con nosotros.
—Sí, es verdad —dijo con un suspiro la señorita Monro—. Pobre chico. Me pregunto qué habrá sido de él.
—¿Hace mucho tiempo que no le ve?
—Muchísimo tiempo... desde la guerra. Claudie era un muchacho divertido, muy reservado, nunca me dijo una palabra de sí mismo. Pero, por supuesto, todo encaja si es un heredero perdido. ¿Se trata de un título, señor Poirot?
—Es una simple herencia —dijo Poirot sin sonrojarse—. Pero, como comprenderá, quizá haya que proceder a una identificación. Es por eso por lo que es necesario que encontremos a alguien que le haya conocido muy bien. Usted parece que le conoció bien, ¿no es así,
mademoiselle
?
—No me importa decírselo, señor Poirot. Usted es un caballero. Sabe cómo ordenar un almuerzo para una señora. No puede decirse lo mismo de estos jóvenes de hoy. Como es usted francés, lo que voy a decirle no le sorprenderá. ¡Ah, ustedes los franceses! Bueno, Claudie y yo éramos dos jóvenes... ¿Qué otra cosa cabía esperar? Mis sentimientos hacia él todavía están llenos de afecto, aunque, he de confesarle que no me trató bien... no, en absoluto... no como debe tratarse a una dama. Todos son iguales cuando está de por medio la cuestión económica
—No, no,
mademoiselle
, no diga eso —contestó Poirot, llenando su copa una vez más—. ¿Podría hacerme una descripción del señor Darell?
—Físicamente era un hombre corriente —dijo Flossie Monro vagamente—. Ni alto ni bajo, ya sabe usted, pero muy bien plantado. Sus ojos tenían un color entre azul y gris. Y era más o menos rubio, supongo. Pero lo que sí puedo decir es que era un gran artista. Nunca vi a nadie que le alcanzara en su profesión. Hubiera tenido una gran fama de no haber sido por la envidia. No puede imaginarse, señor Poirot, realmente es imposible que se lo imagine, lo que los artistas tenemos que sufrir a causa de la envidia. Recuerdo que una vez en Manchester...
Tuvimos que armarnos de paciencia para escuchar una larga y complicada historia acerca de una pantomima y de la infame conducta del actor que representaba el papel principal. Poirot tardó un poco en conseguir que volviera a hablarnos de Claud Darrell.
—
Mademoiselle
, nos interesa sobremanera todo lo que nos pueda decir acerca del señor Darrell. Las mujeres son excelentes observadoras: se dan cuenta de todo, perciben los más pequeños detalles que se les escapan a los hombres. He visto cómo una mujer identificaba a un hombre entre docenas de ellos, ¿y por qué cree que fue? Había observado que él tenía el hábito de golpearse la nariz cuando se hallaba nervioso. Un hombre nunca se habría fijado en algo como eso.
—¡Qué ocurrencia! —exclamó la señorita Monro—. Supongo que es cierto. Ahora que pienso en ello, recuerdo que Claudie siempre jugueteaba con el pan en la mesa. Colocaba un trozo entre los dedos y luego lo golpeaba ligeramente para recoger las migas. Se lo he visto hacer centenares de veces. Sería capaz de reconocerlo en cualquier parte gracias a esa singularidad suya.
—¿No es eso precisamente lo que le decía? La maravillosa observación de una mujer. ¿Y le habló a él alguna vez de esa costumbre suya,
mademoiselle
?
—No, no lo hice, señor Poirot. ¡Ya sabe cómo son los hombres! No les gusta que una se fije en las cosas, especialmente cuando les parece que se las van a afear. Nunca le dije una palabra, pero muchas veces sonreía para mis adentros cuando lo hacía. Él ni siquiera se daba cuenta de que lo hacía
Poirot asintió son amabilidad. Observé que su mano temblaba un poco cuando la extendió para alcanzar su copa.
—Como medio para establecer la identidad disponemos siempre de la escritura —observó—. Supongo que habrá tenido ocasión de observar alguna carta escrita por el señor Darrell.
Flossie Monro negó con la cabeza con aire apesadumbrado.
—No era de las personas que escriben. Nunca me escribió una línea en su vida.
—Es una lástima —dijo Poirot.
—Pero le voy a decir algo que le interesará —señaló de pronto la señorita Monro—. Conservo una fotografía. ¿Le servirá de algo?
—¿Que tiene una fotografía de Darrell?
