Los hombres lloran solos (26 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los hombres lloran solos
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«La Voz de Alerta» hubiera querido colar esa noticia en
Amanecer
, pero Mateo le hizo saber que en adelante se anduviera con más tiento si no quería ver tambalear su vara de alcalde.

* * *

Llegó, como en ocasiones precedentes, la quincena del amor. La Torre de Babel y Paz se casaron. Ninguno de los dos quería hacerlo por la Iglesia, pero todo el mundo se lo aconsejó. De no hacerlo, podían luego encontrarse con mil inconvenientes y con la consabida maledicencia de un gran sector de la ciudad. Ello no convenía a la Agencia Gerunda, y tampoco a Paz. Ésta se negó a casarse de blanco. «Un traje chaqueta y voy que chuto». Cefe, el pintor, fue el encargado de llevar el ramo de flores a la novia. Se casaron en la iglesia del Mercadal y quien bendijo la unión fue mosén Alberto. A Manuel Alvear le dieron permiso en el seminario para asistir a la ceremonia y ejercer de monaguillo.

El templo casi se llenó. Desde la familia Alvear al completo, Eloy incluido, hasta Padrosa, los hermanos Costa y los componentes de la
Gerona Jazz
. Recibieron muchos regalos, que adornarían el piso de la plaza del Ayuntamiento que la Torre de Babel había alquilado y en el que varios albañiles y pintores estuvieron trabajando durante un mes. Matías y Carmen Elgazu obsequiaron a Paz con toda la batería de cocina e Ignacio, por su parte, le regaló un jarrón oriental, por consejo de Esther. Era curioso ver a Paz encandilarse con los regalos. Apenas si quedaba en ella nada de aquella muchacha agresiva, agria, que se paseaba por Burgos vendiendo tabaco a los militares.

No estaba enamorada de la Torre de Babel. Ni siquiera le quería. Sentía un cierto aprecio por el ex empleado del Banco Arús y también un cierto agradecimiento «por su tenacidad». Pero Paz, desde que Manuel ingresó en el seminario, se sentía sola en casa y no veía claro su porvenir, puesto que Pachín le había dado calabazas. Todo el mundo le aconsejó: «cásate», empezando por su tío Matías. La última vez que Paz fue a verle en Telégrafos, Matías fue explícito. «La Torre de Babel es un excelente muchacho. No lo desprecies. ¿Te repugna estar a su lado?». «Repugnarme, no». «Pues adelante. Es posible que un día llegues a quererle. Y luego, además, están los hijos que cabe esperar de vuestra juventud».

Paz hizo de tripas corazón. Cefe le dijo: «Si te casas, le pintaré gratis un desnudo a la Torre de Babel. Y por de pronto, os regalaré este cuadro de las casas colgando sobre el río Oñar, que cuando yo haya muerto valdrá una fortuna».

El acoso fue de tal calibre que Paz no supo qué objetar. Por otro lado, la Torre de Babel tenía más o menos sus mismas ideas —ex militante de la UGT—, aunque paliadas por el filón de oro que resultó ser la Agencia Gerunda. «Cuando se ha sufrido como tú —le decía él—, se tiene derecho a calefacción y cuarto de baño». Ella lo pensó y asintió con la cabeza. ¡Ya verían las señoritingas de Gerona de lo que ella era capaz! Capaz de todo, menos de leer libros, como le aconsejaba Jaime, quien le regaló, completa, la Enciclopedia Salvat, que a ella la dejó indiferente, pero que encandiló a la Torre de Babel.

Mosén Alberto pronunció una homilía brevísima. Sólo una vez aludió a la Santa Madre Iglesia. Y sólo dos veces a Cristo. El resto consistió en un canto al amor conyugal y a la familia, «que era la célula de la sociedad». También les dijo que en épocas de prosperidad debían acordarse de los menesterosos. Mosén Alberto habló sin micrófono, lo que desconcertó a la vocalista Paz. Manuel ejerció sus funciones de monaguillo con tales respeto y unción que Carmen Elgazu se conmovió. Matías, en un momento dado, susurró a oídos de Carmen Elgazu: «Fíjate en el muchacho. Y en la seriedad de Paz. ¡Y tú no querías que los trajera de Burgos! Apréndete la lección». Carmen Elgazu, escéptica, replicó: «Ya veremos en qué para todo esto».

