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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

Los Humanoides (13 page)

BOOK: Los Humanoides
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—Desgraciadamente no tenemos talento creativo —proseguía explicando la voz metálica del
humanoide—.
Dependemos enteramente de los esfuerzos que realizan nuestros hombres de ciencia leales, utilizando los elementos de que disponemos.

Claypool se estremeció, sus delgados hombros apoyados contra la pared metálica que estaba tras el pequeño lecho, aferrándose a una última fracción de esperanza que le quedaba.

—Ya ve que nuestros procedimientos y métodos son perfectos, señor. No tiene absolutamente nada que temer. Con este nuevo regulador podremos curar las mentes enfermas de los hombres...

El astrónomo escuchó en silencio, pensando que tal vez White estaría a aquellas horas buscando otro elemento para combatir valerosamente contra los infernales muñecos benévolos.

—Si quiere comer algo o dormir, señor —comenzó nuevamente el
humanoide—,
aproveche estos momentos para hacerlo...

Pero Claypool miraba más allá del robot; entre las jaulas se paseaba cautelosamente un gigante de cabello rojizo y capa plateada. El astrónomo corrió hacia los barrotes de su jaula y gritó:

—¡White! ¡White!... ¿Qué hace aquí?

Pero el gigante siguió de largo, con paso mecánico. Claypool sintió que todo su resto de esperanza desaparecía y se dejó caer al suelo, aferrado a los barrotes. Había visto los ojos azules del pelirrojo, donde antes se reflejaba el fuego de su pasión anterior. Ahora estaban apagados, más allá de toda esperanza o de cualquier otro sentimiento de amor u odio.

El viejo enemigo de los
humanoides
se había convertido como Aurora en un nuevo muñeco mecánico. Y no estaba solo. Tras él marchaban en fila Graystone, Overstreet y Ford, apáticos, serenos, con la gracia de los muñecos mecánicos que los derrotaran.

Claypool no encontró voz para llamarlos; de cualquier manera no lo hubieran reconocido.

La voz del
humanoide
lo hizo sobresaltar. —Usted necesita un baño, masajes y descanso, señor. Se encuentra en muy malas condiciones físicas.

El astrónomo obedeció sin preocuparse por lo que los autómatas que lo rodeaban harían.

Una vez en la cama, cerró los ojos y trató de aislarse de aquellas tinieblas opresoras. Todo estaba perdido, pero seguía siendo un hombre de ciencia, y tenía el hábito de unir los hechos conocidos para sacar conclusiones.

Así, yaciendo de espaldas, con los ojos cerrados para no ver las tinieblas, atacó un interrogante tan viejo como la misma ciencia: el átomo. El electromagnetismo nunca había llegado a explicarlo totalmente y tampoco el rodomagnetismo. Las dimensiones de los
cuantos temporales
estaban implícitas en la ecuación rodomagnética y servían para explicar la estabilidad de los átomos más livianos..., pero no del todo. Pero no del todo...

Ahora comprendía que esa fuerza desconocida tenía que ser simplemente energía parafísica...

Esta revelación hizo que Claypool olvidara a su custodio y a los barrotes de la jaula donde estaba encerrado y se lanzara a explorar el universo bajo una nueva luz, tremenda y repentina.

Involuntariamente deseó tener a mano un calculador electrónico o por lo menos una regla de cálculos. Pero no disponía ni siquiera de un trozo de papel donde reproducir las ecuaciones que iba pensando.

Así vagó mentalmente a través de átomos y de soles, mientras permanecía inmóvil, tendido de espaldas entre tinieblas.

Por fin halló la respuesta al acertijo.

Era una simple ecuación, que relacionaba las fuerzas electromagnéticas, rodomagnéticas y parafísicas, explicando la estructura y estabilidad del átomo. Era algo tan obvio que se preguntó asombrado por qué no se le había ocurrido antes.

Las transformaciones de semejante ecuación explicaban el origen del átomo, del universo, la atracción de los soles y la repulsión de las galaxias, las oscuras paradojas del tiempo y el nacimiento de la vida. Explicaban hasta la evolución y las funciones de la mente.

En ese momento la suave mano del
humanoide
le tocó el hombro.

—A sus órdenes, señor —la voz metálica lo arrancó de sus meditaciones—. Ya estamos preparados para...

De pronto todo se esfumó y Claypool advirtió que ya no estaba en la jaula.

Capítulo XVII

Tampoco estaba en "Ala 4ª".

Estaba parado en el lecho de un arroyo seco, rodeado de rocas graníticas y restos de erosión. A su izquierda había bajas colinas que parecían ser los restos de un risco seccionado mucho tiempo atrás por un torrente que ya no existía.

Era de noche y hacía un frío terrible.

El cielo sobre las bajas colinas no tenía nubes y sin embargo estaba curiosamente negro, sembrado con puntitos de luz que no titilaban.

Aquel frío horrendo hizo estremecer al astrónomo, que estaba descalzo y con ropas de cama. Por un momento permaneció inmóvil, dominado por un profundo asombro. Luego sintió una mano infantil que le tiraba de la suya y una vocecita ansiosa:

—¡Oh, doctor Claypool!, ¿qué podemos hacer?

