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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (118 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Mis lealtades están en conflicto... entienda.

—Ignoro la naturaleza de esas lealtades, pero si le obligan a mandar a un hombre a la muerte, no veo bajo qué condiciones pueden ser honradas, sin pecar.

—No le entiendo, usted va...

—Yo sé menos que usted de este asunto, estoy seguro, así que me pongo a su merced. Si me dice que una vez que abandone este país, no me pasará nada, que dejarán que viva y que vuelva con el tiempo a Inglaterra a reclamar lo mío, entonces tomaré ese vapor sin miedo. Pero si alberga alguna duda, si piensa que allí en el continente me espera la muerte... —Purvis bajó la mirada, incapaz de contestar—. El problema es cómo hacerlo sin causarle perjuicio alguno a usted, doctor.

—Creo que es posible.

Acordaron cambiar identidades, dado el relativo parecido físico entre ambos. Purvis escribió unas cartas rápidas, apenas dos líneas explicando su ausencia a familiares y parientes, que Percy enviaría a su debido momento. Luego, buscaron a un mozo del hotel y le pidieron que diera un recado urgente dentro de veinte minutos, preguntado por el doctor Purvis. Tomkins llegó con los billetes. Consiguieron convencer sin esfuerzo y con disimulo al mayordomo para que quedara allí, en el hotel, mientras Purvis acompañaba hasta el barco a Percy. No costó hacerlo. El doctor dijo que preguntara por si había recado alguno del lord para ellos.

—Quedamos en que esperaríamos por si se producía un cambio de planes, —mentía el doctor—. Vaya usted Tomkins, pregunte si hay un mensaje para nosotros. Yo me ocuparé de embarcar al señor Abbercromby.

—No sé...

—Demos una oportunidad más a ese anciano para reconciliarse con su único hijo. —Eso convenció al mayordomo.

Ya fuera de la vista de Tomkins, ambos conspiradores cambiaron de ropa con rapidez. Purvis subió por la pasarela, saludando desde allí con la mano a Tomkins cuando este llegó a la terraza, preocupado por verse solo. Siendo en la distancia la viva imagen del joven lord, el engaño estaba servido. Luego llegó Percy, vestido con las ropas de Purvis, saludó también, rodeado de los viajeros y paseantes que andaban por el hotel, cuando el mozo apareció oportuno.

—¡Mensaje para el doctor Purvis! ¡Mensaje para el doctor Purvis!

Percy alzo la mano, el mozo se le acerco con una nota sobre una elegante bandeja de plata, la leyó, fingió estupor, volvió a saludar desde lejos y se despidió rápido, sin dar oportunidad a Tomkins para acercarse.

—¡Tengo que irme...!

Y salió corriendo. Más tarde, en las cartas que enviaría Percy se explicaba que una desgracia familiar de la naturaleza más dramática había caído sobre el doctor, y debía ir de inmediato a Escocia... perfecto, ahora Perceval era un fantasma en Londres.

—¡Menudo plan! —dijo Rivadavia.

—Alguna vez debía sonreírme la suerte.

—Diga que sí;
fortuna audaces iuvat
—Después, lo primero que hizo fue ir a su casa de St. John's Wood, y allí encontró a Bowels.

—¿Cómo? —Ahora el sorprendido fue Torres—. Se había marchado, estuve con él...

—Decidió volver. Tenía una llave, imagino que quería robar algo. No se lo tengo en cuenta, robarme no sería lo peor que alguien ha tratado de hacerme. Me alegré de encontrarlo, me ha vuelto a ser de mucha utilidad en cuanto le sugerí que pensaba acabar con De Blaise para siempre.

—¿Y dónde está ahora?

—Allí, claro. —Señalaba a la isla. No, era en la orilla más próxima del canal. Un hombre agazapado hacía señales.

—¿Cómo...?

—Me ratifico en lo dicho: Dios no abandona nunca a los valientes, Leonardo —apuntó Ribadavia—, al menos nunca ha abandonado a Ángel Ribadavia.

