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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (19 page)

BOOK: Los días oscuros
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Pese a que lo habían denunciado nada más poner pie en tierra, habían transcurrido más de tres semanas desde entonces y no había pasado nada. La sobrecargada burocracia de la isla estaba más ocupada tratando de asentar a la avalancha de refugiados, y alimentar mínimamente a todos, que de resolver un «supuesto» crimen del que no había testigos, aparte de lo poco que había visto ella antes de desmayarse, que no era mucho.

Desde aquel día, hacía ya casi un mes, la monja estaba internada en uno de los atestados hospitales de la isla, debatiéndose entre la vida y la muerte, apenas atendida junto a otros miles de enfermos y heridos por un puñado de médicos exhaustos, bastantes voluntarios agotados y muy escasos medios materiales.

Y después aquel maldito apartamento, oh, Dios. Antes del Apocalipsis Lucía vivía con sus padres en una enorme casa de tres plantas. Aquel diminuto cubil casi sin muebles formado por tres antiguas habitaciones de un hotel de los años setenta unidas mediante el expeditivo método de tirar abajo el tabique separador, le recordaba a las imágenes del gueto de Cracovia que se veían en La lista de Schindler, con docenas de personas apiñadas en muy poco espacio. La única diferencia era que no había ni muros ni guardias alrededor, pero la sensación de agobio era casi la misma.

Ellos eran afortunados, ya que vivían en un sector «bueno». Gracias a que Viktor era uno de los pocos pilotos de la isla, habían sido clasificados como personal esencial, y debido a eso gozaban de una serie de ventajas, como mejores cartillas de racionamiento y un «lujoso» apartamento de dos habitaciones sin demasiadas cucarachas para ellos tres solos (sin contar a Lúculo, por supuesto). Lucía sabía que había miles de personas que vivían en unas condiciones de hacinamiento mucho peores, ya que hasta el más pequeño pueblo estaba atestado de refugiados. Sin embargo, el hambre era una amenaza omnipresente para todo el mundo, independientemente de su alojamiento o grado, a no ser que tuviese contactos en el mercado negro... y algo interesante que vender o comprar.

Mientras su chico y Viktor habían estado con ella, Lucía se había sentido lo suficientemente segura y protegida como para no afrontar ninguna de las terribles circunstancias que ahora le agobiaban como una pesada losa. Con la despreocupación propia de la adolescencia había borrado todo aquello que le desagradaba y se había centrado en la pequeña e improvisada luna de miel que vivía con su «señor letrado», como a ella gustaba llamarle con sorna de vez en cuando, cuando él comenzaba a divagar sobre las injusticias de aquel sistema y los problemas que debería afrontar el gobierno.

Lucía estaba terriblemente enamorada, poseída por la absoluta certeza que tan sólo el amor de una chica de diecisiete años puede tener. En ocasiones se encontraba despierta en la cama, observándolo fijamente, mientras él se revolvía inquieto en sus pesadillas, tratando de huir de los monstruos que poblaban su mente, sin atreverse a hacer ruido para no despertarlo. Lucía sabía, en algún nivel profundo de su mente, que ella era para él la mejor terapia posible. Desde que habían llegado, pese a todos los problemas, él cada vez era capaz de conciliar mejor el sueño, y de hecho, incluso le había visto sonreír tímidamente en un par de ocasiones. Y de repente, el día anterior Viktor y él se habían ido, casi sin tiempo para despedirse.

Ambos sabían que era cuestión de tiempo que reclamasen a los «tipos del helicóptero» para saltar a la península en busca de sabe Dios qué suministros imprescindibles, pero eso no hizo las cosas más fáciles a la hora de despedirse.

Y aunque ahora estaba en Tenerife, en una isla plagada de policías y militares por todas partes, y sin un maldito No Muerto a menos de cien kilómetros, Lucía se sentía más aterrorizada que nunca. Por primera vez desde que aquella pesadilla había levantado el telón, se encontraba sola y a merced de sus propios recursos.

Un golpe en la puerta la sacó de sus pensamientos súbitamente. Remoloneando, se acercó a la puerta y la abrió. Frente a ella se encontró a la señora Rosario, la portera del edificio. Era una mujer pequeña, rechoncha, de unos cincuenta y tantos años, y con un terrible manojo de varices en sus piernas. Llevaba un apretado moño teñido de hebras grises en lo alto de la cabeza y un vestido de basta tela marrón que la hacía parecer bastante más compacta de lo que realmente era. La señora Rosario contempló a Lucía con sus ojillos de lechuza, mientras trataba de vislumbrar el interior del cuarto por encima del hombro de la muchacha.

-¿Se encuentra bien, querida? -preguntó-. Me ha parecido oír voces en la habitación...

-No se preocupe, Rosario -respondió Lucía, apeándole conscientemente del tratamiento de señora, mientras entornaba la puerta a su espalda de forma que bloqueaba la vista de su interlocutora-. No hay ningún problema. Tan sólo un poco de leche derramada, eso es todo.

