Los escarabajos vuelan al atardecer (12 page)

BOOK: Los escarabajos vuelan al atardecer
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»Emilie quedó totalmente hundida. Por suerte, no sabía que había sido su propio padre quien había quitado la vida a Andreas. Aun así, era todo muy penoso. Ella estaba convencida de que Andreas se había suicidado. Se creía culpable y pensaba que él había tomado esa decisión porque ella había actuado inconvenientemente aquella noche. No encontraba otra explicación. Hablaba a menudo con Magdalena de su sentimiento de culpabilidad. Esta la intentaba consolar diciéndole que Andreas no sabía lo que hacía, y que debió actuar en un momento de enajenación mental.

»Pero Emilie estaba desesperada. Se encerró cada vez más en sí misma. Todos advirtieron que se estaba volviendo rara. Iba de un lado a otro, hablaba con sus plantas, sobre todo con la selandria egyptica, la planta que Andreas había traído de Egipto y que había recibido el nombre en honor de Emilie Selander: selandria. Estaba siempre pendiente de ella y a veces decía que Andreas vivía. No podía estar muerto, pues la planta vivía. En las cartas se nota también que a Magdalena le preocupa la salud mental de Emilie. La exhorta a que se domine y se recobre, pues Andreas está muerto y no puede volver. Nadie, excepto ellas, sabe todavía que Emilie está embarazada. Finalmente, Magdalena la convence de que debe marcharse para que su hijo nazca en otro lugar, y promete acompañarla. Entre tanto, Magdalena se ha casado con un clérigo, el pastor Jesper Ullstadius. Viven en la casa parroquial de Liared y se ofrecen para cuidar el niño de Emilie y Andreas. Nadie se enterará de que no es hijo suyo.

»Así pues, todo sucedió como Magdalena quería. Emilie tuvo el hijo y lo entregó a Magdalena. Luego, regresó a la quinta Selanderschen, para quedarse con su padre, que ahora estaba solo. Ebba lo había abandonado, cansada de su mal humor. Jacob Selander se volvió sombrío y melancólico. No es extraño, dado el crimen que pesaba sobre su conciencia. Había matado a Andreas, y allí estaba Emilie, sin sospechar nada, tan enamorada de él como siempre.

»Malkolm, Bracee, que seguí queriendo a Emilie, no había perdido la esperanza. Empezó a hacerle la corte, y Emilie pensó que quizá podría devolver la alegría a su padre casándose con Malkolm. Cuando Magdalena le aseguró que se trataba de un buen hombre, Emilie comenzó a pensarlo en serio. Finalmente, Magdalena la acabó de convencer. Lo hizo con la mejor intención. Así pues, Emilie se casó; sobre todo para complacer a su padre, que cada vez estaba más triste y decaído. Pero puso como condición seguir viviendo con él en la quinta Selanderschen, junto a sus queridas plantas. Y aquí vivieron los tres: Emilie, Malkolm Braxe y Jacob Selander. Poco a poco, fue pasando el tiempo…

Annika lo interrumpió de nuevo. Aseguró que había oído ruidos extraños en la casa. Pero David y Jonás no había notado nada.

David prosiguió:

—Emilie y Malkolm Braxe tuvieron un hijo. Fue una niña, y tal vez todo hubiera ido bien y Emilie se hubiera consolado, si no hubiera pasado algo horrible. Lo que pasó es lo más cruel y absurdo que se puede imaginar.

»Una noche de julio, Jacob Selander enferma gravemente. Ocurre de improviso. Comprende que va a morir y, estando en el lecho de la muerte, decide descargar su conciencia. Tendría que haber sido más prudente y haberse llevado el secreto a la tumba. Pero no tuvo la fortaleza necesaria y confesó a Emilie que había sido él, su propio padre, quien había matado a Andreas. Por tanto, Andreas no se había suicidado. Lo había matado de un tiro el padre de Emilie. ¡Y había dejado que le enterraran en el Monte de la Horca! No es difícil imaginar lo que debió de sentir Emilie.