—Si pregunta cómo hemos llegado hasta aquí, no es sencillo —continuó Abbercromby con la extraordinaria historia de su falso viaje a Francia. En pocas palabras, no pudo extenderse mucho mientras se dirigían al bote que tenía preparado Bowels, explicó cómo, una vez encontrado al sargento, pensó que aquella casa no sería ya el lugar más discreto.

Permanecieron dos días allí encerrados, hasta que la inquietud de Bowels fue ya insoportable. El ex suboficial insistía en que debían hacer algo, cualquier cosa, para agriar la existencia de De Blaise. Cuando vieron a alguien rondar por los aledaños de la casa, pusieron punto final a su encierro, al menos en St. John's Wood. Decidió acudir al almacén de Foster Street, en Benthal Creen, ese escondite para sus tímidas aficiones pictóricas tan cercano a donde falleciera Polly Nichols, que trajo nubes oscuras hacia su persona, haciendo de él un más que buen candidato a asesino. Allí descansarían y pensaría qué hacer, cómo acabar con su padre, hablando en plata. Imaginaba que el lugar seguiría en el mismo estado que lo dejara el fin de semana pasado, cerrado y polvoriento, con sus viejas pinturas perdiendo color, los retratos de Cynthia amarilleando, desvaídos como la propia muchacha. Sin embargo, ese viejo lugar estaba siendo utilizado por la familia en su ausencia. Alguien, no lord Dembow, debió pensar en el disparate de dar otros usos menos artísticos al almacén ahora que su dueño andaba rumbo a Francia, como el de escarmentar a invitados no deseados y tal vez así los excesos que de seguro se podían cometer en tales prácticas podían ser siempre atribuidos al habitual usuario del local: Perceval Abbercromby, más conocido como Jack el Destripador. Era viernes por la tarde, y del edificio que suponía vacío salían voces apagadas, y algún grito.

Utilizó su juego de llaves y entró con la mayor cautela posible. Allí, un grupo de hombres golpeaban con frialdad al señor Juan Ladrón. No, no se sorprendan tanto, ya les conté que el murciano había seguido a De Blaise y compañía la mañana de ese mismo viernes hasta el río Lee y lo que vio allí, y les he comentado lo magullado que se mostró ahora, al acudir a la «excursión campestre» que los caballeros habían organizado. Lo sorprendieron rondando, lo capturaron y entonces, por la tarde, cuando Percy y Bowels entraban en el almacén frente a la destilería en busca de refugio, trataban de sacarle a golpes lo que sabía. Inútil, ya les dije que Ladrón no hablaba palabra de inglés. Nada habría traído este rocambolesco juego del azar, de no ser que entre los golpes y las voces de esos tres torturadores, hombres del servicio de lord Dembow que Percy pudo reconocer, surgió la palabra «D'hulencourt», en preguntas del tipo:

—¿Qué hacías rondando D'hulencourt?

—¿Qué has visto allí?

Luego en el viejo torreón de D'hulencourt, la posesión más antigua de los Abbercromby, había algo que ver. Los dos espías salieron a la carrera hacia allá. De nuevo la suerte jugó a favor de nuestros amigos, pues esa fuga fue de todo menos discreta, llamó la atención a los tres atormentadores que se sorprendieron y distrajeron por unos segundos, suficientes para que el muy rápido y peleón murciano tuviera oportunidad de escapar, devolviendo en el trámite algunas de las gentilezas recibidas. Ahora, siguiendo con los devaneos de la fortuna, cuando los inspectores mandaron atrás a Ribadavia y compañía, estos, como era de esperar, no bajaron las orejas. Fueron hacia la orilla, y se toparon con Perceval Abbercromby.

—¿Y cómo vamos a llegar allí? —preguntaba ahora Torres—. Supongo que los guardias...

—Sí, está todo bien vigilado —contestó Percy—. Estamos aquí desde ayer. Nos ha costado conseguir un bote y permanecer ocultos. Eso no puede arredrarnos; si queremos saber algo más, tendremos que ir allí. Conozco esa isla desde siempre y el lugar mejor para acceder es por la torre. Miren. —Ya estaban junto a Bowels y la barca. Percy señalaba el bulto oscuro que era la isla en medio de la noche y la lluvia—. La vieja D'hulencourt está pegada al agua.

