Los escarabajos vuelan al atardecer (15 page)

BOOK: Los escarabajos vuelan al atardecer
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Lindroth se frotó la nuca y dijo con énfasis:

—Sin duda enloquecieron los dos, el uno después del otro. No me explico cómo Petrus logró resolver la situación. Primero, Emilie quiso que la enterraran en el Monte de la Horca porque creía que Andreas estaba sepultado allí; después, Andreas quiso descansar allí porque ella yacía en aquel lugar. Tuvo que ser muy penoso para el pobre Petrus satisfacer semejantes deseos. La carta termina de la forma siguiente:

En el día de hoy, 19 de septiembre de 1785, he cumplido también esta promesa y, con el ayudante del verdugo, Knut Mattson, he prestado a mi hijo Andreas el mismo servicio que en otro tiempo presté a la pequeña Emilie.

Lindroth enmudeció y se secó una lágrima sin tratar de disimularlo.

—Si, este anciano es conmovedor. A fin de cuentas no era ya un muchacho cuando solucionó esas difíciles situaciones… Pero tenía corazón…, era un hombre bondadoso. Entiendo su proceder. A veces, las personas tienen un último deseo en su lecho de muerte… y es muy difícil decir que no al… que va a partir enseguida, ¿sabes, Annika? La letra refleja cómo le temblaba la mano. Sin duda estaba muy impresionado. Su letra es temblorosa, y resulta difícil leer las últimas líneas. Más adelante dice:

¡Pido a dios que se apiade de mi pobre alma en la eternidad! Amén.

—¡Pobre Petrus Wiik!

Ambos meditaron un rato en silencio.

Annika pensó que Lindroth debía leer las cartas.

—Bueno —dijo ella—. Hay una cosa que…

—Si, Annika…

Lindroth se inclinó hacia ella por encima del escritorio para oír mejor, y Annika le habló de las cartas del estuche y le explicó su contenido en pocas palabras.

—Si quiere, las puede leer usted mismo —le ofreció con entusiasmo—. Puedo traérselas ahora mismo.

—Si, por favor. Me gustaría leerlas…

Lindroth la miró con ojos expectantes. Annika se levantó. El pastor la acompañó por el jardín hasta la puerta.

—Bien, Annika, estas cosas son apasionantes. Ahora sabemos dónde se encuentra su tumba, cosa que siempre había deseado saber. Pero imagínate: tenemos a un discípulo de Lineo en el Monte de la Horca… Debemos resolver todavía varias cosas en relación con este asunto y colocar allá arriba algo que recuerde su memoria. Pondremos una lápida… Imagínate el valor de Petrus Wiik al atreverse a hacer una cosa así. Eso le honra, creo yo; fue un gesto valeroso y demuestra que tenía buen corazón.

Estaba junto a la puerta del jardín. Annika se encontraba ya en la calle:

—Adiós, volveré enseguida con las cartas.

Lindroth asintió con la cabeza. Mientras tanto, él prepararía todo para fotocopiar las cartas, le explicó. Después… Bajó el tono y susurró:

—Y luego, ¿no podríamos bajar tú y yo a la vieja cripta de la iglesia y examinar las sepulturas de las Selander? Podríamos bajar y orientarnos un poco, digo yo. Tengo la llave.

Annika se dio prisa y pedaleó con todas sus fuerzas. No vio a Jonás ni a David. En cierto sentido, eso era una ventaja. Pero, al llegar a la quinta Selanderschen, se encontró allí con los dos. Ella creía que Jonás se opondría a que le llevara el estuche a Lindroth, pero resultó que no fue difícil convencer a David y Jonás de que el pastor debía compartir el secreto de las cartas.

No dijo, en cambio, que Lindroth y ella pensaban bajar al panteón de los Selander. Sabía que Jonás no podría dominarse, por lo que no era conveniente que la acompañara.

