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Authors: Erving Goffman

Tags: #Sociología

Los momentos y sus hombres (25 page)

BOOK: Los momentos y sus hombres
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No es la mejor de las garantías. Yo no esperaba publicar esta charla, sino restringirla a los límites dentro de los que se impartió.

Pero, de hecho, no hubo tal cosa. Por lo tanto, lo que ofrezco al lector es una participación indirecta en algo que no tuvo lugar. Una conferencia, pero en los asientos únicamente lectores. Una oferta dudosa.

De cualquier forma, algo hubiera resultado dudoso. Después de todo, igual que la mayoría de discursos presidenciales, éste fue escrito en borrador y pasado a máquina mucho antes de que se pronunciara (y antes de que yo supiera que no se iba a pronunciar), y la presentación iba a consistir en leer el manuscrito, no en improvisar. Por lo tanto, si bien el texto se redactó como si respondiera a una ocasión social determinada, casi nada de él podía haber sido generado por lo que ocurría en ésta. Posteriormente, cualquier publicación resultante hubiera utilizado un texto con varias modificaciones realizadas
tras
la lectura real.

El orden de interacción

Durante una hora de la noche se permite que el presidente de la Asociación mantenga en cautiverio a la mayor audiencia de colegas que puede aportar la sociología. Durante una hora, pues, y dentro de los límites de estas paredes, se representa un acto de boato mundano. Un sociólogo elegido de entre una lista muy breve se aventura hasta el centro del campo de batalla del Hilton pertrechado por un tema de su elección. (Esto nos recuerda que el aspecto sociológicamente interesante de Hamlet es que todas las escuelas superiores de habla inglesa encuentran cada año algún payaso dispuesto a representar su papel.) En cualquier caso, parece que los intereses de los presidentes de sociedades eruditas son lo bastante bien conocidos como para que se les escoja debido a ello. La toma de posesión lleva asociado el discurso público, así como la sugerencia de que demuestren que están realmente obsesionados por aquello que ya se sabía que les obsesionaba, como prueba el hecho de que hayan sido elegidos. La elección les incita a repetir lo mismo que han dicho siempre y les da la posibilidad de hacerlo. A los presidentes de la Asociación se les hace creer que son representantes de algo, y que ese algo es justo lo que su comunidad intelectual desea que representen y necesita ver representado. Al preparar y pronunciar sus discursos tienen la sensación de ser guardianes temporales de su disciplina. No importa lo grande que sea la sala de actos o lo irregular de su forma, sus yos se dilatan hasta ocuparla por completo. La estrechez del marco disciplinario tampoco representa un límite. Sea cual fuere el tema de máximo interés público en ese momento, el orador demostrará que su disciplina tiene una relevancia decisiva sobre él. Es más, la ocasión parece hacer que los oradores se muestren peligrosamente de acuerdo consigo mismos; animados por el acontecimiento, se dedican a salirse del discurso que tenían preparado mediante afirmaciones entre paréntesis
orbiter dicta,
discurriendo sin reparos sobre ética, política y demás creencias. Se produce, una vez más, ese especial engaño de alto rango: la autoindulgencia y la autofelicitación pública. Se supone que esta puesta en escena coloca carne sobre los huesos del esqueleto, oponiendo la imagen que el
lector
se forma de una persona con la vivida impresión creada cuando las palabras proceden de un cuerpo en lugar de una página. Lo que hace peligrar son las ilusiones que les queden a los oyentes sobre su profesión. No temáis, amigos, pues aunque vayáis a contemplar una vez más la pasión de la tribuna, nuestras son la disciplina y la forma de análisis para las que las ceremonias son datos además de deberes y el discurso supone conducta que se debe observar además de opinión que se debe considerar. En realidad, uno podría verse tentando a proponer que lo interesante para todos los que estamos aquí no es lo que
yo
he venido a decir (como todos sabemos), sino qué hacéis
vosotros
escuchándome.

Pero supongo que ni vosotros ni yo deberíamos vapulear demasiado los actos rituales. Algún
goy
[221]
podría estar escuchándonos y salir de aquí para difundir la irrelevancia y el desencanto por el país. Si nos excedemos en
eso,
ni siquiera podremos conservar el tipo de trabajo que conseguimos los sociólogos.

Basándoos en este preámbulo podríais concluir que considero embarazosos los discursos presidenciales. Es verdad. Pero, probablemente, eso no me da derecho a extenderme sobre el tema de mi incomodidad. Pensar que uno puede redimirse por la pérdida del tiempo ajeno confesando que él también lo está perdiendo constituye una enfermedad del
yo
específica de los oradores. Por eso me siento incómodo hablando de mi incomodidad. Pero parece que no me siento incómodo por mi incomodidad al hablar de mi incomodidad. Sin embargo, es probable que vosotros sí.