De hecho, se está cayendo porque sus cimientos ya están anegados. Por ahí será más conveniente acercarse.

—También lo sabrán ellos —dijo Ribadavia—, supongo que conocerán los puntos débiles de su posición tan bien como usted, y los habrán reforzado, vigilado...

—Sin duda. Aun así sigue siendo el lugar de más fácil acceso. Debemos arriesgarnos, yo lo voy a hacer al menos, ¿vienen conmigo?

Torres miró la pequeña embarcación con aprensión, los cinco iban a ir muy apretados en ese esquife ridículo. Un plan desesperado, si es que puede considerarse plan. Observó al renqueante Ribadavia, incluso al murciano; en la oscuridad no podía encontrar una mirada de cordura, con una hubiera bastado. Hay momentos en que los hombres deciden anteponer el coraje a la razón, el valor al sentido común, son momentos hermosos la mayoría de las veces, y siempre son definitivos.

—Vamos —dijo, y todos subieron a la barca.

Mientras se persignaba, Torres pensó que si Dios estaba con ellos era posible que algo bueno saliera de esa locura. Los capturarían nada más llegar, ese hecho era ineludible, como también lo era que de tal captura obtendrían alguna información, verían algo. Ni al señor Ribadavia, ni a él le darían el mismo trato que a Ladrón, por supuesto. En cuanto a lo que hicieran al ver por allí a Percy, ahí si había lugar para albergar algún miedo.

El agua casi rebosaba la borda de la barca, muy hundida con tanto peso. Torres se aferraba con fuerza hasta dejar los nudillos blancos, ignorando una astilla de madera que insistía en clavársele en el dedo. Temía que volcaran, aunque el río no podía mostrarse más calmo, y empapados ya estaban, el miedo por la pulmonía era el menor de todos. Ladrón y Bowels bogaban muy despacio, tanto por el sigilo como por el miedo a zozobrar. La oscuridad de la isla, aliviada aquí y allá por las luces de los guardias iba creciendo amenazadora. Sintió a su lado cómo Ribadavia se agitaba en un escalofrío.

—¿Le duele su herida?

—Sí —susurro el diplomático—. Y este frío...

—Puede que tenga fiebre, es una locura.

—Miren. —Atendieron a la voz de Percy, las pequeñas luciérnagas titilantes que señalaban a cada guardián, empezaron a moverse, a abandonar la sombra alta del torreón. Al tiempo, voces lejanas, alteradas, apagadas por el sonido de la lluvia sobre el río.

—Dios bendiga al inspector Abberline —dijo Torres tras creer entender aquellas voces.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Percy.

Torres reclamó silencio e hizo que todos aguzaran los oídos. El sonido de voces se hizo paso entre la lluvia.

—Esto es propiedad de lord Dembow, no pueden entrar...

—... somos Scotland Yard, necesitamos...

Por fin los inspectores habían decidido acercarse abiertamente y pedir explicaciones. Explicaciones que los guardias se resistían a facilitar.

—¿Dónde están? —preguntó Ribadavia.

—Hay un pequeño embarcadero al sur, en el extremo, junto al bosquecillo —explicó Percy. El embarcadero principal daba a la otra orilla, ese al que habían llegado los visitantes desconocidos—. Vamos, tenemos el camino abierto.

Bowels y Ladrón aumentaron la cadencia. En efecto, las luces que se veían en las cercanías del torreón de D'hulencourt desaparecieron. Pronto estaban bajo la sombra de esa vieja construcción, que se inclinaba sobre el agua amenazando a caer, cosa que según Percy no tardaría en ocurrir a menos que se llevara a cabo alguna restauración. Eso no iba a suceder, se trataba de una vieja torre sin historia alguna más que la de sus años, o sin historia conocida al menos, apenas una fachada a medio derruir, con sillares cubiertos de vegetación. Embarrancaron el bote a la protección de esas viejas piedras, el muro estaba a escasos dos metros del agua, más en realidad, pues toda la cara del edificio que daba al río estaba derrumbada. Ya con los pies en tierra firme, metidos en el refugio que las tres paredes restantes proporcionaban, Bowels preguntó, entre las peticiones de silencio de unos y otros:

—¿Se puede subir arriba?

