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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Los días de gloria (115 page)

BOOK: Los días de gloria
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Pero hay algo que diferencia la vivencia puntual del relato global: la perspectiva temporal. El suceso que provoca dolor ocurre en el instante, y el tiempo que inmediatamente le sigue es una sucesión de instantes preñados de ese dolor agudo, punzante, lacerante. Es más que probable que en esos momentos el dolor participe de la esencia del arrebato místico y, por tanto, conlleve en el sujeto que siente la desaparición de la dimensión espaciotemporal. De ser así —y así es mi experiencia—, el sujeto no aplica el esquema de pensamiento racional, puesto que ese es incompatible con la ausencia de la noción espacio tiempo. En esos instantes de dolor, el conocimiento, en el más amplio sentido de esta palabra, proviene directo del corazón. Y no es literatura, sino esencia de vida lo que digo.

Ahora, desde la plataforma de los años, la visión unitaria y secuencial de la experiencia vital provoca un tipo de dolor diferente. Ante todo porque permite comprender. Sucesos aislados transmiten información, no cabe duda, pero la secuencia ordenada, comprensible para la lógica del raciocinio, aunque inaceptable en el plano moral, permite entender con mayor profundidad, con más carga de densidad. Si has conseguido superar los cánceres del alma, el odio, la envidia, el rencor y otros de la misma familia genética, el tipo de dolor que provoca la contemplación de la secuencia no es punzante, agudo, sino se desparrama por el alma entera, generando algo próximo a una tristeza apesadumbrada. Un sentimiento de ese porte debe ser el que germina cuando por dentro compruebas con cierta pesadumbre la evidencia de una enorme oportunidad perdida. Aunque el vivir te demuestra que una oportunidad perdida suele ser otra ganada, si bien no siempre en el mismo plano.

Durante mi etapa en el banco y antes de llegar a él siempre escribía, generalmente a mano y en libros a ello destinados, los momentos de mayor interés en mi vida. Comencé con esa costumbre allá por 1982, al darme cuenta de que mi discurrir vital tenía todas las trazas de no ser uno más de esos que se consumen dejando que el tiempo resbale sobre sus vidas, como suele ser característico de los patios de presos inundados de cuerpos hartos de droga, y en muchos salones en los que también abundan cuerpos con la misma inundación interior, de idéntica droga y de otras que tal vez causen menos desperfectos al cuerpo, pero que desmoronan el alma. Claro que no suele importarles demasiado. Basta con no creer en la dimensión espiritual del ser humano para que este tipo de consideraciones carezcan del menor interés entre esos colectivos, y que, incluso, contribuyan a provocar sonrisas de corte compasivo.

Por ello este libro no es un ejercicio de memoria. En muchos casos lo es de transcripción de escritos redactados en el pasado. En el costado izquierdo de mi mesa de trabajo en Banesto se instaló, como primer artefacto para mi uso personal, una pantalla de ordenador y un procesador de texto de lo más rudimentario que entonces se despachaba por el mercado. Bueno, rudimentario decimos hoy, porque entonces, en aquellos días algo lejanos, constituía una maravilla de la técnica informática. Pude dejar de escribir en las viejas máquinas, tanto las de golpeo seco y duro, como la que usé en mi examen práctico de oposición a abogado del Estado, como las más modernas conectadas a la red eléctrica. Es tal mi afición a la escritura que cuando nació mi primer hijo, Mario, y mis entonces suegros quisieron hacerme un regalo, pedí, ante el estupor de todos y sobre todo y por encima de todo de mi entonces mujer, una máquina IBM de las más modernas, eléctrica, por supuesto, con cartuchos en lugar de cintas de esas con las que te manchabas las manos al cambiarlas, y les pedí esa máquina porque disponer de ella me causaba mucha mayor felicidad que cualquier otro utensilio, de esos que los modernos llaman gadgets, dejando a un lado los equipos de alta fidelidad, porque esto sí, música y escritura han sido mis dos amantes predilectas. Aquí y ahora reconozco sin el menor pudor y con la máxima energía mi condición de bígamo practicante, aunque admito que soy un bígamo de segunda categoría porque nunca supe combinarlas al tiempo, manejarlas a la vez en el mismo lecho vital. O escribía, o escuchaba música. Las dos cosas al tiempo me resultaban incompatibles. Se ve que en vez de bígamo era monógamo sucesivo. Bueno, lo de llamarlo de un modo u otro tampoco es tan trascendente.