»En todo caso…, el padre falleció…, y entonces…, entonces si, parece que Emilie se desesperó. Es comprensible. Su padre, al que tanto quería y por el que tanto se había sacrificado, no sólo se había opuesto a su matrimonio con Andreas, sino que había matado a su prometido y había hecho creer a todos que Andreas se había suicidado. Por supuesto, Emilie no dijo nada a nadie, excepto a Magdalena.

»A la vez sufría terribles remordimientos de conciencia por Andreas. Con su silencio contribuía a que Andreas siguiera en el Monte de la Horca. ¡Pero así preservaba de la ignominia la memoria de su padre! Si Emilie hubiera dicho la verdad, habría sido posible trasladar al cementerio sagrado el cadáver de Andreas. Tenía la sensación de que lo estaba traicionando y engañando. Tal vez por eso decidió que la enterraran junto a él en el Monte de la Horca. Pero lo que sucedió después es algo que no sabemos. Y, probablemente, no lo sabremos nunca…

—¡Eso habrá que verlo! ¡No debemos considerar nada imposible! —le interrumpió Jonás, que había olvidado por una vez su papel de periodista, masticaba regaliz y estaba excitado.

—De acuerdo —contestó David—. Para finalizar esta triste historia, diré que Emilie se consume poco a poco. No le hace ninguna ilusión seguir viviendo. Escribe a Magdalena una carta tras otra. Son cartas desesperadas y confusas, a las que Magdalena contesta lo mejor que puede. Parece que su vida se ha quedado sin soporte. De repente, empieza a creer en la maldición, en que es la estatua —el ídolo— la que le ha traído todas las desgracias. Está convencida de que va a morir pronto, y comienza a poner todo en orden, pensando en Carl Andreas, hijo suyo y de Andreas. Le nombra heredero de la quinta Selanderschen. Finalmente, piensa en la estatua y en lo que debe hacer con ella. Teme que siga acarreando desgracias que recaerán sobre Carl Andreas, si no hace algo para remediarlo. Quiere que la estatua desaparezca con ella. Busca el modo de llevársela consigo a la tumba. Pero las cartas no dicen si lo consiguió ni cómo.

»Emile murió el uno de julio de mil setecientos sesenta y tres, es decir, el día en que escribió su última carta, dirigida a la posteridad.

»Bueno, en realidad ya no me queda mucho que contar. En todo caso, esto es lo que Annika y yo hemos sacado hasta ahora.

Jonás tomó el micrófono.

—Si, y no ha estado mal. Y habrá más ¡Os lo prometo, amigos oyentes! De momento, doy las gracias a mis colaboradores, aquí presentes, Annika Berglund y David Stenfäldt. ¡Muchísimas gracias a los dos! Ha hablado Jonás Berglund, desde la quinta Selanderschen. Les deseo buenas noches.

Jonás apagó el magnetofón. Estaba satisfecho. Habían realizado un buen trabajo. Parecía verdaderamente un trabajo de profesionales.

¡Ahora sólo quedaba seguir la pista de la estatua!

14. HUÉSPEDES NO INVITADOS

—¡Silencio, viene alguien! ¿No oís?

Otra vez fue Annika la que llamó la atención. Por tercera vez oía ruidos extraños. Y ahora también los percibieron los otros dos. Oyeron cómo se abría silenciosamente la puerta de abajo, la que conducía al desván, y cómo se deslizaban escaleras arriba, unos pasos lentos. Annika sintió escalofríos y miró aterrada a los otros.

David apagó la vela. Hasta Jonás parecía excitado. ¿Por qué no habría funcionado el disparador? Cogió de la caja un par de pastillas de regaliz y se las metió a la boca.

—¿Qué hacemos? —susurró Annika.

David se encogió de hombros.

