Los muros de Jericó (25 page)

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Authors: Jorge Molist

BOOK: Los muros de Jericó
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» Seremos cruzados en igualdad de derechos con los franceses y les obligaremos por pacto o por las armas a que devuelvan Carcasona, Béziers y las demás ciudades. Estableceréis la unidad religiosa en el norte de vuestros estados y obtendréis el favor del Papa.

—¡Pero qué infamia, Miguel! —Hug se indignó—. ¿Dónde está vuestro honor de caballero? ¿Cómo podemos acudir en ayuda de los occitanos y luego traicionarles? ¡Pero si el propio Ramón VI está casado con la hermana de nuestro rey!

—¿Qué os ocurre, Hug? —repuso rápido Miguel—. ¿Es que os habéis creído las canciones caballerescas que escribís en serio? El ideal caballeresco es para estúpidos que mueren en el primer envite de la batalla, y no para príncipes que gobiernan grandes estados.

—Dejad por esta noche vuestras canciones, que hoy ya no las necesitáis. Ya tenéis quien os caliente la cama.

—¡Ya basta, señores! —interrumpió Jaime. Sabía que ahora la discusión se tornaría violenta—. Gracias, Miguel, y gracias, Hug, por vuestra opinión y consejos; dejad que los medite. Buenas noches, señores.

Miguel se levantó y Hug dijo a Jaime:

—Solicito un momento en privado, señor.

—Concedido, Hug.

Miguel se inclinó y tras despedirse con un «buenas noches», salió de la tienda.

—Huggonet trae un mensaje personal para vos de Tolosa —le dijo Hug—. ¿Lo queréis oír?

El corazón le dio un vuelco a Jaime al adivinar quién enviaba la misiva. Disimuló su emoción respondiendo escueto:

—Sí.

45

—Era una decisión difícil, y yo me debatía entre dos opciones. —Jaime se expresaba lentamente, hablando consigo mismo. Movía las manos como si cada una de ellas representara la opción opuesta—. Ambas alternativas eran malas, pero debía tomar una. Sentía angustia. Mucha. El tiempo se acababa. Debía decidirme pronto.

Sentado frente a una mesa de hierro forjado pintada de blanco, Jaime dejó que su mirada recorriera su entorno. El día era hermoso, brillante. El sol empujaba a las sombras de los árboles sobre el césped del jardín y a través de los caminos de arena. En la mesa había tres vasos con refrescos; Karen y Kevin le escuchaban con atención.

—Déjame que te ayude. —Kevin interrumpió el silencio pensativo en el que se había encerrado Jaime—. Debías decidir entre la opción representada por el Papa y sus cruzados, apoyados por París; ésta era la opción de las fuerzas integristas e intolerantes.

» La otra alternativa era la de una revolución pacífica que se extendía por el sur de lo que hoy es Francia y el norte de España e Italia. Era la cultura de la tolerancia, la música, la poesía, los trovadores y los juglares. Desarrolló su propio estilo de amor; el amor cortés entre caballeros y sus damas. Incluso se formaban tribunales en los que, con el consentimiento y gentil participación de los acusados, se juzgaban los pecados amorosos. El propio Ricardo Corazón de León y el rey Alfonso, el padre del rey Pedro II se sometieron a juicio ante el tribunal de la apasionante y seductora noble occitana Adelaida de Tolosa.

» Con su oposición a la Iglesia católica, los cátaros eran un elemento clave de esa revolución.

» Los cátaros iban muy por delante de su tiempo en algunos asuntos; por ejemplo, para ellos hombre y mujer eran iguales ante Dios y ante los hombres. Las mujeres podían alcanzar el mismo rango en la Iglesia cátara que los hombres y existían Buenas Mujeres o Perfectas, como las llamaba la Inquisición; eso era revolucionario hace ochocientos años y aún lo es hoy para la mayor parte de las religiones de nuestro tiempo.

» Era toda una civilización nueva, que crecía con fuerza, pero que amenazaba con destruir la sociedad feudal y católica de aquel tiempo. Y ésta, más dura y más fanática, declaró la guerra a la cultura naciente.

» Es la eterna lucha entre la democracia y el absolutismo, entre la tolerancia y la intolerancia religiosa. Ocurrió entonces y ocurre ahora. La lucha entre el bien y el mal.

—Sí. Ésas eran las opciones —dijo Jaime, sorprendido por toda la información adicional que Kevin le proporcionaba—. Se nota que lo has estudiado bien.

—He leído sobre la época, pero sé más por lo vivido que por lo estudiado.

—¿Viviste también entonces? ¿Te conocí?

—Nos conocimos brevemente y quizá algún día me reconozcas, pero aún no es el tiempo.

—¿Y tú, Jaime, has identificado a alguien que conozcas en tu vida actual? —preguntó Karen.

—He reconocido a un amigo de la infancia. Más que por su apariencia física, siento una certeza interior. Es la forma en que se mueve, el estilo de hablar, de pensar, de actuar. Es él, estoy seguro.

—¿Crees que le gustaría unirse a nuestro grupo?

—Tú lo conoces, Karen. Es Ricardo, mi amigo del club.

