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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

Los Humanoides (3 page)

BOOK: Los Humanoides
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—¡Por favor, señor! —la niñita salió del ascensor automático, avanzando silenciosamente con sus pies descalzos. Un puño cerrado estaba sumergido obstinadamente en el bolsillo de su vestidito amarillo. La gastada cinta escarlata que llevaba en el cabello parecía un estandarte valeroso, pero su voz traicionaba una incertidumbre absoluta—. Perdón... ¿Es usted el doctor Claypool?

El hombre de ciencia se volvió con incrédula alarma. Sus anteojos cayeron de sus manos, estrellándose sobre el reluciente piso. Ni siquiera los seis ayudantes estaban autorizados a penetrar en aquella bóveda secreta, excepto cuando debían cumplir con algún deber impostergable. Webb Claypool retrocedió un paso, lanzando un seco grito:

—¿Quién te permitió pasar?

Por naturaleza era un hombre bondadoso y amable; no había pasado de ser un gnomo nervioso, miope y algo calvo, envejecido prematuramente.

Antes de que el
Proyecto Rayo
se transformara en una amante celosa, él y Ruth habían soñado con tener hijos. Pero ahora dormía sus escasas horas en un sofá de su oficina y arruinaba su digestión con docenas de tazas de café, algunos emparedados y muchas píldoras de vitaminas. Hasta cuando podía visitar a su esposa en la hermosa casa rodeada de siemprevivas aquella celosa amante se interponía entre ellos.

El Poder tiene su precio. El amo de semejante arma tenía que estar preparado para usarla en cualquier momento o ser aniquilado. Claypool no se atrevía a apartarse de los teletipos que podían llevarle la temida noticia; únicamente en aquella bóveda subterránea podía experimentar cierta sensación de seguridad, parapetado contra un ataque por todas las defensas posibles, preparado para golpear con un poder aterrador a la menor orden recibida.

Ahora la atemorizada voz de una niña quebrantaba toda aquella seguridad de que se rodeara...

—¿Quién te permitió entrar? —inquirió secamente.

Su voz era demasiado aguda. La sacudida provocada por aquella increíble situación lo llenaba de consternación. Sensible a los olores, captó inmediatamente la esencia de las flores amarillas del desierto, que la chiquilla oprimía en una mano sucia.

Su gesto debió de haber sido involuntariamente amenazador, porque la criatura se echó a llorar.

—¡No se enoje, señor! —exclamó—. Nadie me dejó pasar...

Claypool había visto hasta en sus pesadillas los rostros de los espías de la Confederación Triplanetaria; pero esa temblorosa y enclenque criatura de grandes ojos transparentes no parecía haber ido a asesinarlo. Con un esfuerzo trató de suavizar su voz indignada.

—¿Entonces cómo entraste?

—El señor White me envió a verlo —tímidamente la niña extendió la tarjeta que oprimía en el interior del bolsillo—. Con esto...

Claypool pateó las nauseabundas flores que cayeron al suelo, estornudando por el polen, y tomó la tarjeta. Tembloroso por su propia alarma, leyó las letras azules que la cubrían. A. WHITE,
filósofo
.

Bajo el nombre, escrito con caracteres recios y atrevidos, había un mensaje breve y perturbador:

"Estimado Claypool: Compartimos su preocupación por la seguridad de estos desdichados planetas. Necesitamos su ayuda. Tenemos información vital y aterradora para proporcionarle. Venga al viejo faro de la Roca del Dragón, solo o acompañado por Frank Ironsmith. Pero por nadie más. No confiamos en nadie más.
(firmado)
White"
.

Los pies descalzos de la criatura resonaron sobre el piso de hormigón. Claypool alzó la mirada a tiempo para verla correr hacia el ascensor; precipitadamente trató de detenerla, pero no lo logró. Las puertas automáticas se le cerraron en la cara, y una flecha verde se encendió en la parte superior para indicar que subía a toda velocidad.

Lleno de fría alarma, el astrónomo corrió hacia el teléfono y llamó a los dos técnicos que montaban guardia en el puesto de vigilancia del piso superior. Ambos le aseguraron que no habían visto a ninguna criatura vestida con ropas amarillas. Pero cuando el ascensor llegó, lo esperaron con sus pistolas desenfundadas.

Con una voz de advertencia, los dos jóvenes abrieron la puerta y saltaron al interior. El falso armario no tenía ningún escondrijo posible, sin embargo no hallaron a ninguna criatura vestida de amarillo.

En realidad, no pudieron encontrar a nadie. El ascensor había subido totalmente vacío.

Capítulo III

Claypool era un hombre razonable. Estaba acostumbrado a razonar frente a toda clase de maravillas técnicas y prefería ignorar las cosas que podían parecer inexplicables, dentro del mundo de las reacciones físicas. Por eso los proyectiles capaces de desintegrar un planeta no lo alteraban ni lo preocupaban. Era algo comprensible.

Pero la pequeña Aurora Hall no.

La grotesca imposibilidad de su visita lo había dejado mudo y helado. Refrenando su impulso de subir corriendo por la escalera de emergencia, presionó el botón del ascensor con dedos temblorosos.