En los años de encierro tuve la oportunidad de estudiar las fotocopias de esas páginas que me traía diligente Paloma Aliende, mi secretaria. Y admito que en ocasiones me invadía la sorpresa porque me resultaba incomprensible cómo no supe sacar toda la evidencia que encerraban determinados sucesos aislados que yo transcribía en mis libros. Está claro que cuando atiendes al instante pierdes la referencia a la secuencia. El árbol y el bosque, que dicen los clásicos. Pues allí, en esas páginas existían muchos, pero que muchos árboles, algunos podados, otros florecidos, unos cuantos con ramas secas, pero, y esto es lo que cuenta, todos ellos formando parte de un bosque, que es el que ahora contemplo con claridad. Por ejemplo: hasta tiempo reciente no me percaté de la tremenda importancia de la llamada de Felipe González al Rey el 17 de diciembre de 1993, unos días antes de la intervención del banco. Es un dato sencillamente demoledor. Pero no solo para entender la esencia de la intervención, sino más cosas, muchas más cosas.

Y, lo admito sin la pasión de otros momentos de mi vida, de todo lo sucedido en el torno político, la decepción de mayor alcance me la proporcionó la conducta de Felipe González. No tengo el menor pudor en admitir que yo fui uno de aquellos españoles que en 1982 contribuimos a la mayoría abrumadora del socialismo encarnado en esos momentos por Felipe González. Es verdad que a personas que albergan mi modo de pensar, el socialismo de entonces nos presentaba muchas dudas, pero al tiempo disponíamos, con acierto o sin él, de una certeza, y es que España necesitaba pasar por una etapa de Gobierno de un socialismo moderado sin que se produjeran rupturas de vestimentas institucionales o convivenciales. Europa conocía el socialismo. En algunos casos no solo conocía, sino sufría las consecuencias de políticas equivocadas. Pero funcionaba un modelo pacífico en las alternancias y transferencias de poder. Y esto era lo que yo, como tantos otros, deseaba para mi país. Incluso yo, que, como he dejado claro, no aliento especial fervor monárquico anclado en concepciones míticas de la Corona, creía que el socialismo en el Gobierno serviría para dar mayor cimiento a la Monarquía en la jefatura del Estado. La Monarquía derivaba de una Ley del anterior jefe del Estado, del general Franco, y aunque don Juan Carlos encarnaba derechos históricos —dejando a un lado, como ya dije, la patología humana y dinástica de don Juan—, era conveniente para la estabilidad del país que los socialistas admitieran gobernar con un Rey que tenía esa causa eficiente.

En la siguiente legislatura ya no voté socialismo. Creo que no voté nada, pero socialismo seguro que no, porque comenzaron a pesar más las dudas que antes y, además, ya se consumó la premisa mayor, la de un Gobierno del PSOE sin altercados institucionales o callejeros. Pero admito que me mantuve en el plano de respeto —y seguramente algo más— por la figura de González. En 1989 ya había conocido demasiadas cosas. La actitud del gobernador Rubio, del ministro Solchaga, en fin, de todo lo que relato en las páginas anteriores. Pero lo malo, lo peor, es que el campo de la derecha andaba yermo, cuando no a tortas unos con otros por ver quién se sentaba en el sillón. Cuentan, no sé con qué rigor, que el verdadero candidato de Manuel Fraga era una mujer, Isabel Tocino, que, también, por cierto, me caía muy bien, aunque yo no sea tan ferviente como ella en determinadas convicciones religiosas. Pero siempre me pareció una mujer válida. Y dicen, cuentan, esto sí las lenguas malas, que no es lo mismo que las malas lenguas, que Aznar montó una operación de un corte, ¿cómo llamarlo?, ¿lo decimos en lenguaje de salón?, pues entonces contaré que dicen que montó una operación poco educada... que se tradujo en fagocitar la candidatura de Isabel.