Lindroth la esperaba delante de la iglesia. Primero, dejaron el estuche en la sacristía. Luego, bajaron la escalera de la cripta. En la iglesia, el padre de David tocaba al órgano una triste melodía que los acompañó mientras se dirigieron al panteón.

Lindroth sentía curiosidad y estaba nervioso.

—Te confieso, Annika —observó—, que no me dan miedo los muertos. Son más impresionantes las leyendas, creo yo.

Metió la llave en la cerradura de una vieja puerta de hierro, que se abrió. Abajo no había luz eléctrica, y tuvieron que contentarse con un viejo farol que Lindroth guardaba en un armario de la sacristía. Seguía hablando entre dientes mientras bajaban las estrechas escaleras. Los escalones eran altos y de piedra. Hacía frío y había humedad; una brusca corriente de aire les dio de frente, y la luz osciló. Annika no se atrevía a mirar a los lados. Veía confusamente los contornos de las oscuras sepulturas, que se dibujaban entre las columnas, bajo la bóveda.

—¿No es escalofriante, Annika? —preguntó Lindroth sonriendo.

—Si, un poco…

—Por fin hemos llegado… Ahí al lado tenemos el panteón de los Selander. Creo que yo…

Lindroth tenía que caminar muy encorvado. Se detuvo y alumbró con la linterna. Alargó la mano y golpeó la tapa de una sepultura. El eco resonó.

—Este es el ataúd de Emilie —dijo—. Aquí es donde debería yacer… Pero aquí no está…, al menos, según la confesión que acabamos de leer. A no ser que volvieran a traerla más tarde. Pero sobre esto no hay ningún documento… De modo que… ¿Cómo decía la confesión? Si, que el padre de Andreas sacó el cadáver del ataúd y puso en su lugar un… un objeto pesado…

Los ojos de Lindroth brillaban. El resplandor del farol le daba un aspecto extraño y misterioso.

—¿En qué piensa?

—¿Sabes, Annika? —la voz de Lindroth sonó un poco soñadora—. Creo que comprendo lo que Petrus Wiik hizo —fijó sus grandes ojos claros en Annika—. No me sorprendería que ese objeto pesado…

De repente se interrumpió, como si se hubiera mordido la lengua; levantó el farol y dio medio vuelta precipitadamente.

—No, no era nada —dijo—. Vamos, Annika. Tenemos que volver. Ya hemos visto el panteón de los Selander.

Annika suspiró aliviada cuando se encontraron de nuevo en la iglesia. El sol brillaba a través de las cristaleras policromadas, y el padre de David seguía tocando en el órgano la misma triste melodía.

Annika regresó a casa en bicicleta. Unas horas después, Lindroth la llamaba por teléfono. Había leído las cartas y no pudo evitar llamarla. Estaba muy impresionado.

—Si, no he podido interrumpir la lectura, y no me avergüenza admitir que se me han saltado las lágrimas varias veces.

Sin duda, la suerte de Emilie había conmovido a Lindroth.

—Una mujer encantadora, tan fuerte y a la vez tan débil, tan llena de amor. Pero ahí está el secreto, ¿sabes? Los verdaderamente fuertes son los que en esta vida saben ser dulces y están llenos de amor… ¿No lo has observado, Annika?

—Si, bueno, ahora que usted me lo dice, comprendo que el débil está siempre tan ocupado consigo mismo que no presta atención a los demás. Pero ¿qué opina de Andreas?

Lindroth tosió ligeramente.

—Bueno, es, por así decirlo, un espíritu grande, eso se nota. Sus pensamientos son muy profundos y originales, aunque no acabo de entenderle. Andreas Wiik es una persona interesante, pero yo, personalmente, he comprendido mejor a Emilie.

—Yo también. Creo que, de alguna manera, es la más buena —añadió Annika.

—Quizá… De todas formas te agradezco muchísimo que me hayas permitido conocer los extraños destinos de estas personas, Annika. Tengo que admitir que me han dado mucho que pensar…

17. “UN OBJETO PESADO”

Ringaryd estuvo toda la tarde azotada por una tormenta. Los aguaceros llegaban uno tras otro, con breves intervalos en que lucía el sol.

