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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

Los hombres sinteticos de Marte (28 page)

BOOK: Los hombres sinteticos de Marte
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Permanecimos en silencio por un instante y luego John Carter dijo:

—Puede que nuestras dificultades no terminen aunque logremos llegar a la celda 3-17 y al cuerpo de Vor Daj. Muy bien pudiera ser que el Edificio de los Laboratorios entero haya sido sumergido por la masa de la Sala de Tanques número 4, en cuyo caso sería prácticamente imposible llegar al laboratorio de Ras Thavas donde está toda la parafernalia necesaria para la delicada operación de devolver tu cerebro a tu cuerpo.

—Ya me he cuidado de eso —repliqué—, y antes de marcharme de Morbus me ocupé de llevar a la celda todo el equipo necesario.

—¡Magnífico! —exclamó—. Eso me quita un gran peso de encima. Ras Thavas y yo estábamos preocupados por la posibilidad de no poder alcanzar el laboratorio. Según él, tendríamos que destruir toda la ciudad de Morbus para rechazar fuera de sus límites a la masa de la Sala de Tanques número 4.

El sol lucía ya alto en el cielo cuando nos aproximamos a Morbus. Todas las naves, con excepción del
Ruzaar
fueron enviadas a circunvalar la isla a fin de descubrir la extensión alcanzada por la horrible masa viviente.

El
Ruzaar,
deslizándose a pocos metros de la superficie de las marismas, se aproximó a la pequeña isla de donde salía el túnel que llevaba a la celda 3-17. Pero cuando nos acercamos, un espantoso espectáculo se presentó ante nuestros ojos: un fragmento de la culebreante masa viviente había llegado a través de las aguas desde la isla principal de Morbus y ahora cubría completamente el islote. Odiosas cabezas nos miraban y gritaban su desafío, mientras que decenas de manos retorcidas se estiraban fútilmente intentando agarrar la nave.

Busqué con la vista la boca del túnel, pero era enteramente invisible, al estar cubierta por completo por aquella masa que se retorcía. El espanto se apoderó de mí, puesto que pensé que era posible que la masa se hubiera introducido en el túnel y llegado por él hasta la celda 3-17, ya que aquella terrorífica cosa podía penetrar por cualquier abertura siguiendo la línea de menor resistencia y extendiéndose luego indefinidamente hasta que encontrara en su camino una barrera insalvable.

Sin embargo me aferré desesperadamente a la idea de que yo mismo había cubierto la boca del túnel lo suficientemente bien como para cerrar el paso a la masa. Pero, incluso si ello era cierto, no veía la forma de alcanzar el túnel a través de aquella repugnante montaña de horror viviente.

John Carter estaba asomado a la barandilla junto a varios miembros de su estado mayor. Janai, Ras Thavas y yo permanecimos cerca de él, y le veíamos contemplando con evidente aversión y horror aquella monstruosa creación involuntaria del Cerebro Supremo de Marte. Rápidamente impartió instrucciones a los miembros de su estado mayor, y dos de éstos partieron para ponerlas en práctica. Esperamos luego un rato sin hablar, silenciados por el espanto que se retorcía bajo nosotros, con sus miríadas cabezas chillando, gesticulando y haciendo muecas.

Janai estaba junto a mí y de pronto me cogió el brazo con fuerza; aquella era la primera vez que me tocaba voluntariamente.

—¡Es terrible! —susurró—. No creo que el cuerpo de Vor Daj exista todavía, ya que esa horrible masa debe haber ocupado todos los rincones de los edificios de Morbus.

Sacudí lentamente la cabeza, sin saber qué decir. Ella me oprimió afectuosamente el brazo.

—Tor-dur-bar, prométeme que no harás ninguna locura si el cuerpo de Vor Daj se ha perdido para siempre.

—No quiero ni pensar en ello —repliqué.

—Pero debemos hacerlo, y tú debes prometerme lo que te pido. Meneé de nuevo la cabeza.

—Me exiges demasiado —dije—. No podrá haber la menor brizna de felicidad en mi vida en tanto tenga el cuerpo de un hormad.

Me di cuenta de que me estaba traicionando a mí mismo, pero Janai no pareció reparar en ello, y permaneció en silencio contemplando la cosa horripilante de abajo.

El Ruzaar estaba ahora ascendiendo, y continuó dicha maniobra hasta alcanzar una altura de unos trescientos metros. Entonces se mantuvo de nuevo estacionado, suspendido directamente sobre la parte de la pequeña isla donde debía encontrarse la boca del túnel. Una bomba incendiaria fue arrojada, y la masa se retorció y gritó terriblemente mientras ardía, desparramando llamas en todas direcciones.

