Los escarabajos vuelan al atardecer (13 page)

BOOK: Los escarabajos vuelan al atardecer
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Ante le lanzó una mirada nada amistosa, sino hostil e insegura.

—Hace mucho, ¿Por qué lo preguntas?

—Bah, pensaba que…

Ante se levantó decidido.

—No puedo estar más tiempo aquí. Adiós, me voy ahora mismo.

—¿Qué hago con el agua, Natte? —Jonás le ofreció el vaso.

—¡Podéis guardárosla y regar con ellas las plantas, ya que necesitan tanta agua! —respondió, mirando de reojo a Annika—. ¡Adiós!

Salió. Jonás le acompañó. Era mejor guiarlo por el jardín para que no pisara más disparadores. Caminaban en silencio; pero cruzada ya la puerta del jardín, Ante, cuando estaba ya en la carretera, se volvió y le dijo a Jonás:

—Di a los otros que no he vuelto a estar en esta casa desde que tenía tres años, y ahora tengo más de setenta. Cuéntales eso. Así no tendrán que seguir cavilando.

Cuando Jonás regresó, David y Annika estaban con la selandria. La aguja del medidor había estado saltando como una loca mientras Natte estuvo allí. David lo comprobó cuando entró, y la controló. Annika había notado que la planta había empezado a reaccionar ya cuando el hombre estaba aún en el jardín. Por eso le había pedido que entrara. No había duda, la selandria había reaccionado violentamente antes la presencia de Natte. Ahora estaba otra vez tranquila.

—¿Estáis seguros de que no ha sido la detonación? —preguntó Jonás.

No, no lo creían. Sin embargo, para mayor seguridad, salió al jardín y provocó una detonación impresionante. David observó la aguja. No se movió. Así pues, era algo relacionado con Natte lo que intranquilizaba a la selandria. Pero ¿qué?

15. EL MUNDO GRANDE Y EL PEQUEÑO

«Deja que siga como va; sin duda va como Dios quiere»

Estas palabras de Linneo se hallaban en las cartas de Andreas. Linneo creía en Dios. Andreas dudaba. Pero ni uno ni otro creían en el puro azar, en unas líneas que despertaron su interés.

Sin embargo, el azar —o algo que se le asemejaba— parecía desempeñar un papel importante en esta historia. Ciertos hechos insignificantes habían tenido grandes consecuencias.

Por ejemplo, si un escarabajo pelotero no se hubiera caído por la rendija de las tablas, en el cuarto de verano de la quinta Selanderschen, no habría descubierto el estuche de Emilie y sus cartas. Nadie habría sospechado que, una vez, hacía mucho tiempo, había llegado a Ringaryd una antigua estatua funeraria de Egipto. Una estatua que era la causa de que ahora estuviese rodeada de alambres y disparadores automáticos la quinta Selanderschen.

Pero, ¿qué sucedía durante aquellos días fuera de aquel pequeño mundo? ¿Fue puro azar que, aquel verano, un investigador llamado Willian Paddington estuviera por los salones de la “Sociedad Linneo” de Londres y encontrara una carta antigua escrita por uno de los alumnos ingleses de Linneo, un tal Patrick Ramsfield? El investigador leyó la carta y se fijó en unas líneas que despertaron su interés. En ellas se comunicaba el regreso de Patrick a Inglaterra, tras un viaje a Egipto hecho en el siglo XVIII. Patrick Ramsfield informaba que había hecho el viaje en el mismo barco que Andreas Wiik, alumno sueco de Linneo. Se habían hecho amigos y se encontraban, por fin, de vuelta a casa. Cada uno de ellos llevó en su equipaje, así lo narraba Ramsfield, una de las estatuas gemelas de madera que habían adquirido en Egipto. Los dos querían llevarlas a su tierra. Ramsfield a Inglaterra, Andreas Wiik a Suecia.

Paddington se interesó por el asunto. Fue al Museo Británico y allí encontró, efectivamente, la estatua egipcia. Estaba bien custodiada en una vitrina de cristal.

