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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

Los Humanoides (2 page)

BOOK: Los Humanoides
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—La señorita Aurora Hall —presentó formalmente el sargento—. Quiere hablar con el doctor Claypool. Le dije que tal vez tú puedes ayudarla, Frank.

Ironsmith golpeó su pipa contra el hierro de la bicicleta y la estudió. Luego, advirtiendo la ansiedad de la niña, sacudió tristemente la cabeza.

—Tendrías que ser por lo menos un general —dijo. Su voz era amable y suave—. ¿No sería igual otro?

—Nadie más que el doctor Claypool —repuso solemnemente la niña—. Y es muy importante.

—Me imagino que sí. ¿Se puede saber de qué se trata? Los ojos de la niña, enormes y límpidos, miraron más allá de él. Sus labios delgados y azulados se movieron imperceptiblemente y su cabeza se inclinó hacia un costado, con un sacudón de la cinta roja que la adornaba. Evidentemente estaba escuchando algo inaudible para los demás.

—No puedo decirlo —repuso, volviendo su mirada rápidamente hacia Ironsmith—. ¡Pero se trata de algo que va a ocurrir muy pronto y que el señor White dice que será terrible! ¡Por eso debo ver al doctor Claypool!

Ironsmith la miró y luego paseó sus ojos por el soleado camino a través del desierto. Sus ojos advirtieron los movimientos involuntarios de los pies descalzos de la criatura y sonrió con simpatía.

—Dime, Aurora... ¿Dónde dejaste a tu familia?

—No tengo familia —repuso ella sencillamente—. Los policías me encerraron en una casa grande y oscura, con horribles barrotes en las ventanas, pero ahora estoy bien, porque el señor White vino con sus amigos y me sacó a través de las paredes...

Ironsmith se rascó su juvenil barbilla pensativo.

—El doctor Claypool es muy difícil de ver —repitió—. Pero tal vez podamos arreglar alguna otra cosa. Suponte que vayamos a una confitería y te comas un gran helado mientras discutimos el asunto —alzando la vista se dirigió al sargento—. Después la acompañaré a la puerta, ¿eh?

Pero la niñita parecía estar escuchando nuevamente a alguien que le hablara desde muy lejos. Con cierto esfuerzo hizo un gesto negativo.

—¿No tienes hambre? —insistió Ironsmith—. Tienen cuatro clases distintas de helados...

—Gracias —murmuró Aurora suavemente—. Me gustaría mucho aceptar, pero el señor White dice que no tengo tiempo...

Volviéndose se apartó del portón y se alejó firmemente. Más allá el camino era poco más que una, faja serpenteante sobre el antiguo basalto de las montañas. La única morada humana que se divisaba sobre el desierto era poco más que una lejana mota de tizne manchando el horizonte.

¡Espera, Aurora! —gritó Ironsmith, intrigado y algo inquieto—. ¿Adonde vas?

—El señor White dice que debo ver inmediatamente al doctor Claypool —explicó la niñita, tragando saliva—. ¡Pero lamento profundamente haber perdido la oportunidad de comer ese helado!

Apretando la tarjeta en el interior de su bolsillo, echó a correr por la estrecha carretera, manteniéndose todo lo posible al amparo de los riscos con su escasa sombra.

Ironsmith permaneció inmóvil, mirándola alejarse con creciente preocupación. Se trataba de una criatura hija del infortunio. La desnutrición había hecho a su cuerpo demasiado pequeño para el tamaño de la cabeza, y mientras corría parecía una viejecilla afanosa y encogida.

Ironsmith no la comprendía. Su lacrimosa determinación lo intrigaba y aquella extraña forma de prestar atención a la Nada lo había inquietado hasta el extremo de lamentar no haberle conseguido una entrevista con el doctor Claypool, reglamentos o no de por medio.

Por un momento el vestido amarillo brillante y la cinta escarlata desaparecieron tras una curva del camino e Ironsmith aguardó verla reaparecer, frenado su impulso primitivo de ir tras ella por algo que no alcanzó a comprender. Pero la niña no volvió a aparecer.

—Déjame pasar —exclamó Ironsmith—. ¡Una criatura sola en medio del desierto, llevada por una idea absurda de hablar con Claypool! No podemos dejarla marchar a pie... Voy a buscarla... considérame responsable.

El sargento asintió e Ironsmith se alejó en su bicicleta pedaleando a toda marcha. Así llegó a la curva, pero no vio a la niña y cuando regresó lo hizo caminando, llevando la bicicleta con la mano.

—¿Adonde fue? —le preguntó el sargento con el ceño fruncido.

—No lo sé —Ironsmith entró, quitándose la tierra de su rostro rosado. Su expresión era de absoluta perplejidad—. ¡Ha desaparecido!

—¡Yo estuve vigilando el camino y no la volví a ver! —exclamó el sargento, rascándose la cabeza. Luego, automáticamente, se arregló la gorra y se aseguró que los botones estuvieran abrochados según el reglamento—. ¡Un asunto muy raro..., muy raro!