Por alguna rara avis de mi personalidad, que no es fácil, desde luego, he debido sentir una especie de síndrome de Estocolmo con González, porque siempre he tenido la tendencia a disculparle de todo lo peor que sucedía en suelo patrio. Incluso en algunas de mis notas, que no he traducido en páginas anteriores porque me da ahora algo de vergüenza, he llegado a escribir para mi consumo personal que el Sistema tenía secuestrado a González. ¡Con dos narices! Creo que algo de eso incluso apunté en mi libro
El Sistema
... Más que síndrome de Estocolmo, ese pensamiento y esa escritura debieron ser un síndrome de todos los países nórdicos al unísono, porque... vamos... Pero esa es la verdad de lo que creía, así que lo siento mucho.

Sobre todo por mí, porque el proceso de desilusión ha sido progresivo tanto como implacable, y no se ha nutrido sino de hechos, de evidencias, de eso que llaman los juristas los incuestionables. No sé si son los juristas o los seguidores de la física de Newton, pero, vamos, que da igual, nos entendemos. Incluso aquella mañana de 1993, aquel inolvidable 28 de diciembre, aquella imborrable conversación tempranera que seguía a otra anterior con el Rey, aquel indeleble «haz caso al gobernador», aquel inmortal «no se trata de eso», seguía creyendo que la operación, como apuntaba Guerra en la conversación del Ave, era de otros escalones inmediatamente inferiores y que se la dieron mascada. Cualquier persona sensata diría que hay cosas que aunque te den mascadas no puedes tragar. Indudable. Y la barbaridad de lo que aprobó es sin la menor duda un intragable puro y duro. Pero...

¿Cómo es posible que el presidente del Gobierno de entonces atienda la llamada telefónica de un señor que ha sido intervenido en un banco emblemático de España? Porque eso pasó en 1994 cuando le llamé desde La Salceda. ¿Cómo es posible que me reciba en Moncloa en 1994, en junio, como relaté en las páginas anteriores? Para esas fechas ya se habían dicho una sarta gigantesca de barbaridades, no solo financieras, sino personales. En aquellos días no era yo única y exclusivamente el presidente de un banco intervenido, ni siquiera un gestor de desperfectos varios, sino además un malo, malísimo de toda maldad, porque resultaba que nada había sucedido en España que no hubiera, directa o indirectamente, recibido el sello de mi perversidad absoluta. ¿Entonces? Pero lo peor no es eso.

En aquella conversación Felipe González me advirtió de un hecho claro: la Fiscalía había examinado el expediente de Banesto y no encontraba motivos para interponer querella criminal, de modo que se anunciaría el archivo en septiembre, a la vuelta de vacaciones. Poco antes, el fiscal Orti, en el pasillo de la Audiencia Nacional, me dijo exactamente lo mismo. Casualmente el Gobierno, es decir, Felipe González, dio orden en septiembre-octubre de interponer la querella contra mí, y el fiscal que la interpuso, copiando, incluso con erratas, el informe del Banco de España fue Orti... Cosas que pasan, no hay que escandalizarse. Claro que los hechos de la querella eran todos, absolutamente todos, conocidos del Banco de España, y algunos hasta de los porteros de ciertos inmuebles, porque lo de Navalón y lo de Suárez, por ejemplo, creo que lo ignoraban tres o cuatro de los peor informados del suelo patrio.