El horror de la escena era indescriptible, pero no por ello cesó la acción. Bombas tras bombas fueron arrojadas, hasta que tan sólo quedó una masa de carne abrasada y humeante en un radio de cientos de metros en torno a la ahora visible boca del túnel. Sólo entonces descendió el Ruzaar hasta muy cerca del suelo, y yo bajé a tierra por la escalerilla de aterrizaje, seguido por Ras Thavas y dos centenares de guerreros armados con espadas y antorchas encendidas. Con éstas atacaron inmediatamente a la masa viviente, que pretendía volver a cubrir el terreno que había perdido.

Yo tenía el corazón en la garganta mientras retiraba las piedras y la tierra con que antes bloqueara la entrada del túnel, pero mientras efectuaba este trabajo no vi señal alguna de que dicha barrera hubiera sido atravesada, y cuando finalmente logré abrirme camino sentí una gran alegría al ver que la boca del túnel se hallaba vacía.

Sin embargo encuentro difícil describir mi estado de ánimo mientras recorría una vez más el largo túnel que llevaba a la celda 3-17. ¿Estaría mi cuerpo aún allí? ¿Se hallaría sano y salvo? Imaginé toda suerte de cosas horribles que podrían haber ocurrido durante mi ausencia. Corría ya materialmente por el oscuro túnel llevado por el ansia de conocer la verdad, y fue con mano temblorosa como finalmente me abrí paso a través de la trampa que llevaba a la celda. Un momento después irrumpía en ella.

Yaciendo en la mesa, tal y como le había dejado, estaba el cuerpo de Vor Daj.

No tardó Ras Thavas en unirse a mí y pude ver que también él lanzaba un suspiro de alivio al descubrir que tanto el cuerpo como el instrumental quirúrgico estaban intactos.

Sin ni siquiera esperar las instrucciones del Cerebro Supremo de Marte, tal era mi impaciencia, me tumbé yo mismo en la mesa de ersita junto a mi perdido cuerpo y Ras Thavas no tardó un minuto en inclinarse sobre mí con el escalpelo en la mano. Sentí una ligera incisión y un leve dolor, y al instante la consciencia me abandonó.

CAPÍTULO XXXI

El final de la aventura

Abrí los ojos, y mi primera visión fue la de Ras Thavas inclinado aún sobre mí. Desvió entonces la mirada y pude ver que junto a nosotros yacía sin movimiento el cuerpo del hormad Tor-dur-bar.

No pude evitar que las lágrimas corrieran por mis mejillas, lágrimas producidas por un alivio, felicidad y alegría como no había experimentado en mi vida, no sólo por haber recuperado al fin mi cuerpo, sino porque ahora podía ponerlo a los pies de Janai.

—¡Vamos, hijo! —apremió Ras Thavas—. Hemos estado aquí demasiado tiempo. La masa está gritando y retorciéndose en el corredor al otro lado de la puerta; y esperemos que no haya conseguido cubrir otra vez el suelo que perdió en el otro extremo del túnel.

—Muy bien dije—. Pongámonos en marcha.

Descendí de la mesa y, por primera vez en mucho tiempo, me erguí sobre mis propios pies. Pero al momento vacilé y me tambaleé, presa de un fuerte mareo, y Ras Thavas lo notó.

—Pasará dentro de un momento —me sonrió—. Piensa que has estado muerto muchos días.

Permanecí en pie e inmóvil durante un instante, contemplando el grotesco cuerpo de Tor-dur-bar.

—Creo que te sirvió bastante bien —comentó Ras Thavas.

—Sí —asentí—, y la mejor recompensa que puedo ofrecerle es el olvido eterno. Le dejaremos aquí, sepultado en los pozos bajo el edificio donde adquirió el don de la vida. Y no creas, Ras Thavas, que siento la menor nostalgia por él.

—Pues poseía una gran fuerza —dijo el Cerebro Supremo de Marte—; y además, por lo que he oído, un magnífico brazo para la espada.

—Sin embargo sigo pensando que podré vivir perfectamente sin él.

—¡Ah, vanidad de vanidades! —exclamó Ras Thavas—. Tú, un guerrero, renuncias a una fuerza formidable y a un incomparable brazo para la espada a cambio de tener una cara bonita.

Se estaba burlando de mí, pero poco me importaba que el mundo entero lo hiciera mientras yo hubiera recuperado el cuerpo que me pertenecía.

Nos apresuramos a través del túnel y cuando emergimos finalmente por el otro extremo del mismo, en la isla, los guerreros aún seguían luchando contra la insistente masa; desde que descendimos del
Ruzaar
el destacamento había sido relevado cuatro veces. Por la mañana temprano habíamos entrado en el túnel, y ahora el sol estaba a punto de desaparecer por el horizonte, aunque a mí me pareciera que apenas habían transcurrido unos minutos desde que el acorazado me pusiera en tierra.

