Los hombres de paja (48 page)

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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

BOOK: Los hombres de paja
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Entonces oyó ruido en el exterior, el ruido de un motor ahogado, de un claxon que no paraba de sonar. Bobby.

Vio también a la muchacha, tumbada en el suelo, sangrando por la nariz. Corrió hacia ella, consciente de que eso era lo que habría hecho Zandt. La levantó rodeándola con un brazo por el estómago y salió en estampida hacia la puerta principal.

La abrió de golpe y quedó deslumbrado. No supo adivinar qué coño era aquello; luego se dio cuenta de que eran los faros del coche que había alquilado en el aeropuerto el día anterior. Arrastró a la muchacha escaleras abajo, preguntándose a qué diablos estaría jugando Bobby a la vez que le bendecía el alma; luego advirtió que solo había una persona en el coche y que no era él, sino la agente del FBI, que parecía medio muerta.

Corrió hacia su ventanilla.

—Entra —fue todo lo que dijo—. ¿Es ella?

—Sí. ¿Dónde está Bobby?

—¿Dónde está Zandt?

—Está dentro. ¿Puedes decirme dónde coño está Bobby?

—Bobby está muerto —gritó—. Davids le ha matado. Lo siento, Ward, pero ve a buscar a John, por favor, tenemos que irnos. Todo el complejo está cableado y minado, tenemos que irnos.

Cables. Por todas partes.

Ward abrió la puerta posterior y metió a la chica dentro con tanta delicadeza como le fue posible. Dejó abierto y voló hacia la parte delantera de la casa llamando a Zandt a gritos.

En la habitación no había nadie. El revólver de Zandt ya no estaba en el suelo. Ward corrió por toda la casa, blandiendo su pistola y sin dejar de gritar; parte de su mente seguía aferrada aún a lo ocurrido hacía dos minutos, así que corría abrasado por la vergüenza. No lo había hecho, no había disparado a aquel hombre. Pero ahora podría hacerlo. Sabía que podría. Ahora lo haría.

Oyó pasos que corrían detrás de él, aun lado, y viró bruscamente para dirigirse a toda velocidad de nuevo al recibidor. Zandt atravesaba la habitación con paso dolorido hacia él. Ward lo recordó en el último momento y gritó:

—Soy yo, John, no él, sino yo.

John tenía el rostro cubierto de sangre. Se detuvo, con el revólver a una pulgada de la cabeza de Ward.

—Mira la ropa. John. Mira mi puta ropa.

Un instante después Zandt lo apartó de un empujón y trató de seguir corriendo hacia delante. Ward lo atrapó por el cuello.

—Nina está fuera. Bobby ha muerto. Tenemos que irnos.

Zandt le dio un codazo en el estómago y tumbó a Ward de espaldas. Inmediatamente, Ward lo agarró de nuevo tirándole con fuerza de la cabeza.

—La urbanización está cableada, John, la van a volar. Si no nos vamos, nos matará a todos. Matará a Sarah.

La rigidez de Zandt desapareció durante una fracción de segundo, y Ward lo arrastró hacia la habitación delantera. Lo empujó de espaldas por el recibidor hasta la puerta, de nuevo hacia la luz que penetraba por ella. Afuera Nina aceleraba el motor, y Zandt todavía intentaba resistirse, luchando como un león contra el brazo que le rodeaba el cuello. Por un momento, Ward creyó ver una sombra que revoloteaba en una de las puertas, pero enseguida desapareció.

Fuera de la casa, Zandt pareció darse cuenta de que había otra gente en el mundo, durante unos segundos pareció ver una ventana tras la cual existían otras cosas además del hombre al que quería matar. Ward lo metió de un empujón en el coche y se agachó un instante para recoger algo del suelo.

Zandt montó en la parte de atrás, pero gritaba y maldecía, al tiempo que golpeaba con los puños el asiento que le quedaba enfrente.