—Si, ¿qué podemos hacer? ¿Abrir la puerta y saludar?

—¡No hagas chistes!

Oían las pisadas sobre el suelo. Cada vez se escuchaban más cerca. Estaban seguros de que se dirigían a la puerta, y ellos no podían cerrarla porque la llave estaba en la cerradura, por fuera.

Jonás tuvo una idea genial: debían ponerse los tres detrás de la puerta. En el momento en que se abriera, se lanzarían contra el intruso con todas sus fuerzas. Los tres juntos. Eso era lo mejor que podían hacer, lo único.

David y Annika estaban tan desconcertados, que no podían pensar. Ninguno de los dos era capaz de afrontar situaciones como aquélla. Dejaron que decidiera Jonás e hicieron lo que él había dicho. Se colocaron detrás de la puerta en actitud de alerta.

Siguió un silencio horrible. Fuera, alguien escuchaba sin moverse. Ellos no movían ningún miembro, apenas respiraban. Oyeron una tos apagada. Se hizo de nuevo el silencio. Luego, vieron cómo el picaporte se movía lentamente…, se prepararon. Alguien bajó el picaporte… y la puerta giró.

Y los tres se lanzaron al instante con toda su fuerza.

El hombre perdió el equilibrio y cayó hacia atrás; se levantó con toda rapidez y salió disparado hacia la escalera.

Jonás corrió tras él.

—¡No lo sigas, Jonás! ¡Jonás!

David y Annika salieron corriendo del desván, pero Jonás no tenía intención de quedarse parado. Había iniciado la persecución. Ellos lo siguieron, pero sin prisa. ¿Qué podían hacer?

En ese momento se oyó un fuerte estallido en el jardín, y corrieron hacia afuera.

Allí estaba Jonás. Parecía estar avergonzado y sentirse culpable. No dijo nada, pero había cometido un montón de errores. Para empezar, se había dejado abierto el portón del jardín. Ese había sido su primer fallo. Pero había otro, igual de grave: todo el jardín estaba alambrado, excepto la entrada de la cocina. ¡Se le había olvidado! Y, finalmente, cuando salió de la casa corriendo, tropezó con uno de sus propios alambres. Por eso se había producido el estallido.

¡Al menos había podido ver fugazmente al Peugeot azul!

¿Cómo había podido ser tan descuidado con los alambres? Jonás se recriminaba a sí mismo. A los otros les dijo que sólo había sido una falta de acoplamiento, pero la verdad era que se le había olvidado proteger la entrada de la cocina. Allí no había ninguna protección, y el hombre había podido entrar y salir sin ninguna dificultad. Pero había algo peor: quizá no era aquélla la primera vez. Jonás había dejado de colocar las agujas de pino sobre los picaportes y, desde entonces, ya no había sido posible controlas las entradas. ¡Había cometido una insensatez! Pero reparó enseguida el daño, de tal modo que ya no podría repetirse.

Al día siguiente se oyó otra detonación.

Fue al atardecer. Aún había luz fuera. Estaban tranquilos en la casa regando las plantas. David se ocupada de la selandria. De repente se oyó la detonación. Fue como un trueno. Luego, se escucharon maldiciones y quejidos.

David y Annika se miraron asustados. Jonás salió de un salto y gritó a los otros dos que lo siguieran ¡Esta vez no podían escapárseles el tipo aquél!

Antes de salir, David echó una mirada al aparato medidor de la selandria. La aguja se movía. La planta estaba inquieta. ¿Reaccionaba a las detonaciones?

—¡Quédate vigilando la selandria! —gritó a Annika, y salió corriendo.

Jonás venía hacia él. Parecía indeciso. Se oían quejidos, pero no había visto a nadie. David los oyó también.

—¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, ¡han disparado contra mí! —resonó una voz entre los matorrales que había a sus espaldas.

—¡Es Ante! —exclamó David.