Todo habría caído en el olvido si no hubiera pasado casualmente por allí un señor de la administración del Museo y se hubiera puesto a charlar con Paddington. Este le informó que, según la carta descubierta, tenía que haber en Suecia una estatua gemela a aquélla.

El Museo Británico de Londres escribió entonces una carta al Museo Mediterráneo de Estocolmo.

La carta llegó al Museo Mediterráneo. Se hizo cargo de ella el conservador del museo, señor Lager, pero luego decidió encomendar el asunto a Gäsar Hald, profesor de historia antigua.

Hald se entusiasmó. Pudo comprobar enseguida que se trataba de una estatua de la XVIII dinastía, de la época del faraón Amenhotep IV, 1370-1352 a.C. ¡Era sorprendente que hubiera en Suecia una estatua de esa época y él no lo supiera!

El señor Lager recordó entonces vagamente que unos días antes le habían telefoneado desde Ringaryd una estudiante. No dejó su nombre; le había preguntado por una estatua egipcia de madera traída a Suecia por Andreas Wiik, alumno de Linneo. Tenía que tratarse de la misma estatua.

¡Que interesante! En dos lugares tan diferentes como Ringaryd y el Museo Británico había personas que pedían, casi al mismo tiempo, informes sobre la misma estatua! ¡Muy curioso! ¿Cómo podía explicarse eso? ¿Había alguna relación?

Lager dijo que no había tomado muy en serio las dos preguntas y que iba a ocuparse de ellas. Le pidió a Lager que llamara enseguida al Museo Linneo, de Upsala, y preguntara si tenían algún escrito de Andreas Wiik que hablara de una figura egipcia de madera. Lager lo hizo; pero lo único que allí conservaban del viaje de Andreas Wiik era cierto número de plantones de higuera, algunos ejemplares del boticario sagrado, y un ejemplar, muy grande, del grillo egipcio de los templos, todo ello metido en alcohol. Había también un montón de hierbas bien conservadas, sobre todo de la familia de las ciperáceas, junto a algunas semillas de diferentes especies. Pero nada de eso tenía especial interés para el caso.

Lager comunicó a Hald el resultado de sus averiguaciones y éste, después de pensarlo mucho, llamó por teléfono a Herbert Olsson, conservador del Museo Provincial de Jönköping.

—Buenos días, Olsson, soy Hald. ¿Cómo os va en la sombría Smaland? ¿Has oído últimamente algo sobre unas estatuas egipcias gemelas?

—¡Déjate de bromas! —Olson creyó que Gäsar Hald le estaba tomando el pelo. Pero pronto cambió de parecer. Hald le habló de la carta del Museo Británico, escrita por el alumno de Linneo, y de la niña que había telefoneado desde Ringaryd.

—Ringaryd pertenece a tu provincia, ¿No?

—Si, claro.

—¿Y no se ha puesto en contacto con vosotros una chica de Ringaryd?

—No, que yo sepa. Os habrá llamado directamente a vosotros, al Museo Mediterráneo, puesto que se trataba de una estatua egipcia. Eso era lo correcto.

—Efectivamente. ¿Serías tan amable de localizarme a esa chica? Tengo que contestar lo antes posible al Museo Británico.

Herbert Olsson prometió que haría lo que pudiera. Telefoneó a la parroquia de Ringaryd. Se puso al aparato el párroco Lindroth. Estaba componiendo la letra de una canción que su coro debía cantar pronto en la vieja iglesia de Ringaryd. Era una melodía muy bonita compuesta por Svante Stenfäldt, un compositor local.

Sonó el teléfono y el párroco descolgó el auricular. Al aparato estaba el conservador del Museo Provincial de Jónköping.

—Ahí vive una chica con la que me gustaría hablar. Usted la conocerá, pues el pueblo es muy pequeño —dijo Herbert Olsson.

—Bueno, si… Así es… La comunidad de Ringaryd consta de mil veintiséis almas —le contestó Lindroth con cierto orgullo.