La señora Rosario era una «responsable de bloque», según la rimbombante definición gubernamental, y lucía orgullosamente en su pecho la pequeña insignia de baquelita que acreditaba su cargo. Una de las primeras cosas que había descubierto Lucía a su llegada a la isla era la ingente cantidad de «vigilantes» que pululaban por todas partes. La semana anterior, uno de sus vecinos, un ingeniero agrícola que trabajaba en una de las granjas de cultivo intensivo de la zona norte de la isla, le había comentado que la señora Rosario era en realidad una delatora oficial, y que su puesto le había sido otorgado directamente por las autoridades, para mantener bajo control aquel bloque de edificios. Como en la antigua Alemania del Este, cada edificio, cada barrio, cada zona, tenía sus responsables de control.

«Y lo peor no es eso -había añadido aquel vecino, tras mirar cautelosamente hacia los lados antes de hablar-. Lo peor es que además de los responsables oficiales, hay docenas, o cientos de informadores ocultos. Ni siquiera puedes estar seguro de que tu pareja o tu compañero de piso no esté trabajando para el Servicio de Información. Es como la puñetera Stasi.»

Aquel comentario amargo resonaba en la cabeza de Lucía desde entonces. En aquel momento no le había hecho mucho caso. Todo el mundo se comportaba de una manera bastante paranoica en las islas, sobre todo entre los militares y los sanitarios (donde llegaba casi a extremos obsesivos), y pensó que aquel comentario furtivo en la escalera no era más que el delirio de un viejo que veía conspiraciones por todas partes. Ahora sabía que aquel vecino tenía razón. El problema era que no podía decírselo.

Hacía dos semanas, había sido «trasladado» a otro complejo residencial. Nada extraño, en aquellos días, si no fuera por el «pequeño» detalle de que el traslado había tenido lugar a las cuatro de la mañana. Y en una camioneta de motor del ejército, en vez de en un vulgar tiro de caballos. Quizá aquel ingeniero finalmente había hablado en las escaleras con el vecino equivocado. Quién sabe.

-Le recuerdo, señorita, que está prohibido el acceso de visitantes a este bloque una vez pasadas las cuatro de la tarde -sermoneaba en aquel momento la señora Rosario con un soniquete tintineante-. Si tiene algún invitado creo que tendrá que dar un parte...

-No hay nadie en casa, se lo aseguro -rezongó Lucía, rindiéndose y abriendo la puerta de par en par, de forma que se pudiese ver la habitación vacía. Aquélla era la oportunidad que había estado esperando Lúculo. Con una agilidad impropia de su tamaño, el peludo persa se materializó de entre la oscuridad del pasillo y se coló en el interior de la vivienda, rozando al pasar las piernas de su nueva dueña, de vuelta de uno de esos largos paseos que sólo los gatos saben adónde llevan.

La señora Rosario husmeó con una expresión de desagrado en el rostro que a Lucía se le antojó realmente divertida. Por un loco instante la cara de la portera le recordó al rostro de un bulldog francés olisqueando un zurullo especialmente desagradable en medio de la acera y meditando acerca de la tristeza de su vida perruna.

Lucía tuvo que hacer un esfuerzo heroico para no reírse a carcajadas. Bastantes problemas tenía ya con aquella vieja arpía como para sumar alguno más a la lista. Era una recién llegada a la isla, y de todos los residentes del bloque ella era la única que no tenía un puesto de trabajo en un sector de los considerados «esenciales». Eso la hacía especialmente sospechosa para la portera, junto con el hecho de que era una de las pocas personas en todo Tenerife que todavía poseía una mascota doméstica y no la había sacrificado en un puchero.

Durante las pocas semanas que su pareja y Prit habían estado en el piso, la vieja Rosario se había mantenido al margen, pero desde que se habían ido ejercía un asedio férreo y sin piedad en torno a la joven. Lucía sospechaba que en aquella atestada isla su vivienda era especialmente codiciada, y probablemente Rosario estuviese buscando el más mínimo error para justificar su desahucio inmediato. O podía ser que simplemente fuese el odio cerril de una vieja hacia otra mujer más guapa y más joven. Una incógnita más. El hecho era que tenía que andarse con pies de plomo.

-Le garantizo que no hay ningún problema -repitió Lucía con una sonrisa forzada-. Además, ahora mismo tenía que marcharme. Tengo que ir al hospital. El trabajo, ya sabe...

-Sí, sí, sí, por supuesto, el hospital. -La vieja portera meneó la cabeza, con ese inconfundible aire de «amínomelapegas», y añadió como por descuido-: Es una suerte que su marido le haya podido conseguir ese trabajo en el hospital. Así puede cuidar a su madre y de paso esquiva las brigadas de agricultura obligatoria. Sería una auténtica pena, querida, que se estropease las manos con un azadón. Son tan finas...

