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Authors: Erving Goffman

Tags: #Sociología

Los momentos y sus hombres (30 page)

BOOK: Los momentos y sus hombres
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En la sociedad contemporánea casi todo el mundo se ve envuelto diariamente en transacciones de servicios. Sea cual sea el significado básico de éstas para quienes la reciben, es probable que la forma en la que sean tratados en tales contextos tiña su sentido del lugar que ocupan en la comunidad en general.

En casi todas las transacciones contemporáneas de servicios parece prevalecer una idea básica: todos los candidatos a ser servidos serán tratados «de la misma forma» o «igual», sin que ninguno sea favorecido o desfavorecido respecto a los otros. No es necesario, claro está, buscar la causa de la institucionalización de este acuerdo en la filosofía de la democracia: bien pensado, esta ética aporta una fórmula muy eficaz para la rutina y el proceso de los servicios.

El principio de la igualdad de tratamiento en las transacciones de servicios tiene algunas implicaciones obvias. Para tratar con más de un candidato a la vez en una forma que parezca ordenada y correcta es probable que se recurra a la cola, que supone que se sirve primero a quien llega primero. Esta norma genera un ordenamiento temporal que bloquea totalmente la influencia de los
status
sociales que aportan los candidatos, atributos de extraordinaria importancia fuera de esa situación. (He aquí la explicación fundamental del «determinismo local» como mecanismo de bloqueo.) Dicho en pocas palabras, inmediatamente después de haber entrado en un escenario de servicios, los clientes se interesarán por identificar el sistema de orden (si se han de sacar papelitos numerados de una máquina, si hay que apuntarse en una lista, si hay una cola que requiere la presencia personal o si se orientan sin necesidad de ella). También se esperará de ellos —como parte de la competencia que se les presupone— que sepan hacer «subcolas» atendidas por distintos sirvientes. Por supuesto, si hay que respetar el lugar propio en la cola, los demás deben contribuir a mantener la disciplina entre ellos, además de en relación al sirviente.

Además del principio de igualdad hay otra regla omnipresente en las transacciones de servicios de hoy en día: la expectativa de que cualquiera que busque ese servicio será tratado con «cortesía»; por ejemplo, que el sirviente atenderá rápidamente a sus peticiones y que las ejecutará acompañadas de palabras, gestos y modales que muestren de alguna manera su aprobación hacia el solicitante y el placer del contacto. Lo que esto implica (cuando se considera a la vez el principio de igualdad) es que un cliente que hace una compra muy pequeña merece el mismo estilo de recepción que el que hace una muy grande. He aquí la institucionalización —en realidad la comercialización— de la deferencia y, una vez más, un factor que puede contribuir a la rutina de la prestación de servicios.

Dadas las dos reglas que he mencionado —la igualdad de trato y el trato cortés— los participantes en las transacciones de servicios pueden tener la sensación de que todos los atributos relevantes
(
externamente resultan inútiles y que sólo desempeñan cierto papel' los generados internamente; por ejemplo, se sirve primero a quien llega primero. En realidad se trata de una respuesta normalizada. Obviamente, lo que de hecho tiene lugar mientras el cliente percibe esa sensación de normalidad en el trato es algo complejo y precario.

Tomemos por ejemplo las presuposiciones no declaradas respecto a quien constituye un candidato serio a ser servido. Ciertas cualificaciones perceptibles situacionalmente, tales como la edad, el estado de sobriedad, la capacidad para hablar y la solvencia, deben satisfacerse antes de que se nos permita presentarnos como cualificados para ser servidos. (La orden «Una taza de café, enseguida» puede no recibir la lacónica respuesta «¿Leche o azúcar?» si es un vagabundo callejero quien la formula; la amable petición de «Veinte valiums de 5 miligramos, por favor» en la farmacia de un hospital de Filadelfia mientras se enseña la receta bien puede evocar la seca respuesta «¿Cómo los va a pagar?»; los intentos de comprar bebidas alcohólicas en cualquier lugar de los Estados Unidos pueden provocar la exigencia de ver el carnet de identidad.)

Dejando aparte las reglas de calificación, es probable encontrar ciertos acuerdos que permitan la permeabilización de las cortapisas que imponen las colas. Por ejemplo: un individuo que llega a una cola puede alegar circunstancias atenuantes, pedir que se le dé preferencia y conseguir que la persona que, por su posición en la cola, es la primera afectada le ceda este privilegio especial (o se lo ofrezca si su necesidad resulta evidente). El coste que paga quien hace este favor será compartido por todos los demás miembros de la cola; pero éstos, en general, parecen estar dispuestos a delegar y acatar su decisión. Una forma más frecuente de suavizar las normas es la que se da cuando quien encabeza una cola se aviene a cederle su puesto a la persona siguiente (o ésta se lo pide) porque tiene prisa o porque parece que lo que necesita no le ocupará mucho tiempo, cambio que no afecta a los demás de la cola.

