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Authors: Jack Williamson

Tags: #Ciencia Ficción

Los Humanoides (4 page)

BOOK: Los Humanoides
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White lo miró con ojos brillantes y azules.

—No soy ciudadano —repuso suavemente el gigante—. Además no llegué a la Tierra en vehículo alguno.

—Y entonces como...

Claypool se interrumpió conteniendo la respiración. La niña había llevado la mano al bolsillo sacando una conchilla de brillantes colores que ofreció a Ironsmith. El matemático la tomó con toda seriedad y le agradeció haciendo una reverencia. Resultaba sospechoso advertir en qué forma se mostraba familiarizado con aquella gente...

—¿Cómo hizo esta criatura para entrar en Starmont? —inquirió, parpadeando.

White lanzó una atronadora carcajada.

—Aurora tiene algunas facultades notables —repuso.

—Oiga, señor White —un rápido resentimiento se advertía en la voz del astrónomo—. No me gustan sus veladas insinuaciones y tampoco el método que utilizó para atraernos hasta aquí. Exijo una inmediata explicación.

—Usted está tan rodeado por las regulaciones que es imposible acercársele —repuso suavemente el gigante, desarmándolo con su amable sonrisa—. Aurora tuvo que evitar todo eso. Le aseguro que necesitábamos reunimos con usted desesperadamente. No tema: no somos agentes de la Confederación Triplanetaria... y apenas hayamos hablado podrá regresar libremente, antes de que sus dos ayudantes abran fuego contra la torre.

Claypool lo miró con la boca abierta. Luego se volvió hacia la barrera amarilla donde quedara el coche de Starmont. La distancia era demasiado grande y la neblina impedía que los movimientos de sus agentes pudieran percibirse.

—Yo me hago llamar "filósofo" —prosiguió el gigante con su voz atronadora—, pero es tan sólo una triquiñuela para despistar a la policía de ciertos países cuando se pone demasiado pesada respecto de mis actividades. Pero no es realmente mi profesión...

—¿Y se puede saber cuál es su profesión, señor White?

—Actualmente soy un soldado. Combato en una guerra desalmada contra un enemigo secreto y terrible... hace muy poco llegué hasta aquí para reunir a mis escasas fuerzas. Estamos preparándonos para la última batalla. —White señaló la vieja torre—. Esta es mi fortaleza y aquí tengo acantonado a mi ejército. Tres hombres y una criatura privilegiada. Nos estamos entrenando para un audaz asalto: solamente los más arriesgados podrán tener éxito en un ataque contra un enemigo increíblemente poderoso y astuto. Pero ahora tenemos malas noticias. Hemos tenido algunos reveses y por fin llegué a la convicción de que será imposible triunfar sin la ayuda de algunos ingenieros rodomagnéticos de primera categoría.

Claypool se estremeció al oír esta última frase, pues la ciencia de la rodomagnética continuaba estando clasificada entre los secretos militares más impenetrables. Hasta Ironsmith, cuya
sección cómputos
había contribuido a sustentar las teorías de la nueva ciencia, no había sido informado de sus terribles aplicaciones.

Tratando de disimular la consternación que lo dominaba, el astrónomo inquirió secamente:

—¿Con qué autoridad...?

La lenta sonrisa de White lo interrumpió:

—Mi autoridad estriba en el hecho de haber enfrentado muchas veces a ese insidioso enemigo. Naciones y planetas han caído en sus manos, pero yo reconozco el peligro y he podido hallar un arma. Por ahora estoy solo... a menos que usted resuelva unirse a mí.

—¡No hable con charadas y explíquese! —gritó Claypool, irritado—. ¿Quién es ese enemigo?

—Pronto tendrá oportunidad de enfrentarlo —repaso suavemente el gigante—, y creo que también usted lo llamará así. Se trata de un enemigo inteligente y casi invencible, porque el arma que usa es la benevolencia. He venido a formularle una triste advertencia, Claypool. Pero antes quiero que conozca el resto de mi grupo.

Mirando inquieto al pelirrojo, Claypool sintió que su cuerpo temblaba. White se movió con una agilidad increíble en un hombre de su corpulencia y el astrónomo pudo estudiarlo mejor mientras lo seguía. Ancho de espaldas y estrecho de cintura, era un filósofo peculiar y un extraño soldado.