—Sí, lo recuerdo bien. Tráelo.

—Bueno, dudo que las inquietudes espirituales sean una prioridad para Ricardo en estos momentos —dijo Jaime sonriendo al imaginar al velludo Ricardo con túnica blanca y descalzo. Su juguetona imaginación le colocó una coronita dorada y unas alitas de algodón en la espalda. ¡Ricardo de angelito! Su sonrisa se amplió y se contuvo para no soltar una carcajada—. Creo que sus intereses actuales son más físicos y sensuales que religiosos.

—Te puedes llevar una sorpresa. No prejuzgues la espiritualidad de los que te rodean. Es algo que la mayoría guarda íntimamente, y aún más un tipo que presume de macho como tu amigo, pero su espíritu está allí. No tienes derecho a privarle de la experiencia que tú vives ahora.

—Tal vez tengas razón, Karen, pero vamos a darle tiempo al asunto.

Una brisa agitó los árboles y la mirada de Jaime se perdió en el balanceo de las ramas de la palmera que crecía unos metros más allá, al lado de la piscina. Al fondo estaba la hermosa casa encaramada en una colina de los montes de Santa Mónica, desde cuyo mirador se divisaba una buena parte del valle de San Fernando. Un lugar privilegiado al que se accedía, por la San Diego Freeway y, luego de numerosas curvas, por la Mulholland Drive. A Jaime le costaba creer que hacía unos momentos él se encontrara en aquel mismo lugar, pero a unos metros de profundidad, en la oscuridad del sótano excavado en la roca frente al tapiz de la herradura cátara.

—¿A qué debo el honor de poder ver el exterior y de que se me perdone el uso de las gafas de ciego? —preguntó con sorna.

—Has vivido la experiencia dos veces —contestó Kevin con una mirada intensa—. Pronto encontrarás sentido a tus recuerdos y los relacionarás con tu vida presente; se ha iniciado el ciclo y no habrá nada que desees tanto como cerrarlo viendo cómo finalizó aquella vida. Esto te une indisolublemente a nuestro grupo. Eres uno de los nuestros y sabemos que nos serás fiel como juraste y mantendrás los secretos que te pedimos. Traicionarnos sería como traicionarte a ti mismo. Por lo tanto, podemos mostrarte este lugar.

—¿Dónde estamos?

—Estás en Montsegur, el centro espiritual de los cátaros —contestó Karen—. El Montsegur occitano basaba su seguridad en el inaccesible monte de los Pirineos, en cuya cima estaba edificado. Este lugar es seguro para los cátaros del siglo XX porque es secreto. Sólo un número reducido de iniciados cuya fidelidad está fuera de toda duda lo conoce. Ahora tú eres uno de ellos.

—¿Así que esto es el Vaticano cátaro? —dijo Jaime mirando alrededor—. Nadie lo diría.

—De eso se trata —intervino Kevin—. De que nadie fuera de los iniciados lo pueda decir; éste es un lugar de refugio en caso de persecución o peligro.

—No entiendo la paranoia que tenéis. ¿A qué viene este juego de lugares secretos que sólo los iniciados pueden conocer?

—Debemos tener un refugio. En algún momento alguno de nosotros, o todos, podemos estar en peligro. Hay que proteger a los individuos claves de nuestra organización.

—¡Vamos! ¿Qué es ese teatro? —Jaime empezaba a irritarse con las respuestas de Kevin—. ¿Quién va a perseguiros? Estamos en un país de total libertad religiosa. La Inquisición ya no existe. ¿De qué os escondéis? ¡Ah, ya entiendo! De los inspectores de Hacienda. —Jaime empleaba un tono ácido—. En realidad habéis creado una Iglesia sin ánimo de lucro para evadir el pago de los impuestos.

—No; no lo entiendes, Jaime —dijo Karen con suavidad—. Existe una guerra.

—¿Qué?

—Sí. Existe una guerra. Como hace ochocientos años, pero ésta es subterránea y secreta y sólo unos pocos lo sabemos.

—Pero ¿qué dices, Karen?

—Sí, Jaime. En tus recuerdos del siglo XIII debías decidir a qué bando apoyar en la guerra y, aun queriendo evitar el conflicto, no podías quedarte neutral. Bien, ahora, en el siglo XX, la experiencia se repite. Hoy y ahora estás viviendo otra guerra; estás en medio de ella y no podrás evitarla.

Jaime miró fijamente a Karen. Estaba seria y lo miraba con ojos profundos y sinceros. El brillo pícaro y burlón de cuando estaba de buen humor había desaparecido. No bromeaba.

—Estás bromeando, ¿verdad, Karen? —No pudo evitar la pregunta.

—No, Jaime.

Miró alrededor; la luminosa paz de la tarde parecía envolverlo todo. Un pájaro cruzó el cielo y la brisa agitó las ramas altas de unos pinos y luego las de unos eucaliptos más distantes. Respiró hondo, como queriendo absorber la paz del momento.

Había intuido todo el tiempo que Karen escondía algo y sentía el peligro en ella. Ahora había llegado el momento en el que el peligro se concretaría y sintió, viva, real y en tiempo presente, la angustia que había sentido en el sueño de su vida anterior en la cueva del tapiz.