Miró a su costado y vio a Aurora Hall. Ya no era una cautiva del Cerebro. Sus ojos límpidos habían recuperado la mirada inteligente y la sonrisa de benevolencia había desaparecido. Temblaba y evidentemente estaba atemorizada.

—¡Hace tanto frío! ¿Qué podemos hacer?

—No lo sé— Ni siquiera sé dónde estamos.

Entonces descubrió que no podía hablar. El frío parecía haber absorbido todo su aliento. Su pecho estaba seco y sus pulmones parecían a punto de estallar. Ningún sonido salió de sus labios helados. Sin embargo, la niña lo comprendió, porque respondió:

—¡Oh, yo sé dónde estamos! —Claypool advirtió que tampoco ella había hablado con su voz, pero comprendió perfectamente lo que le quería decir—. Este es el planeta donde yo venía a buscar el mineral que necesitaba el señor White. ¡Y ahora no podemos regresar a la caverna porque los
humanoides
nos atraparán!

Entonces el astrónomo comprendió. Estaban perdidos en un mundo alejado de la galaxia, un mundo muerto y frío.

—¡Hace tanto frío! —gimió la criatura—. Yo puedo ayudarnos a mantener trazas de calor durante un rato, pero después... ¿qué haremos? Claypool sacudió la cabeza.

—¡Ni siquiera sé como llegamos hasta aquí! —murmuró. La niña estaba rígida, helada, envuelta en aquel saco de cuero demasiado grande para ella. Su cinta escarlata se había congelado entre sus cabellos.

—¿Puedo ayudarte? —inquirió el astrónomo, sabiendo que por algún milagro parafísico Aurora los mantenía con vida a los dos en aquel mundo muerto, sin calor ni atmósfera. La niña hizo un gesto negativo.

Entonces olvidó todo y la alzó en sus brazos, tratando de tranquilizarla. La pierna herida no pudo resistir el peso de la criatura y Claypool cayó de rodillas. No podía hacer otra cosa.

Aurora extendió débilmente un brazo hacia las colinas y murmuró:

—¡La puerta! ¡Allí...!

Volviéndose penosamente sobre sus rodillas, Claypool vio un débil resplandor sobre una de las bajas colinas. Haciendo un esfuerzo, logró delinear los límites transparentes de la cúpula que cubría aquella luminosidad.

Temiendo que se tratara de una ilusión de sus sentidos, con un esfuerzo tremendo el astrónomo se dirigió hacia allí, cargando a la helada niña.

—¡Por favor! —sollozó Aurora débilmente—. ¡Por favor, apúrese!

Trabajosamente, cargando a duras penas el escaso peso de la criatura, Claypool se arrastró hacia aquella cúpula y por fin llegó hasta un umbral metálico, cerrado por una puerta plástica.

Sus manos empujaron el botón que parecía servir de picaporte, y la puerta se abrió. Tambaleándose, entró. La puerta se volvió a cerrar, movida por resortes ocultos.

En el interior del recinto había aire. ¡Aire y calor! Claypool miró a la niña, que estaba muy quieta en sus brazos.

—¡Oh, gracias, doctor Claypool! —los ojos de Aurora se habían llenado de tibia devoción.

El astrónomo, azorado, la depositó sobre el tibio piso y miró en derredor, sin comprender bien lo que había ocurrido.

Aquel refugio no podía tener un millón de años, que era probablemente el tiempo que ese planeta había estado muerto y frío.

El aire que lo llenaba, por ejemplo, tenía el vago olor de la pintura fresca; los botones que hacían funcionar el mecanismo interior de la puerta tenían letras latinas, la caja que cubría el mecanismo que abría la segunda puerta del pasaje al interior de la cúpula propiamente dicha, llevaba la conocida marca de fábrica:
Corporación Mecánica Acme
, que proporcionara algunas piezas para las cámaras donde se llevara a cabo el
Proyecto Alarma,
en Starmont.

Experimentalmente el astrónomo oprimió un botón que decía en caracteres de imprenta: "Para entrar oprima con fuerza". La segunda puerta se abrió silenciosamente y se encontraron en el interior de la cúpula transparente. Un túnel los condujo hacia las entrañas de la roca, protegida por aquel plástico hermético. La iluminación, era eléctrica y provenía de tubos fluorescentes que llevaban la marca
United Electric...

El túnel estaba flanqueado por puertas cerradas. Llevando a la niña de la mano, Claypool avanzó, mudo de asombro. La primera habitación contenía un diminuto generador eléctrico movido por una unidad rodomagnética. El astrónomo contuvo la respiración al advertir la placa que había en ella: "Fundación de Investigaciones Rodomagnéticas Starmont"... ¡Esto era imposible! Claypool sacudió la cabeza, incrédulo. Una vez había soñado establecer una fundación filantrópica de investigaciones para desarrollar el rodomagnetismo en beneficio de la Humanidad. Pero las amargas demandas de la realidad nunca le habían permitido dedicar su tiempo a semejante proyecto.