El astrónomo volvió a estremecerse al recibir el soplo helado del viento. Sintiendo que estaba entrando en una trampa, continuó adelante, atraído por el cebo que era aquella chiquilla que había entrado en un sitio infranqueable para cualquier mortal común.

La habitación principal de la torre era circular, débilmente iluminada por estrechas ventanas abiertas en la pared rocosa. Claypool parpadeó un par de veces y cuando se acostumbró a la semipenumbra advirtió la presencia de tres hombres.

Estaban sentados en cuclillas en derredor de una diminuta hoguera; uno estaba ocupado guisando algo sobre el fuego y Claypool olfateó el intenso olor a ajo que salía de una vieja cacerola de hierro.

Ironsmith saludó apreciativamente con la cabeza, y los tres hombres le hicieron lugar junto al fuego; el matemático se ubicó acompañado por la niña, que se caldeó las manos con gesto de deleite.

Claypool se apoyó contra la arcada de la puerta con gesto incrédulo: allí no había armas de ninguna clase y los miembros del
ejército
de White no eran más que tres vagabundos que necesitaban un baño y una buena afeitada. Luego frunció el ceño al ver que Ironsmith hacía circular su paquete de goma de mascar; pero los tres hombres no demostraron advertir su desdén hacia aquel hábito y se sirvieron, agradeciendo.

White presentó a sus soldados. El hombre alto y delgado que vigilaba el guiso se llamaba Graystone. Irguiéndose, se inclinó al oír su nombre: era un verdadero espantapájaros vestido de negro con ropas rotosas. Su rostro anguloso era cadavérico y su nariz enorme.

—¡Graystone, el Grande! —amplió la presentación con voz profunda—. Fui mago profesional y telépata... hasta que la gente comenzó a perder interés en los tesoros de la mente. Nos sentiremos honrados si ustedes resuelven unirse a nuestra noble causa.

"Afortunado" Ford era un hombrecillo que estaba acurrucado junto al fuego, calvo y anguloso, con ojos pequeños y astutos. En su vida pasada había sido un jugador profesional, según aclaró White. Claypool lo miró con cierto asombro: mientras mascaba su goma, jugaba distraídamente a los dados, arrojando dos que siempre sumaban siete al quedar inmóviles. Cuando advirtió que el astrónomo había clavado la mirada en los dados, sonrió.


Telequinesis
—dijo con voz nasal—. El señor White me enseñó la palabra, pero lo que sé es que siempre saco el número que deseo.

Los dados golpearon contra un trozo de leña y salió otro siete.

—Esto no es tan provechoso como usted puede creer —prosiguió Ford cínicamente—. Todos los jugadores lo tienen en mayor o menor grado y lo llaman "suerte". Pero cuando uno gana, los tontos siempre creen que se los estafó. Entonces interviene la ley... El señor White me sacó de una cárcel rural.

Ash Overstreet era un hombre corpulento y gordo. Estaba sentado sobre una roca, inmóvil. Sus ojillos se veían disminuidos tras los gruesos cristales de sus anteojos y su aspecto general era descuidado y enfermizo.

—Clarividente —explicó White satisfecho—. Extratemporal.

—Cuando era periodista creía que se trataba de "olfato para las noticias" —explicó en voz baja Overstreet—. Pero antes de que el señor White me enseñara a controlar mi extrapercepción comencé a "ver" demasiado y me hice adicto a las drogas. El señor White me encontró en un manicomio.

Claypool sacudió la cabeza, molesto. Todos esos fenómenos cerebrales pertenecían a un sector desprestigiado, en el que la verdad y la superchería se unían tan estrechamente que resultaba difícil separarlas.

La ciencia no había podido tomar seriamente en cuenta ni siquiera los casos en que parecía haber ciertos tintes de realidad, por falta de un método que permitiera comprobarlos. Por eso Claypool se sintió confundido ante aquella múltiple presentación. Algo lo hizo mirar hacia la niña de amarillo. Su sitio junto al fuego había quedado desierto. El astrónomo parpadeó incómodo. Un instante antes la criatura había estado allí, charlando amigablemente con Ironsmith.

—¿Dónde...? —comenzó a decir. Ironsmith miró hacia la puerta, mirando con interés. Claypool volvió la cabeza y vio aparecer a Aurora.