Por fin llegó la noche. El temporal se había desplazado hacia las montañas y había comenzado a soplar el viento.

Aquella noche, Jonás estaba solo en la quinta Selanderschen. David y Annika habían ido juntos a una fiesta a la que no iban chicos ni chicas de la edad de Jonás. Pero a Jonás no le importó, tenía preocupaciones más importantes que una fiesta. Estaba sentado junto a las plantas, en el cuarto donde el viejo reloj seguía golpeando los oídos con su tictac, y marcando las horas con sus asmáticas campanadas. Estaba al lado de una vela casi consumida y tenía en la mano la fotocopia de la confesión de Petrus Wiik. La leía una y otra vez. Casi se la sabía de memoria. ¿No se ocultaba algo tras ella?

Jonás respiró profundamente y se concentró ¡Estaba a punto de descubrir algo! ¿No era una pista misteriosa lo que acababa de entrever?

¡Claro que lo era! ¡Ahora lo sabía con seguridad! ¡Petrus Wiik se había delatado en un punto!

Jonás no pudo seguir sentado. Se levantó y paseó nervioso por el cuarto. Masticaba regaliz mientras pensaba.

¿Cómo podía asegurarse? ¿Cómo debía actuar? En aquel momento empezaron a temblar los cristales de las ventanas. Pasó el tren de la noche, y todos los objetos del cuarto empezaron a tintinear, a temblar y balancearse, como siempre. La llama de la vela osciló.

Cuando el tren pasó, Jonás sabía ya lo que tenía que hacer. Se dirigió al teléfono y llamó al pastor Lindroth.

—Aquí, Jonás Berglund —dijo—. ¿Puedo hablar un momento con usted?

Lindroth no puso inconvenientes. Si quería, podía ir enseguida.

En el mismo instante en que Jonás colgaba el auricular, la llama osciló de nuevo y se apagó. Se había consumido, y el muchacho tuvo que ir a tientas hasta la puerta.

Al salir, notó que el viento soplaba con más fuerza que antes. Las nubes volaban por el cielo. Las copas de los árboles se balanceaban, y alargaban sus sombras, que parecían arrastrarse por el suelo. En la naturaleza latían una fuerza y una tensión que coincidían perfectamente con el ánimo de Jonás.

Por fin llegó a la casa parroquial. En el momento en que se bajaba de la bicicleta, Lindroth abrió la puerta.

—¡Date prisa! Si no, te llevará el viento —le gritó Lindroth.

Jonás entró rápidamente.

—¿Podemos hablar aquí sin que nadie nos moleste? —preguntó el chico mirando detenidamente a su alrededor.

En el piso superior se oían pasos.

—Para mayor seguridad, iremos a mi despacho —contestó Lindroth.

Era un cuarto grande, con las paredes cubiertas de estanterías. Había una chimenea en la que chisporroteaban un par de troncos. Lindroth se acercó a ella y atizó el fuego.

—¿Quieres beber algo, Jonás? —preguntó.

—No, gracias —contestó—. Acabo de leer la confesión de Petrus. Annika me ha dejado la copia que le dio usted.

Lindroth se volvió hacia él. Parecía muy interesado. Los dos estaban de pie, uno frente a otro, y se miraban a los ojos tratando de adivinar lo que pensaba el otro. Lindroth asintió con entusiasmo.

—Bueno, tú dirás.

—¡Creo que he descubierto algo! —Jonás notó que la emoción le secaba la garganta, y tuvo que tragar saliva.

—¿No quieres beber algo? —le preguntó otra vez el pastor. Jonás volvió a negar con la cabeza. ¡Ahora no tenía tiempo!

—Se trata de la estatua —le explicó Jonás en voz baja—. Ahí pone que sustituyó el cadáver…

—¡Por un objeto pesado, claro! —Lindroth cayó en la cuenta, y sus ojos se agrandaron.