Ward se sentó de un salto en la plaza del acompañante.

—Vamos, Nina. Vamos.

A Nina se le nublaron los ojos un segundo, pero luego hundió el pie como si quisiera levantarse. El coche culeó un poco sobre la hierba mojada, pero ella lo enderezó sin darse cuenta de que gemía rítmicamente de dolor.

—Abróchala —le gritó Ward a Zandt mientras se ponía el cinturón. Empezaron el descenso a través Los Salones, iluminando brevemente a su paso cada una de aquellas tranquilas viviendas y los tesoros que albergaban. Ward creyó oír como crujían los huesos bajo las ruedas, pero aquello tenía que ser producto de su imaginación. Confió en que Zandt no lo oyera. También confió en que no fuera real lo que le parecía haber vislumbrado: la silueta de un hombre de pie en la cresta de la colina que rodeaba el prado.

Iban demasiado deprisa. Era imposible que lo hubiera visto. Nina apuntó al agujero que había hecho al entrar y casi acertó. Algunas tablas de madera volaron por encima del parabrisas. Lo peor fue el ruido de la carrocería chocando con uno de los postes que había al otro lado, pero el coche siguió adelante. Nina casi lo hizo volcar al tomar la curva hacia la izquierda para salir del aparcamiento y, de hecho, en aquel instante ella llegó a pensar que todo había sido en vano; al fin las ruedas recuperaron el contacto con el suelo y ella, el control del vehículo, justo bajo el portalón de entrada. Luego embocó la carretera que salía de las montañas. Estuvo a punto de destrozar el automóvil otra vez al doblar la esquina donde Davids había aparcado su coche, pero consiguió esquivarlo.

Varias curvas cerradas, cada vez a mayor velocidad, hasta llegar finalmente a la larga recta que desembocaba en la arboleda tras la cual se ocultaba la carretera. No intentó aquel último giro, sabiendo de antemano que no lo iba a conseguir, sino que se metió entre los árboles y encontró un espacio lo suficientemente ancho para hacer pasar el coche, dando tumbos y sacudidas hasta que aterrizaron en la hierba del otro lado.

Antes de llegar a la carretera, una piedra dejó fuera de combate uno de los neumáticos traseros, y cuando Nina intentó corregir el bandazo el coche volcó y dio varias vueltas de campana. Hubo una rápida sucesión de caídas, impactos repentinos y crujidos hasta que se oyó el gemido del metal rozando contra el asfalto mientras el techo del coche patinaba por la carretera y salía limpiamente por el otro lado, para caer en el río Gallatin, poco profundo, rápido y frío.

Un momento de silencio, durante el cual advirtieron que todavía estaban vivos. Y luego el mundo entero pareció explotar. Desde su postura, cabeza abajo y agachado, lo único que vio Ward fue un nuevo sol de luz que emergía con un estallido tras las montañas como una aurora.

Houma, Luisiana

Este es un motel pequeño, y no tiene servicio de habitaciones. Ocupo una pequeña habitación en el extremo de un ala de habitaciones igualmente pequeñas que se extiende a partir de una polvorienta oficina, también pequeña. La televisión es un trasto viejo. Hay agua en la piscina, pero nadie nada en ella. Y mucho menos yo.

Mañana por la mañana, temprano, me marcho. Me acuerdo del nombre del pueblo donde vive la madre de Bobby, y tengo vagos recuerdos de cuando él me describía la calle en que había crecido. Creo que seré capaz de encontrarla. Me gustaría poder hablarle a su madre de su hijo. Cómo era, lo buen hombre que fue, y cómo murió. Quizá incluso encuentre la tumba donde descansa su padre, y también hable con él. Será la única ceremonia que jamás tendrá mi amigo.

