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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (114 page)

BOOK: Los días de gloria
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Para mí era evidente de toda evidencia, como dicen los letrados en el Foro, que el Gobierno y la oposición españolas, antes de presentar la querella contra mí, necesitaban asegurarse bien de que el juez la admitiría y resolvería la prisión. De otro modo el fiasco habría sido terrible y de consecuencias políticas impensables. No podían arriesgarse. Y no se arriesgaron. Nombraron a García-Castellón con un cometido concreto: encarcelarme. Era fácil suponerlo. Gracias a Daniel y a nuestra relación de parentesco, ahora la suposición se convertía en certeza. La verdad es que no me afectó demasiado ese tránsito. Cuando ya has vivido la prisión, cuando has dispuesto de tiempo para encajar bolillos, empiezas a encontrarte curado de espanto. Claro que no sabía en aquel entrañable almuerzo cuántos espantos me quedaban por vivir. Así que eso de curado de espanto vamos a dejarlo para unos cuantos años después...

—Oye, Daniel, esto es bastante fuerte. ¿Te atreverías a testificar un día si fuera necesario?

—No lo dudes, y no porque seamos parientes, sino porque es totalmente intolerable. Para mí, que creía conocerlo... En fin, me callo.

Una vez que disponen del juez, es necesario un fiscal que obedezca, pero, además, que sepa algo de cuestiones financieras. Y de eso los fiscales saben poco. Pero también encontraron solución.

Sucedió el día 4 de septiembre de 1996. Aquella tarde, a eso de las siete, acudí al despacho de Juan Sánchez-Calero, un poco para retomar contacto con él después de las vacaciones. Juan entró en la sala de Juntas llevando consigo unos voluminosos tomos encuadernados con tapas amarillas, de los que, de vez en cuando, salían unos papelitos, también amarillos, que constituían señales en las páginas que el abogado consideraba de interés.

—¿Qué es eso que traes? —pregunté a Juan.

—El expediente administrativo del recurso contencioso contra el acto de intervención que nos han puesto de manifiesto. Puede haber algo interesante, porque estoy seguro de que no todos los documentos han sido incorporados al sumario.

Tomé uno de los tomos entre mis manos y lo hojeé de manera rápida. Casualmente descubrí un documento de veintitrés páginas que tenía el siguiente título: «Nota sobre los hechos detectados por la Inspección del Banco de España, en relación con la actuación de los administradores sustituidos de Banesto». La fecha de dicho documento es 26 de octubre de 1994, es decir, días antes de que se interpusiera la querella contra nosotros. Está redactado en papel oficial del Banco de España, aunque no lleva firma.

Sin embargo, en la parte superior derecha de la primera página del texto, aparece lo siguiente: JRQ y JCMG. No hace falta ser ningún genio para darse cuenta que esas letras son las siglas de Juan Román Quiñones y Juan Carlos Monje García, es decir, los inspectores firmantes del informe de Inspección del Banco de España de 31 de enero de 1994 y que habían sido designados peritos por García-Castellón.

—Oye, Juan: este documento hay que verlo con todo cuidado, porque puede ser muy interesante.

—Ya lo creo, ya lo creo —dijo Juan.

—Mándame una copia para que lo estudie.

Pocos días después volví a pasar una semana en Los Carrizos. Encargué a Paloma que fuera cotejando el escrito de Monje y Román, comparándolo con el texto de la querella que presentó Florentino Orti el 14 de noviembre de 1994. Por su parte, Juan Sánchez-Calero realizaba un estudio similar. Cuando ambos estuvieran concluidos, unificaríamos las conclusiones.

Paloma, con esa meticulosidad que la caracteriza, propia de un artesano de mosaicos, fue leyendo línea a línea ambos documentos y escribiendo el texto de uno y otro con diferente letra para que pudieran compararse con facilidad. Poco antes de que se volviera a Madrid le pregunté por los resultados de su investigación.

—Es alucinante. Son idénticos.

Casi no podía creerlo. Esa Nota que encontramos era el verdadero texto de la querella. Las frases de Monje y Román eran literalmente reproducidas por Florentino Orti en el texto de la querella que presentó contra nosotros. Incluso más: hasta una misma errata relativa al nombre de Luis Díaz Orueta se encontraba en ambos documentos. No solo había copiado los hechos descritos por los inspectores del Banco de España, sino, incluso, hasta sus propios errores.

Pero no solo le habían confeccionado la querella, sino que luego el fiscal tenía que responder de lo que firmó. Y para eso necesitaba el concurso de estas personas, porque él firmó pero no sabía de qué iba la cosa. ¿Cómo conseguirlo? Pues nombrándolos peritos.

—¡Es alucinante! ¿Cómo se puede nombrar peritos a los autores de la querella?