Capítulo II

El doctor Webb Claypool no era un hombre fácil de ubicar y menos de visitar. Starmont se había convertido, gracias a sus descubrimientos, en un arsenal vigilado celosamente.

Antes de que la Supernova Cráter estallara entre las estrellas
[1]
para hacerlas palidecer con su brillo, Claypool había sido tan sólo un renombrado astrónomo. En aquella época tenía treinta y cinco años, y era un hombre delgado, de corta estatura, moreno, tímido y ansioso de aumentar su conocimiento, con una segura posición dentro de la difícil aristocracia científica del mundo. La senda del éxito se abría frente a él y Ruth había abandonado su trabajo en la compañía de máquinas de calcular para casarse con
él
.

La Supernova interrumpió su luna de miel. Luego todo cambió. La recién casada había planeado todo metódicamente, pues era muy joven y creía aún en los ritos. Por eso habían ido a pasar aquellos días a la pequeña ciudad costera donde ella viera la luz por primera vez. Esa tarde, llevando un canasto con comida, habían resuelto pasear por la orilla del mar y cenar junto a la vieja torre del faro.

—Es la vieja torre de la Roca del Dragón —explicó Ruth, apoyándole la cabeza sobre un hombro—. Mi abuelo solía cuidarla y a veces...

En ese momento él divisó la débil luz que se encendía sobre el acantilado y alzando la cabeza vio la estrella. El esplendor violáceo que nacía le quitó por un momento la respiración. Cuando años más tarde recordaba aquel instante, todo volvía a él, el frío viento, la fina lluvia de agua salada que llegaba desde las rompientes y el perfume tenue de Ruth —"Dulce Delirio" se llamaba—. Y las primeras lágrimas de Ruth...

Porque Ruth lloró. No era astrónomo para entusiasmarse por los fenómenos celestes. Lo único que sabía era cómo instalar un integrador electrónico y ponerlo en funcionamiento. Pero la Supernova Cráter para ella no era más que un punto luminoso. Lo que quería en aquellos momentos era mostrar a su flamante esposo los sitios donde transcurriera su niñez, y el hecho de que una estrella lo distrajera la hería profundamente.

—¡Pero mira, querida! ¡Un hombre puede esperar quinientos años para que se le presente otra oportunidad como ésta! ¡Una Supernova en nuestra propia galaxia! ¡Piensa lo que significa para mi!

Claypool había tratado seriamente de hacérselo comprender.

—¡Piensa en una estrella..., un gigantesco reactor atómico! Durante millones, billones de años funciona perfectamente, emitiendo su energía en forma mesurada. A veces, dentro de cierto equilibrio elástico, una estrella brilla con mayor intensidad y alcanza a aniquilar a sus planetas. Entonces tenemos una nova común. Pero en otras oportunidades, muy contadas, ocurre algo totalmente anormal. La estabilidad se quiebra y la estrella estalla, aumentando millones de veces su brillo y calor normales, cambiando su estado por completo. El problema de sus causas y mecanismos sigue siendo un misterio sin solución, tan fundamental y formidable como el fracaso de la fuerza ciega que permite que un átomo se desintegre.

El fuego rojizo de la pequeña hoguera que encendieran se reflejaba en el cabello de Ruth, pero la débil luz de la estrella iluminaba fría en su rostro pálido y lastimado y convertía en duros diamantes azules a sus lágrimas.

—¡Por favor, querida! —con una mano había señalado hacia la estrella, advirtiendo que su brazo arrojaba sobre el rostro de su esposa una sombra dura y negra. ¡Aquella nova ya debía de haber alcanzado una magnitud estelar de casi -6!

—He estado observando a esta estrella y durante años tuve todo listo, esperando... En Starmont tengo el equipo necesario. ¡Ahora puede contestar a mis preguntas... puede decirnos...
todo
! ¡Conque, por favor, amor mío!

En ese momento Ruth se había rendido a aquella pasión, más violenta y urgente que su propio amor. Sobre la playa habían quedado olvidados el canasto y la manta. Tras una carrera frenética para llegar a Starmont antes de que la estrella desapareciera frente al alba, Ruth había acompañado a su marido hasta las tinieblas del Observatorio, viendo con una sensación de orgullo herido cómo Claypool se afanaba para preparar su espectroscopio espacial y exponer las placas fotográficas ultrasensibles mientras todavía brillaba la estrella en el firmamento.

El arranque de intuición del astrónomo fue comparable al propio estallido de la supernova, Iluminó los orígenes de aquel cataclismo cósmico, revelándole una nueva geómetra del Universo, explicando bajo una luz distinta las tablas periódicas de los elementos.

Durante el primer momento de afiebrada ansiedad, el astrónomo creyó haber encontrado algo más aún. Temblando con una debilidad nerviosa incontrolable, dejó caer y estropeó las mejores placas, que demostraban claramente el desplazamiento rodomagnético del espectro. Rompió su lapicera fuente, cubriendo página tras página con símbolos temblorosos; sin saco, temblando al frío de la madrugada, salió del Observatorio para que Frank Ironsmith verificara en la calculadora su trabajo.