-No es mi madre, sino una monja -puntualizó Lucía mientras cogía su bolso y cerraba la puerta a sus espaldas con un fuerte tirón. Para poder pasar tuvo que empujar a un lado a Rosario, que permanecía plantada como un árbol en medio del pasillo. La portera olía intensamente a perfume aplicado sobre un fondo de sudor rancio-. Y no es mi esposo, tan sólo es mi novio. Y con respecto al trabajo...

-Oh, vamos, bonita, déjate de excusas baratas. -La vieja le dedicó una mirada envenenada, cambiando de tono, mientras Lucía comenzaba a bajar las escaleras-. ¡Puede que hayáis engañado al Servicio de Información, pero a mí no me la dais con queso! ¡Tú y tus amigos aparecisteis un día de en medio de la nada, de repente, y decís que llegáis de la península! ¡Y gracias a eso os colocáis en el sector bueno, mientras gente mejor que vosotros tiene que partirse el espinazo en los campos agrícolas! ¡Ja! ¡Y una mierda! ¡Yo sé que sois unos asquerosos espías froilos! ¿Me oyes? ¡Unos froilos, eso es lo que sois!

Lucía bajó las escaleras mientras los chillidos de la portera («¡froilos, sois unos froilos!») le acompañaban tramo tras tramo. Aquella historia se venía repitiendo desde el día anterior, pero la joven ya no le prestaba atención. Sabía perfectamente que mientras no le diese un buen motivo, la vieja no tendría ningún argumento en contra de ella. Pero al mismo tiempo, se sentía vigilada. Puede que la rechoncha portera no fuese la única que la considerase una espía. La psicosis estaba extendida, y Lucía estaba convencida de que alguien seguía sus pasos.

Pero ella no era ningún froilo.

Al menos, que ella supiera.

22

Madrid

Creí que sería algo parecido al aroma de la carne asada, pero no. Es un olor más denso, más pesado, con un punto picante al final que resulta algo inquietante, como si tu pituitaria supiese de algún modo que ese aroma no está bien. Y por extraño que pareciese, al cabo de cinco minutos ya ni lo notabas. Sin embargo, cuando entrabas en el avión y volvías a salir de nuevo al cabo de unos minutos, el olor te asaltaba de nuevo, asfixiándote, como un abrazo excesivamente fuerte.

Ese olor.

Ese aroma.

El perfume de la carne quemada de docenas de cadáveres arrojados en una pira.

Sentado en las escaleras del Airbus, veía cómo los legionarios arrojaban cuerpo tras cuerpo a la fosa abierta en un lateral de la pista. Los primeros cuerpos tuvieron que ser rociados con gasolina para que prendiesen, pero después la propia grasa de los cadáveres alimentó el fuego, que rugía con furia cada vez que un nuevo cuerpo caía en las llamas. No me podía creer que sólo llevásemos tres horas allí. Me daba la sensación de que había pasado un siglo.

El vuelo había sido una experiencia sedante. El rugido de las turbinas llegaba amortiguado a través del grueso aislante de las paredes. Todos los presentes parecían sentir una extraña sensación de euforia, totalmente fuera de lugar. Tardé un buen rato en darme cuenta de qué era lo que la ocasionaba. Allí arriba, a miles de metros del suelo, estábamos totalmente a salvo de los No Muertos. Era completamente imposible que durante la duración del vuelo aquellos malditos seres nos pudiesen alcanzar, y eso hacía que todo el mundo se sintiese extrañamente relajado y despreocupado, posiblemente por primera vez en muchos meses.

Quizá, pensé, aquello fuese como el momento de pausa en una película de terror, ese momento donde los protagonistas charlan tranquilamente a la luz del día, sentados en el porche, tras haber superado los horrores nocturnos de la casa encantada. Sin embargo, pensé para mis adentros, normalmente eso sólo es el preludio de una noche de horror aún mayor. Confiaba en que no fuese el caso.

En el avión viajábamos un pelotón de veintidós legionarios y tres civiles, contándonos a Viktor y a mí, que formábamos el «equipo de infiltración», según la definición rimbombante que había dado el jefe de la misión. En conjunto, veinticinco personas, que junto con el piloto y el copiloto del Airbus sumábamos un total de veintisiete. Un bonito número. Si no estuviésemos volando directamente hacia el corazón del infierno, aquello parecería un viaje de paso del ecuador, a juzgar por la alegría artificial y forzada que reinaba a bordo.

El oficial al mando era un personaje sorprendente, que no dejaba de llamar mi atención. Su nombre era Kurt Tank, aunque prefería que le llamasen Hauptmann Tank, o Tank, a secas. Antes del derrumbe era militar en el ejército alemán, y el Apocalipsis le pilló como a otros muchos compatriotas suyos de vacaciones en las Canarias, donde tenía una casa. Cuando fue evidente que no podría volver a su país (porque ya no existía país a donde volver), Tank decidió alistarse en las destrozadas unidades militares supervivientes. Era la opción más lógica, el camino que siguieron muchos, un camino arriesgado y peligroso, sin duda, pero que al menos te permitía estar armado y defender tu propia vida. Que no era poco.

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