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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

Los Humanoides (7 page)

BOOK: Los Humanoides
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—¡Vamos! —ordenó secamente—. ¡Rápido!

De regreso en Starmont, Claypool tardó tres días en modificar los proyectiles rodomagnéticos y adaptarlos a su nueva función. Durante ese tiempo no durmió y se alimentó casi exclusivamente con café y píldoras antiácidas. La estrella Ala estaba a doscientos años luz de distancia, pero aquellos mortíferos proyectiles tenían su propia geometría y viajando por una distinta dimensión podían llegar en contados segundos a destino.

Cuando el tercer proyectil estuvo listo, Claypool se acostó sin quitarse el mameluco de trabajo, durmiéndose instantáneamente. El despertador pareció sonar casi de inmediato, y al mirar la hora, advirtió que eran las nueve del día siguiente.

Un breve mensaje enviado por el ministro de Defensa le informó que debía tener preparado Starmont para la llegada de un
humanoide
que iba a inspeccionar las instalaciones.

Una vez más revisó los tres proyectiles y volvió luego a la superficie, saliendo por la puerta del inocente ropero que había en su oficina.

El
humanoide
llegó en un avión militar, acompañado por el inspector general de satélites y su comitiva. Un coche oficial los fue a buscar al campo de aterrizaje y los llevó hasta los edificios.

—A sus órdenes, doctor Claypool— dijo el brillante robot, inclinándose con elegancia. Su cuerpo resaltaba incongruentemente entre los brillantes uniformes de los militares. Sin embargo no era desagradable. Por el contrario.

El astrónomo se estremeció al oírlo hablar, llamándolo por su nombre.

—Hemos venido a investigar el
Proyecto Alarma
—explicó el
humanoide,
con su voz clara y metálica—. Luego de la ratificación del tratado, procederemos a quitar todas las armas de las instalaciones.

—¡Pero el proyecto no es un arma! —protestó Claypool—. ¡Se trata de un aparato de detección!

El aire sereno e imperturbable del robot no variaba en absoluto y su expresión seguía siendo de absoluta benevolencia. Sin embargo no contestó a las palabras algo ansiosas del director de Starmont. En lugar de hacerlo, siguió adelante.

Terminada la inspección de las partes instaladas en la superficie, el
humanoide
se volvió hacia Claypool.

—Gracias, doctor —dijo—. ¿Quién era el encargado de la sección matemáticas?

—Un joven llamado Ironsmith —la voz de Claypool se alzó, demasiado aguda—. No tiene nada que ver con el diseño de los aparatos...

—Gracias, doctor —repuso la amable máquina parlante—. Con esto termina nuestra inspección, excepto que debemos hablar con el señor Ironsmith.

—¡Pero no creo que sirva de nada! —la alarma corrió por todo el cuerpo de Claypool. La desesperación de saber que el extraño joven podía saber algo que resultara perjudicial para la conservación del secreto, lo dominó—. ¡Además mi esposa nos espera a todos para almorzar!

Pero el
humanoide
no se preocupaba por almorzar,
y
siguió insistiendo en que se respetaran sus prerrogativas de inspector. Por fin Ironsmith fue llamado y llegó hasta la puerta pedaleando su vieja bicicleta.

Claypool pasó una tarde desdichada: su estómago delicado no toleraba el alcohol y la ansiedad le impidió almorzar, por lo que los
cócteles
que Ruth sirvió a los militares de la comitiva le sentaron pésimamente.

Mientras fumaba un cigarro que terminó por resultarle desagradable, escuchó como los militares hablaban con acento pesimista sobre el fin de sus funciones profesionales.

El
humanoide
abandonó a Ironsmith casi a medianoche y fue a buscar al inspector general y su cohorte para marcharse. Por fin, cuando todos partieron, Claypool fue a hablar con el joven matemático a su habitación, en la sección cómputos.

Ironsmith le abrió con expresión de extrañeza.

—¿Qué ocurre? —inquirió, mirándolo fijamente—. ¿Por qué parece tan amargado?

Claypool miró en derredor pero no advirtió ninguna evidencia del trato entre Ironsmith y su huésped. Los pocos muebles que allí había eran viejos pero confortables. Un libro sobre la historia de la galaxia estaba abierto sobre una mesita de trabajo, junto a un cenicero y una botella de buen vino, Ironsmith, con una camisa abierta y pantalones arrugados, se mostraba tan amistoso como su propia habitación.

—Ese robot —balbuceó el astrónomo— me estuvo molestando todo el día...

—Yo lo encontré muy interesante...

—¿De qué hablaron tanto tiempo?

—De nada en particular... le mostré las máquinas de calcular.

—¡Pero estuvo horas con usted! —exclamó Claypool—. ¿Qué le preguntó?