I

Además de constituir una demostración viva de los disparates que acabo de esbozar, lo que diré esta noche constituirá una especie de prédica ya recogida más escuetamente en los prefacios de los libros que he escrito. Es diferente de otras prédicas que habéis tenido que oír sólo en el sentido de que no es de carácter especialmente autobiográfico, no es profundamente crítica con los métodos establecidos y no se basa en una preocupación por las carencias de los grupos desfavorecidos, ni siquiera por las de aquellos que intentan trabajar en nuestra profesión. No poseo el remedio universal para los males de la sociología. Multitud de miopías limitan nuestra visión de las cosas. Establecer un origen concreto de la ceguera y la tendenciosidad resulta atractivamente engañoso. Cualquiera que sea nuestro objeto de estudio y nuestra convicción metodológica, lo único que podemos hacer es conservar la fe en el espíritu de la ciencia natural y avanzar a tientas, intentando convencernos de que nuestra ruta nos conduce hacia adelante. No nos ha sido dada la credibilidad y la importancia que han adquirido últimamente los economistas, pero casi los igualamos en cuanto a errores en predicciones minuciosamente calculadas. Realmente, nuestras teorías sistemáticas son casi tan vacuas como las suyas; pasamos por alto casi tantas variables críticas como ellos. Si bien no tenemos la genialidad de los antropólogos, al menos nuestro objeto de estudio no se ha visto arrasado por la difusión de la economía mundial. Esto nos ofrece la oportunidad única de pasar por alto los hechos relevantes con nuestros propios ojos. No podemos licenciar a estudiantes con notas tan altas como los psicólogos y, en el mejor de los casos, la formación de éstos parece más profesional y concienzuda que la que nosotros proporcionamos. Aún no hemos conseguido dotar a nuestros estudiantes de ese gran nivel de incompetencia erudita que han alcanzado los psicólogos, pero bien sabe Dios que lo estamos intentando.

II

La interacción social puede definirse en sentido estricto como aquella que se da exclusivamente en las situaciones sociales, es decir, en las que dos o más individuos se hallan en presencia de sus respuestas físicas respectivas. (Es de suponer que el teléfono y el correo representan versiones reducidas de esta realidad primordial.) Este punto de partida «cuerpo a cuerpo», paradójicamente, implica que cierta distinción sociológica muy central puede, en principio, no ser relevante: me estoy refiriendo al típico contraste entre vida rural y urbana, entornos domésticos y públicos, relaciones íntimas de larga duración e impersonales y fugaces. Después de todo, las reglas de tráfico de los peatones se pueden estudiar igual en una cocina repleta o en una calle repleta; los derechos de interrupción, durante el desayuno o en un tribunal de justicia; los apelativos cariñosos, en un supermercado o en el dormitorio. La pregunta de cuáles son las diferencias respecto a las líneas tradicionales sigue estando abierta.

Mi intención durante todos estos años ha sido conseguir que se aceptase como analíticamente viable esta área «cara a cara» —que puede denominarse
el orden de interacción,
por ponerle un nombre cualquiera— cuyo método preferencial de estudio es el microanálisis. Mis colegas no se han entusiasmado demasiado con todo ello.

Con lo que os diré esta noche pretendo resumir los motivos para enfocar el orden de interacción como un área sustantiva por derecho propio. En términos generales la justificación de su escisión de la vida social debe ser la misma que la de cualquier otra: que los elementos que contiene encajan mejor entre sí que con otros más allá de tal orden; que analizar las relaciones entre diferentes órdenes resulta crítico, constituyendo un área de estudio por derecho propio y que una investigación así presupone, en primer lugar, delinear los diferentes órdenes sociales; y que aislar el orden de interacción proporciona un medio y un motivo para analizar diferentes sociedades comparativamente y la nuestra históricamente.