Hace diez días estaba sentado en un coche, en Santa Mónica, y observaba cómo Zandt y Nina acompañaban a una muchacha hasta un portal. Sarah cogía a cada uno de una mano: la izquierda de Nina, pues la derecha la llevaba en cabestrillo. Sarah estaba todavía muy pálida y débil, pero tenía muchísimo mejor aspecto que cuando las llevamos a ella y a Nina al hospital de Utah. El médico de guardia quería llamar a la policía. Según pudo averiguar, a Sarah la habían alimentado únicamente a base de agua con algo de plomo y otros elementos químicos, algunos de ellos agentes biológicos asociados a las terapias genéticas. El médico no estaba preparado ni siquiera para formular una hipótesis sobre lo que se suponía que se conseguiría con eso, a parte de un envenenamiento agudo. Sin embargo, ahora John sabía —tras leer las pruebas como es debido— que los cuerpos de las otras víctimas del Hombre de Pie habían sufrido intentos similares de crear a alguien semejante a sí mismo a través de traumatismos craneales y violencia sexual. Nina hizo uso de su placa y evitó que el lugar del crimen fuera conocido en todo el país. Los doctores querían mantener a Sarah y a Nina ingresadas una semana, pero a la mañana siguiente John y yo fuimos y las sacamos de allí. Sí, todavía necesitaban tratamiento. Pero permanecer en el mismo lugar suponía un riesgo demasiado grande. Zandt llamó a Michael Becker para decirle que iba para allá, luego nos metimos en el coche y nos pusimos en marcha.

Atravesamos Utah, Nevada y California, y después cruzamos L.A. en dirección a Santa Mónica; Zandt y yo nos turnamos al volante. Aunque durmió casi todo el viaje, llegué a conocer un poco a Sarah. Era amable, y decía que yo era diferente, lo cual ayudaba a que me cayera bien. Con el tiempo creo que se repondrá, y personalmente apostaría a que la próxima vez que se haga la señorita y vaya a cenar fuera (probablemente alrededor del año 2045 si su padre no tiene nada que objetar), no pedirá una ensalada Cobb, sino la hamburguesa que más le apetezca.

Cuando llegaron al portal de casa de los Becker, Nina soltó la mano de Sarah y tocó el timbre. Por un momento parecieron sacadas de una pintura, luego la puerta se abrió y se desató tal oleada de amor que tuve que apartar la mirada. Me quedé un instante con la vista fija al otro lado del parabrisas, recordando las últimas palabras que me había dedicado la muchacha.

Cuando volví a mirar, Nina regresaba al coche con la cabeza baja. Zandt estaba todavía con los Becker. Sarah, finalmente, le soltó la mano y se fue con sus padres. Michael Becker estrechó la mano de Zandt y algo pasó entre ellos, pero no sé muy bien qué.

John retrocedió y dejó que la familia entrara en casa. Se quedó ahí un momento, quieto, incluso después de que cerraran la puerta. Al fin remontó el caminito del jardín, se metió en el coche y nos fuimos. Ahora está en Florida, visitando a su ex mujer.

Cuando vi su reacción ante el jersey, habría preferido haber recogido un hueso. No podía pensar con claridad, que una reacción inconsciente, pero me daba cuenta de que quizá quería llevarse algo de aquellas montañas. Supongo que un hueso habría sido mejor, algo que realmente hubiese formado parte de ella. Pero creo que el jersey también puede ser una buena forma de cerrar el asunto. Acordamos que volveríamos a encontrarnos al cabo de un tiempo. Teníamos los respectivos números de teléfono. Al parecer, él no me reprochaba que hubiera sido incapaz de disparar en Los Salones.

Sin embargo, nuestra reunión tendrá que esperar una temporada, creo. Ojalá prefiera encontrarse de nuevo con Nina, cuando ella haya arreglado sus asuntos fuera de L.A. Al verles a los dos juntos en aquel portal me di cuenta de una cosa que confío en que ellos también entiendan. Que ya están juntos.