No hay más remedio que admitirlo. González fue coautor de la intervención y de la querella criminal, corresponsable de los años de prisión. Es muy posible que su diseño inicial no fuera ese. Es probable que el razonamiento que llevó a admitir la intervención fuera del siguiente tenor: «Mario tomará el dinero, se irá, estará unos años fuera de España, nosotros ganaremos a Aznar, la derecha entrará en crisis de liderazgo, aprovechamos para dictar leyes o lo que sea para arreglar GAL y otros asuntos, y dentro de cinco años, vuelve, la derecha descabezada o en situación penosa, y vuelve a tener las mismas oportunidades. Nosotros habremos conseguido que todo el problema de Banesto se solvente sin ruido...».

Pero, claro, dos fallos en ese razonamiento: primero, que no me dejé. Segundo, que alguien no estaba dispuesto a admitirlo y ese alguien se llama Aznar y de ahí su comportamiento tras la intervención. No hay que olvidarse de que la Comisión de Seguimiento del Caso Banesto en el Parlamento se creó porque la pidió el Partido Popular por orden de Aznar, y que contó con la entusiasta colaboración de personas de ese partido como Rudi y Montoro.

Me encarcelaron en 1994 y quisieron un acuerdo en 1995... Todo el doloroso asunto del GAL se encontraba detrás de esa posición. Es muy posible que, como bien dice mi pariente Alfredo Conde, estos años 1995 y 1996 deberían salir a la luz porque los episodios vividos lo merecen, porque la victoria de Aznar está directamente conexionada con ellos.

Quizá por ello me tocó vivir el momento más doloroso en mi percepción de González. A la vista de la debilidad de las acusaciones del caso Banesto, se decidieron por un absurdo: el chantaje al Rey. Precisamente al Rey... ¡Increíble! Pero ¿cómo montaron semejante historia?

Conscientes de que Javier de la Rosa andaba por Madrid y por Cataluña pregonando, con mayor o menor sordina, que disponía de informaciones capaces de afectar muy seriamente a la Corona, y sabiendo que existió un encuentro en mi campo La Salceda entre Javier y yo, encuentro propiciado, alentado y estimulado por Fernando Garro, diseñaron una estrategia: publicar en
Diario 16
que yo andaba envuelto en una operación de chantaje al Rey.

No disponían de datos. Es que, como es obvio, de mi costado sencillamente no existían. Todo lo contrario. Pero fue la única vez que me cabreé con una información periodística y convoqué a las cámaras en mi casa para decir muy seriamente que ojo con esas cuestiones, que constituían terreno de máxima potencia explosiva.

Seguramente entablarían contactos con Manolo Prado para ver si obtenían su testimonio, y no descarto que pudiera dárselo. ¿Qué pasó con Manolo Prado? Sinceramente no lo sé. Había mantenido relaciones muy cordiales, personales y económicas, con De la Rosa. Y de repente todo estalló. No sé calibrar el alcance real y menos los motivos, pero lo cierto es que saltó por los aires. ¿Y yo? Pues se ve que por ese encuentro en La Salceda se construyeron edificios que carecían de la menor entidad real, pero los fantasmas son responsables de muchas cosas, y no precisamente de las de menor importancia.

Lo cierto es que para mi asombro De la Rosa nos mostró a Mariano Gómez de Liaño y a mí en Los Carrizos unas cintas grabadas en las que se distinguía perfectamente la voz de Prado hablando en francés y asegurando que, además de que el diario
El País
era el único legible en España porque los demás se encontraban envueltos en la conspiración, aseguraba que entre Anguita, el líder comunista, y yo conseguimos destruir al Rey privándole de toda credibilidad. La estupidez es de las que hacen época, sobre todo escuchándola en boca de Manolo Prado. Tal vez el miedo a sus propios problemas judiciales y personales crearon en su mente un estado de perturbación capaz de producir frases de semejante porte. Tal vez. Debo reconocer que durante un tiempo pensé que aquello era un montaje, porque no podía creer que Manolo Prado llegara a pronunciar seriamente semejantes palabras. Pero lo cierto es que lo oí. Quizá fuera un montaje. Lo veo complicado.

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