La criatura entregó a Ironsmith un pequeño objeto metálico y volvió a sentarse junto al fuego.

—¡Por favor, señor Graystone! —dijo, mirando la olla del guiso con sus ojos grandes y brillantes—. ¡Estoy hambrienta!

—Usted ya conoció a Aurora Hall —estaba diciendo el gigante pelirrojo—. Su don es la teletransportación...

—Tele... ¿qué? —Claypool se interrumpió ante la sorpresa que lo dominaba.

—Tendrá que aceptar que es muy buena —exclamó White. La niña lo miró con sus grandes ojos brillando llenos de admiración. El gigante siguió hablando—. Es más..., puedo garantizarle que posee la mayor habilidad psicofísica que he descubierto en una docena de planetas distintos... Y sin embargo en el mundo de los seres que se consideran normales Aurora era un fracaso. La encontré en un reformatorio: el único que había reconocido su habilidad latente era un ratero que la utilizaba para sus delitos.

El rostro transparente de la niña sonrió a Webb Claypool.

—Y el señor White nunca tiene que castigarme —le informó alegremente—. Ahora tengo siempre comida y no hay ventanas con hierros que me detengan... el señor White me está enseñando psicofísica —la palabra resultó algo difícil de pronunciar, pero la criatura prosiguió luego más rápidamente—. Ahora me dijo que hoy cuando fui a buscarlo a usted al sótano de las montañas, estuve muy bien.

—Yo... creo que es cierto —asintió Claypool débilmente.

La niña volvió su mirada hacia Ironsmith y comenzó a comentar con él sus estudios. Claypool pasó la mirada por las paredes sucias de humo. White lo advirtió.

—Una curiosa fortaleza, lo reconozco —exclamó—. Pero todas nuestras armas las llevamos en el cerebro, y la persecución de nuestros enemigos nos ha dejado casi sin recursos.

Ofuscado, Claypool observó al pequeño jugador arrojando los dados para sacar nuevamente siete. Aquél debía de ser un truco bien practicado, y la aparición de la niña en Starmont, otro. Ningún científico que se preciara de serlo podría aceptar todo aquello como algo real.

Lleno de hostil escepticismo, se volvió para enfrentar a White.

—¿
Qué
enemigo? —inquirió.

El pelirrojo sonrió.

—Veo que no quiere tomar mi advertencia en serio —su voz fue aumentando de volumen hasta convertirse en un trueno—. Pero cuando se entere de las malas noticias que estoy por darle, cambiará...
¡Masón Horn aterrizará esta noche!

Claypool tragó saliva dificultosamente, tratando de disimular su violenta sorpresa. Porque aquellos extravagantes seres fueran espías de la Confederación o simples vagabundos, no tenían derecho de conocer el nombre o la mera existencia de Masón Horn.

Capítulo V

Porque la misión de Masón Horn era otro secreto tan celosamente custodiado como el propio
Proyecto Rayo.
Tres años atrás el joven Masón Horn, miembro del cuerpo técnico de Starmont, había sido encargado de investigar la posibilidad de que la Federación Triplanetaria hubiera obtenido los medios de producir convertidores totales de masa en energía, de acuerdo a ciertos datos proporcionados por los aparatos del
Proyecto Alarma.
Desde entonces no se había vuelto a recibir la menor noticia de él.

Por eso, al oír aquello, Claypool se había sentido profundamente asombrado.

—¡Masón Horn! —balbuceó—. ¿Acaso descubrió...?

La cautela de siempre lo forzó a silenciar, pero la gran cabeza de White asintió, señalando hacia Ash Overstreet. Volviéndose lentamente, el clarividente miró hacia adelante a través de sus gruesos anteojos. Su rostro lívido tenía una indefinible expresión de estupidez.

—Masón Horn resultó un experto agente secreto —susurró—. En realidad y pese a que lo ignora, ha desarrollado extraordinarias facultades extrasensorias, que le permitieron averiguar todo cuanto ha querido. No comprende exactamente qué es lo que ha traído consigo, pero está dominado por un oscuro terror. Sabe que la conversión total de masa en energía es posible... y la Confederación posee el secreto.

Las rodillas de Claypool estuvieron a punto de doblarse ante el impacto asestado por aquella noticia. Carraspeando, se humedeció la garganta para poder hablar.