Hay otros acuerdos que se deben considerar. Las transacciones de servicios se pueden llevar a cabo de forma que el sirviente ni siquiera mire a la cara al «servido». (Esta es, de hecho, la explicación para el uso del término «transacción de servicio» en lugar de «encuentro de servicio».) Lo normal, sin embargo, es que las miradas se encuentren, que se acepten las obligaciones mutuas de un encuentro social y que se empleen (especialmente por parte del sirviente) las formas de tratamiento en el intercambio inicial, sobre todo al principio o al final de la frase. En nuestra sociedad esto implica el uso de un vocativo marcado genéricamente y de una conducta cuyo tono se cree adecuado para la mezcla de sexos implícita en la transacción. (Los tratamientos se pueden omitir casi siempre, pero si se emplean deben reflejar correctamente el género.) Si el «servido» no es un adulto, es probable que esto se refleje en la selección del vocativo y del «registro de habla» por parte del sirviente.

Si sirviente y «servido» se conocen individualmente por el nombre y tenían una relación previa, es probable que la transacción empiece y termine con un ritual relacional: se emplearán tratamientos de identificación individual y los mismos intercambios de preguntas y buenos deseos que se dan en los saludos y despedidas entre conocidos. En la medida en que estas muestras de sociabilidad iniciales y finales se basen en una implicación subordinada durante la transacción, y en la medida en que las otras personas presentes no tengan la sensación de que su posición en la cola se ve perjudicada, es improbable que haya un sentimiento de intrusión en la aplicación de un trato igualitario. La forma de manejar las relaciones personales queda así colocada entre paréntesis.

He presentado, en términos esquemáticos, ciertos elementos de la estructura de las transacciones de servicios que pueden interpretarse como institucionalizados y oficiales de forma que, normalmente, cuando se aplican a un entorno determinado, los que están presentes tienen la sensación de que no ha sucedido nada extraño o inaceptable. Con esto
in mente
se pueden tratar dos temas fundamentales en cuanto al manejo de los
status
difusos en las transacciones de servicios.

Primero, adviértase que no es infrecuente que los individuos que solicitan servicios tengan la sensación (justificada o no) de haber sido tratados de forma desigual y descortés. De hecho, los diferentes elementos de la estructura normal del servicio se pueden «manipular», explotar o violar disimuladamente en un número casi infinito de formas. Así como un cliente puede resultar discriminado por ello, otro puede verse favorecido injustamente. Normalmente estas violaciones adoptarán la forma de actos cuya responsabilidad individual puede ser negada por el actor si se le reta abiertamente. Por supuesto, este camino permite «expresar» toda suerte de atributos oficialmente irrelevantes y de base externa, ya estén asociados con los
status
sociales difusos, las relaciones personales o la «personalidad». Creo que para entender estos efectos se deben rastrear sus orígenes hasta el momento concreto del servicio en el que se producen, y debe verse que no es posible una formulación sencilla de la mezcla de relevancias oficiales y no-oficiales de los diferentes atributos de sirviente y «servido». Lo que se reconoce en un cierto nivel estructural será cuidadosamente contrastado por contraprincipios en otro. Una vez más, por lo tanto, nos encontramos con un marco institucionalizado (si bien delimitado cultural y temporalmente) bastante diferenciado en su estructura, que puede servir de recurso para satisfacer toda suerte de fines, uno de los cuales (pero sólo uno) es la discriminación informal en sentido tradicional.

El segundo aspecto fundamental es que la noción de «igualdad» o «trato justo» no se debe interpretar de forma simplista. Es difícil que se dé alguna forma de trato objetivamente igualitario, excepto quizá cuando se elimina al sirviente y en su lugar se coloca una máquina automática. Lo único que se puede decir es que la idea de los participantes sobre el trato igualitario no se ve alterada por lo que sucede y eso, por supuesto, es otro asunto. La sensación de que prevalece el «determinismo local» no dice mucho respecto a qué se obtiene, de hecho, en términos «objetivos».

Todo esto resulta evidente en función de lo que se ha dicho sobre las formas aceptables en las que las relaciones personales pueden participar en los encuentros de servicio. Las formas de manejar las colas nos aportan otro ejemplo. Lo que las colas protegen es la posición ordinal determinada «localmente» por la fórmula «Quien llega primero se coloca primero». Pero el tiempo que se ha de esperar para ser servido no depende sólo de la posición ordinal en la cola, sino también de cuánto tiempo ocupan los que están delante. Sin embargo, resulta obligado ignorar este último punto. Si la persona que nos precede ocupa un tiempo exageradamente largo, nos veremos constreñidos a manifestaciones extraoficiales y básicamente gestuales de descontento. Este problema se agudiza particularmente en las «subcolas». En los bancos, supermercados y aeropuertos, el cliente puede tener que escoger una «subcola» y darse cuenta, al llegar a un cierto punto de ella, de que irse al final de otra que parece avanzar más rápidamente podría representar una pérdida estratégica. Así, la persona puede verse obligada a afrontar el riesgo de una cola que avanza más lentamente de lo normal. La respuesta a este trato desigual suele ser la sensación de haber tenido mala suerte o haber manipulado mal las contingencias, algo definible como generado localmente, pero que no es percibido como una cuestión de trato injusto del sirviente.