Olsson le contó la historia que él mismo acababa de oír de Hald. Le habló de que una chica de Ringaryd había telefoneado al Museo Mediterráneo de Estocolmo para informarse sobre la estatua y sobre Andreas Wiik. Lindroth escuchó con atención.

—Aquí vive una chica que se interesa mucho por la historia local. Se llama Annika y hablo a menudo con ella. Y por lo que concierne a Andreas Wiik, es una curiosa coincidencia que usted me hable de él en este momento. Tengo sobre la mesa unos papeles procedentes de Vadstena que hablan de él; y fue, precisamente, Annika quien me pidió esa información. Por otra parte, es extraño que no hayamos podido encontrar su tumba aquí en Ringaryd… Quiero decir que, tratándose de un alumno del gran Linneo, debería…

—Todo eso es muy interesante —lo interrumpió Herbert Olsson, que tenía prisa—. ¿Podría darme el teléfono de esa chica?

Obtuvo el número y telefoneó inmediatamente a la tienda de los Berglund. Annika no estaba en casa. Estaría con David Stenfäldt. Fue la señor Berglund, la madre de Annika, quién cogió la llamada y le dio el número de David.

David fue al teléfono y descolgó el auricular.

—Es para ti, Annika. El señor Olsson, el conservador del Museo Provincial de Jönköping.

—¿Qué quiere de mí?

Annika se quedó boquiabierta, pero Jonás presintió que sucedía algo extraño.

—¡Annika, por lo que más quieras, ten cuidado con lo que dices! ¡Puede ser una trampa! Comprenderás que no va a llamar aquí el conservador del Museo Provincial…

—¿Qué debo decir entonces? —Annika estaba fuera de sí—. ¿No podría contestar otro?

—No, pregunta por ti —David sacudió la cabeza.

Annika se dirigió hacia el aparato; mientras, Jonás seguía haciéndole advertencias en voz baja.

—Es alguien que te quiere sonsacar y finge que es el conservador. ¡Una trampa muy hábil! Contesta, pero ten cuidado.

Annika cogió el auricular. Le temblaba la mano.

—¿Es Annika Berglund? —oyó que le preguntaban.

No supo si debía arriesgarse a afirmarlo. Así que murmuró algo ininteligible.

—¡Hola, buenos días! Soy Olsson, el conservador del Museo Provincial de Jönköping. Me he enterado de que te interesas por la historia, lo cual me parece muy bien, me gustaría hacerte una pregunta. Bueno, he oído que telefoneaste al Museo Mediterráneo de Estocolmo y pediste información sobre una estatua egipcia. ¿Es cierto?

Annika estaba confusa. No sabía que contestar y empezó a tartamudear.

—¿Eso hice? —fue todo lo que pudo decir.

—¡Domínate! —le dijo Jonás con un bufido.

—Si, ¿no fuiste tú? —le preguntó Olsson.

—No, que yo sepa —respondió Annika, con la voz un poco más segura.

—Es extraño…

—¿Si?

—¿No estuviste en la parroquia de Ringaryd pidiendo informes sobre Andreas Wiik y sobre el viaje que hizo a Egipto en el siglo dieciocho?

—¿Egipto?

—¡Cuelga ya, por todos los faraones! —gritó desesperadamente Jonás.

—No, no sé nada de eso —contestó Annika, y colgó—. ¡Que barbaridad! —dijo a los otros dos—. ¡Parecía saberlo todo!

—¡Ahí lo tenéis! ¡Ahora empiezan a tirar del hilo! Es lo que os he estado diciendo todo el tiempo: hay también otros que andan buscando la estatua.

Sonó de nuevo el teléfono. Pero no lo cogieron. Sonó, sonó.

Naturalmente era Herbert Olsson, que volvía a intentarlo. Estaba desconcertado con el auricular en la mano. ¡Que extraño! ¿Qué podía hacer ahora?