El hecho de que pasemos la mayor parte de nuestra vida diaria en presencia inmediata de los demás es algo inherente a la condición humana; en otras palabras, lo más probable es que nuestros actos, cualesquiera que sean, estén
socialmente situados
en un sentido estricto. Tanto es así que es fácil que una actividad realizada en la más absoluta intimidad acabe siendo caracterizada por esa condición especial. Por supuesto, siempre es de esperar que el hecho de la situación social conlleve alguna consecuencia, si bien a veces de poca relevancia aparente. Estas consecuencias se han enfocado tradicionalmente como «efectos», es decir, como indicadores, expresiones o síntomas de estructuras sociales tales como las relaciones, los grupos informales, la edad, el género, las minorías étnicas, las clases sociales y otras cosas por el estilo, sin preocuparse mucho de tratarlos como datos en sus propios términos. El truco consiste, por supuesto, en conceptualizar de forma diferente dichos efectos, ya sean grandes o pequeños, para así poder extraer y analizar lo que tienen en común y para que las modalidades de vida social de las que se derivan puedan desmembrarse y catalogarse sociológicamente, permitiendo que se pueda exponer lo que es intrínseco a la vida interaccional. De esta forma uno puede ir de lo puramente situado a lo situacional, es decir, de lo que está situado accidentalmente en una situación social (y que puede situarse fuera de ella sin cambiar demasiado) a lo que sólo puede darse en encuentros cara a cara.

¿Qué se puede decir de los procesos y estructuras específicas del orden de interacción? A continuación presento algunos esbozos.

Es probable que lo específico de la interacción cara-a-cara esté relativamente circunscrito al espacio y, con toda seguridad, al tiempo. Es más (y en esto se diferencia de los roles sociales en sentido tradicional), la suspensión de una actividad interaccional que se ha iniciado tiene un efecto trascendental sobre ella y no se puede extender demasiado sin alterarla profundamente. En el orden de interacción, la concentración y la implicación de los participantes —o al menos su atención— resulta siempre crítica, y estos estados cognitivos no pueden mantenerse por períodos largos de tiempo o sobrellevar lapsos e interrupciones continuadas. La emoción, el estado de ánimo, la cognición, la orientación corporal y el esfuerzo muscular están implicados intrínsecamente, e introducen un componente psicobiológico inevitable. La calma y la intranquilidad, la falta de autoconciencia y la cautela resultan vitales. Obsérvese también que el orden de interacción capta al ser humano justo desde ese ángulo de su existencia que muestra una superposición considerable con el de otras especies. Resulta tan poco sensato descartar que puedan haber similitudes entre el saludo animal y humano como buscar las causas de la guerra en la predisposición genética.

Se podría establecer la hipótesis de que (aparte de las exigencias obvias del cuidado infantil) la necesidad de interacción cara a cara está enraizada en ciertas precondiciones universales de la vida social. Hay, por ejemplo, todo tipo de motivos ajenos a los sentimientos y a la herencia genética por los que individuos de todos los orígenes —desconocidos o amigos— encuentran indispensable pasar el tiempo juntos. Uno de ellos es que el material especializado, sobre todo el diseñado para usarse más allá del círculo familiar, no resultaría económico si no fuera explotado y empleado por un número determinado de personas que acuden a ciertas horas para ello, tanto si lo han de emplear a la vez, adyacente o secuencial- mente. Al llegar y partir encontrarán que es una ventaja usar las rutas de acceso establecidas, y todavía más cuando tienen la sensación de que pueden cruzarse unos con otros sin peligro.

Hay una condición de la vida social que destaca enormemente cuando los individuos —por el motivo que sea— están en presencia inmediata de otros; a saber, su carácter promisorio e indicativo. No se trata sólo de que la apariencia y los modales hagan patente el
status
y las relaciones. También resulta que la línea de nuestra mirada, la intensidad de nuestra participación y la forma de nuestras acciones iniciales permite a los demás escrutar nuestro propósito e intención inmediata, tanto si estamos hablando con ellos a la vez como si no. En consecuencia, siempre estamos en posición de facilitar esta apertura, bloquearla o incluso desorientar a nuestros observadores. El carácter de escrutinio de tales observaciones resulta facilitado y a la vez dificultado por un proceso fundamental que aún no se ha estudiado sistemáticamente —la ritualización social—, es decir, la estandarización de la conducta corporal y vocal mediante la socialización, que confiere a tal conducta —o a tales gestos, si se prefiere— una función comunicativa especial.

Los individuos, en presencia de otros, se encuentran en una posición ideal para compartir un mismo foco de atención, percibir que lo comparten y percibir esa percepción. Esto, en combinación con su capacidad para indicar sus cursos de acción física y ajustar sus reacciones a indicaciones similares de los demás, constituye la precondición para algo crucial; la coordinación continua e intrínseca de la acción, sea como apoyo de tareas altamente colaborativas o como forma de acomodar tareas adyacentes. El habla aumenta inmensamente la eficacia de tal coordinación, resultando particularmente crítica cuando algo no funciona como se esperaba. (El habla, por supuesto, tiene otra función especial: permitir que ciertos aspectos externos a la situación participen del proceso colaborativo y que se negocien los planes referentes a cuáles «de ellos lo harán, pero éste es un teína diferente y prohibitivamente complicado.)

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