La Torre de Babel había soñado con un viaje al extranjero. Pero la guerra mantenía cerradas las fronteras, ahora incluso las del sur de Francia. La Torre de Babel le preguntó a Paz: «¿Quieres que vayamos a tu tierra, a Burgos?». «¡No, no, de ningún modo!», protestó Paz. Y se fueron a Mallorca en barco, sin marearse y allí se pasaron quince días de luna de miel, sin aburrirse nunca y sin que Paz tuviera que arrepentirse. La Torre de Babel no era Pachín, pero era todo un hombre. E inspiraba seguridad. A la Torre de Babel le atrajo el mar, aunque el invierno deslucía un poco la bahía de Palma y las playas de la isla; a Paz, ¡quién pudo predecirlo!, le encantó la cartuja de Valldemosa. En la
Gerona Jazz
había oído hablar con elogio del maestro Chopin, aunque no sabía con exactitud qué instrumento tocaba. En las cuevas del Drach coincidieron con otras muchas parejas de novios. La humedad les caló los huesos, pero la barca al fondo, surcando el agua y con un violinista romántico les invitó a apretarse las manos fuertemente. Compraron muchas chucherías de vidrio y de cerámica. Enviaron una retahíla de postales a las amistades. Fueron dos novios perfectos, con un capricho: los molinos de viento y los olivos. Los molinos de viento fascinaron a Paz, tal vez porque le recordaron que la vida giraba sin cesar. La Torre de Babel, que se excedía en sus solicitudes, le prometió que encargaría un molino en miniatura para la sala de estar. «No digas tonterías —protestó Paz—. Parecería un ventilador». En cuanto a los olivos. Paz dijo que parecían hombres robustos que habían llegado torturadamente a centenarios.

—Empieza a familiarizarte con los viajes —le dijo la Torre de Babel—. Cuando la guerra haya terminado pienso llevarte por ahí, incluso en avión…

—No digas tonterías. Tendremos que ahorrar.

—¿Ahorrar? ¿Dónde aprendiste esa palabra?

—En la cuna. Fue la primera que pronuncié.

—Anda, olvídate del pasado, y piensa que la Agencia Gerunda lo resuelve todo.

* * *

Quincena del amor. Al regreso de la Torre de Babel y Paz, se casaron Padrosa y Silvia, la manicura. Pese a que Padrosa no tenía coche todavía. Silvia, que vivía con su madre, viuda, y pasaba estrecheces —Dámaso no era muy generoso con ella, por cuanto los hombres que se hacían la manicura eran pocos—, vio, de pronto, la puerta abierta para garantizarles el porvenir. Tampoco Silvia estaba enamorada de Padrosa, pero supo simular que sí. Y el tiempo diría. Padrosa, por su parte, era un volcán. La atracción física que sentía por Silvia le hubiera hecho cometer cualquier locura. No fueron tan reacios a casarse por la Iglesia, pues Silvia era creyente, hasta el punto que de niña sus padres tuvieron que llevarla a Lourdes porque estaba segura de presenciar algún milagro.

De hecho, el milagro fue Padrosa, que cabía extenderlo al ahijado de éste, Félix Reyes, el alumno predilecto de Cefe. De todos los regalos que recibieron —vivirían en un amplio piso de la calle Figuerola—, el que más les emocionó fue un retrato al carbón que Félix hizo de Silvia en poco más de una hora. Una hora de inspiración, de trazo firme. Silvia quedó hermosísima, hasta el punto de parecer un grabado antiguo. Dicho retrato presidiría el comedor, junto con la lámpara y dos candelabros de plata que les regalaron los hermanos Costa.