—¿Conque esta es su mala noticia?

Pero White sacudió negativamente la cabeza.

—No. Nuestro enemigo es más serio y peligroso que la Confederación Triplanetaria. Su arma es más mortífera, invencible casi. Es simplemente una profunda benevolencia.

Con el estómago revuelto, Claypool se dejó caer sentado sobre el montón de leña. Con la voz quebrada protestó:

—Temo que ustedes no comprendan bien en qué consisten las armas que producen la conversión de masa en energía. Pueden llegar a convertir toda la materia de un planeta en pura energía... la guerra se convierte en una inmediata aniquilación del enemigo y su mundo.

—Un enemigo benevolente puede ser peor que uno despiadado— repuso White. El gigante se acercó y se sentó, con sus movimientos ágiles y vigorosos.

Un odio profundo y una determinación férrea resonaron por debajo del acento grave de su voz.

—Nuestro enemigo se originó en el cuarto planeta de la estrella Ala... Hace noventa años ese planeta debió enfrentar el mismo dilema que hoy día la Tierra. La difícil elección entre esclavitud o destrucción. Pero un hombre al que llamaremos Sledge, creó la tercera alternativa... —el hechizo recio de la voz de White mantuvo silencioso al astrónomo—. Allá como aquí la ciencia física había avanzado demasiado para el progreso moral de la mayoría de la población... en el cuarto planeta de la estrella Ala ya se conocía el rodomagnetismo hace casi cien años. Recuerde usted que esa estrella está a una distancia fabulosa de la Tierra y su Sol. Doscientos años luz de distancia. Sledge vio cómo el demonio de la técnica estaba a punto de destruir a su planeta natal. Entonces utilizó su genio para inventar y materializar robots rodomagnéticos a los que llamó humanoides, cuya misión sería evitar que los seres humanos fueran destruidos por su insensata ambición. La broma del caso fue que los
humanoides
resultaron demasiado perfectos... Yo conocí a Sledge —bajo el tono tranquilo de aquella voz atronadora, Claypool advirtió un timbre de salvaje odio—. En otro planeta... en esa época era un viejo que luchaba desesperadamente contra los monstruos que creara... —huyendo de sus
humanoides—,
que lo perseguían de un mundo a otro, mientras impedían que en aquel sector de la Galaxia pudieran producirse guerras. Tal cual Sledge lo planeara, sólo que en una forma excesivamente perfecta... En aquellos días yo era un niño sin hogar, vagabundo de un mundo arruinado precisamente por la guerra. Sledge me crió y me salvó del terror y el hambre. Yo crecí a su lado, unido a él en su cruzada contra los seres que su genio había creado... durante muchos años trabajé a su lado, mientras probaba un arma, y luego otra, en su lucha contra los
humanoides,
fracasando una y otra vez. Sledge envejeció, tratando constantemente de convertirse en un hombre de ciencia y fracasando también en esto. A mí me fallaban sus condiciones para la ciencia. Yo crecí estudiando poderes ocultos en el ser humano que Sledge nunca había podido descubrir. Por fin nuestras filosofías llegaron a diferir totalmente: Sledge depositaba toda su confianza en la ciencia física, en las máquinas. Y estaba equivocado al querer destruir a los
humanoides
por medios mecánicos, pues esos robots son tan perfectos como puede llegar a serlo una obra humana material. Yo en cambio confiaba en algo muy distinto. En el ser humano, en sus latentes posibilidades... Para salvar a la Humanidad, comprendí que debía ayudar al hombre a desarrollar los poderes que tiene latentes en su propio cerebro, en sus facultades psíquicas tanto tiempo olvidadas... —el gigante miró hacia el fuego y suspiró—. Por eso Sledge y yo nos separamos. Lamento decir que nuestra despedida fue amarga... yo le dije que era un tonto con mente fosilizada y él me pronosticó que mis esfuerzos sólo conducirían a la mecanización de la especie humana en toda la galaxia. Sledge se marchó, para intentar provocar una reacción en cadena en las aguas y rocas de "Ala 4ª", el planeta de los
humanoides,
utilizando un arma rodomagnética. No volví a verlo, pero sé que fracasó, porque los
humanoides
no se han detenido.

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