¡Claro! Telefonear a Hjärpe, del periódico de Smaland. ¡Harald Hjärpe era el hombre adecuado! ¡Era capaz de conseguir lo que quisiera en menos que canta un gallo! Pero había que convencerle. Olsson marcó el número del periódico. Como siempre, Hjärpe tenía muchas cosas en la cabeza. Descolgó el auricular y pidió a Olsson que esperara. Gritó a pleno pulmón a alguien:

—¡Linkan! ¡Pon en la primera página al ministro de Estado! Título: “¡El ministro de Estado dice que no!”. ¡Tiene que salir fenomenal! ¿Qué dices? ¿El premio de cultura…? En la última página, ¡claro!

Por fin cogió de nuevo el auricular, y Olsson pudo exponerle su petición.

—Quiero saber si podrías ayudarme en un pequeño asunto —empezó con cautela.

—¿De qué se trata…? ¡No, no! Eso debe ir en la tercera.

Olsson empezó a sudar. No era fácil hablar con Hjärpe. Siempre mantenía varias conversaciones al mismo tiempo. Resaltaba difícil atraer su atención. Había que hablar concisamente, y no era ese el estilo de Herbert Olsson.

—Bueno, me gustaría que incluyeras una noticia en una de las últimas páginas —dijo con discreción.

—No sé como andamos de espacio. Pero no será tan urgente que no puede esperar un par de días. ¿De qué se trata?

—Ah, si, se trata… Verás…, en el Museo estamos muy interesados en una cosa que quizá parezca un poco rara a quien no esté metido en el asunto…

Hjärpe resopló:

—¡Abrevia! —le pidió—. ¡Explícate en pocas palabras! ¡Estamos ajustando!

A Olsson se le quedaron las palabras en la garganta y tuvo que gritar para poder expresar lo que quería decir.

—El Museo Británico nos ha llamado interesándose por una antigua estatua egipcia que, al parecer, tendría que encontrarse en Ringaryd… —resumió.

Hjärpe se entusiasmó. Echó a todos los que acudían a preguntarle y pidió silencio a gritos.

—¿Qué dices? ¿Una estatua egipcia? ¿En Ringaryd? ¿Original? ¿Antigua? ¿Única? ¿Valiosa?

—Si, se trata de una estatua auténtica, de la dieciocho dinastía, faraón Eknatón, del tiempo de Amenhotep, como sabes.

—No, no lo sé, pero no importa. Sigue contándome. ¿Quién te lo ha dicho? ¿Cómo lo han descubierto los del Museo Británico?

Herbert Olsson había conseguido luz verde. Respiró hondamente y repitió otra vez toda la historia. Hjärpe tomó notas en una cuartilla.

—¿Quién tiene ahora la estatua? —preguntó.

—Eso es precisamente lo que no se sabe. Por eso he pensado que convenía publicar una breve noticia en el periódico. Los campesinos son a veces los mejores detectives…

—Así que la estatua ha desaparecido, ¿no? ¿Se trata de una búsqueda? Oye, nos encargamos de ello. Sin duda podré ayudarte.

—Gracias de todo corazón. Tal vez alguien recuerde algo…

—Exacto. Oye, ¿cómo dices que se llamaba ese faraón? ¡Deletréamelo!

—Bien, de acuerdo. Así que tenemos alumnos de Linneo en Smaland… ¡No lo sabía! Pero esto encaja perfectamente con las fiestas que estamos celebrando. Bueno, lo anoto… ¿Cómo se llamaba? ¿Cuándo vivió?

Fue una conversación detallada y extensa que agradó a Herbert Olsson.

También Harald Hjärpe estaba satisfecho. En cuanto colgó el auricular llamó a Linkan con grandes aspavientos.

—¡Linkan!

—Si…

—¿Qué tenemos en la última página?

—Debía ir el premio de cultura…

—¡Quítalo y pon al ministro en la última página! Y reserva la primera. Ya puedes componer el título. ¡Con tipos grandes! Espera un poco… Si, así: “SE BUSCA UNA ESTATUA EGIPCIA EN SMALAND” ¿Cuántas letras son?

—Se busca… Espera un poco…; treinta y tres.

—¿Cabrían con los tipos más grandes?

—Si cabrían.

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