—¡Exacto! —confirmó Jonás—. Un objeto pesado…

Notó que, de la emoción, no le salían las palabras de la garganta. Sacó su caja de regaliz. Tomó una pastilla; luego, se dio cuenta y ofreció también a Lindroth.

—¿Le apetece una pastilla de regaliz?

Lindroth miró la caja con curiosidad.

—¿Qué es eso? ¿Algo dulce?

—No, es más amargo. Agudiza la capacidad de pensar.

—¿Ah si? Entonces, te lo agradezco, Jonás. Cogeré una.

Lindroth se metió una pastilla en la boca y probó su sabor.

—Muy buena —exclamó—. Yo la encuentro muy sabrosa.

—Yo también —asintió Jonás—. Pero el regaliz no gusta a todos; tiene un sabor especial…

—Exacto, pero yo creo que ahí está su gracia —respondió Lindroth.

—Claro, pero esto no lo entiende la gente —añadió Jonás—. ¿Dónde habíamos quedado?

—Si, en un… objeto pesado —Lindroth arrastró las palabras con cierta solemnidad.

Jonás lo miró con ojos expectantes.

—¿Le dice algo eso? —preguntó.

Lindroth no contesto. Desvió la mirada hacia el fuego.

—¿Te dice algo a ti, Jonás? —preguntó, a su vez, en voz baja.

—Creo que si. Y es una pena que no estuviera con ustedes cuando bajaron a la cripta.

Lindroth le lanzó una mirada iluminada.

—¿Qué quieres decir?

Se miraron mutuamente. Lindroth parecía de buen humor.

—Bueno, yo hubiera levantado un poco la tapa del ataúd —dijo Jonás con precaución.

—¿Quieres decir…? ¿Sabes?, puedes creerme: estuve a punto de hacerlo —le contestó Lindroth.

—¿Sería demasiado tarde… ahora? —preguntó Jonás con toda intención.

Lindroth miró al reloj, pero no dijo nada.

—¿No podríamos ahora…? —preguntó vacilante Jonás.

—¿A estas horas? —Lindroth seguía mirando fijamente el reloj—. Son casi las diez…

Pero acabó cogiendo la llave de la iglesia.

Apenas los separaban de la iglesia unos minutos. El camino estaba oscuro y hacía viento. Pero Lindroth había cogido el farol.

—Puedo llevarlo yo —se ofreció Jonás.

—Cuando bajemos a la cripta podrás usarlo. Allí no hay luz eléctrica.

—¡Mire, hay luz en la iglesia! —exclamó Jonás.

—Si, es Svante Stenfäldt, está trabajando. Se queda hasta muy tarde preparando la melodía para el coro.

—¿Y si nos ve? —Jonás puso cara de preocupado.

—¡Oh, no! ¡No ve ni oye nada! —le aseguró Lindroth, y abrió la puerta de la sacristía.

La música los envolvió en sus ondas. Lindroth se detuvo y escuchó.

—Este es el largo —le explicó—. También ha compuesto otra pequeña melodía. Es extraordinaria. Yo tengo que escribir la letra, pero no me sale.

—¡Ya le saldrá! —lo animó Jonás. Lidroth suspiró. Movió la cabeza preocupado. Abrió el armario de la sacristía, cogió otro farol y lo encendió.

—Ahora, cada uno tiene el suyo. Puede ser necesario, pues abajo es noche oscura. ¡Estos señores de la parroquia son tan tacaños que no nos dejan poner la luz! —le pasó uno de los faroles.

—¿Preparado, Jonás? ¿Bajamos?

Jonás asintió con un movimiento de cabeza.

Lindroth abrió la puerta de hierro.

—Ten cuidado. De lo contrario, rodarás por las escaleras.

—No se preocupe —exclamó Jonás.

Lindroth iba delante; pero, a mitad de la escalera, dio media vuelta.

—¿Tienes más de esas pastillas amargas? La otra me ha refrescado mucho.

Jonás sacó la caja de regaliz.

—Puede coger dos.

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