—¡Yo le pregunté a él! —Ironsmith sonrió con placer infantil ante aquello—. El cerebro rodomagnético que está en "Ala 4ª" conoce todas las matemáticas que los hombres han aprendido a través de los siglos, y es un verdadero calculador mecánico... Yo le mencioné cierto problema que no podía resolver y lo discutimos.

—¿Y eso, es todo?

—Eso es todo —los ojos de Ironsmith eran claros y estaban cargados de honestidad—. Además no veo qué motivos puede tener su alarma o el odio de White, el propósito declarado de estas máquinas es el bienestar de la humanidad. Y me permito recordarle que las máquinas no mienten.

Claypool no estaba muy seguro de esto; al mismo tiempo su desconfianza hacia Ironsmith aumentó considerablemente. Sin embargo la expresión amistosa y benévola del joven constituía una armadura impenetrable. El astrónomo se tambaleaba por la fatiga y resolvió abandonar su interrogatorio.

Mientras caminaba hacia su casa, donde lo aguardaba Ruth, Claypool sintió una repentina envidia frente a la tranquilidad y despreocupación del joven matemático. El viejo peso del
Proyecto Rayo
se tornó repentinamente intolerable sobre sus hombros, y por un momento deseó que el inspector
humanoide
hubiera descubierto el secreto para quedar libre.

Pero de nuevo volvió a sobreponerse, como lo hiciera tantas veces. Aquellos esbeltos proyectiles que estaban en el depósito subterráneo eran la única defensa de la Tierra frente a las hordas disciplinadas y serviciales que acababan de invadirla. Ya no podía quitarse ese peso de encima. Al día siguiente Claypool fue llamado desde la capital. El gobierno humano estaba a punto de abandonar sus funciones.

Entretanto, se preparaba el plebiscito: los dirigentes obreros temían que la competencia de los robots precipitara a los trabajadores a una crisis económica, y los sacerdotes de las distintas religiones predecían una catástrofe si aquellas máquinas se hacían cargo de la Tierra. Pero los
humanoides
eran hábiles políticos: en todas las ciudades, pueblos y aldeas abrieron oficinas desde las que prometieron a los hombres el cielo en la tierra. Cada ser humano tendría su esclavo mecánico y viviría en el paraíso...

Por fin llegó la elección y excepto un puñado de reaccionarios, ciegos y obstinados, que votaron contra el progreso representado por los
humanoides,
la inmensa mayoría de la población mundial ratificó el tratado provisorio, dando a los robots de "Ala 4ª" plenos poderes.

De inmediato las instalaciones militares fueron desmanteladas. Soldados y astronautas volvieron a sus hogares; entretanto el gobierno mundial prosiguió su propia liquidación.

—Vuestros deberes han concluido —dijo un eficiente robot a! presidente y su gabinete, colocando una lapicera entre los dedos temblorosos del anciano, que firmó resignado su renuncia.

Claypool regresó a Starmont a bordo de una aeronave rodomagnética de paredes plásticas semitransparentes, más veloz y seguro que cualquier vehículo inventado por el hombre.

—¿Cómo funciona? —inquirió al
humanoide
que lo acompañaba.

—El mecanismo es rodomagnético y está fuera del alcance de las manos humanas —explicó solícitamente el robot—. No podemos proporcionar mayor información a! respecto, pues los hombres que gozan de nuestros servicios no necesitan poseer conocimientos científicos que frecuentemente han sido utilizados para violar nuestro Principal Mandato.

Starmont había cambiado durante los dos meses y medio que Claypool faltara. Nuevos edificios y torres se alzaban por doquier, y la parte verde del paisaje había aumentado considerablemente.

La puerta de la aeronave no tenía manivela de ninguna naturaleza que pudiera ser operada por la mano del hombre, pero se abrió silenciosamente para dar paso al astrónomo.

Dos atentos
humanoides
lo ayudaron solícitamente a descender y echó a andar por jardines que antes no existían. Entonces una brusca sensación de desastre se apoderó de él.

Un aliento de selva que surgía de un nuevo mundo tropical que ocupaba el espacio destinado al edificio de la administración y la torre de hormigón donde estaba instalado el telescopio solar.

—¿Dónde está —inquirió acusador— el reflector solar?

Aquel gran telescopio le había costado la mayor parte de su fortuna y años de trabajo. Gracias a su ayuda había podido descubrir los secretos de la Supernova Cráter. Y ahora había desaparecido reemplazado por aquella selva coronada por una hermosa villa de descanso.

La voz metálica y suave del
humanoide
le contestó gentilmente:

—El Observatorio ha sido eliminado, doctor. —¿Por qué? —el astrónomo enrojeció y su voz se tornó dura.

—Se necesitaba el espacio para las modificaciones ambientales realizadas, doctor.

—¡Quiero que lo vuelvan a colocar!

El robot siguió mirándolo con sus órbitas metálicas, con aquella expresión de constante benevolencia estereotipada en su rostro plástico.