Presentía que Karen tenía razón y que no podría escapar aunque quisiera de lo que ahora vendría. Estaba atrapado.

Supo que la paz que lo rodeaba era sólo aparente, que era la calma antes de la tormenta. Y la tormenta llegaría. Muy pronto.

46

—¡Qué diablos! —exclamó Davis—. Este rancho es mi casa y en mi casa hago lo que me viene en gana.

Gutierres le había aconsejado limitar su habitual paseo a caballo a los alrededores del edificio principal hasta que encontraran a los autores del asesinato de Kurth; el rancho ocupaba muchas hectáreas y, a pesar de la vigilancia, un tirador podría infiltrarse a través de las vallas exteriores.

Ante la negativa de Davis, Gutierres extremó las precauciones. Adicionalmente a las cámaras de vídeo y los detectores infrarrojos colocados en los lugares estratégicos del perímetro en los que se basaba la vigilancia habitual, el cercado exterior del rancho fue revisado aquella misma mañana para comprobar que nadie había roto el vallado, y tres parejas de jinetes recorrieron la zona de paseo varias veces, desde el amanecer, en busca de intrusos.

Incluso ahora, Gutierres llevaba un rifle colgado de su silla, un revólver bajo la chaqueta y estaba comunicado por radioteléfono con otras dos parejas de jinetes que, fuertemente armados, los acompañaban a una distancia prudente.

Con su habitual tozudez, Davis no quiso ponerse un chaleco antibalas y, aunque ambos vestían de forma semejante —
jeans
, botas y sombrero de ala ancha—, si alguien pretendiera dispararles no se confundiría; la disparidad de tamaños hacía la identificación fácil.

Y así, a pesar del tranquilo paseo a caballo y la soleada tarde de sábado, los ojos de Gutierres continuaban su incesante vigilancia.

—¿Alguna novedad sobre la investigación?

—Beck repite que su seguridad peligra. Insiste en la teoría de la conspiración de la secta y en que se debe de resolver su sucesión cuanto antes. De tener un sucesor, usted dejaría de ser objetivo de atentado.

—O al contrario, quizá pasara a ser el trofeo de caza más codiciado —dijo pensativo—. ¿Te ha dado ese tipo más información sobre la secta, o continúa escondiendo sus cartas? —Davis había desarrollado una gran confianza con Gutierres, en especial desde que había perdido a su íntimo colaborador Steven Kurth. Apreciaba su inteligencia, su buen criterio, y al no tener ambiciones de poder dentro de la Corporación, y estar fuera de las batallas políticas que los altos ejecutivos mantenían, era un consejero imparcial.

Aparte del fabuloso sueldo que Davis le pagaba, obtenía un buen bono en acciones sobre los resultados de la Corporación. Y, claro, dejaría de cobrar toda esa fortuna si él moría. Así pues, Davis estaba convencido de que, siendo Gutierres el que más tenía que perder con su fallecimiento, también era el más fiable.

—Me ha dado referencia de una secta que denomina «cátaros» y unos datos muy básicos sobre ella; pero se niega a dar nombres. Alega que existen otras sectas a las que pertenecen empleados de la Corporación y, hasta que tenga pruebas, no nombrará a nadie.

—¿Qué secta es ésa?

—Sólo conozco de ella lo dicho por Beck, pero he infiltrado a uno de mis hombres y en unos días tendré listo un informe.

—¿Y Beck sospecha que esos cátaros están relacionados con la bomba?

—No tiene aún la certeza, pero está seguro de que es obra de un grupo muy bien organizado, introducido en la Corporación. El FBI continúa investigando.

—No me gusta que el FBI intervenga. Siguen la agenda de Washington, y es distinta de la mía. ¿Por qué crees que tienen tanto interés en que designe un sucesor?

—La preocupación del presidente y del senador parece genuina. Y honrada. Pero es obvio que en Washington le consideran a usted alguien difícil.

—Crees que piensan que mi sucesor será más manejable, ¿verdad?

—Quizá.

—Pues ésa es la razón por la que no designo sucesor; si consideran más favorable al número dos, decidirán que Davis se debe retirar. ¡Yo no pienso retirarme!

—Y es mi trabajo evitar que le retiren si usted no lo desea, aunque no me lo pone fácil.

—Si me tuvieras siempre encerrado en una caja fuerte, no te ganarías todo el dinero que te pago.

—Es verdad que si le matan yo pierdo mucho dinero. Pero usted pierde su vida.

—Por eso formamos un buen equipo, Gus; porque, como yo soy ya muy viejo, quizá perdieras tú más que yo —repuso Davis con una carcajada.

Los hombres continuaron un tiempo en silencio, apreciando la brisa de la tarde y el sol de invierno en el resguardado valle.

—¿Y cómo le va a Ramsey? —preguntó Davis al rato.

—Trabaja duro, pero tiene pocas líneas de investigación abiertas. Hoy me ha llamado con una mala noticia. Y pretende relacionarla con el asesinato de Steven Kurth.

—¿Una mala noticia?

—La pensaba guardar para el lunes.

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