Armstrong y Dodge, los dos técnicos, aguardaban en la planta baja.

—¿La atraparon?

Mirándolo con expresión extraña, Armstrong sacudió la cabeza negativamente.

—No había nadie en el ascensor, doctor.

La voz del técnico era demasiado formal, demasiado cortés, su mirada excesivamente penetrante. Claypool se sintió enfermo y estornudó debido a la alergia provocada por las malditas flores silvestres que dejara caer aquella criatura. Con cierta vehemencia insistió:

—¡Alguien tiene que haber subido en el ascensor!

—Nadie bajó, doctor —Armstrong prosiguió mirándolo con aquella expresión peculiar—. ¡Nadie podía volver a subir!

—¡Pero ella estuvo... aquí! —gimió Claypool. Esos hombres sabían la intolerable tensión que constantemente debía resistir y no era extraño que pensaran que había perdido la cabeza.

—Todavía estoy cuerdo, Armstrong —exclamó, más sereno.

—Eso espero, doctor.

Los ojos del técnico seguían siendo inexpresivos.

—Hemos revisado iodo —prosiguió Dodge, con acento parecido al de su compañero—. Nadie penetró en el recinto, excepto el personal. Pero hay un detalle curioso.

—¿Eh? —Claypool trató de mantener su voz serena—. ¿De qué se trata?

—Uno de los centinelas, el sargento Stone, declaró que hace un rato vio a una criatura cuyo vestido no recuerda, que deseaba hablar con usted. Stone le dijo que no podía ser y habló con Ironsmith. Luego se marchó. Parece que tenía una tarjeta para entre...

—¡Un momento! —lo interrumpió Claypool, sacando del bolsillo la tarjeta gris y exhibiéndola. Los dos hombres la estudiaron y la sospecha desapareció de los ojos de Armstrong.

—Lo siento, doctor...

—No puedo culparlo —repuso el astrónomo débilmente—. Ahora podemos estudiar el problema, ¿eh?

Los tres descendieron a la bóveda de hormigón y no hallaron a ningún intruso. Los largos proyectiles seguían en sus nichos. Pero Claypool recogió triunfante las flores amarillas y las mostró.

Luego volvió a estornudar.

—¿Qué tiene que ver con el asunto el perito matemático? —inquirió Dodge.

—Habrá que averiguarlo.

Webb Claypool tomó el teléfono y llamó a Ironsmith, diciéndole que lo esperaba en la puerta exterior del edificio.

Ironsmith llegó pedaleando su bicicleta y masticando chicle. Sonriendo saludó a Claypool, pero al ver el rostro tenso de
los
técnicos se puso serio. El astrónomo por su parte lo recibió con una pregunta a quemarropa.

—¿Qué pasa con esa criatura?

—¿Quién? —Ironsmith desmontó de la bicicleta con los ojos extremadamente abiertos—. ¿Regresó?

Claypool observó con los ojos entrecerrados al juvenil experto y de pronto comprendió hasta qué punto habían confiado en ese hombre. Una sensación de frío pánico lo invadió. Anteriormente había tenido oportunidad de entrar en contacto con los astutos agentes de la Confederación Triplanetaria y su oscura ideología de terror y conquista. ¿Acaso ese joven bien afeitado y de rostro suave...?

—Está bien... ¿Quién es esa criatura?

—Nunca la había vis... —Ironsmith advirtió las flores que Claypool oprimía en la diestra y se interrumpió, exclamando de inmediato—. ¡Esas flores! ¡La niña las tenía en la mano!

Claypool estudió un momento más el rostro rosado del muchacho y luego le entregó la tarjeta, Ironsmith la leyó y sacudió la cabeza.

—No puedo imaginar que... —aquí miró a los dos técnicos—. Naturalmente, estoy dispuesto a acompañarlo.

Armstrong protestó inmediatamente:

—¡Este es un trabajo para la Policía de Seguridad! Nuestra misión está aquí, en el Observatorio... ¿No pensará arriesgarse acudiendo, verdad, doctor?

Claypool era un hombre de ciencia y se jactaba de la fría lógica que motivaba todos sus actos. Sin embargo cuando habló, fue para decir:

—Pienso ir a la cita.

Dodge trató de disuadirlo, con su evidente sentido común.

—Si este desconocido tuviera un propósito honesto, se pondría en contacto con usted siguiendo los caminos más normales... esto no me gusta nada, doctor. Su vida es demasiado valiosa para el
Proyecto
. Me parece que deberíamos llamar a la policía.

Pero el
Proyecto
era una organización militar y el jefe era Webb Claypool. El astrónomo escuchó todas las objeciones formuladas por sus dos ayudantes sin dejarse convencer. Quería saber por qué aquella criatura había podido entrar a voluntad en un sitio cuya existencia era desconocida hasta para el resto del personal del Observatorio. Los peligros que podía correr no le preocupaban: lo importante era saber en qué forma la niñita se había introducido en la bóveda y cómo no había sido descubierta por sus ayudantes.