Agencia Gerunda lo resuelve todo. También resolvió el viaje de la pareja: Andalucía. Silvia era friolera y aquel mes de noviembre se presentaba cortante y con muchos nubarrones. Andalucía los acogió con un sol pálido que no por ello dejaba de ser sol. Sevilla, Córdoba, Málaga y Cádiz. Una gigantesca ampliación de los
ghettos
de la calle de la Barca y de la fortaleza de Montjuich. Padrosa, que no pasó por la universidad pero que era un lince, descubrió la tristeza de los andaluces.

—¿Te das cuenta, Silvia? Esta gente es triste. Cuentan chistes, palmotean, cantan, pero en el fondo es gente triste. Mucho traje de lunares, pero también mucho vestido negro. Las mujeres parecen bultos enlutados salidos de las plazas de toros. Y los niños, escuálidos. ¡Cuánta mendicidad! Me gustaría saber el número anual de suicidios, sobre todo en el campo. Y los gitanos… No abundan mucho los Niños de Jaén. Aquí son pillos que no saben lo que son los zapatos con cordones. García Lorca fue un embustero. Se emborrachó con las palabras e idealizó la lenta agonía de esta tierra…

Silvia no sabía qué decir. Ella era intuitiva, temperamental. Por eso en la cama elevó a Padrosa al séptimo cielo. Pero considerarla una aguda observadora hubiese sido una calumnia. Lo que le gustaba eran los caballos. ¿Caballos árabes, de pura raza? No importaba. Conformaban una estampa sensual de inusitada fuerza. En Sevilla les dijeron que Franco proyectaba canalizar el Guadalquivir, hacerlo navegable, hasta el mar. Ello sería un regalo de los dioses para quienes malvivían a sus orillas. Les hablaron del cardenal Segura… «¡Cuidado con los novios! —había alertado—. Se acarician en público sin ningún pudor». Silvia y Padrosa se enlazaron por la cintura y se pasearon por doquier como dos tortolitos.

—Yo no ordenaría ningún sacerdote sin que antes hubiera cursado ciertos estudios en casa de la Andaluza —propuso Padrosa.

Silvia se rió.

—Entiendo, entiendo —admitió—. Vamos a almorzar al hotel y a la hora de la siesta me fabricas nuestro primer hijo…

Les hubiera gustado ir a Cuelgamuros, al Valle de los Caídos, a visitar al padre de Félix. Pero la Agencia Gerunda les reclamaba y tampoco estaban seguros de conseguir el permiso necesario. Fue una lástima, porque en aquellos días Alfonso Reyes, en el economato, había capitaneado una protesta general por el mal rancho que les servían y sus pretensiones habían sido tenidas en cuenta.

En Cádiz fueron a un circo. Los circos encantaban a Silvia. Sobre todo, el número de los elefantes. Ella hubiera querido ser domadora de elefantes y no manicura en la barbería de Dámaso.

—Con que me domes a mí —le dijo Padrosa—, basta y sobra para que esta luna de miel se prolongue toda la vida.

* * *

Quincena del amor. Ricardo Montero recayó. Recayó en una profunda depresión, agravada por las copas de más que solía tomar en compañía del capitán Sánchez Bravo y porque en el póquer perdía todos sus dineros. En cuestión de ocho días fue perdiendo todo interés por la vida, llegando casi al estado catatónico. El doctor Andújar tuvo que aplicarle seis electrochoques. La medida era drástica, traumatizante, pero no existía otra fórmula para detener el avance del mal.

Gracia Andújar le vio en aquel estado y decidió cortar por lo sano. El muchacho le dio mucha lástima, pero comprendió que su padre tenía razón: los tiros de gracia con que remató en el cementerio a los condenados a muerte le perseguirían toda la vida.

Esperaría un tiempo prudencial y rompería sus relaciones con él. Llena de vida en la Sección Femenina —Coros y Danzas—, se sintió incapaz de casarse y convivir con un hombre enfermo que podía llegar a serlo mental.

