Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
—Y ved, mademoiselle —añadió Theresa—, ahí está la vieja Mary que viene por el jardín. Lleva tres años como si fuera a morir y ahí sigue viva. Ha visto el carruaje en la puerta y sabe que habéis llegado a casa.
La vista de aquella pobre mujer habría sido demasiado para Emily y rogó a Theresa que fuera a decirle que se encontraba demasiado enferma para ver a nadie aquella noche.
—Mañana estaré mejor, quizá; pero dale esta moneda por recordarme.
Emily siguió sentada un buen rato, recuperándose. Todos los objetos que veían sus ojos despertaban algún recuerdo que le conducía de inmediato a la causa de su dolor. Sus plantas favoritas, cuyo cuidado le había enseñado St. Aubert; los pequeños dibujos que adornaban la habitación, que había realizado según las instrucciones de su buen gusto; los libros, que él seleccionaba para ella y que habían leído juntos; sus instrumentos musicales, cuyo sonido le encantaba y que a veces tocaba él mismo, todo daba nuevo impulso a su pena. Por fin, se desprendió de aquella melancolía y, reuniendo toda la decisión de que era capaz, recorrió aquellas tristes habitaciones que, temerosa de volver a ver, sabía que la afectarían más fuertemente si demoraba demasiado su visita.
Tras cruzar el invernadero, sintió que la abandonaba su valor al abrir la puerta de la biblioteca; y, tal vez, la sombra que la tarde y las ramas de los árboles próximos a la ventana extendían por la habitación intensificaron la solemnidad de sus sentimientos al entrar en aquella habitación en la que todo le hablaba de su padre. Allí estaba la butaca, en la que solía sentarse; se quedó como hundida al verla, ya que le había visto tantas veces sentado allí que la idea se hizo tan clara en su mente que hasta tuvo la impresión de tenerle ante su vista. Abandonó las ilusiones de su imaginación destemplada, aunque no pudiera evitar un cierto grado de inquietud que se mezclaba con sus emociones. Se acercó despacio a la butaca y se sentó. Frente a ella había una mesa de lectura con un libro abierto que había dejado su padre. Tardó unos momentos antes de reunir el valor necesario para examinarlo. Al ver aquella página abierta recordó que St. Aubert, la tarde anterior a su marcha del castillo, le había leído unos pasajes de su autor favorito. La circunstancia le afectó profundamente y, según miraba, comenzó a llorar. Para ella el libro era algo sagrado y de valor incalculable y no se habría atrevido a moverlo o a pasar la página que él había dejado abierta por todos los tesoros de las Indias. Siguió sentada frente a la mesa sin decidirse a marcharse, pese a que la creciente oscuridad y el profundo silencio de la habitación le resultaban cada vez más dolorosos. Sus pensamientos se dirigieron al espíritu que se había marchado y recordó la inquieta conversación que mantuvieron St. Aubert y La Voisin la noche anterior a su muerte.
Sumida en sus acuciantes preocupaciones, vio que la puerta se abría lentamente y un ruido procedente del otro extremo de la habitación la sobresaltó. A pesar de la oscuridad, le pareció ver que algo se movía. Los temas que había estado considerando y el estado de agitación de su ánimo, que hacía que su imaginación respondiera a cualquier impresión de sus sentidos, le hizo temer algo supernatural. Seguía sentada inmóvil, y entonces recuperó el sentido de la razón. «¿Qué puedo temer? —dijo—. Si los espíritus de aquellos a los que amamos regresan a nosotros, sólo puede ser para felicidad».
El silencio, que reinó de nuevo, hizo que se avergonzara de sus últimos temores, y creyó que su imaginación la había engañado, o que había oído uno de esos ruidos incontrolables que a veces suenan en las casas viejas. Sin embargo, el mismo ruido volvió y, distinguiendo algo que se movía hacia ella y que en el momento siguiente presionaba a su lado en la butaca, dio un respingo; pero sus sentidos se aclararon instantáneamente al darse cuenta de que era Manchón, que se había sentado a su lado y que le lamía las manos afectuosamente.
Dándose cuenta de que su ánimo no estaba preparado para llevar adelante su propósito de visitar aquella noche las habitaciones desiertas del castillo, al salir de la biblioteca se dirigió al jardín y de allí a la terraza que se extendía sobre el río. El sol ya se había ocultado, pero bajo las oscuras ramas de los almendros se percibía el último brillar desde el oeste que se extendía más allá del crepúsculo por el aire. Un murciélago pasó silencioso, y de vez en cuando se oían las tristes notas del ruiseñor. Las circunstancias de aquella hora le trajeron a la memoria unos versos que había escuchado en una ocasión a St. Aubert, recitándolos allí mismo, y sintió el deseo melancólico de repetirlos.
SONETO
Ahora el murciélago da vueltas en la brisa de la tarde,
que se desliza, en estremecido paroxismo, entre las olas
y tiembla en medio del bosque, y a través de la cueva
cuyos solitarios suspiros engañan al paseante.