Durante una hora de loca ilusión sintió en sus manos la respuesta a todas las preguntas del Universo y descendió del monte ebrio, impaciente, dominado por aquella maravilla desconocida que creía haber descubierto... para ser amargamente desilusionado por el joven matemático, que se le reunió pedaleando su vieja bicicleta para señalarle el error que había en sus cálculos.

Pero pese al humillante reconocimiento de su equivocación, había aprendido lo suficiente como para cambiar el curso de la historia
y
subsiguientemente destrozar su matrimonio. A más de estropearse poco a poco el estómago. Porque la correcta ecuación continuaba describiendo un nuevo espectro energético, en el que podía identificar a la tríada del rodomagnetismo, como antaño el hierro, el níquel y el cobalto fueran la llave del electromagnetismo.

Así había llegado a desarrollar la terrible técnica de la conversión total de masa en energía. Eso había sido cinco años atrás.

En el ínterin Ruth había planeado muchas veces reanudar aquella luna de miel interrumpida, pero Claypool nunca tenía tiempo para salir de Starmont. Por fin la joven dejó de hablar al respecto; la Supernova Cráter había desaparecido mucho tiempo atrás, convertida en una vaga nebulosa, pero su fría luz violeta había cambiado todo, arruinando sus vidas.

Las cosas eran diferentes ahora. El doctor Webb Claypool era un hombre difícil de ver. Estaba protegido por una doble muralla de guardias externos e internos, para evitar a los asesinos de la Confederación Triplanetaria y a los niños vagabundos.

Su residencia habitual se había convertido en una fortaleza de hormigón gris, rodeada por un cerco. Hombres armados vigilaban día y noche desde cuatro torres artilladas. La Policía de Seguridad prohibía hablar de las actividades que se realizaban en el interior de aquel edificio. Seis técnicos trabajaban allí bajo la dirección de Claypool. Dormían en su sitio de labor, comían allí y cuando salían lo hacían en parejas que no hablaban de su trabajo más que como "el proyecto", sin especificar de qué se trataba.

Las actividades internas estaban divididas en dos: el recinto superior albergaba el
Proyecto Alarma
: las autoridades de la Defensa y el Estado Mayor conocían aquella fase de la organización, mantenida por los fondos de una cuenta especial concedida por el Congreso. Nominalmente el
Proyecto Alarma
consistía en una serie de detectores que permitían descubrir cualquier arma de fisión nuclear o de conversión de masa en energía. Diminutas arañas de metal rojizo giraban sobre sus ejes bajo la cúpula del edificio, buscando constantemente rastros de actividades peligrosas en los planetas vecinos o en el espacio exterior.

Empero todo aquello, si bien funcionaba perfectamente, era una pantalla. Los satélites artificiales que giraban más allá de la atmósfera estaban mejor ubicados para captar cualquier onda de armas nucleares. Lo importante en Starmont era el
Proyecto Rayo
.

El
Proyecto Rayo
era un arma. Pero un arma como nunca se concibiera sobre la Tierra. Tan sólo nueve hombres compartían la terrible responsabilidad de conocerlo. Seis eran los técnicos que ayudaban a Claypool, física y mentalmente aptos para aquel trabajo. Los otros tres eran el presidente de la Federación Mundial, el secretario de Defensa y el propio Claypool.

¿Y Ironsmith? Si el alegre e indolente matemático sacaba conclusiones al margen sobre los problemas que debía resolver en la sección a su cargo, no lo decía. La Policía de Seguridad había explorado su pasado sin hallar inconveniente alguno en él. Así, pues, Ironsmith se paseaba con su vieja bicicleta, trabajaba y no se preocupaba mayormente.

El
Proyecto Rayo
estaba oculto bajo tierra. El armario que estaba en la oficina de Claypool, en la planta baja, era un ascensor disimulado. El pozo descendía un centenar de metros en el corazón de la montaña, prolongándose por túneles de hormigón que los propios técnicos habían excavado para mantener el secreto más profundo. Los mortíferos proyectiles estaban allí, y los tubos de lanzamiento se hallaban disimulados por las aberturas de respiración del edificio principal.

El día aquel en que la criatura tratara de hablarle, Claypool estaba trabajando en el interior del subterráneo. A sus espaldas había una gran caja de hierro con las instrucciones para que se pudieran activar los proyectiles y dirigirlos con mortífera precisión hacia un blanco prefijado. Esto era porque tal vez un asesino pagado por la Confederación Triplanetaria podía llegar hasta Claypool, dejando al
Proyecto
sin su cabeza ejecutora.

Los proyectiles aquellos eran más pequeños qua cualquier arma atómica anterior, pero estaban diseñados para volatilizar la corteza de un planeta por grande que fuera. Su velocidad podía ser superior a la de la luz; en cuanto a los controles, eran máquinas "pensantes", con la despiadada inteligencia de lo inanimado.

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