—Pues nombrándolos, María, nombrándolos. Es así de fácil. Y no solo nombrándolos, sino asegurándose de que trabajan desde el primer momento.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que el mismo día en el que el juez admite a trámite la querella manda una providencia al Banco de España pidiendo que le nombren dos peritos. Ese mismo día llega al Banco de España la decisión del juez. Ese mismo día se reúne el Comité Ejecutivo. Ese mismo día acuerda designar a Monje y a Román y el juez les da posesión al día siguiente...

—Increíble...

—Sí, claro, pero...

—¿Y qué hicisteis con eso?

Aquello era un descubrimiento sensacional. La aberración procesal no podía ser más monumental. La violación de las garantías del acusado alcanzaba límites de ópera bufa. La evidencia de la actuación coordinada del Sistema contra nosotros se convertía en una escena pornográfica.

Enrique Lasarte y yo comentamos el asunto. Ambos llegamos a la conclusión de que era especialmente grave y que podía afectar de manera terrible no solo a nuestro proceso penal, sino también al propio García-Castellón. Parece ridículo que nos preocupáramos de las consecuencias para nuestro juez natural, pero es que algo sucedió en aquellos días: el juez, en contra de Florentino Orti, decidió rebajar mi fianza carcelaria desde dos mil a cien millones de pesetas. La noticia corrió como la pólvora por los mentideros de la villa de Madrid, por los cenáculos políticos y judiciales. Todo el mundo se preguntaba qué había ocurrido, qué motivo último impulsó a García- Castellón a una rebaja de ese porte. La sombra del pacto comenzó a extenderse como la niebla del Támesis.

Nada oscuro podía encontrarse detrás de esa decisión. El propio juez se la sugirió a Juan Sánchez-Calero poco antes de que formuláramos nuestro escrito de defensa, e, incluso, en los primeros días de septiembre le proporcionó el texto de una sentencia del Tribunal Constitucional relativa al asunto Sotos, el de la Cooperativa de UGT, para que lo pusiera en su escrito solicitando la anulación o rebaja sustancial de la fianza. Eso fue todo, además de la presión de Jaime Cardenal. Nada de pacto con el Gobierno ni con ninguna fuerza política.

En realidad la rebaja de la fianza no significaba nada sustancial en el proceso penal, pero como la gente entiende por gestos y vive al margen de las profundidades —no solo en cuestiones jurídicas— percibió la decisión del juez como un cambio de viento, como una alteración del paisaje que estaba acostumbrada a contemplar en los inviernos, veranos, primaveras y otoños que transcurrieron desde aquel 23 de diciembre de 1994. En los círculos del Sistema comenzó a extenderse una especie de terror: mira que si García-Castellón ha cambiado y ahora resulta que entiende o se entiende con Mario Conde... Este era el pensamiento de muchos de los que de manera consciente o inconsciente habían ocupado papeles estelares y hasta de meros extras en el drama que nos tocaba vivir. El más gracioso de todos —no podía ser menos— fue el periodista argentino Ekaizer, que reaccionó a la noticia con una página entera en
El País
en la cual, bajo el título de «El hombre lobo de Allariz», llegaba casi a sugerir, con la metáfora de la antigua capital del reino de Galicia, que yo había conseguido encantar —en el sentido de encantamiento mágico-brujeril— al juez García-Castellón...

Lo cierto es que el juez había tenido un gesto y ahora podía ser el momento de devolvérselo. ¿Cómo? Advirtiéndole previamente de la presentación del escrito. Enrique y yo decidimos que eso era exactamente lo que convenía hacer y llamamos de urgencia a Jaime Cardenal, con el que nos reunimos en la casa de los Lasarte, en Puerta de Hierro, el miércoles 2 de octubre de 1996. Durante el desayuno le fuimos exponiendo la situación. Nuestro interlocutor, extraordinariamente rápido de mente, se dio cuenta de manera inmediata de la gravedad del asunto.

—Esto es la prueba del nueve de la conspiración contra vosotros. Pero ¿en qué papel queda García-Castellón?

—Este es el asunto. Si quieres que te diga mi opinión, me resulta muy difícil creer que no supiera que esto fue exactamente lo que sucedió.

—Y en la nuestra —intervino Enrique—. Se trata de ser positivo. Este documento demuestra que quien actúa por orden de los políticos es el Banco de España y que Florentino Orti funciona como la mano judicial acusadora de todos ellos.

—Comprendo —asintió nuestro interlocutor—. Pero una vez que tiene conocimiento del escrito, si no actúa se convierte en cómplice.

—¡Ese es exactamente el tema! —enfatizó Enrique.

—Por eso estamos aquí —dije tomando la palabra—. Tu amigo tiene ante sí una oportunidad: o integrarse de manera definitiva en la conspiración, o salirse de ella. Esto último tiene un coste: actuar como verdadero juez. Eso es todo.

—Bueno, voy a llamarle ahora mismo para quedar con él esta misma mañana o a lo sumo esta tarde.

Tomó su teléfono portátil, marcó un número que tenía en su memoria y habló con el juez.

—Manolo, tengo que verte hoy mismo. Es muy urgente.