¡Porque a menudo, cuando la melancolía hechiza su mente,
cree que oye al Espíritu de la roca,
cuando se trata, con dulces y temerosos miedos,
de los profundos, místicos murmullos del viento!
Ahora el murciélago da vueltas, y el rocío del crepúsculo
cae alrededor silencioso y sobre el risco de la montaña,
la ola fulgurante, y el esquife descubierto en la distancia,
extiende el velo gris de tintes dulces y armoniosos.
Así cae sobre la Aflicción el rocío de la lágrima piadosa
oscureciendo sus solitarias visiones de desesperación.
Paseando, Emily llegó hasta el árbol favorito de St. Aubert, donde con tanta frecuencia, a aquella misma hora, se sentaban juntos bajo su sombra y conversaban sobre el futuro con su querida madre. ¡Cuántas veces, también, había expresado su padre el consuelo que se derivaba de creer que se encontrarían en otro mundo! Emily, conmovida por estos recuerdos, abandonó el refugio del árbol y, al apoyarse pensativa en el muro de la terraza, vio a un grupo de campesinos que bailaban alegremente en las orillas del Garona, que se extendía a todo lo largo y reflejaba la última luz de la tarde. ¡Cómo contrastaba aquel grupo con la desolada, infeliz Emily! Se les veía alegres y
debonnaire,
como les gustaba estar cuando ella también se sentía alegre, cuando St. Aubert se paraba a escuchar su música, con el rostro irradiando satisfacción y benevolencia. Tras mirar un momento aquella festiva banda, Emily se volvió, incapaz de soportar los recuerdos que le traían. Pero, ¿dónde podría mirar que no encontrara nuevos detalles que agudizaran su dolor?
Según caminaba lentamente hacia la casa, se encontró con Theresa.
—Querida mademoiselle —dijo—, os he estado buscando por arriba y por abajo desde hace más de media hora. Temía ya que os hubiera ocurrido algún accidente. ¿Cómo podéis pasear en este aire de la noche? Entrad en la casa. Pensad en lo que habría dicho mi pobre amo si pudiera veros. Estoy segura de que cuando murió mi pobre amo no hubo caballero que sufriera en su corazón como él, pero bien sabéis que no echó una lágrima.
—Por favor, Theresa, no continúes —dijo Emily deseosa de interrumpir aquellos comentarios equivocados pero llenos de buena intención. Sin embargo, la locuacidad de Theresa no era fácil de contener.
—Y cuando estabais tan apenada —añadió—, solía decir que os equivocabais, porque mi ama era feliz. Y si ella era feliz, estoy segura de que él lo es también, porque las oraciones de los pobres, según dicen, llegan al cielo.
Durante este discurso, Emily había seguido silenciosa hasta el castillo y Theresa la alumbró por el vestíbulo hasta el salón, donde puso un mantel con un solitario cuchillo y un tenedor para la cena. Emily ya estaba dentro antes de que se diera cuenta de que no era su habitación, pero controló la emoción que la inclinaba a abandonarla y se sentó silenciosa ante la pequeña mesa. El sombrero de su padre colgaba en el muro opuesto y, mientras lo miraba, sintió un desfallecimiento. Theresa la miró, y después al objeto que atraía la atención de su mirada, y se dirigió allí para quitarlo. Emily la detuvo con un gesto de la mano.
—No —dijo—, déjalo. Iré a mi habitación.
—No mademoiselle, la cena está lista.
—No puedo tomarla —replicó Emily—, me voy a mi habitación y trataré de dormir. Mañana me encontraré mejor.
—¡No debéis hacer eso! —dijo Theresa—. ¡Querida señorita, tomad algún alimento! He preparado un faisán que tiene muy buen aspecto. El viejo monsieur Barreaux lo envió esta mañana, porque le vi ayer y le dije que veníais. Y no he visto a nadie que haya estado tan preocupado como él desde que se enteró de las tristes noticias.
—¿Sí? —dijo Emily con la voz llena de ternura, mientras que su corazón se colmó por un momento con el calor de aquel rayo de afecto.
Poco a poco su ánimo se conmovió por completo y se retiró a su habitación.
¿Puede la voz de la Música, puede el ojo de la Belleza, puede la ardiente mano de la Pintura proporcionar un hechizo tan apropiado para mi mente como el soplar de esta vacía ráfaga de viento? ¿Cómo gotea este pequeño y lloroso riachuelo, tintineando suave en su caída por la colina cubierta de musgo; mientras, por el oeste, donde se oculta el día carmesí, navega lentamente en manso Crepúsculo y ondean sus banderas grises? MASON |
E
mily, algún tiempo después de su regreso a La Vallée, recibió cartas de su tía, madame Cheron, en las que, tras algunas condolencias y consejos llenos de lugares comunes, la invitaba a Toulouse, y añadía que teniendo en cuenta que su fallecido hermano le había confiado la educación de Emily, se consideraba obligada a vigilar su conducta. Emily, en aquel momento, sólo deseaba quedarse en La Vallée, en el escenario de su anterior felicidad, que ahora se había hecho infinitamente más querido para ella, por ser la última residencia de aquellos a los que había perdido para siempre, donde podía llorar sin ser vista, recorrer sus mismos pasos y recordar cada minuto concreto de su carácter. Pero se sentía igualmente ansiosa de evitar cualquier disgusto a madame Cheron.