—Eso será imposible, doctor. El equipo del Observatorio es demasiado peligroso para usted.
Los
seres humanos se lastiman muy fácilmente con los grandes aparatos, cristales rotos y soluciones químicas para permitirles usarlas.

Claypool lo miró con una sorda cólera.

—¿Cómo esperan que prosiga mis investigaciones astrofísicas sin el telescopio? —gritó—. Lo necesito.

—La investigación científica ya no es necesaria, doctor —repuso el
humanoide
imperturbable—. Hemos descubierto que el conocimiento torna desdichados a los hombres y la ciencia se utiliza generalmente para la destrucción. Se ha intentado muchas veces atacar nuestro planeta con armas derivadas de inocentes investigaciones...

Mudo de espanto, Claypool se estremeció.

—Tiene que olvidar todos sus intereses científicos —prosiguió aquella voz metálica y bondadosa—. Debe buscar una actividad más inocente. Le sugiero que se dedique al ajedrez.

Claypool comenzó a maldecir explosivamente. La pequeña máquina lo estudió sin alterarse. Un nuevo temor dominó al astrónomo.

—¿Dónde está mi esposa? —inquirió ansiosamente.

—Aquí, doctor —le aseguró la límpida y cristalina voz metálica—. En la sala de juegos.

—¿Quiere avisarle que he regresado?

—Ya se lo hemos dicho.

—¿Qué contestó? —el temor aumentó en intensidad.

—Nos preguntó quién era usted.

—¿Cómo? —el terror oscuro lo dominó por completo—. ¿Qué quiere decir? ¿Está bien?

—Ahora sí, pero no lo estuvo durante mucho tiempo. Nuestra unidad televisora advirtió que por las noches sollozaba en su dormitorio en lugar de descansar. Entonces...

Una furia fría se apoderó de Claypool.

—¿Qué le han hecho? —rugió.

—Nuestra función derivada del texto del
Principal Mandato
consiste en hacer dichosos a los seres humanos, no infelices. Le preguntamos por qué era desdichada y nos confesó su temor de perder su juventud y su belleza. Además temía que usted regresara...

—¿Ruth? —gritó incrédulo el astrónomo, sintiendo el gasto de las lágrimas que se amontonaban en su garganta—. Yo la dejé completamente feliz cuando me marché hacia la capital.

—Ella era feliz cuando trabajaba en el Observatorio —repuso la voz serena del
humanoide—,
porque lo hacía para usted. Luego se sintió desdichada. Pero ya no lo es más.

—¡Lléveme a verla!

Claypool siguió al
humanoide
a través del perfumado jardín, apresurándose a cruzarlo, pues el aroma de las flores irritaba su delicada pituitaria.

El nuevo edificio era totalmente plástico y la luz surgía de sus paredes, cambiando de color a voluntad del ocupante. Al llegar a la puerta de la "sala de juegos", el penetrante y delicado perfume que acostumbraba a usar Ruth hizo que Claypool aspirara profundamente, sintiendo que el corazón se le aceleraba.

La habitación era grande y agradable; sus paredes estaban decoradas con niños y animales jugando. Ruth estaba sentada en el suelo, con las piernas extendidas, en la postura de una criatura de corta edad. Un
humanoide
montaba guardia atentamente junto a ella; en el primer momento la presencia de Claypool pasó inadvertida.

—¡Ruth! —la sorpresa hizo que la voz del astrónomo temblara—. ¡Ruth, amor mío!

Ruth estaba apilando cubos de plástico coloreado. Al oírlo se volvió hacia él y lanzó una suave carcajada.

El Tiempo había dejado de preocuparla. Parecía tan joven como en el momento en que se interrumpiera su luna de miel; su oscuro cabello se había tornado rubio dorado, sus cejas estaban excesivamente depiladas y el carmín de sus labios era demasiado oscuro.

—¡Hola! —contestó con voz suave y sin entonación—. ¿Quién es usted?

El negro impacto del terror golpeó a Claypool, dejándolo mudo.

El cubo plástico cayó al suelo y rebotó sobre la alfombra elástica. Inmediatamente el
humanoide
se inclinó y recogiéndolo se lo entregó. Pero ella no le hizo caso.

—¡Webb! —musitó con evidente esfuerzo—. ¡Tú eres Webb!

Claypool avanzó hacia Ruth, conteniendo la respiración para protegerse de aquel perfume excesivamente penetrante. Las lágrimas lo cegaron y se sintió lleno de odio hacia el
humanoide
que estaba tras su esposa.

—¡Querida mía! —exclamó con voz quebrada—. ¿Qué te han hecho?

Ruth lo miró y en ese momento la pila de cubos que estaba levantando cayó silenciosamente, rebotando. Su alterada psiquis debió captar en ese momento el terror que dominaba a su marido, porque dijo con infantil acento:

—¡Ellos no nos hacen daño... son nuestros amigos!

Luego se volvió hacia los cubos caídos. El
humanoide
se inclinó para volver a levantar la torre de juguete.

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