Las «subcolas» pueden ejemplificar otro punto. Los hoteles grandes han adoptado un sistema de múltiples colas para registrarse, cada una de las cuales se determina por una serie de iniciales del apellido. La inicial del apellido es, desde luego, una propiedad que se lleva con uno mismo y no algo generado por la situación, pero se percibe como si no fuera socialmente significativa, como algo respecto a lo cual no se tienen actitudes muy arraigadas. (En el protocolo de Estado se puede utilizar un mecanismo similar para evitar problemas de precedencia; por ejemplo, dando prioridad al embajador con mayor antigüedad.) La sensación de trato igualitario en tales casos no hace referencia a los determinantes de prioridad empleados sino a los que quedan explícitamente excluidos.

Un último ejemplo. En las colas puede darse el caso de que dos personas entren en escena «a la vez». En tales casos de indeterminación de las reglas de la cola —en los que pueden generarse manifestaciones no-intencionadas e indeseables de desigualdad— los contendientes tienen a su alcance una amplia gama de acuerdos a los que recurrir; una forma pública de
noblesse oblige,
según la cual el más fuerte, capaz o superior en
status
social le cede la preferencia al otro, como hace un protector con su protegido. Así se da un trato preferencial iniciado por quien, de otra forma, estaría en posición de forzar el resultado contrario. No cabe duda de que, normalmente, estos hechos no alteran la escena de servicio y todo el mundo se queda con la sensación de que no se ha roto la regla de la igualdad. Pero está claro que las categorías de individuos que reciben esta prioridad de cortesía pueden sentirse sobreprotegidos y, en último extremo, menospreciados. En todos los casos, una forma de discriminación que el individuo aceptaba como intrascendente puede llegar a producir reacciones agudas contra el desprecio o el privilegio.

En resumen, la sensación habitual de que los atributos de base externa quedan oficialmente excluidos de las prestaciones de servicios y prevalece el determinismo local —dejando aparte, claro está, alteraciones disimuladas reales o imaginarias— es una especie de hazaña perceptiva. A los atributos externos se les presta una «atención» rutinaria y sistemática, y varías formas de determinismo local (aparte de la norma «Se sirve primero a quien llega primero») se ven sistemáticamente desatendidas. El trato «igualitario» no se ve sustentando en absoluto por lo que pasa de hecho —oficial o extraoficialmente— durante las transacciones de servicios. Lo que sí puede verse sustentado (y así ocurre) es el bloqueo de ciertas influencias de base externa en determinados momentos estructurales del servicio. De aquí generalizamos la sensación de que prevalece el trato igualitario.

X

Acabaré este discurso con una queja personal. Creo que todos estamos de acuerdo en que nuestro trabajo consiste en estudiar la sociedad. Si se me preguntara por qué y hasta qué punto, yo respondería: porque está ahí. Louis Wirth, a cuyas clases asistí, hubiera encontrado esta respuesta desastrosa. El tenía otra, y desde sus tiempos ha sido la normal.

Y es que yo creo que la vida social humana existe para que la estudiemos con métodos de naturalista,
sub specie aetemitatis.
Desde la perspectiva de las ciencias físicas y biológicas la vida social humana es sólo una costra irregular en la cara de la naturaleza, no especialmente susceptible de análisis sistemático profundo. Y así es. Pero es nuestra. En este siglo, con pocas excepciones, sólo los estudiantes han conseguido mantenerse firmes en este punto de vista, sin piedad ni necesidad de tratar problemas tradicionales. Sólo en los tiempos modernos se forma a los estudiantes universitarios para que examinen todos los niveles de la vida social meticulosamente. Yo no soy de los que piensan que nuestras afirmaciones hasta el momento se pueden fundamentar en logros espectaculares. En realidad he oído decir que podríamos estar contentos si nos cambiaran todo lo que hemos producido hasta ahora por un par de buenas distinciones conceptuales y una cerveza fría. Pero tenemos una cosa que no debemos cambiar por nada del mundo: la facilidad para mantener un espíritu libre e independiente frente a cualquier elemento de la vida social y la cordura para buscar sólo en nosotros y en nuestra disciplina esta aspiración. Esta es nuestra herencia y lo que nosotros legaremos. Si hay que autorizar las necesidades sociales, que sean análisis independientes de los acuerdos sociales de que disfrutan aquellos con autoridad institucional; sacerdotes, psiquiatras, maestros de escuela, policías, generales, líderes gubernamentales, padres, varones, blancos, nacionales, propietarios de medios de comunicación y todas las demás personas bien situadas que están en condiciones de dar su visto bueno oficial a las versiones de la realidad.

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