Fijaron la entrevista, en principio, para la una de la tarde. Quedamos en que nos transmitiría noticias antes de cenar. Nos despedimos y Enrique y yo salimos hacia nuestro despacho de Gobelas. Durante el trayecto, como resultaba inevitable, seguimos dándole vueltas al asunto, convencidos de que estábamos en presencia de algo que podía poner punto y final a nuestra situación porque si el fiscal, fuera Florentino Orti u otro cualquiera, se quedaba sin el soporte de los dos inspectores del Banco de España, sostener una acusación contra nosotros iba a resultarle extremadamente incómodo, por decirlo de manera cariñosa.

Sobre las siete de la tarde sonó el portátil de Enrique. Al otro lado de las ondas nuestro interlocutor. La reunión con el juez se había celebrado, conforme a lo previsto. La primera reacción de García-Castellón fue de distancia, pero cuando le puso al corriente de las consecuencias que sobre su propia situación personal podría tener el asunto, comenzó a ponerse nervioso.

—Bueno, y al final ¿cómo quedaron? —pregunté a Enrique.

—En que presentáramos el escrito y él daría traslado a las partes y después hablaría con Siro, el presidente de la Sala que tendría que juzgarnos.

—¿Para qué quiere hablar con Siro?

—Para cubrirse.

Necesitábamos reflejo en prensa y por eso con los papeles bajo el brazo me fui a ver a Luis María Anson, quien, a la vista de los documentos, entendió perfectamente la gravedad del asunto y al día siguiente el
ABC
apareció con despliegue memorable, demostrando la brutalidad de la agresión a los derechos constitucionales de unas personas. Bueno, pues nada sucedió. Se puso en marcha una campaña destinada a decir que lo probado no era tan grave. Todos se apuntaron al esperpento. La razón se la dio Jesús Polanco a Fernando Almansa:

—Este Luis María es idiota publicando esas cosas. ¿Es que no se da cuenta de que lo de meter a Mario en la cárcel es un tema de Estado y no de zarandajas procesales?

El viernes 4 de octubre de 1996, conforme a lo convenido, el escrito en el que se demostraba que Florentino Orti se había limitado a copiar un informe de los inspectores Monje y Román, «peritos» de sus propias acusaciones, quedó depositado en el Juzgado de García- Castellón.

La berrea había concluido casi definitivamente. En las primeras luces del alba, mientras contemplaba a los lejos un grupo de reses entre las que se distinguía el movimiento inequívoco, ascendente y descendente de la cabeza, con el que los machos acompañan su berrido de apareamiento, pensé en las reacciones que iba a provocar semejante descubrimiento. Era solo la evidencia documental de la conspiración. Nada más. Ni nada menos. A veces dejan papeles... Preguntas sin respuesta que interrumpió un macho de doce puntas, de cuerna gruesa, notable envergadura, que se desplazaba sobre la raña con el andar cansino —«aspeado», dicen por aquí— propio de quien lleva días, incluso semanas, sometido a la pelea del encuentro sexual con variación de hembras. Lo tenía en la cruz del rifle. A esa distancia no podía fallar. Por un extraño impulso interior alejé la mira del ojo, quité el rifle de la cara, lo introduje de nuevo en el coche, arranqué el motor, encendí las luces y continué mi camino hacia la sierra.

Nada ocurrió. Ni en el juicio oral ni en el recurso de casación.

La suerte de Mario Conde estaba echada: la cárcel.

Miguel Martín acabó teniendo razón en este campo singular. A los pocos días de la intervención de Banesto cenó en casa de Enrique Lasarte. Allí dijo muchas cosas, pero sobre todo una:

—Si el Banco de España se ha equivocado, peor para vosotros, porque el banco no puede equivocarse y en ese caso os mandaremos a Eligio.

Eligio era el fiscal general del Estado. Martín quería decir que si el fundamento de la intervención no era financiero, sino político, acabaríamos en la cárcel para dar la razón a quienes lo decidieron, para lavar el error.

En la Nochebuena de 1994, después de que dos inspectores, Román y Monje, pidieran al juez mi ingreso en prisión porque el Banco de España necesitaba esa foto para su credibilidad, traspasé por primera vez en mi vida la puerta de la cárcel de alta seguridad llamada Alcalá-Meco.

Comenzaba un nuevo periplo de mi vida que iba a durar quince años.

Me convirtieron en preso del Estado.

Epílogo

No ha sido sencillo llegar hasta aquí. Y no me refiero a la labor de escribir, de construir estas páginas en las que relato el devenir de mi vida desde que entré en contacto con el mundo en el que confluyen economía, finanzas, política y medios de comunicación social. Cierto es que el recuerdo puntual es en ocasiones doloroso, pero seguramente lo es más la vivencia real, el instante en el que sufres el contacto con esa realidad confeccionada a base de ladrillos de la estructura espiritual humana, no siempre digna de la más excelsa de las alabanzas.

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