—Sí —contestó Abbercromby—. Eso es una vieja escalera roñosa. Si se tiene cuidado, se alcanzan trece metros de altura.

—Pues sería bueno, podremos otear desde allí la situación.

Así decidieron hacerlo, todos menos Ribadavia, cuya pierna ya le dolía demasiado. Se negó a que nadie la examinara.

—Vayan ustedes —dijo—. Yo les espero abajo. Ni con mis dos piernas sanas me atrevería a subir por ahí, dejo eso a los jóvenes y aguerridos, yo guardo la fortaleza.

Se quedó abajo, junto a Ladrón que tampoco quiso ascender. Los otros tres treparon siguiendo siempre los pasos de Percy. Los crujidos de la madera vieja y lo resbaladizo de las piedras húmedas convirtieron al corto ascenso en casi una proeza. Llegaron a una terraza apenas sujeta por viejos arcos de piedra. Desde allí, bien agarrados para no perder pie pudieron ver toda la isla. Enfrente estaba la carpa, iluminada desde el interior y de cuyo centro salía una columna de humo, que no tardaba nada en disiparse entre la lluvia. Por las sombras que se dibujaban sobre la lona, había bastantes personas allí reunidas. Fuera, el número de guardias abrigados y con faroles cubiertos era también considerable, más de una docena, y todos se movían hacia el incidente del pequeño embarcadero. Había un porche allí, iluminado, y podían distinguir bajo él figuras que debían ser las de Abberline, Moore, Godley y seis policías locales discutiendo con todos los guardias que se iban acumulando allí. La distancia era mucha, y la oscuridad y la lluvia, pero Torres gozaba de buena vista, y gracias a ella creyó reconocer la silueta rígida de Tomkins entre todas aquellas figuras.

—Vamos allá —dijo.

—¿Dónde? —preguntó Percy, y luego, entendiendo las intenciones de Torres, continuó—. ¿Dentro de la tienda?

—Desde aquí no veremos más, y como bien ha dicho, no hay mejor oportunidad.

No hubo que convencer al osado Percy. Bajaron con menos cuidado que al subir, a punto de caer en ocasiones, y unidos a Ribadavia y Ladrón rodearon agazapados la torre. Apenas veían nada a sus pies, solo se guiaban por el brillante faro que era la carpa iluminada. Ribadavia cayó un par de veces, aún ayudándose del bastón tenía muchas dificultades, sus dolores no remitían. Agachados, muy agachados, llegaron junto a los vientos que tensaban la lona. Ni rastro de vigilancia. Ladrón sacó su navaja y rajó la tela con cuidado. Había una doble capa, que también rasgó. Todos no podían mirar por la ventana improvisada, no si querían mantener el sigilo. Ribadavia despejó las dudas del grupo con su habitual sentido común.

—Ustedes dos, venga. —Se refería a Percy y a Torres—. Me temo que son los únicos que obtendrían algo de lo que vieran.

Dentro, toda la escena estaba iluminada por altos faroles, que temblaban como lo hacía el techo que los cobijaba bajo el torrente de fuera, haciendo que la iluminación fuera extraña, fantasmal. En medio estaba el beefeater ajedrecista, y frente a él, como su oponente ante el tablero, aquel viejo con aspecto de rabino, Sehram. En torno a ambos había unos graderíos de madera, a través de cuyo entramado miraban Torres y Percy. Sobre este había hombres sentados, cinco o seis caballeros abrigados hasta la cabeza. También había a un lado, sin sentarse, un grupo grande de judíos, Tigres sin duda, que rodeaban, custodiaban a un sujeto envuelto en un hábito de monje. Apenas podían verle la cara desde donde estaban, cubierta por la casulla, parecían sus facciones cinceladas en piedra. Junto a los jugadores estaba De Blaise y el doctor Greenwood. El primero no podía parecer más ufano.

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