Tras telefonear a su esposa y musitar una excusa para no almorzar con ella, cosa tan común que era casi diaria, Claypool salió acompañado por los dos técnicos e Ironsmith, a quien quería tener al alcance de la vista.

Manejando el propio Claypool, los cuatro hombres se dirigieron en uno de los veloces automóviles del Observatorio hacia el faro abandonado.

Tras un viaje en que no se habló casi, el astrónomo detuvo al coche junto a una barrera pintada de amarillo, colocada en el extremo del camino para evitar que los automovilistas se desbarrancaran y cayeran al mar.

Estremeciéndose por efectos del frío viento, Webb Claypool bajó del coche. Ironsmith y los dos técnicos lo siguieron, el joven matemático abriendo un nuevo paquete de goma de mascar y ofreciéndolo a los demás.

—Le sugiero que lleven armas, señor —dijo Armstrong.

Claypool sacudió negativamente la cabeza. No quería armar a Ironsmith mientras persistiera aquella informe sospecha.

—Preparen media docena de cohetes explosivos —ordenó con voz serena y seca—. Si se trata de espías tratarán de huir. Derriben sin previo aviso a cualquier aeronave que despegue del faro. ¡Si dentro de una hora no estamos de regreso, vuelen la torre!

—Sí, doctor —repuso Armstrong, consultando su reloj y comenzando a preparar los proyectiles para ser arrojados desde una plataforma portátil, que Dodge armó sin pérdida de tiempo. Claypool los saludó con una sonrisa de confianza; luego miró seriamente a Ironsmith.

Mientras esperaba, el matemático se había dejado llevar por la contemplación de los riscos y acantilados bañados en la espuma del mar. El astrónomo, fastidiado ante tanta tranquilidad, le dijo secamente que lo acompañara.

Con una placentera sonrisa a flor de labios, Ironsmith se dirigió vivamente hacia el faro, siguiendo un incierto sendero entre las rocas. Claypool, temblando a causa del frío y húmedo viento, lo siguió.

Mientras caminaba, Claypool pensó por primera vez en lo que haría si se trataba de una trampa tendida por los espías de la Confederación Triplanetaria. Armstrong y Dodge estaban demasiado lejos para servirle de ayuda alguna. Ironsmith debía de ser totalmente inútil en una emergencia, si no se trataba también él de un enemigo... y una rápida lancha a motor podía llevarlo prisionero sin que sus dos ayudantes pudieran siquiera advertirlo.

—¡Vamos! ¡Vamos! —la voz era infantil y tenía cierta urgencia en el tono. Claypool alzó la cabeza para mirar a través de la creciente neblina y entonces la vio. Pequeña y solitaria, con su vestido amarillo azotado por el viento húmedo y las huesudas rodillas azules a causa del frío.

Capítulo IV

Claypool trepó, inquieto y sin aliento.

—¡Por favor, tenga cuidado! —le llegó nuevamente la voz de la niña, perdidas dos o tres palabras por la violencia del viento y las olas—. ...húmedas y puede caerse... el señor White espera. ¡Dice que está muy contento por su visita!

Ironsmith corrió a encontrarse con la niñita saltando sobre las rocas rociadas de tanto en tanto por las olas. Al llegar junto a ella le sonrió y diciéndole algo inaudible, le dio una tableta de goma de mascar. La criatura le agradeció gravemente y Claypool pensó que se demostraban excesiva confianza.

Aurora Hall lo recibió con una tímida sonrisa, extendiendo una mano pequeña y sucia hacia Ironsmith que la tomó alegremente para dejarse conducir.

Por fin llegaron a una arcada abierta en la base de la vieja torre.

—¡Señor White! —llamó Aurora con voz tímida—. ¡Señor White!

Un hombre corpulento salió casi inmediatamente. Era muy alto y tenía cierto aire espléndido de aristócrata vagabundo. Su flotante cabellera y magnífica barba eran rojas. Los planos angulosos de su rostro rubicundo indicaban una fuerza interior poco común.

—Sabía que vendría —exclamó, con una voz atronadora— mas tenemos noticias que lo perturbarán seriamente. Pase debajo. Lo necesitamos muy seriamente, doctor. Pase y conocerá a mis asociados...

Ironsmith estrechó afablemente la mano del gigante, pero Claypool retrocedió un paso, temeroso de hallarse frente a un espía de la Confederación. El acento de White no era local y tanto la túnica larga como la capa plateada que llevaba parecían de un tejido totalmente extraño a la Tierra.

—¡Un momento! Muéstreme sus papeles, señor White.

—Lo siento, Claypool —la rojiza cabeza del gigante se agitó negativamente—. Viajamos muy ligeros de equipaje. No llevo documentos conmigo.

La fría sensación de sospecha invadió más profundamente al astrónomo.

—Usted tiene que poseer documentos de identidad, señor White. Sabe muy bien, que la Policía de Seguridad los exige a todos los ciudadanos. Si usted es forastero, como creo, no puede haber abandonado el espaciopuerto sin una visa en su pasaporte.

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