Poirot casi saltó de su asiento.
—Es muy antigua: tendrá ocho años por lo menos.
—
Ça ne fait rien
! ¡No importa que sea antigua ni que esté descolorida! ¡Ah,
ma joi
, qué suerte! ¿Me permitirá que le eche una mirada a esa fotografía,
mademoiselle
?
—Por supuesto.
—Quizá pueda permitirme incluso que saque una copia. No tardaría mucho en devolvérsela.
—Naturalmente.
La señorita Monro se levantó.
—Bien, tengo que irme. Me alegro mucho de haberle conocido a usted y a su amigo, señor Poirot.
—¿Y la fotografía? ¿Cuándo podré disponer de ella?
—La buscaré esta noche. Creo que sé en dónde está. Se la enviaré inmediatamente.
—Un millón de gracias,
mademoiselle
. No ha podido ser usted más amable. Espero que pronto podamos disponer de tiempo para comer juntos otra vez.
—Cuando quiera —dijo la señorita Monro—. Por mí, encantada.
—Déjeme ver, creo que no tengo sus señas.
Dándose importancia, la señorita Monro sacó una tarjeta de su bolso y se la entregó a Poirot. Era una tarjeta algo sucia y las señas originales habían sido tachadas y sustituidas a lápiz por otras.
Luego, con gran despliegue de inclinaciones y ademanes por parte de Poirot, nos despedimos de la señora y nos marchamos.
—¿Cree realmente que esa fotografía es tan importante? —pregunté a Poirot.
—Sí,
mon ami
. La cámara fotográfica no miente. Se puede ampliar una fotografía y captar los rasgos más salientes, que de otro modo permanecerían inadvertidos. Luego hay un millar de detalles, como la forma de las orejas, que nadie nos podrá describir con palabras. Sí, no cabe duda de que nos ha salido al paso una gran oportunidad. Por eso es por lo que me propongo tomar medidas de precaución.
Al acabar de hablar se dirigió al teléfono. Dio un número que yo sabía era el de una agencia de detectives privados que Poirot utilizaba algunas veces. Sus instrucciones fueron claras y concretas. Dos hombres debían dirigirse a la dirección que él les señalaba y, en términos generales, tenían que velar por |a seguridad de la señorita Monro. La seguirían a todas partes.
Poirot colgó el teléfono y volvió hacia donde yo me encontraba. —¿Cree realmente que eso es necesario, Poirot? —pregunté. —Puede serlo. No cabe duda de que a usted y a mí nos vigilan; puesto que es así, pronto sabrán con quién hemos estado comiendo hoy. Y es posible que el Número Cuatro huela el peligro.
Unos veinte minutos más tarde sonó el teléfono. Fui yo quien contestó. Una voz brusca me preguntó.
—¿Es usted el señor Poirot? Le hablo desde el hospital de St. James. Hace diez minutos nos han traído a una mujer que ha sufrido un accidente en la calle. Se trata de la señorita Flossie Monro. Ha solicitado ver urgentemente al señor Poirot. Debe usted venir enseguida No vivirá mucho tiempo.
Le repetí estas palabras a Poirot, cuya cara se puso blanca —Deprisa, Hastings. Tenemos que correr como el viento. Un taxi nos llevó al hospital en menos de diez minutos. Preguntamos por la señorita Monro y nos condujeron inmediatamente al pabellón de accidentados. Una enfermera con gorro blanco nos recibió en la puerta. Poirot leyó en su cara. —¿Ha muerto, verdad? —Hace seis minutos. Poirot se quedó como petrificado.
La enfermera, malinterpretando su emoción, empezó a dirigirle palabras de consuelo.
—No sufrió, y en sus últimos momentos permaneció inconsciente. Fue atropellada por un automóvil, ya sabe usted, y el conductor del automóvil ni siquiera se detuvo. Qué vileza, ¿verdad? Espero que alguien haya tomado el número de la matrícula.
—Tenemos la suerte en contra —dijo Poirot en voz baja. —¿Le gustaría verla?
La enfermera nos condujo y la seguimos. La pobre Flossie Monro, con su colorete y su cabello teñido, yacía con gran placidez y con una ligera sonrisa en los labios.
—Sí—murmuró Poirot—, tenemos la suerte en contra, pero... ¿es la suerte?
Levantó su cabeza como si hubiera tenido una idea de pronto. —¿Es la suerte, Hastings? Si no lo es... si no lo es... Le juro, amigo mío, ante el cadáver de esta pobre mujer, que seré implacable cuando llegue el momento.