Muchas veces, mientras conduzco, me descubro con la mirada proyectada hacia delante. No veo lo que hay al otro lado del cristal, solo permito que atraviesen mi cabeza algunas imágenes fugaces, como si se tratara de retales de película. A veces pienso en los Hombres de Paja, intento averiguar qué hay de verdadero y qué de falso. Quiero creer que lo que subyace a todo eso es algo más intangible que lo que predica El Manifiesto Humano: que las ideas que contiene son solo una forma psicótica de explicar las divisiones por las que sentimos más apego. Pero entonces se me ocurre que el libro que muchos consideran la primera novela, el
Diario del año de la peste
, de Daniel Defoe, fue escrito al calor de las consecuencias de una epidemia que barrió toda Europa, y que bien podía achacarse al modo en que vivíamos pegados los unos junto a los otros; y que nuestras mayores formas de entretenimiento, el cine y la televisión, vivieron su primer apogeo inmediatamente después de las guerras mundiales. Empiezo a preguntarme si los paisajes de ficción y los argumentos que retratan nuestras aspiraciones no adquirirán su importancia tan pronto como comenzamos a vivir juntos en pueblos y ciudades, y si eso no explicaría también el nacimiento de las religiones organizadas, más o menos por la misma época. Cuanto más agolpados vivimos, más independientes nos hacemos y más importantes se vuelven nuestros sueños, casi como si todo eso existiera para mantenernos juntos, para ayudarnos a aspirar a algo que hemos perdido, y así mantenernos apartados de una humanidad que consiste en algo más que el mero hecho de ser humanos. En la actualidad, internet empieza a abarcar el mundo entero, procurando que todos y cada uno de nosotros estemos aún más unidos, y me pregunto si será una coincidencia que esto ocurra justo cuando hemos descifrado nuestro código genético y comenzamos a juguetear con él. Cuanto más quieren juntar, más parece que necesitemos comprender quiénes somos. Espero que sepamos lo que estamos haciendo con nuestros genes, y que cuando empecemos a eliminar las partes que consideramos errores e imperfecciones, no eliminemos también lo que nos hace viables. Espero que sea nuestro futuro, y no nuestro pasado, el que tome las decisiones. Y espero que a partir de ahora, cuando me dé cuenta de que a mi vida le falta algo, siga buscándolo; aun cuando comprenda que quizá solo se trate de una promesa, y no de algo que esté realmente ahí esperando a que lo encuentre. De lo contrario, nos convertiríamos todos en hombres de paja, mujeres de sombra, olvidados en un campo vacío al que ni siquiera los pájaros se acercan, esperando un verano infinito, cuando de hecho ya ha llegado el invierno. Visto cómo vivimos, tan lejos de nuestros hábitos pasados, sorprende que aún logremos arreglárnoslas tan bien. Soñamos nuestros sueños para mantenernos sanos, e incluso para seguir vivos. Como mi padre dijo una vez, no se trata de ganar, sino de creer que hay algo que ganar.

A menudo pienso en él, y en mi madre, que ya no están aquí. Su muerte, como cualquier muerte, no es algo que pueda mejorarse. No se puede atrapar a la muerte y darle una lección, igual que no se puede atrapar la infelicidad o la decepción, como tampoco hemos atrapado al Hombre de Pie ni al grupo que llegó a liderar. Tal vez lo hagamos algún día, o tal vez no. Quizá siempre haya alguien como él por ahí. Ahora mismo es imposible decirlo, tampoco sé si la destrucción de Los Salones fue simplemente un intento coronado por el éxito de acabar con todas las pruebas, o si la explosión debía servir para disparar el inmenso lago de roca fundida que reúne fuerzas debajo de Yellowstone, y aniquilar así nuestra cultura y los graneros del mundo occidental, para hacernos regresar al estilo de vida que tanto anhelaban los Hombres de Paja. Regresar o llevarnos de nuevo, no estoy seguro, a la ruina.

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