Buscaron entre los arbustos y allí estaba sentado Ante, mirándolos asustado. Aterrorizado por la detonación, había salido corriendo y se había escondido en el arbusto más cercano. Les clavó sus ojos azul pálido y les dijo en tono acusador:

—¡Han disparado contra mí!

David se acercó y le ayudó a levantarse. Intentaron explicarle que nadie había disparado. Eran sólo unos petardos que Jonás había colocado para divertirse. David indicó a Jonás con un gesto que sólo decía aquello para tranquilizar a Ante. No obstante, a Jonás le pareció que se pasaba de la raya. Daba la impresión de que todo era un simple juego, cuando en realidad se trataba de un ingenioso e insólito sistema de seguridad; ¿quién sabe si…? Podía estar actuando por allí una banda internacional de ladrones, una de esas que se dedican a robar antigüedades. No, a Jonás no le gustó la forma en que David se había expresado.

Annika apareció en las escaleras que daban a la puerta de servicio.

—Entra y siéntate un momento, Ante —dijo en voz alta.

Pero Ante parecía recelar.

—No, tengo que volver a casa.

—Sólo un momento —dijo David.

—¿En casa de los Selander? ¡No, gracias! —respondió Ante.

David se decidió a coger el toro por los cuernos. Dijo sinceramente que ya lo había visto otras veces en el jardín y que había observado cómo examinaba el interior de la casa por la ventana de la cocina. ¿Por qué no podía entrar, entonces? Era evidente que quería saber algo y sentía curiosidad. ¿De qué se trataba?

—¡No, no! —insistió Ante. Dijo que no sentía ninguna curiosidad, y que sólo quería saber que se traían entre manos David y los otros dos.

—Entonces, es que quieres saber algo —dijo riéndose David.

Annika le echó una mirada de reproche: así no conseguirían hacerle hablar. ¡Qué falta de psicología!

—Ah, bueno, simplemente estamos encargados de regar las plantas —dijo ella tranquilamente.

—¿Las plantas…? —Natte parecía dudar—. ¿Necesitan realmente tanta agua?

—Ya lo creo, en verano necesitan muchísima agua —explicó Annika y le dirigió una mirada misteriosa. Ella misma estaba sorprendida de la gran cantidad de agua que absorbían las plantas.

Ante estaba de pie y se balanceaba sobre sus rodillas. Aunque no había bebido, le temblaban ligeramente las piernas.

—¿Te has hecho daño, Ante? —le preguntó David.

—¡Si, me han disparado! —le dijo en tono de acusación.

—Entonces entra y siéntate, al menos un momento —le propuso de nuevo Annika.

Ella fue hacia la casa, y Ante la siguió gruñendo entre dientes:

—¿Qué pinto yo ahí dentro…? —dijo, y miró a su alrededor con ojos recelosos.

Annika señaló con la mano al jardín y dijo riéndose:

—Estarás mejor dentro; afuera hay que tener cuidado con los petardos.

Ante se detuvo; parecía inseguro.

Entonces intervino Jonás inesperadamente:

—¿Quieres una pastilla de regaliz? —le preguntó acercándole la caja.

—Gracias…, gracias… —Natte rebuscó en la caja con sus grandes dedos. Cogió una pastilla. Pero la escupió enseguida.

—¿También queréis envenenarme? ¡Puaff, que cosa más asquerosa! —dijo, volviendo a escupir con un gesto de asco.

Entraron en la cocina. Natte seguía haciendo muecas.

David le señaló una silla:

—Siéntate.

Ante miró a su alrededor y se sentó con cuidado. Parecía como si esperara en cualquier momento un nuevo atentado.

Annika fue al fregadero y llenó un vaso de agua.

—Bueno, Natte, por fin están en la quinta Selanderschen. ¿Cómo te sientes? —le preguntó David.

Ante no contestó. David prosiguió:

—¿Cuándo estuviste por última vez aquí? Quiero decir, dentro de la casa.

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