—¿Qué quiere decir? —pregunté.
Pero Poirot se había vuelto hacia la enfermera y le pedía ansiosamente información. Pudimos obtener una lista de los objetos encontrados en el bolso. Poirot ahogó una exclamación al leerla.
—¿Ve usted, Hastings, ve usted?
—¿Qué es lo que hay que ver?
—No se menciona ningún llavín. Pero indudablemente ella debía llevarlo. Fue atropellada a sangre fría y la primera persona que se inclinó sobre ella le sustrajo la llave del bolso. Pero quizá lleguemos a tiempo. Es posible que no hayan podido encontrar enseguida lo que buscaban.
Otro taxi nos condujo a la dirección que Flossie Monro nos había dado, un sólido bloque de viviendas en un barrio bastante desagradable. Transcurrió algún tiempo antes de que pudiéramos entrar en el piso de la señorita Monro, pero por lo menos tuvimos la satisfacción de saber que nadie había salido de allí mientras estábamos de guardia fuera.
Finalmente pudimos entrar. Era evidente que alguien se nos había anticipado. El contenido de los cajones y armarios estaba esparcido por el suelo. Las cerraduras habían sido forzadas. Parecía como si al que había registrado el piso le hubiera faltado tiempo.
Poirot empezó a buscar en medio de aquel caos. De manera repentina dio un grito al tiempo que se enderezaba y levantaba algo. Era un marco anticuado de fotografía... vacío.
Le dio la vuelta lentamente. En el dorso tenía pegada una pequeña etiqueta redonda: la etiqueta del precio.
—Costó cuatro chelines —comentó.
—Mon dieu! Hastings, fíjese. Es una etiqueta recién puesta. La pegó aquí el hombre que se llevó la fotografía, el hombre que estuvo aquí antes que nosotros, pero que sabía que vendríamos. Por consiguiente, la dejó para nosotros. Me estoy refiriendo a Claud Darrell, el Número Cuatro.
Fue después de la trágica muerte de la señorita Monro cuando empecé a darme cuenta de que se había producido un cambio en Poirot. Hasta aquel momento, su invencible confianza en sí mismo había resistido todas las pruebas. Pero parecía como si, al final, los efectos del largo esfuerzo empezasen a manifestarse. Se mostraba serio y pensativo y tenía los nervios alterados. Siempre que era posible evitaba toda conversación sobre los Cuatro Grandes y se entregaba a su trabajo cotidiano casi con el mismo entusiasmo que antes. No obstante, yo sabía que trabajaba en secreto en el gran asunto. Constantemente venían a visitarle individuos eslavos de aspecto singular y aunque no se dignaba a dar ninguna explicación sobre estas misteriosas visitas, me daba cuenta que estaba organizando una nueva defensa o arma de oposición con la ayuda de aquellos extraños de aspecto repulsivo. En una ocasión, y por puro azar, pude observar los asientos de su libreta del banco (él me había pedido que comprobara cierta pequeña partida) y me di cuenta de que había sido pagada una enorme suma (enorme incluso para Poirot, que en aquellos días ganaba mucho dinero) a cierto ruso que parecía tener en su apellido todas las letras del alfabeto.
Pero no me dio ninguna pista acerca de lo que se proponía emprender. Una y otra vez pronunciaba una misma frase. «Es una gran equivocación subestimar al adversario. Recuérdelo,
mon ami
.» Me di cuenta de que éste era el peligro que él se esforzaba en evitar a toda costa
Siguieron así las cosas hasta fines de marzo, hasta que una mañana Poirot me hizo una observación que me sorprendió mucho.
—Esta mañana, amigo mío, le recomiendo que se ponga su mejor traje. Vamos a visitar al ministro del interior.
—¿De veras? Eso es muy interesante. ¿Le ha llamado para que se haga cargo de algún caso?
—No se trata de eso exactamente. He sido yo el que he buscado la entrevista. Quizá recuerde usted que en cierta ocasión le hice al ministro un pequeño favor. Pues bien, desde entonces se muestra absurdamente entusiasmado con mis capacidades y estoy a punto de aprovecharme de esta actitud. Como sabe, el primer ministro francés,
monsieur
Desjardeaux, se encuentra en Londres. De resultas de una petición mía el ministro del interior británico ha conseguido que se halle presente en nuestra pequeña conferencia de esta mañana