De otro lado, Marta no había cesado de hablarle de su hermano, José Luis Martínez de Soria, quien estaba al acecho de lo que pudiera acontecer. Marta organizó un almuerzo en su casa con motivo de su cumpleaños y todo marchó sobre ruedas. La madre de Marta y de José Luis colmó de atenciones a Gracia Andújar, quien era como una gacela que en muchas cosas recordaba a Ana María y a Esther. José Luis quedó vivamente impresionado. La muchacha podía también llamarse
Cascabel
. Era capaz de bailar sobre la punta de los pies y lo sabía todo del arte de Diáguilev. Entendía que había que cuidar del cuerpo como lo que era: depositario del alma. Se había educado incluso la voz. Marta, cantando, era el puro desastre. Gracia Andújar, aconsejada por Chelo Rosselló, emitía un sonido puro, las palabras le fluían con matices que arrullaban al prójimo. Su padre siempre le decía: «Acércate… Háblame de lo que quieras y me quedaré dormido». O bien: «Acércate… Háblame en tono más alto y me espabilaré». Era un diapasón hecho carne.

José Luis quedó prendado de la muchacha y Gracia Andújar sintió por José Luis una oleada de súbito afecto que nunca hubiera podido sospechar. Comprendió que ahí podía estar la clave del enigma que, con Ricardo Montero, daba vueltas sin parar. José Luis era transparente como aquel hombre de cristal que habían expuesto en la farmacia Ribas. El uniforme le sentaba como si lo hubiera llevado desde la niñez, como si hubiera ido creciendo con él.

Alto, sobrio, se parecía a Marta en la claridad de su mirada y en sus breves afirmaciones. Peinado corto: orden del general. Admiraba mucho a Mateo, del que había copiado el mechero de yesca. Tenía una verruga en la sien izquierda —se la rascaba con frecuencia—, sin decidirse nunca a ir al dermatólogo. Olía bien, a colonia de calidad. Su profesión de teniente jurídico le había ido humanizando poco a poco desde que en Lérida, en plena guerra civil, mosén Alberto le dijo: «Los vencedores podríais dedicaros a perdonar». Hacía lo que estaba de su parte, con lo que se había ganado el aprecio de Manolo y del profesor Civil. Todo el mundo le respetaba. Y lograba amistades contradictorias, como la del fanático jesuita padre Jaraíz, «enemigo potencial» del padre Forteza. El padre Jaraíz era partidario, como mosén Falcó, de la mano dura. José Luis se acordaba del final de «aquel que a hierro mata».

La madre de Marta, siempre con el espíritu enlutado, vio en aquella pareja una esperanza de resurrección. Gracia Andújar había arrancado de ella, si no carcajadas, por lo menos sonrisas que casi había olvidado. La mujer, al sonreír, se rejuvenecía. Se había propuesto —y lo había conseguido— amar a todo el mundo, excepto al general, por la causa de siempre, porque se había negado a ir al cementerio a depositar un ramo de flores a la tumba del comandante Martínez de Soria, al que calificaba de «traidor» porque se rindió.

Por descontado, mientras durara la crisis de Ricardo Montero no era cuestión de salir los dos a la calle «para conocerse mejor». Pero lo más probable era que no tardaran en hacerlo. Por de pronto, Gracia Andújar le dijo a su padre: «No sé si será falta de caridad, pero no me siento capaz de convivir con un depresivo, que además se emborracha». Al doctor Andújar le acosaron los escrúpulos. A lo largo de su vida había procurado convencer a los parientes de los depresivos de que debían dedicarles todo el cariño posible; y ahora que esta dolencia le tocaba directamente no podía por menos que alegrarse de la decisión de su hija. ¡Ah, qué fácil resultaba teorizar, cuan difícil ser consecuente! Los dos hijos mayores del doctor Andújar, Carlos y Juan, que estudiaban en Barcelona, se alegraron mucho de la decisión tomada por su hermana. Si la cosa seguía adelante, celebrarían la Navidad en paz.

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