Aunque su afecto no podía siquiera plantearse el rechazar, incluso en aquel momento, lo acertado o no de la conducta de St. Aubert al designar a madame como su guardián, se daba cuenta de que la medida hacía que su felicidad dependiera en gran medida del humor de su tía. En su contestación, rogó permiso para quedarse por el momento en La Vallée, aludiendo al extremo decaimiento de su ánimo y a la necesidad que sentía de tranquilidad y de retiro para recobrarse. Sabía muy bien que nada de aquello podría encontrarlo en la casa de madame Cheron, cuyas inclinaciones la llevaban a una vida de disipación que facilitaba su gran fortuna, y tras haber redactado su respuesta, se sintió en parte más tranquila.
En los primeros días de su aflicción fue visitada por monsieur Barreaux, que lamentaba sinceramente la pérdida de St. Aubert.
—He de lamentarme —dijo—, porque nunca volveré a ver su rostro. Si hubiera encontrado un hombre como él en lo que se llama la sociedad, nunca la habría dejado.
La admiración de monsieur Barreaux por su padre afectaba a Emily, cuyo corazón encontró casi su primer consuelo al hablar de sus padres con un hombre al que apreciaba y que, a pesar de su poco agraciada apariencia, poseía tanta bondad de corazón y delicadeza de espíritu.
Pasaron varias semanas en el tranquilo retiro, y el dolor de Emily empezó a transformarse en melancolía. Ya podía leer los libros que había repasado con su padre; sentarse en su butaca en la biblioteca; mirar las flores que su mano había plantado; despertar los sonidos de los instrumentos cuyos dedos habían tañido, y, a veces, incluso, interpretar alguna de sus arias favoritas.
Cuando su mente se había recobrado del primer golpe de aflicción, advirtió el peligro de caer en la indolencia y comprendió que sólo la actividad podía restablecer su estado anterior, así que decidió escrupulosamente pasar el tiempo con algún trabajo. Y fue entonces cuando comprendió el valor de la educación que había recibido de St. Aubert, porque al cultivar su entendimiento le había asegurado un refugio para evitar esa indolencia, sin recurrir a la disipación, y que ricos y variados entretenimientos, independientes de la sociedad, estaban a su disposición. Pero los buenos efectos de su educación no se limitaban a ventajas egoístas, ya que St. Aubert, al haber cultivado todas las cualidades de su corazón, hacía que éste se expandiera benevolente a todo lo que la rodeaba, y le enseñó que cuando no podía evitar las desgracias de los demás, estaba en su mano, al menos, suavizarlas con simpatía y ternura, un sentimiento que le hizo aprender a sufrir con todos los que sufren.
Madame Cheron no contestó a la carta de Emily, que empezó a tener esperanzas de que se le permitiera estar por más tiempo en su retiro, y su mente había recobrado de tal modo su fortaleza que se aventuró a contemplar de nuevo las imágenes que con más fuerza le recordaban los tiempos pasados. Entre ellas estaba el pabellón de pesca y, para concentrarse más en la melancolía de la visita, se llevó el laúd, para poder oír de nuevo las melodías que St. Aubert y su madre siempre deseaban escuchar. Fue sola, y a esa hora de la tarde tan propicia para la fantasía y la emoción. La última vez que había estado allí fue en compañía de monsieur y madame St. Aubert, unos días antes de que ésta se viera atacada por una fatal enfermedad. Cuando Emily entró de nuevo entre los árboles que rodeaban el edificio, le despertaron con tal fuerza el recuerdo de otros tiempos que su decisión cedió por un momento ante el exceso de su dolor. Se detuvo, se apoyó para sostenerse en un árbol y lloró durante algunos minutos antes de que pudiera recobrarse suficientemente para seguir. El pequeño sendero que conducía al edificio estaba todo cubierto por la hierba y las flores que St. Aubert había plantado cuidadosamente por los bordes y que se habían mezclado con la maleza, el alto cardo, el digital y la ortiga. Se detuvo varias veces para ver aquel lugar desolado, silencioso y olvidado. «¡Ah! —exclamó cuando abrió la puerta del pabellón de pesca con mano temblorosa—, todo, todo está como la última vez, ¡como lo dejaron los que nunca volverán!» Se acercó a la ventana que daba al riachuelo, y al inclinarse con los ojos fijos en la corriente, no tardó en perderse en melancólicos recuerdos. El laúd que había traído reposaba olvidado a su lado; el triste silbar de la brisa, según movía las copas de los altos pinos y sus suaves murmullos entre los sauces, que inclinaban sus ramas hacia abajo, era una música más de acuerdo con sus sentimientos. No hacía vibrar las cuerdas de un recuerdo desgraciado, sino que conmovía su corazón como la voz de la Piedad.