Otra habitación era la cocina. Lo curioso era que parecía idéntica a la que tenía Ruth en Starmont, con artefactos conocidos y comida envasada.

Había además dos dormitorios, uno para él y otro para Aurora. El suyo tenía sobre la mesita de luz una pila de libros que leyera tiempo atrás. En el baño había jabón de marca preferida y también la misma pasta dentífrica que usaba habitualmente.

En el exterior, el planeta estaba totalmente muerto, frío y oscuro. El cielo era negro y cruel y la elevada curva de la galaxia parecía extenderse sobre el tétrico escenario como una pluma tenue y apenas invisible.

Descansando sobre una confortable silla, Claypool meditó. Por fin miró a la niña que estaba a su lado:

—¿Tú nos trajiste hasta aquí, Aurora?

—No.

—No comprendo absolutamente nada. Todo esto resulta tan... familiar. ¡Hasta los libros que solía repasar antes de dormirme, están junto a mi cama!

Aurora lo miró, perpleja como él.

—¿No recuerda? —murmuró suavemente. Claypool parpadeó, sin poder hablar. La criatura prosiguió—. Es curioso que no lo recuerde. ¡Usted lo hizo! Me encontró y me sacó de aquel sitio horrible donde los humanoides tienen al señor White y a nuestros pobres amigos...

El astrónomo se limitó a seguirla mirando sin articular palabra.

—Y después usted hizo este sitio, mientras esperábamos allá afuera, en medio del frío... Es una lástima que no lo recuerde, porque sería realmente muy bueno en parafísica.

Capítulo XVIII

Claypool se miró las manos y las flexionó incrédulo. Aurora pareció leer sus pensamientos y dudas.

—Usted no usó sus manos, doctor —le dijo solemnemente—. Lo hizo con su mente. ¿No lo recuerda, doctor Claypool?

El astrónomo volvió a mirar en derredor. De pronto sus ojos tropezaron con un libro que tenía una lista de constantes rodomagnéticas y coeficientes de la nueva ciencia, cuyo autor era
W. Claypool
.

Los pelillos de la nuca se le erizaron.

—¡Ese libro lo escribí yo pero nunca se llegó a publicar! —murmuró—. ¡La censura lo prohibió!

—Lo hizo con su mente —repitió Aurora—. Lo hizo en la forma en que el señor White me enseñó a cambiar los átomos de potasio que había en el interior de los
humanoides
y detenerlos... ¡Oh, si pudiera recordarlo! Yo lo vi, convertir la roca en todo eso, con sólo pensarlo. ¡Y me alegro mucho, porque estaba enfriándome demasiado allá afuera!

Claypool miró sin ver hacia adelante. Luego sus estrechos hombros se encogieron inquietos.

—Me parece comprenderlo. Todo lo que hay aquí es algo que yo conocía —murmuró—. Pero no veo en qué forma..., no hubo tiempo para nada.

—Temo que no recuerde, doctor —insistió la niña—. Para mí transcurrió mucho tiempo, mientras las rocas iban cambiándose y cobrando forma.

Claypool conocía la ciencia de la transmutación. Inspeccionando las pilas atómicas en nombre de la Secretaría de Defensa, había visto cómo pequeños trozos de sodio, aluminio o platino introducidos en un reactor, salían convertidos en magnesio, oro o potasio. Pero esto... esto era diferente.

—Debo haberlo hecho —murmuró—, ¡pero no recuerdo cómo!

Aurora miró su ceño fruncido y se mordisqueó la punta de un dedo.

—¡Tal vez si recuerda lo que estaba haciendo antes de olvidarlo —dijo con un susurro—, pueda recordar todo!

Claypool la miró como si recién la viera por primera vez.

—Naturalmente. ¡La ecuación básica!

¡Era extraño que no hubiera pensado antes en eso! Mientras yacía de espaldas sobre la cama en el interior de la jaula, pensando sobre el origen del átomo, se había asombrado de las infinitas posibilidades de aquella ecuación.

Febrilmente comenzó a escribir sobre un trozo de papel. Aurora lo miró esperanzada.

—¿Recuerda ahora?

—No. Pero creo conocer el origen de todo... —rápidamente comenzó a explicarle los símbolos matemáticos, pero la niña lo interrumpió.

—No sé leer, doctor Claypool. Nunca fui a la escuela, y lo que me enseñaba el señor White era siempre en forma hablada... lo siento mucho, porque hubiera podido ayudarlo, ¡pero no sé leer!

Claypool hizo un gesto de compasión y observó el papel que sostenía en la mano. ¡Allí tenía la respuesta definitiva a todos los enigmas del Universo!

—Vete a descansar —dijo a la niña. Pero ella permaneció a su lado.

—¡El pobre señor White está en tan mala situación! Y el señor Graystone, y los otros... —murmuró—. Usted tiene que tratar de ayudarlos a librarse de esos muñecos mecánicos...

Claypool trabajó intensamente.

Aurora permaneció inmóvil, mirándolo escribir apresuradamente, pensar y volver a escribir.

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