Rápidamente fuimos todos izados de nuevo a bordo en donde casi se nos ahogó en congratulaciones y felicitaciones. John Cárter pasó amistosamente su mano sobre mis hombros.

—Créeme que no me hubiera preocupado más por la suerte de mi hijo de lo que lo he hecho por la tuya —dijo.

Esas fueron todas sus palabras, pero para mí valían más que un gran discurso que pronunciara otra persona. El Señor de la Guerra debió luego notar como mis ojos vagabundeaban a lo largo de la cubierta, y una ligera sonrisa curvó sus labios.

—¿Dónde está ella? —pregunté.

—No podía soportar la tensión de la espera —dijo—, y le aconsejé que se retirara a su camarote. Harías bien en ir a hablar con ella.

—Gracias, príncipe —dije, y un momento más tarde estaba golpeando la puerta del camarote de Janai.

—¿Quién llama? —preguntó ella desde dentro.

—Vor Daj —repliqué, y era tal mi ansiedad que, sin esperar invitación, empujé la puerta y entré.

Janai salió a mi encuentro con ojos interrogantes. —¿Eres tú realmente? —preguntó.

—Desde luego que soy yo —le aseguré. Y, llevado por un impulso incontenible, avancé hacia ella, deseando tomarla entre mis brazos y decirle lo mucho que la amaba. Pero Janai debió adivinar mi intención y me detuvo con un gesto.

—Espera —dijo—. ¿No te das cuenta de que apenas si nos conocemos, Vor Daj?

No había pensado en ello, pero era la verdad. Era a Tor-dur-bar a quién ella conocía, no a Vor Daj.

—Quiero que me contestes a una pregunta —pidió.

—¿Qué pregunta?

—¿Cómo murió Tee-aytan-ov?

Era ciertamente una extraña cuestión: ¿Qué tenía que ver con Janai o conmigo?

—Murió en el corredor que llevaba a la celda 3-17, a manos de los guerreros hormads que nos perseguían mientras escapábamos del Edificio de los Laboratorios —repliqué.

—Bien, ¿qué ibas a decirme cuando te interrumpí?

—Iba a decirte que te amaba —contesté—. Y a preguntarte si podía mantener alguna esperanza de que correspondas a mi amor.

—Apenas conozco a Vor Daj —dijo ella—. Es a Tor—dur—baca quien he aprendido a amar; pero ahora conozco la verdad que en los últimos tiempos no había hecho sino sospechar, y me doy cuenta del gran sacrificio que has hecho por mí.

Y antes de que hubiera podido meditar sobre sus palabras, avanzó hacia mí y puso sus queridos brazos en torno a mi cuello. Por primera vez pude sentir entonces los labios de la mujer a quien amaba apretando los míos.

Durante diez días la gran flota voló sobre Morbus, lanzando bombas incendiarias sobre la ciudad, la isla y la inmensa masa viviente que había amenazado con desparramarse en todas direcciones hasta cubrir el planeta entero. Y no cesó el bombardeo hasta que John Carter estuvo seguro de que incluso el último vestigio de aquel horror había sido exterminado. A continuación nuestra flota abandonó aquel escenario de desolación y, tras una breve parada en Toonol para dejar allí a Gan Had, puso proa hacia Helium. Para Janai y para mí habían terminado todos los horrores que nos amenazaran, y ahora se abría ante nosotros un futuro de felicidad.

Estábamos los dos sentados en el castillo de proa del
Ruzaar
cuando las dos altas torres de las ciudades gemelas aparecieron al fin en el horizonte.

—Quisiera que me explicaras una cosa —dije en aquel momento—. ¿Por qué me preguntaste como había muerto Tee-aytan-ov? Lo sabías tan bien como yo.

—¿Tan bien como Vor Daj, mi querido tonto? —exclamó ella riendo—. Gan Had, Tor-dur-bar y yo éramos los únicos supervivientes de aquella lucha que nos encontrábamos en la flota. Vor Daj no huyó con nosotros por los subterráneos ni combatió en ellos contra los hormads. De modo que cuando me contestaste correctamente, supe en el acto que el cerebro de Tor-dur-bar había sido transplantado a tu cráneo. Tenía verdadero interés en ello, puesto que dicho cerebro era el que poseía el carácter y la bondad de Tor-dur-bar que me hicieron amarle. No me importa nada dónde naciera originariamente ese cerebro, Vor Daj, y si no quieres decírmelo no te lo preguntaré; aunque sospecho que era el tuyo propio, el del Vor Daj original, que fue recluido voluntariamente en la cabeza de un hormad para protegerme mejor de Ay-mad y de los otros jeds.

—Es mi propio cerebro, en efecto alije.

—Querrás decir «era» —sonrió ella—. Ahora, como todo lo tuyo, me pertenece también a mí.

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